El idialismo alemán

El idialismo alemán

    • El idialismo slemán. El hombre mantiene una extraña relación con el universo: vive en él y está sujeto a sus leyes, pero a la vez trabaja para transformarlo de acuerdo con ideas y proyectos que considera dignos de ser realizados. Debe comer para vivir y tener casa y vestidos, pero el modo en que se procura comida, alojamiento y protección no existe en la naturaleza sino que ha sido creado por él mismo, siendo la razón el instrumento de esta creación. No la razón entendida como el razonamiento de este o de aquel hombre; la organización de la sociedad, la ciencia o la religión no son producto del cerebro de un individuo particular.

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Georg W. Friedrich Hegel (1770-1831), padre del idealismo alemán. Su sistema filosófico organiza cada campo del saber en una síntesis conceptual.

    • Cuando se dice que el mundo humano es el resultado de la razón se pretende afirmar que las necesidades a las que el hombre obedece no son sólo las naturales sino también las que resultan de su propia historia. Tratemos de aclararlo con un ejemplo. Los animales obedecen invariablemente a las leyes del instinto y tanto éstas como el mundo en que habitan son siempre los mismos: un cocodrilo de hoy es exactamente igual al de hace diez mil años, y si se producen cambios también ellos están sujetos a las leyes -la ley de la selección de la especie de Darwin- sobre las cuales los animales no tienen derecho a voz. En la historia de la filosofía moderna, y particularmente en el seno de las grandes religiones monoteístas, se afirmó generalmente que el hombre distinguía de los animales porque era libre de la necesidad de la naturaleza. Se sostenía que el hombre es en parte un animal, pero que por su parte, la espiritual, es libre de poder hacer o no hacer lo que cree, elegir el mal o el bien, etc. Esta idea fue modificándose hasta llegar a la convicción de que la pretendida libertad humana era bastante restringida. El espíritu fue concebido cada vez menos como un alma inmortal y, por contra, cada vez más como el resultado de las condiciones sociales, económicas y culturales en que los individuos se encuentran. Por consiguiente, se concluye, sería mejor decir que el hombre, a diferencia de los animales, obedece no sólo a la naturaleza natural (el mundo mineral, vegetal y animal) sino también a la naturaleza social. Dado que la naturaleza social no es otra que la historia de la humanidad -historia científica, económica, cultural, etc.- el hombre obedece a la naturaleza y a la propia historia, y su libertad está limitada por ambos confines.

Estamos ante una evidente contradicción; por una parte la historia es e producto de la razón y de la pasión humana; por otra, éstas están condicionadas, e incluso producidas a su vez, por aquélla. Si se cree, como en el cristianismo, que el sentido de la historia está fuerza del mundo, en la salvación del alma y en la vida eterna, la contradicción es tolerable. Pero cuando se cree que no hay otra vida a que apelar, el problema adquiere otra magnitud. La época en que vivió Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) fue, en Alemania, un período de crisis aguda que hizo dramáticamente actual la pregunta sobre las fuerzas que actúan en la historia y sobre cómo pueden los hombres, que no son sus sujetos, conducirla según su propia voluntad. Mientras en la vecina Francia se había logrado la unidad nacional y con la Revolución de 1789 el Estado había asumido una forma moderna, Alemania vivía en una condición de atraso. Es esta situación la que empujó al joven Hegel a sus primeros estudios: con un ojo puesto en la Revolución francesa, de la que fue entusiasta defensor, iba buscando un motivo inspirador para una análoga sublevación civil en su propia patria.

A la contradicción señalada, la impotencia de la razón humana para lograr que acaezca todo lo que desearía, y que la historia, aun siendo el lugar en que el hombre es verdaderamente él mismo, no esté dominada por la razón humana, Hegel le dio un nombre, que no era nuevo en la historia de la filosofía: es el Espíritu el que actúa en al historia, el que la guía y del que es su esencia, del mismo modo que en las religiones monoteístas el espíritu divino es la esencia de los avatares del mundo.

Pero Hegel unió esta idea a otro gran producto del pensamiento:

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La dialéctica. En Platón la dialéctica representó un método para criticar las (falsas) opiniones basándose en sus mismas proposiciones: un modo de razonar tendente a subrayar las contradicciones de una opinión o de un discurso, porque el discurso verdadero no podía ser contradictorio: las contradicciones eran eliminadas puesto que indicaban un error. Hegel se enfrenta a una situación más enmarañada. Algunas de las contradicciones que capta no se dejan eliminar, como si fuesen sólo un defecto del pensamiento, sino que parecen formar parte de la realidad. El filósofo alemán llega a considerar así que la contradicción no sea sólo indicio de un error, sino que pertenezca por derecho a la realidad, en el sentido que, algunas veces, la realidad está en contradicción consigo misma. Pongamos un ejemplo extraído del más célebre de los textos hegelianos, la Fenomenología del espíritu (1807). El título del libro indica que su contenido se compone de las distintas contradicciones que el Espíritu (esto es, el sujeto de la historia) ha atravesado en el curso del tiempo; estas contradicciones (que Hegel llamó figuras) se pueden resumir en la que hemos descrito anteriormente: es el hombre quien hace la historia pero la historia a su vez produce al hombre que en ella actúa. Tenemos, pues, dos sujetos: por una parte el hombre, por otra la historia ya transcurrida que constituye el terreno en que el hombre está obligado a actuar. Pero visto que la «historia ya transcurrida» no es otra que el producto de otros hombres, sería mejor decir que tenemos un sujeto desdoblado: la historia pasada que es el límite a la libertad presente. Esto no tendría nada de extraño, también en nuestra vida cotidiana vemos que el pasado condiciona el presente: si hemos optado por estudiar ingeniería nuclear es muy difícil anular esta elección y convertirnos, por ejemplo, en pianistas clásicos. El problema, como se ha subrayado, nace del hecho que nosotros sabemos que hemos elegido, pero al hombre en general la «historia ya transcurrida» se le aparece una potencia extraña, de la que él no sabe nada y que a menudo no ha elegido. En este punto interviene el conocimiento. Saber cómo se han producido ciertas situaciones, conocer sus causas, permite eliminar el sentido de fatalidad y extrañeza, para poder actuar en ellas y, posiblemente, para prever cómo se desarrollarán. Es necesario que el hombre se eleve al punto de vista en que el Espíritu ya no se le aparezca como un potencia extraña, sino como resumen de la «historia ya transcurrida» que él mismo ha hecho en el pasado. El Espíritu, según Hegel, debe reconocerse. Desde el punto de vista filosófico, la historia no es otra cosa que la historia de las etapas (figuras) que el Espíritu recorre para poder reconocerse. Este modo de concebir la historia toma el nombre de idealismo filosófico. Desde una cierta perspectiva es evidente cuál es su límite: el Espíritu es un nombre para indicar en conjunto las fuerzas que actúan en la historia, pero no explica cuáles son estas fuerzas ni cómo actúan concretamente. Pero volvamos a nuestro problema de la contradicción. Una sociedad esclavista, por ejemplo, es un estado de contradicción porque una parte del Espíritu domina sobre otra. Ésta es una de las figuras centrales de la Fenomenología del Espíritu: la relación señor y siervo, donde el siervo y el señor experimentan, bajo las apariencias de la verdadera relación que los une. Apenas el Espíritu se dé cuenta de estar escindido en dos partes contrapuestas, explica Hegel, intentará negar esta escisión: los siervos intentarán rebelarse contra sus señores. No se rebelarán contra todo, no intentarán destruir, por ejemplo, las casas ni los vínculos familiares; la negación, la rebelión, será una negación determinada, específica contra la división de la sociedad en dos. Por su parte los amos intentarán mantener el poder indagando en qué se apoya y cómo puede conservarse. Tendrán conocimiento así que desde el punto de vista material el pode está en manos de los siervos: son ellos quienes trabajan y producen los bienes necesarios a la vida y la cultura de los señores que, por su parte, ostentan sólo el mando. Cuando este saber sea conquistado -cuando el Espíritu conozca y reconozca esta escisión- será negada la condición de ambos y superada la forma social de la esclavitud. El Espíritu se liberará así de una de sus contradicciones -la que oponía la señoría como mando a la esclavitud como obediencia- y saldrá de ella con un mayor conocimiento de sí y de su propia historia. Éste es el esquema de la dialéctica hegeliana y de su idealismo filosófico: primero viene la tesis o posición (las condiciones de hecho), en la que está presente una contradicción o, como también la llama Hegel, lo negativo (el aspecto injusto o ilógico de la situación); tal negativo lleva precisamente a suprimir ciertas condiciones (en nuestro ejemplo, la esclavitud) a través de la negación determinada de éstas, y a recomponerse en una nueva forma donde la anterior contradicción está ausente y el Espíritu llega a conocer y reconocerse a sí mismo y por tanto superar su división interna, conciliando los elementos en contradicción. Esta tríada dialéctica (tesis, antítesis y síntesis) no es propia sólo de la historia, sino también de la conciencia. La conciencia no es simplemente un sujeto que reflexiona sobre sí mismo. Para poder conocerse -para tomar posesión de sí misma- la conciencia debe objetivarse primero en alguna cosa; el saber de un carpintero, por ejemplo, puede devenir objeto de su conciencia sólo cuando es objetivado, es decir, «hecho objeto» en una mesa.

En la Fenomenología del Espíritu las fases que atraviesa el Espíritu, las objetivaciones en que se pierde y reencuentra, son muchísimas, de las figuras de la filosofía antigua (estoicismo y epicureísmo) a la sucesión de las distintas formas sociales (esclavismo y feudalismo), culturales (Ilustración y romanticismo) y espirituales (arte, religión y filosofía). No es posible hacer una relación detallada, sin embargo es interesante proponer al menos una para comprender el modo de proceder de la dialéctica hegeliana.

Tomemos, pues, el primer paso:

La certidumbre sensible, el conocimiento más elemental y cierto que un hombre pueda tener, sostiene Hegel, la percepción de los sentidos. Lo que en este momento percibo parece ser la cosa más evidente: esta mesa que está delante de mí aquí y ahora. Pero, ¿qué significa esta mesa aquí y ahora?, ¿qué tipo de saber representa? El aquí y el ahora son las condiciones de su certeza y concreción, es como decir que estoy seguro de esta mesa ahora, en el momento en que la percibo, pero no de toda la mesa en cualquier lugar y siempre. El hecho es que el aquí y el ahora no son del todo concretos y particulares como parecen: no son, filosóficamente hablando, determinaciones muy fuertes, o no nos dicen nada. Cada momento y lugar en que alguien se encuentre son para él un aquí y un ahora, de modo que se debe concluir que el único saber que la percepción sensible nos suministra está en realidad constituido por una de las más universales determinaciones, el aquí y el ahora precisamente, apta tanto para ayer, cuando me encontraba en la calle, como para hoy que estoy sentado ante el escritorio o mañana, cuando esté descansando a orillas de un lago. Si nos limitáramos al aquí y al ahora no podríamos distinguir la calle de ayer del escritorio de hoy y del lago de mañana. Es así como el Espíritu encuentra una contradicción: la certeza de los sentidos que parece concreta e indudable es un cambio general y vacía de conocimiento; es necesario superar la certeza sensible en favor de un conocimiento superior, aquel que comienza por distinguir las cualidades de los distintos objetos (el peso, la forma, por ejemplo), en lugar de limitarse a constatar que aquí y ahora los percibo. Vemos cómo también las categorías del pensamiento se modifican radicalmente en el interior de la dialéctica hegeliana; abstracto y concreto, por ejemplo, no se refieren a la mayor o menor proximidad a las sensaciones, como se ha solido entender, sino a la riqueza de determinaciones que poseen; la extensión por así decirlo, de su historia. Abstracto será entonces lo que es pobre de contenidos, lo que tiene una breve historia, como por ejemplo la sensación, mientras concreto es lo que ha sufrido, en su recorrido, muchas vicisitudes de las que conserva los frutos. Cada cosa -afirma Hegel- es en principio pobre de contenido y sólo se enriquece a través de la historia de su devenir.

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Estamos aquí ante el umbral de la otra gran obra hegeliana, la Ciencia de la lógica (1812-1813). En ella se analiza nuestro modo de pensar con independencia de sus contenidos, de este o aquel pensamiento: o, como expresa un célebre comentador de Hegel, Ernst Bloch, en la Ciencia de la lógica se explican los «pensamientos de Dios antes de la creación». Parte de que la dificultad de entender a Hegel deriva precisamente de esta necesidad de efectuar distinciones no habituales al pensamiento y de darles un nombre que a menudo no es comprensible de modo inmediato. Así, la situación de partida de cada ente es denominada abstracta con referencia a que todo lo que puede ocurrirle está todavía en estado de posibilidad. En su nacimiento un hombre es, por ejemplo, todavía todo en potencia; es, escribe Hegel, en sí un adulto (puede llegar a serlo), pero no lo es todavía para otro (para quien lo encuentra) y, sobre todo, no lo es todavía por sí, al no haber vivido aún no puede conocer ni comprender su propia historia, no puede conocer y reconocer el Espíritu del que forma parte. Todas las contradicciones que irá encontrando no se le han presentado todavía, y él -el hombre apenas nacido de nuestro ejemplo- es un ser que aún no ha sido modificado en su esencia por la historia (del Espíritu), o por la sociedad, la cultura, etc. Sólo cuando comience a experimentar podrá, contemporáneamente iniciar su lucha para comprender sus propias experiencias y llegar, dentro de los límites de lo posible, a dominarlas. Esta historia que se dispone a ser pero que no es todavía es denominada por Hegel mediación, entendiendo con esta palabra no la vía de en medio, el acuerdo, lo acostumbrado, sino por el contrario la batalla cruenta que se deberá vencer para superar las contradicciones y recomponerlas en una unidad superior.

 

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