La Revolución Francesa
La Revolución Francesa. Es la revolución Francesa el movimiento político, social y económico, de fines del siglo XVIII, que cambio el sistema de gobierno monárquico por el republicano, al mismo tiempo que difundía los ideales de Libertad, Igualdad y Confraternidad. Se le conoce, también, como revolución burguesa-liberal porque fue esa clase social la que llevo adelante el movimiento desarrollando un conjunto de libertades de la persona como individuo y del individuo en sociedad.
Dos grandes corrientes prepararon e hicieron la Revolución: una, la corriente de ideas –el raudal de ideas nuevas sobre la organización política de los Estados–, procedía de la burguesía; otra, la de la acción, manaba de las masas populares, de los campesinos y de los proletarios de las ciudades, que querían obtener mejoras inmediatas y tangibles en sus condiciones económicas. Cuando esas dos corrientes se encontraron en un objetivo común, cuando se prestaron durante algún tiempo apoyo mutuo, se produjo la Revolución. Ya hacía tiempo que los filósofos del siglo xviii venían socavando los cimientos de las sociedades cultas de la época, en las que el poder político, lo mismo que una parte inmensa de la riqueza, pertenecían a la aristocracia y al clero, en tanto que la masa del pueblo permanecía como la bestia de carga de los poderosos. Proclamaron la soberanía de la razón, predicaron la confianza en la naturaleza humana y declararon que ésta, aunque corrompida por instituciones que en el curso de la historia impusieron al hombre la servidumbre, recuperaría todas sus cualidades cuando reconquistase la libertad, y de este modo los filósofos abrieron a la humanidad nuevos horizontes. Proclamaron la igualdad de todos los hombres, sin distinción de origen, y reclamaron la obediencia de cada ciudadano –rey o campesino– a la ley, considerada como expresión de la voluntad nacional si ha sido hecha por los representantes del pueblo; exigieron la libertad en los contratos entre hombres libres y la abolición de las servidumbres feudales; y con la formulación de todos esos reclamos unidos entre sí por el espíritu sistemático y el método que caracterizan el pensamiento del pueblo francés, los filósofos habían preparado ciertamente la caída del antiguo régimen, al menos en los espíritus. Pero esto sólo no bastaba para que estallase la Revolución; había que pasar de la teoría a la acción, del ideal concebido en la imaginación a su práctica en los hechos, y lo que debe estudiar hoy la historia sobre todo son las circunstancias que permitieron a Francia hacer ese esfuerzo en un momento dado: comenzar la realización del ideal. Considérese además que, mucho antes de 1789, había entrado Francia en un período de insurrecciones. El advenimiento de Luis XVI al trono en 1774 fue la señal de toda una serie de motines causados por el hambre que duraron hasta 1783. Después, en 1786, y sobre todo en 1788, comenzaron nuevamente las enérgicas insurrecciones campesinas. El hambre fue el motivo principal de los motines de la primera parte. En la segunda, si la falta de pan era siempre una de las causas, lo que principalmente impulsaba a los campesinos a la rebeldía era el deseo de no pagar los tributos feudales. El número de esos motines fue en aumento hasta 1789, y al final de ese año se generalizaron en todo el este, el nordeste y el sudeste de Francia. Así se disgregaba el cuerpo social. Sin embargo, una Jacquerie, en su sentido de rebelión de campesinos, no es todavía una revolución, aunque tome formas tan terribles como las del levantamiento de los campesinos rusos en 1773, bajo la bandera de Pugatcheff. Una revolución es infinitamente más que una serie de insurrecciones en los campos y en las ciudades; es más que una simple lucha de partidos, por sangrienta que sea; más que una batalla en las calles y mucho más que un simple cambio de gobierno, como los que llevó a cabo Francia en 1830 y 1848. Una revolución es la ruina rápida, en pocos años, de instituciones que tardaron siglos en arraigarse y que parecían tan estables y tan inmutables que incluso los reformadores más fogosos apenas osaban atacarlas en sus escritos; es la caída y la pulverización, en corto número de años, de todo lo que constituía la esencia de la vida social, religiosa, política y económica de una nación, el abandono de las ideas adquiridas y de las nociones corrientes sobre las relaciones tan complicadas entre las diversas unidades del rebaño humano. Es, en fin, la eclosión de nuevas concepciones igualitarias acerca de las relaciones entre ciudadanos, concepciones que pronto se convierten en realidades, comienzan a irradiar sobre las naciones vecinas, trastornan el mundo y dan al siglo siguiente su orientación, sus problemas, su ciencia, sus líneas de desarrollo económico, político y moral. Para llegar a un resultado de tal importancia, para que un movimiento tome las proporciones de una Revolución, como sucedió en 1648-1688 en Inglaterra y en 1789-1793 en Francia, no basta con que se produzca un movimiento de ideas en las clases instruidas, cualquiera sea su intensidad; no basta tampoco con que surjan motines en el seno del pueblo, cualesquiera sean su número y extensión: es preciso que la acción revolucionaria, procedente del pueblo, coincida con el movimiento del pensamiento revolucionario, procedente de las clases instruidas. Es necesaria la unión de ambos. He aquí por qué tanto la Revolución Francesa como la Revolución Inglesa del siglo precedente, se produjeron en el momento en que la burguesía, después de haberse inspirado ampliamente en la filosofía de su tiempo, llegó a la conciencia de sus derechos, concibió un nuevo plan de organización política y, fuerte por su saber, violenta en la tarea, se sintió capaz de apoderarse del gobierno, arrancándolo de manos de una aristocracia palaciega que empujaba el reino a la ruina completa por su incapacidad, su liviandad y su disipación. Pero la burguesía y las clases instruidas nada hubieran hecho por sí solas si la masa de los campesinos, a consecuencia de múltiples circunstancias, no se hubiera conmovido y, por una serie de insurrecciones que duraron cuatro años, no hubiera dado a los descontentos de las clases medias la posibilidad de combatir al rey y a la Corte, de derribar las viejas instituciones y de cambiar completamente el régimen político del reino. Sin embargo, la historia de ese doble movimiento aún no está hecha. La historia de la Gran Revolución Francesa ha sido hecha y rehecha muchas veces, desde el punto de vista de diversos partidos; pero hasta ahora los historiadores se han dedicado especialmente a exponer la historia política, la historia de las conquistas de la burguesía sobre el partido de la Corte y sobre los defensores de las instituciones de la vieja monarquía. Conocemos bien el despertar del pensamiento que precedió a la Revolución, los principios que en ella dominaron y que se tradujeron en su obra legislativa; nos extasiamos ante las grandes ideas que lanzó al mundo y que el siglo xix buscó realizar después en los países civilizados. En resumen, la historia parlamentaria de la Revolución, sus guerras, su política y su diplomacia han sido estudiadas y expuestas en todos sus detalles; pero la historia popular queda aún por hacer. La acción del pueblo de los campos y de las ciudades no se ha estudiado ni referido jamás en su conjunto. De las dos corrientes que hicieron la Revolución, la del pensamiento es conocida, pero la otra corriente, la de la acción popular, ni siquiera ha sido bosquejada.
La idea
Para comprender bien la idea que inspiró a la burguesía de 1789, hay que juzgarla por sus resultados, los Estados modernos. Los Estados organizados, tal como los observamos hoy en Europa, sólo se bosquejaban al final del siglo xviii. La centralización de poderes que se advierte en nuestros días no había alcanzado aún la perfección ni la uniformidad actuales. Ese mecanismo formidable que, mediante una orden dada desde una capital, pone en movimiento todos los hombres de una nación dispuestos para la guerra, y los lanza a la devastación de los campos y a causar duelo en las familias; esos territorios cubiertos por una red de administradores cuya personalidad es totalmente borrada por su servidumbre burocrática y que obedecen maquinalmente las órdenes dictadas por una voluntad central; esa obediencia pasiva de los ciudadanos a la ley y ese culto a la ley, al Parlamento, al juez y a sus agentes, que se practica hoy; ese conjunto jerárquico de funcionarios disciplinados; esas escuelas distribuidas por todo el territorio nacional, sostenidas y dirigidas por el Estado, donde se enseña el culto al poder y la obediencia; esa industria cuyos engranajes trituran al trabajador que el Estado entrega a discreción; ese comercio que acumula riquezas inauditas en manos de los monopolizadores de la tierra, de la mina, de las vías de comunicación y de las riquezas naturales, y que sostiene al Estado; esa ciencia, en fin, que aunque emancipa el pensamiento y centuplica las fuerzas de la humanidad, pretende al mismo tiempo someterlas al derecho del más fuerte y al Estado; todo eso no existía antes de la Revolución. Sin embargo, mucho antes de que la Revolución se anunciara por sus rugidos, la burguesía francesa, el Tercer Estado, había entrevisto ya el organismo político que iba a desarrollarse sobre las ruinas de la monarquía feudal. Es muy probable que la Revolución Inglesa contribuyera a anticipar la idea de la participación que la burguesía iba a tener en el gobierno de las sociedades. Es cierto que la revolución en América estimuló la energía de los revolucionarios en Francia; pero también lo es que desde el principio del siglo xviii y por los trabajos de Humé, Hobbes, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Mably, D’Argenson, etcétera, el estudio del Estado y de la constitución de las sociedades cultas, fundadas sobre la elección de representantes, se había convertido en el estudio favorito, al que Turgot y Adam Smith unieron el de las cuestiones económicas y el de la significación de la propiedad en la constitución política del Estado. He aquí por qué, mucho antes de que la Revolución estallara, ya fue entrevisto y expuesto el ideal de un Estado centralizado y bien ordenado, gobernado por las clases poseedoras de propiedades territoriales o industriales o dedicadas a las profesiones liberales, y hecho público en numerosos libros y folletos, de donde los hombres activos de la Revolución sacaron después su inspiración y su energía razonada. Es por esto que la burguesía francesa, en el momento de entrar, en 1789, en el período revolucionario, sabía bien lo que quería. Ciertamente no era republicana –¿lo es hoy?–, pero estaba harta del poder arbitrario del rey, del gobierno, de los príncipes y de la Corte, de los privilegios de los nobles que monopolizaban los mejores puestos en el gobierno, sin saber nada más que saquear al Estado, como saqueaban sus inmensas propiedades sin valorizarlas. Era republicana sólo en sus sentimientos y quería la sencillez republicana en las costumbres, como en las nacientes repúblicas de América; pero quería también el gobierno para las clases poseedoras. Sin ser atea, la burguesía era librepensadora, pero de ninguna manera detestaba el culto católico; lo que detestaba era la Iglesia, con su jerarquía, sus obispos, que hacían causa común con los príncipes, y a sus curas, convertidos en dóciles instrumentos en manos de los nobles. La burguesía de 1789 comprendía que en Francia había llegado el momento –como había llegado ciento cuarenta años antes en Inglaterra–, en el que el Tercer Estado iba a recoger el poder que caía de manos de la monarquía, y sabía lo que quería hacer con él. Su ideal consistía en dar a Francia una constitución modelada sobre la constitución inglesa; quería reducir al rey al simple papel de funcionario registrador, poder ponderador a veces, pero encargado principalmente de representar simbólicamente la unidad nacional. En cuanto al verdadero poder, elegido, había de ser entregado a un parlamento en el que la burguesía instruida, representando la parte activa y pensante de la nación, dominaría al resto. Al mismo tiempo se proponía abolir los poderes locales o parciales que constituían otras tantas unidades autónomas en el Estado; concentrar toda la potencia gubernamental en manos de un ejecutivo central, estrictamente vigilado por el Parlamento, estrictamente obedecido en el Estado, y que lo englobase todo: impuestos, tribunales, policía, fuerza militar, escuelas, vigilancia policíaca, dirección general del comercio, ¡todo!; proclamar la libertad completa de las transacciones comerciales, dando al mismo tiempo carta blanca a las empresas industriales para la explotación de las riquezas naturales, lo mismo que a los trabajadores, a merced en lo sucesivo de quien quisiera darles trabajo. Todo debía ponerse bajo la intervención del Estado, que favorecería el enriquecimiento de los particulares y la acumulación de grandes fortunas, condiciones a las que la burguesía de la época atribuía necesariamente gran importancia, ya que la misma convocatoria de los Estados Generales tuvo por finalidad hacer frente a la ruina financiera del Estado. Desde el punto de vista económico, el pensamiento de los hombres del Tercer Estado no era menos preciso. La burguesía francesa había leído y estudiado a Turgot y Adam Smith, los creadores de la economía política; sabía que sus teorías habían sido ya aplicadas y envidiaba a sus vecinos, los burgueses del otro lado del Canal de la Mancha, su poderosa organización económica, así como les envidiaba su poder político; aspiraba a la apropiación de las tierras por la grande y pequeña burguesía, y a la explotación de las riquezas del suelo, hasta entonces improductivo en poder de los nobles y del clero, teniendo en esto por aliados a los pequeños burgueses rurales, ya fuertes en los pueblos aun antes de que la Revolución multiplicase su número; ya entreveía el desarrollo rápido de la industria y la producción en masa de las mercancías con ayuda de las máquinas, el comercio exterior y la exportación de los productos industriales al otro lado de los océanos: los mercados de Oriente, las grandes empresas y las fortunas colosales. La burguesía comprendía que, para llegar a su ideal, ante todo debía romper los lazos que retenían al campesino en su aldea; le convenía que estuviera libre de abandonar su cabaña e incluso obligado a emigrar a las ciudades en busca de trabajo, para que, cambiando de patrón, aportara dinero a la industria en lugar del tributo que antes pagaba al señor, el que, aun siendo muy oneroso para él, era de escaso beneficio para el amo; se necesitaba, en fin, poner orden en la hacienda del Estado e impuestos de pago más fácil y más productivo. En resumen, se necesitaba lo que los economistas han llamado libertad de la industria y del comercio, pero que significaba, por una parte, liberar la industria de la vigilancia meticulosa y mortal del Estado, y por otra, obtener la libertad de explotación del trabajador, privado de libertades. Nada de uniones de oficio, de asociaciones gremiales, de jurandes3 , ni maestrías que puedan poner freno a la explotación del trabajador asalariado; nada de vigilancia del Estado que pueda molestar al industrial; nada de aduanas interiores ni de leyes prohibitivas. Libertad entera de comercio para los patrones y estricta prohibición de asociarse entre los trabajadores. “Dejar hacer” a unos, e impedir coaligarse a los otros. Tal fue el doble plan concebido por la burguesía. Así, en cuanto se presentó la ocasión de realizarlo, fuerte con su saber, con claridad en sus propósitos, habituada a los “negocios”, la burguesía no dudó en trabajar en el conjunto y sobre los detalles para implantar esos propósitos en la legislación; y trabajó con una energía tan consciente y sostenida que, por no haber concebido y elaborado un ideal en oposición al de los señores del Tercer Estado, el pueblo jamás había tenido. Sería injusto decir que la burguesía de 1789 fue guiada sólo por objetivos estrechamente egoístas. Si así hubiera sido, sus tareas no hubieran tenido éxito, porque siempre es necesaria una chispa de ideal para no fracasar en los grandes cambios. Los mejores representantes del Tercer Estado habían bebido, en efecto, en el manantial sublime de la filosofía del siglo xviii, que contenía en germen todas las grandes ideas que surgirían después. El espíritu eminentemente científico de esa filosofía, su carácter esencialmente moral, aun cuando se burlara de la moral convencional; su confianza en la inteligencia, la fuerza y la grandeza que podría tener el hombre libre cuando viviera rodeado de iguales; su odio a las instituciones despóticas; todo eso se hallaba en los revolucionarios de la época. ¿De dónde sino habrían sacado la fuerza de convicción y la generosidad de las que dieron pruebas en la lucha? También ha de reconocerse que entre los mismos que trabajaban más para realizar el programa de enriquecimiento de la burguesía, los había que creían con sinceridad en que el enriquecimiento de los particulares sería el mejor medio de enriquecer la nación en general, ¿no lo habían predicado así, con total convicción y con Smith a la cabeza, los mejores economistas? Pero por más elevadas que hayan sido las ideas abstractas de libertad, de igualdad, de progreso libre en que se inspiraban los hombres sinceros de la burguesía de 1789-1793, debemos juzgarlos por su programa práctico, por las aplicaciones de la teoría. ¿En qué hechos se traduciría la idea abstracta en la vida real? He ahí lo que ha de darnos la verdadera medida.
Si bien es justo reconocer que la burguesía en 1789 se inspiraba en ideas de libertad, de igualdad (ante la ley) y de emancipación política y religiosa, tales ideas, en cuanto tomaban cuerpo, se traducían en el doble programa que acabamos de bosquejar: libertad para utilizar las riquezas de todo tipo en el enriquecimiento personal, libertad para explotar el trabajo humano sin ninguna garantía para las víctimas de esa explotación, y organización del poder político, en manos de la burguesía, para asegurarle esas libertades. Pronto veremos que terribles luchas se entablaron en 1793, cuando una parte de los revolucionarios quiso pasar por encima de ese programa.
La acción
Y el pueblo, ¿qué idea tenía? También el pueblo había sufrido en cierta medida la influencia de la filosofía del siglo. Por mil canales indirectos se habían filtrado los grandes principios de libertad y de emancipación hasta los suburbios de las grandes ciudades, desapareciendo el respeto a la monarquía y a la aristocracia. Las ideas igualitarias penetraban en los medios más oscuros; los resplandores de revuelta atravesaron los espíritus, y la esperanza de un cambio próximo hacía latir con frecuencia los corazones más humildes. “No sé qué va a suceder, pero va a suceder algo, y pronto”, decía en 1787 una anciana a Arthur Young, que recorría Francia en la víspera de la Revolución. Ese “algo” había de traer un consuelo a las miserias del pueblo. Se ha discutido últimamente si el movimiento que precedió a la Revolución, y la Revolución misma, contenían elementos de socialismo. La palabra “socialismo” no formaba parte de ellos seguramente, puesto que data de mediados del siglo xix. La concepción del Estado capitalista, a la que la fracción socialdemócrata del gran partido socialista trata de reducir hoy el socialismo, no dominaba como domina hoy, puesto que los fundadores del “colectivismo” socialdemócrata, Vidal y Pecqueur, escribieron entre 1840 y 1849; pero no se pueden releer las obras de los escritores precursores de la Revolución sin sentirse sorprendido por la manera en que aquellos escritos están imbuidos de las ideas que forman la esencia misma del socialismo moderno. Dos ideas fundamentales: la de la igualdad de todos los ciudadanos en su derecho a la tierra, y la que conocemos hoy con el nombre de comunismo, encontraban ardientes partidarios entre los enciclopedistas, lo mismo que entre los escritores más populares de la época, tales como Mably, d’Argenson y muchos otros de menor importancia. Es muy natural que estando aún la industria en pañales, y siendo la tierra –el capital por excelencia– el instrumento principal de explotación del trabajo humano y no la fábrica, entonces apenas constituida, el pensamiento de los filósofos, y posteriormente el de los revolucionarios del siglo xviii, se dirigiera hacia la posesión en común del suelo. Mably, que, mucho más que Rousseau, inspiró a los hombres de la Revolución, ¿no demandaba, en efecto, desde 1768 (Doutes sur l’ordre naturel et essentiel des sociétés) la igualdad para todos en el derecho a la tierra y su posesión comunista? Y el derecho de la nación a todas las propiedades territoriales y a todas las riquezas naturales: bosques, ríos, saltos de agua, etcétera, ¿no era la idea dominante de los escritores precursores de la Revolución, lo mismo que la del ala izquierda de los revolucionarios populares durante la tormenta misma? Por desgracia esas aspiraciones comunistas no tomaron una forma clara y concreta en los pensadores que querían la felicidad del pueblo. Mientras que en la burguesía instruida las ideas de emancipación se traducían por un programa completo de organización política y económica, al pueblo las ideas de emancipación y de reorganización económicas no se le presentaban más que bajo la forma de vagas aspiraciones, y frecuentemente no eran más que simples negaciones. Los que hablaban al pueblo no trataban de definir la forma concreta en que podrían manifestarse aquellas aspiraciones o aquellas negaciones. Hasta se creería que evitaban toda precisión. Conscientemente o no, parece como si se hubieran dicho: “¡Para qué decir al pueblo cómo se organizará después! Enfriaría su energía revolucionaria. Que tenga solamente la fuerza de ataque para el asalto a las viejas instituciones. Después se verá cómo arreglar todo”. ¡Cuántos socialistas y anarquistas proceden todavía de la misma manera! Impacientes por acelerar el día de la revuelta, tratan de teorías adormecedoras toda tentativa de aclarar lo que la Revolución ha de plantear. Hay que decir también que la ignorancia de los escritores, en su mayoría habitantes de ciudades y hombres de estudio, tenía mucho que ver con esto. En toda aquella reunión de hombres instruidos y prácticos en los “negocios” que constituyó la Asamblea Nacional –hombres de leyes, periodistas, comerciantes, etc.–, había sólo dos o tres legistas conocedores de los derechos feudales, y es sabido que en aquella Asamblea hubo muy pocos representantes de los campesinos, familiarizados con las necesidades rurales por su experiencia personal. Por esas diversas razones la idea popular se expresaba principalmente por simples negaciones. “¡Quememos los registros en que se consignan las redevances4 feudales! ¡Abajo los diezmos! ¡Abajo madame Veto5! ¡A la linterna6 los aristócratas!” ¿Pero a quién correspondía la tierra libre? ¿A quién la herencia de los aristócratas guillotinados? ¿A quién la fuerza del Estado que caía de las manos de Monsieur Veto7, pero que en las de la burguesía se convertía en una potencia mucho más formidable que bajo el antiguo régimen? Esa falta de claridad en las concepciones del pueblo sobre lo que podía esperar de la Revolución marcó su huella en todo el movimiento. En tanto que la burguesía marchaba con paso firme y decidida a la constitución de su poder político en un Estado que trataba de moldear conforme con sus intenciones, el pueblo vacilaba. En las ciudades principalmente parecía no saber al principio qué hacer con el poder conquistado para utilizarlo en su ventaja. Y cuando comenzaron, después, a precisarse los proyectos de ley agraria y de igualación de las fortunas, se estrellaron contra los prejuicios respecto a la propiedad de los que estaban imbuidos los mismos que habían adoptado con sinceridad la causa del pueblo. El mismo conflicto se produjo en las concepciones sobre la organización política del Estado, conflicto que se manifestó en la lucha que se entabló entre los prejuicios gubernamentales de los demócratas de la época y las ideas que se desarrollaban en el seno de las masas sobre la descentralización política y sobre el carácter preponderante que el pueblo quería dar a sus municipios, a sus secciones en las grandes ciudades y a las asambleas rurales. De ahí toda la serie de conflictos sangrientos que estallaron en la Convención y también la incertidumbre de los resultados de la Revolución para la gran masa popular, excepto en lo concerniente a las tierras de las que se despojó a los señores laicos y religiosos y a las que se declararon libres de los derechos feudales.
Pero si las ideas del pueblo eran confusas desde el punto de vista positivo, eran, por el contrario, muy claras en sus negaciones respecto de ciertas relaciones. Ante todo, el odio del pobre contra la aristocracia ociosa, holgazana, perversa que lo dominaba, cuando la miseria negra reinaba en los campos y en los sombríos callejones de las grandes ciudades. Después el odio al clero, que pertenecía por sus simpatías más a la aristocracia que al pueblo que lo mantenía. El odio a todas las instituciones del antiguo régimen, que hacían la pobreza mucho más pesada, puesto que negaban los derechos humanos al pobre. El odio al régimen feudal y a sus tributos, que reducían al campesino a un estado de servidumbre respecto del propietario territorial, aun cuando la servidumbre personal hubiera sido abolida. Y, por último, la desesperación, cuando en aquellos años de escasez se veía la tierra inculta en poder del señor o sirviendo de recreo a los nobles mientras el hambre reinaba en las aldeas. Ese odio, que fermentaba hacía mucho tiempo, a medida que el egoísmo de los ricos se afirmaba cada vez más en el curso del siglo xviii, y esa necesidad de tierra, ese grito del campesino hambriento y rebelde contra el señor que le impedía el acceso a ella, suscitaron el espíritu de rebeldía desde 1788. Y ese mismo odio y esa misma necesidad –junto con la esperanza de salir adelante–, sostuvieron durante los años 1789-1793 las incesantes rebeldías de los campesinos, lo que permitió a la burguesía derribar el antiguo régimen y organizar su poder bajo un régimen nuevo, el del gobierno representativo. Sin esos levantamientos, sin esa desorganización completa de los poderes en las provincias, producida a consecuencia de los motines renovados sin cesar; sin esa prontitud del pueblo de París y de otras ciudades en armarse y marchar contra las fortalezas de la monarquía, cada vez que los revolucionarios apelaron al pueblo, el esfuerzo de la burguesía hubiera fracasado. Pero a esa fuente siempre viva de la Revolución –al pueblo, siempre dispuesto a tomar las armas– los historiadores de la Revolución no le han hecho todavía la justicia que le debe la historia de la civilización.
El pueblo antes de la Revolución Sería inútil detenerse aquí para describir extensamente la vida de los campesinos en los campos y de las clases pobres en las ciudades al aproximarse el año 1789. Todos los historiadores de la Gran Revolución han consagrado páginas muy elocuentes a este asunto; el pueblo gemía bajo el peso de los impuestos extraídos por el Estado, de los tributos pagados al señor, de los diezmos percibidos por el clero y por las servidumbres personales [corvées] impuestas por los tres. Poblaciones enteras estaban reducidas a la mendicidad y recorrían los caminos en número de quinientos, mil, veinte mil hombres, mujeres y niños en cada provincia; más de cien mil mendigos constaban oficialmente en 1777. En pueblos y aldeas el hambre había pasado al estado crónico; reaparecía a cortos intervalos y diezmaba provincias enteras. Los campesinos huían entonces en masa de sus provincias, con la esperanza, pronto desvanecida, de hallar fuera de ellas mejores condiciones. Al mismo tiempo, en las ciudades, la multitud de pobres aumentaba de año en año. Siempre escaseaba el pan, y como los municipios no podían abastecer los mercados, los motines del hambre, seguidos siempre de derramamiento de sangre, se convertían en rasgo permanente en la vida del reino. Por otra parte, la refinada aristocracia del siglo xviii derrochaba en un lujo desenfrenado y absurdo fortunas colosales, rentas de miles y millones de francos anuales. Ante la vida que llevaban, un Taine de nuestros días puede extasiarse porque conoce las cosas de lejos, a cien años de distancia, por los libros; pero en realidad ocultaba, bajo exterioridades reguladas por el maestro de danza y tras una disipación escandalosa, la sensualidad más desenfrenada, la carencia de toda delicadeza, de todo pensamiento y hasta de los más sencillos sentimientos humanos. Por consiguiente, el hastío llamaba a cada instante a las puertas de esos ricos, y en vano empleaban contra él todos los medios, hasta los más fútiles, los más pueriles. Claramente se vio lo que valía esta aristocracia al estallar la Revolución; los aristócratas, poco preocupados por defender a “su” rey, a “su” reina, se apresuraron a emigrar llamando en su socorro a la invasión extranjera para que los protegiera contra el pueblo rebelde. Se pudo juzgar su valor y su “nobleza” de carácter en las colonias de emigrados que se formaban en Coblenza, en Bruselas, en Mitau… Esos extremos de lujo y de miseria, tan frecuentes en el siglo xviii, han sido admirablemente descritos por cada uno de los historiadores de la Gran Revolución; pero hay que añadir un rasgo cuya importancia se manifiesta cuando se estudian las condiciones actuales de los campesinos de Rusia en vísperas de la gran Revolución Rusa. La miseria de la gran masa de los campesinos franceses, que era verdaderamente espantosa, había ido agravándose incesantemente, desde el reinado de Luis XIV, a medida que aumentaban los gastos del Estado y que se refinaba el lujo de los señores, tomando ese carácter de extravagancia del que nos hablan ciertas memorias de la época. Lo que contribuía sobre todo a hacer insoportables las exacciones de los señores, era que una gran parte de la nobleza, arruinada en realidad, pero que ocultaba su pobreza bajo apariencias de lujo, se empeñaba en arrancar a los campesinos las mayores rentas posibles, exigiendo de ellos hasta los menores pagos y tributos en especie establecidos antiguamente por la costumbre, y tratándolos por intermedio de intendentes con el rigor de simples mercachifles. El empobrecimiento de la nobleza había hecho de los nobles, en sus relaciones con los ex siervos, burgueses ávidos de dinero, pero incapaces de hallar otras fuentes de ingreso que la explotación de los antiguos privilegios, restos de la época feudal. He ahí por qué se encuentra en cierto número de documentos señales incontestables de un recrudecimiento de las exacciones de los señores durante los quince años del reinado de Luis XVI que precedieron a 1789. Pero si los historiadores de la Revolución tienen razón para trazar cuadros muy sombríos de la condición de los campesinos, sería falso deducir que los historiadores, como Tocqueville, por ejemplo, que hablan de mejoramiento de las condiciones en los campos, en esos mismos años que precedieron a la Revolución, no fueron veraces, porque lo positivo es que en las poblaciones rurales se realizaba un doble fenómeno: el empobrecimiento en masa de los campesinos y la mejora de la suerte de algunos de ellos. Se ve lo mismo en Rusia desde la abolición de la servidumbre. La masa de los campesinos se empobrecía. De año en año su existencia se hacía más incierta; la menor sequía llevaba a la escasez y al hambre; pero al mismo tiempo se constituía una nueva clase de campesinos mejor acomodados y ambiciosos, especialmente en los puntos donde la descomposición de las fortunas nobiliarias se había efectuado más rápidamente. El burgués aldeano, el campesino aburguesado hacía su aparición, y él fue el primero que, al acercarse la Revolución, habló contra los derechos feudales y pidió su abolición, y el que, durante los cuatro o cinco años que duró la Revolución, exigió con tenacidad la abolición de los derechos feudales, sin pago de rescate, es decir, la confiscación de los bienes y su fraccionamiento; él fue, por último, quien más se encarnizó en 1793 contra los “ci-devants”8 , los ex nobles, los ex señores. Por el momento, al aproximarse la Revolución, es con él, con ese campesino convertido en notable en su pueblo, que entró la esperanza en los corazones y maduró el espíritu de revuelta. Las señales de ese despertar son evidentes, porque desde 1786 las revueltas eran cada vez más frecuentes y es necesario decir que si la desesperación de la miseria impulsaba al pueblo al motín, la esperanza de obtener algún alivio lo conducía a la revolución. Como todas las revoluciones, la de 1789 fue conducida por la esperanza de llegar a ciertos resultados importantes.
El espíritu de revuelta.
Los motines
Casi siempre un nuevo reinado comienza con algunas reformas, y el de Luis XVI no fue una excepción a esa regla. Dos meses después de su advenimiento, el rey llamó a Turgot al ministerio, y al mes lo nombró controlador general de finanzas. Al principio el mismo lo sostenía contra la oposición violenta que Turgot, economista, burgués parsimonioso y enemigo de la aristocracia haragana, tenía necesariamente que encontrar en la Corte. La libertad de comercio de los granos, proclamada en septiembre de 1741, la abolición de la servidumbre personal en 1776 y la supresión de las viejas corporaciones y grandes en las ciudades, que sólo servían para conservar cierta aristocracia en la industria, eran medidas que suscitaban en el pueblo cierta esperanza de reformas. Al ver disminuidos los odiosos privilegios de los señores y caer las barreras señoriales de las que estaba erizada Francia, impidiendo la libre circulación de los granos, de la sal y de otros objetos de primera necesidad, los pobres se regocijaban. Los campesinos acomodados veían también con agrado la abolición de la imposición solidaria de todos los contribuyentes10. Por último, en agosto de 1779 fueron suprimidas en los dominios del rey la mano muerta11 y la servidumbre personal, y al año siguiente se prohibió la tortura, aplicada hasta entonces para el procedimiento criminal en sus más atroces formas, como las que fueron establecidas por la ordenanza de 167012. Se comenzó también a hablar del gobierno representativo, tal como lo habían adoptado los ingleses después de la revolución, y tal como lo deseaban los escritores filósofos. Turgot hasta había preparado, con objeto de satisfacer ese deseo, un plan de asambleas provinciales que precederían a la instauración de un gobierno representativo para toda Francia, y la convocatoria de un parlamento elegido por las clases propietarias. Luis XVI retrocedió ante ese proyecto y despidió a Turgot, pero desde entonces toda la Francia instruida comenzó a hablar de Constitución y de representación nacional. Como resultado fue ya imposible eludir la cuestión de la representación nacional, y cuando Necker fue llamado al ministerio en julio de 1777, ésta quedó sobre el tapete. Necker, que sabía adivinar las ideas de su señor y que trataba de conciliar sus miras de autócrata con las necesidades de la hacienda, trató de hacer un rodeo proponiendo sólo asambleas provinciales y haciendo entrever en el porvenir la posibilidad de una representación nacional; pero también encontró de parte de Luis XVI una negativa formal. “
¿No sería bueno –escribía el retorcido financista– que V. M., siendo intermediario entre sus Estados y sus pueblos, no apareciera sino para marcar los límites entre el rigor y la justicia?” A lo que Luis XVI respondió: “Es de la esencia de mi autoridad, no ser intermediario, sino estar a la cabeza”. Conviene retener estas palabras para no dejarse engañar por las sensiblerías que los historiadores del campo reaccionario han servido últimamente a sus lectores. Lejos de ser el personaje indiferente, inofensivo y bonachón, ocupado solamente de la caza, que se ha querido hacer de Luis XVI, éste supo resistir durante quince años, hasta 1789, la necesidad que se afirmaba y se hacía sentir de las nuevas formas políticas, que habían de reemplazar al despotismo real y las abominaciones del antiguo régimen. El arma de Luis XVI fue principalmente la astucia; sólo cedió al miedo; y resistió, no ya exclusivamente en 1789, sino siempre, y empleando constantemente las mismas armas, la astucia y la hipocresía, hasta sus últimos momentos, hasta el pie del cadalso. En todo caso, en 1773, en el momento en que era ya evidente para las inteligencias más o menos perspicaces, como Turgot y Necker, que había pasado el tiempo de la autocracia real y que había llegado la hora de reemplazarla por otra especie de representación nacional, Luis XVI sólo se decidió a hacer pequeñas concesiones. Convocó las asambleas provinciales del Berry y de la Haute-Guyenne (1778 y 1779); pero en presencia de la oposición que encontró en los privilegiados, se abandonó el plan de extender la convocatoria de esas asambleas a otras provincias, y Necker fue depuesto en 1781. Entretanto la revolución de América contribuyó también a despertar los ánimos y a inspirarles un soplo de libertad y de democracia republicana. El 4 de julio de 1776, las colonias inglesas de la América del Norte proclamaron su independencia, y los nuevos Estados Unidos fueron reconocidos por Francia, lo que fue causa de una guerra con Inglaterra que duró hasta 1783. Todos los historiadores hablan de la impresión que produjo esta guerra. Es verdad, en efecto, que la rebeldía de las colonias inglesas y la constitución de los Estados Unidos ejercieron profunda influencia en Francia y contribuyeron poderosamente a activar el espíritu revolucionario; se sabe también que las declaraciones de derechos hechas en los nuevos Estados americanos influyeron poderosamente en los revolucionarios franceses. Podría decirse del mismo modo que la guerra de América, en el curso de la cual Francia tuvo que crear toda una flota para oponerla a la de Inglaterra, acabó de arruinar la hacienda del antiguo régimen y aceleró su caída; pero es igualmente cierto que esta guerra fue el principio de las terribles guerras que Inglaterra emprendió pronto contra Francia y también de las coaliciones que lanzó después contra la República. En cuanto Inglaterra se repuso de sus derrotas y vio a Francia debilitada por las luchas interiores, le hizo, por todos los medios, manifiestos y secretos, las guerras que hicieron estragos a partir de 1793 y que duraron hasta 1815. Es necesario indicar todas esas raíces de la gran Revolución, porque ésta fue, como todo acontecimiento de gran importancia, el resultado de un conjunto de causas convergentes en un momento dado y que crean a los hombres que contribuirán por su parte a reforzar los efectos de esas causas. Pero también hay que decir que, a pesar de todos los acontecimientos que preparaban a la Revolución y de toda la inteligencia y las ambiciones de la burguesía, ésta, siempre prudente, hubiera esperado mucho más tiempo si el pueblo no hubiera acelerado los acontecimientos; las rebeldías populares, que crecían en número y en proporciones imprevistas, fueron el nuevo elemento que dio a la burguesía la fuerza de ataque que le faltaba. El pueblo había soportado la miseria y la opresión durante el reinado de Luis XV; pero en cuanto murió el rey, en 1774, el pueblo, que siempre comprende que hay un relajamiento de la autoridad cuando se produce un cambio de amos en palacio, comienza a rebelarse. Toda una serie de motines estallaron desde 1775 a 1777. Eran motines causados por el hambre y se los contenía por la fuerza. La cosecha de 1774 fue mala, faltó el pan. Entonces estalló el motín en abril de 1775. En Dijon el pueblo se apoderó de las casas de los acaparadores, rompiendo sus muebles y destruyendo sus molinos. En esta ocasión, el comandante de la ciudad, uno de esos señores bellos y finos de los que elogiosamente habla Taine, dirigió al pueblo esa frase funesta, tantas veces repetida durante la Revolución: “¡La hierba ya ha brotado, que se vayan a pastar al campo!” Auxerre, Amiens y Lille siguieron a Dijon. Pocos días después, los “bandidos” –así llaman la mayor parte de los historiadores a los hambrientos amotinados–, reunidos en Pontoise, en Passy y en Saint-Germain con la intención de apoderarse de las harinas, se dirigieron a Versalles. Luis XVI tuvo que presentarse en el balcón del palacio y hablarles anunciándoles que rebajaría dos sous14 el precio del pan, a lo que, como es natural, como verdadero economista, se opuso Turgot, y la rebaja del pan no pudo realizarse. Entretanto los “bandidos” entraron en París, saquearon las panaderías y distribuyeron a la multitud todo el pan del que pudieron apoderarse. La tropa los dispersó, y en la plaza de Grève fueron ahorcados dos amotinados que al morir gritaron que morían por el pueblo. Desde entonces comenzó a extenderse la leyenda de los “bandoleros” que recorrían toda Francia, leyenda que produjo profundo efecto en 1789 cuando sirvió a la burguesía de las ciudades de pretexto para armarse. En Versalles se comenzaron a poner pasquines insultando al rey y a sus ministros, prometiendo ejecutar al rey al día siguiente de su coronación, o exterminar a toda la familia real si no se rebajaba el pan. Al mismo tiempo se hacían circular en provincias falsos edictos del gobierno: uno de ellos anunciaba que el Consejo había tasado el trigo a doce libras el sextario. Esos motines fueron sin duda reprimidos, pero tuvieron graves consecuencias; fueron como un desencadenante de luchas entre diversos partidos: abundaban los folletos, unos acusaban a los ministros, otros hablaban de un complot de los príncipes contra el rey y otros denigraban la autoridad real. En resumen, con la excitación ya existente, el motín popular fue la chispa que encendió la pólvora. Se habló también de concesiones al pueblo, en las que jamás se había pensado antes; se iniciaron trabajos públicos, se abolieron las tasas sobre la molienda, lo que permitió al pueblo, en las inmediaciones de Ruan, decir que habían sido abolidos todos los derechos señoriales, y rebelarse (el 30 de julio) para no pagarlos más. Era evidente que los descontentos no perdían el tiempo y que aprovechaban la ocasión para extender las sublevaciones populares. Faltan datos para referir toda la sucesión de los motines populares durante el reinado de Luis XVI; los historiadores se ocupan poco de ellos; los archivos no han sido examinados; sólo sabemos que en tal o cual punto han ocurrido “desórdenes”.
En París, por ejemplo, después de la abolición de los jurados (1776), y en múltiples puntos de toda Francia en el curso del mismo año, a consecuencia de rumores falsos esparcidos sobre la abolición la taille y de todas las obligaciones de trabajo servil para los señores, hubo gravísimos motines. Sin embargo, a juzgar por los documentos impresos que he estudiado, parece que en los años de 1777 a 1783 disminuyeron los motines y quizá haya contribuido a esto la guerra de América. En 1782 y 1783 comenzaron de nuevo los motines y desde entonces fueron en aumento hasta la Revolución. Poitiers estaba sublevada en 1782; en 1786 lo estaba Vizille; de 1783 a 1787 estallan los motines en los Cévennes, el Vivarais y el Gévaudan; los descontentos, a los que se llamaba mascarats, para castigar a los “practicantes”, que sembraban la discordia entre los campesinos para provocar procesos, hicieron irrupción en los tribunales, en las casas de notarios y procuradores y quemaron todas las actas y contratos16. Fueron ahorcados tres de sus líderes y se enviaron otros a presidio, pero los desórdenes comenzaron de nuevo cuando el cierre de los Parlamentos17 suministró nueva ocasión. En 1786 estuvo Lyon en rebeldía (Chassin, Génie de la Révolution). Los tejedores de seda se declararon en huelga y, aunque se les prometió aumento de salario se llamó a las tropas; con tal motivo hubo lucha, y ahorcaron a tres agitadores. Desde entonces hasta la Revolución, Lyon continuó siendo foco de motines. Y, en 1789, los amotinados de 1786 fueron elegidos electores. Unas veces las sublevaciones tomaban carácter religioso, otras tenían por objeto resistir a los alistamientos militares, “cada leva de milicias producía un motín”, dijo Turgot; o bien contra las gabelas, o contra los diezmos. Siempre había motines; estallaron en mayor número sobre todo en el este, el sudeste y el nordeste, futuros focos de la Revolución; fueron aumentando constantemente, y, por último, en 1788, después de la disolución de los tribunales de justicia a los que se denominaba Parlamentos, y que fueran reemplazados por los “tribunales plenarios”, los motines se propagaron por toda Francia.
Antecedentes de la Revolución Francesa
Este gran movimiento revolucionario tuvo como fuentes de inspiración:
a) La Carta Magna impuesta por los ingleses a Juan Sin Tierra en el año 1215.
b) La petición de Derechos impuestos a Carlos I de Inglaterra en 1628.
c) La Independencia de los Estados Unidos de América en el año 1776, cuyos principios encontraron gran eco en los filósofos de entonces, a lo cual debemos agregar la participación de algunos franceses, como el Marques de Lafayette en las guerras de norteamericana y cuyas experiencias más tarde, las pusieron al servicio de la Revolución Francesa.
d) El movimiento cultura conocido como la Ilustración.
Inicio de la Revolución Francesa
La Revolución Francesa cubre un periodo que va de 1789 a 1815. Pero conviene anotar que a lo largo de este cuarto de siglo existen dos momentos en este proceso revolucionario:
I. El Primero – Desde 1789 hasta 1799 – , donde el movimiento se da dentro de Francia y en el que, en realidad se consiguen los objetivos perseguidos desde el comienzo, cuales son la abolición de la monarquía y el establecimiento del régimen republicano, la búsqueda de la igualdad social, la mejora económica para las clases populares con la supresión de los derechos feudales y el ordenamiento político mediante una Constitución.
II. El Segundo – Desde 1799 hasta 1815 – , está representado por la figura de Napoleón Bonaparte que empezó defendiendo la Revolución Francesa y termino estableciendo un gobierno personal con la implantación del Primer Imperio Francés (o Imperio Napoleónico)
Etapas de la Revolución Francesa.
Estados Generales
En el Antiguo Régimen francés, tomaban el nombre de Estados Generales, la reunión de los representantes de las distintas clases sociales que eran convocados cuando el país atravesaba situaciones en extremo difíciles. En este sentido, los Estados Generales vienen a constituir un organismo muy semejante a las Cortes Españolas, a la Dieta Prusiana o al Parlamento inglés. Su función era, pues, de valiosa colaboración al rey en la solución de los problemas que aquejaban a la nación. Los Estados Generales es considerada dentro de la etapa monárquica de la Revolución Francesa.
Antecedentes de los Estados Generales
Sin embargo, Luis XVI trato de solucionar esta situación, planteando intentos de reforma que lo llevaron a solicitar el concurso de notables economistas como Roberto Turgot, Malesherbes, Jacobo Necker, Calonne y el Arzobispo de Brienne, cuyas medidas, como la supresión de impuestos, el impulso a la industria y la disminución del despilfarro versallesco, no fueron tomados en cuenta por la oposición de los nobles. En vista de ello y como ya la situación apremiaba, Luis XVI, por consejo de Necker que nuevamente había sido nombrado Ministro, no tuvo más remedio que convocar a los Estados Generales que no se habían reunido desde 1614 en tiempos de Felipe El Hermoso.
Convocatoria de los Estados Generales
Portando sus «peticiones» escritas fueron llegando a París los 1,196 diputados que habían salido electos, de los cuales 578 pertenecían al Estado Llano, entre los cuales se encontraban algunos nobles hostiles a su clase como el Conde Mirabeau, eclesiásticos de ideas liberales como el abate Sieyes y otros. Sieyes había escrito un folleto donde se preguntaba: «¿Que es el Estado Llano? Todo. ¿Que ha sido hasta ahora dentro del Estado? Nada. ¿Qué quiere ser? Algo». El ambiente, pues, era de expectación al mismo tiempo que de esperanza. Los cuadernos de peticiones coincidían en solicitar una Constitución donde se otorgase la garantía a la libertad individual y de prensa, se termine con la servidumbre personal, que el cobro de tributos solo sea posible con el consentimiento de la nación y que se suprimiese todo régimen de arbitrariedad.
Instalación de los Estados Generales
El 5 de mayo de 1789 se realizó la sesión inaugural de los Estados Generales en el Salón de Fiestas del Palacio de Versalles, bajo la presidencia del rey Luis XVI de quien se esperaba habría de anunciar las reformas largamente esperadas. Pero nada de esto ocurrió, proclamando, más bien, que los Estados Generales se habían reunido para restablecer el orden en la administración y que el habría de hacer prevalecer su autoridad absoluta.
Ante la profunda decepción que esto causo dentro del pueblo, se hubo de afrontar de la votación ya que, según costumbre, el voto se establecía por orden y no por individuo. lo cual, evidentemente, perjudicaba a los miembros del Estado Llano que, no obstante estar en mayoría, siempre salían derrotados, puesto que las dos órdenes restantes -nobleza y clero – se unían cuando se trataba de votar.
El sistema de la votación individual fue solicitada y defendida ardientemente por el Estado Llano, pese a la obstinada idea y costumbre del voto por clase argumentado por el Clero y la Nobleza. Debido a este impase, el 10 de junio el Estado Llano acordó, por sí solo, constituirse en asamblea soberana ya que representaban el 95% de la nación. El 17 de ese mismo mes, apoyados por la mayor parte del bajo clero y por algunos nobles liberales, se declararon en Asamblea Nacional.
Asamblea Nacional
Al quedar constituida la Asamblea Nacional, esta va a realizar el primer acto revolucionario – del proceso que desembocaría en la Revolución Francesa – al decretar la ilegalidad de lis impuestos percibidos por la monarquía hasta entonces y que, en adelante, no podrían gravarse nuevas cargas tributarias sin su consentimiento. ¡La defensa de los intereses de la nación había empezado!
El Juramento de la Asamblea Nacional
Atemorizado el rey ante estos acontecimientos e impulsado por la Corte, trato de imponer su autoridad, ordenando el cierre de la sala de sesiones, bajo el pretexto de refaccionarla. La protesta de los diputados del Tercer Estado fue unánime, y, dirigidos por su presidente Jean Bailly, ocuparon la Sala del Juego de la Pelota, allí decidieron continuar con sus sesiones, jurando, solemnemente, «no separarse nunca y reunirse donde las circunstancias lo exigieran hasta que quedara establecida y estructurada sobre las bases sólidas, la Constitución del reino». Era el 20 de junio de 1789.
Sin embargo, el día 23, el rey Luis XVI de Francia trato de anular las decisiones de los diputados, les ordenó retirarse, indicando que cada clase social deliberara separadamente. Solo algunos representantes del clero y de la nobleza le hicieron caso; los restantes junto con los del Estado Llano, permanecieron en la Sala. Enviado el Gran Maestro de Ceremonias para hacerles desalojar, Mirabeau le respondió: «Id a decirle a vuestro amo que estamos aquí por la voluntad del pueblo y que no saldremos sino por la fuerza de las bayonetas».
La decidida actitud de los asambleístas hizo que cuatro días más tarde Luis XVI ordenase a todos los diputados, especialmente a los del clero y la nobleza, que se uniesen a la Asamblea Nacional, la que el 9 de julio tomo el nombre de Asamblea Constituyente.
¡El absolutismo monárquico francés llegaba a su fin!
Asamblea Constituyente
La Asamblea Constituyente : Es la etapa de la Revolución Francesa que va del 20 de junio al 30 de setiembre de 1789, en la que los representantes de Francia buscaron, discutieron y aprobaron una Constitución para Francia. Sin embargo, el rey no había cedido por completo, lo que es más, se proponía someter por la fuerza a los diputados: mercenarios extranjeros fueron concentrados en Versalles. Esto provoco el nerviosismo y la tensión dentro del pueblo, lo cual aumento cuando se supo que el rey había destituido a Necker, quien desde el Ministerio de Hacienda había luchado por las reformas y gozaba de la confianza popular, al mismo tiempo se rumoreaba el arresto de los diputados franceses Mirabeau y de Bailly. Corría el 11 de julio: ¡La Revolución Francesa estaba próxima a estallar!
1. La Toma de La Bastilla
La agitación era inmensa. Exaltados oradores, desde los jardines del Palacio Real, incitaban a la multitud a la defensa de la libertad, entre ellos Camile Desmoulins decía: «¡A las armas, a las armas! Pongámonos la escarapela verde del color de la esperanza…».
La Bastilla, viejo torreón construido en la Edad Media, se había convertido, a partir de Luis XIV, en una prisión del Estado. Allí se encerraban a los enemigos políticos del régimen; se constituía, pues, en el símbolo del poder monárquico absolutista y despótico y en una afrenta para el pueblo francés, el cual no estaba dispuesto a tolerar tal situación por más tiempo.
El día 14 de julio la exaltación y el fervor popular llego a su punto culminante. La masa enfervorizada y armada de piedras, picas, palos y armas de fuego, se lanzó al asalto de La Bastilla que estaba defendida por una débil guarnición. Los soldados fueron acuchillados, los presos liberados; el pueblo por tanto, en triunfo, las cabezas de los guardianes asesinados, recorrieron las calles de París. ¡La Revolución Francesa había estallado! … ¡La monarquía se tambaleaba! … El pueblo destruía con La Bastilla, el símbolo de la opresión y la explotación, por eso el 14 de julio se ha convertido para Francia en su Día de Fiesta Nacional.
2. Sesión de 4 de Agosto
Luego de la toma de La Bastilla, el sentido revolucionario se propago por toda Francia. En el resto de las ciudades se formaron Comunas o municipios revolucionarios y se organizaron guardias nacionales. El «Gran Miedo» cundió por todo el país: los campesinos se armaron, invadieron los castillos destruyendo los documentos que acreditaban los derechos señoriales.
La Asamblea Constituyente , entonces, decidió poner término a este estado de cosas, motivo por el cual en la célebre sesión del 4 de agosto, a propuesta del Vizconde de Noailles, en medio del alborozo y jubilo general, de abrazos y de lágrimas, la asamblea voto la supresión de los derechos feudales y la eliminación completa del régimen señorial; se decretó la igualdad ante el impuesto, la admisión de todos los ciudadanos a todos los empleos y el establecimiento de la justicia gratuita … ¡ El Antiguo Régimen, con su sistema de oprobio y explotación, había llegado a su fin !
3. Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano
En la misma histórica sesión del 4 de agosto, se acordó sentar los principios de bases que habrían de colocarse como preámbulo en la nueva Constitución a redactarse; esto se conoce con el nombre de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano que fueron aprobados en asamblea general el día 26 del mismo mes.
Dentro de los legados que nos ha otorgado la Revolución Francesa, ninguno adquiere mayor dimensión universal que este valioso documento de 17 artículos. En ellos se consagran:
Los Artículos de La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano son los siguientes:
1. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común.
2. La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
3. La fuente de toda soberanía reside esencialmente en la Nación; ningún individuo, ni ninguna corporación pueden ser revestidos de autoridad alguna que no emane directamente de ella.
4. La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre, no tiene otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el disfrute de los mismos derechos. Estos límites sólo pueden ser determinados por la ley.
5. La ley sólo puede prohibir las acciones que son perjudiciales a la sociedad. Lo que no está prohibido por la ley no puede ser impedido. Nadie puede verse obligado a aquello que la ley no ordena.
6. La ley es expresión de la voluntad de la comunidad. Todos los ciudadanos tienen derecho a colaborar en su formación, sea personalmente, sea por medio de sus representantes. Debe ser igual para todos, sea para proteger o para castigar. Siendo todos los ciudadanos iguales ante ella, todos son igualmente elegibles para todos los honores, colocaciones y empleos, conforme a sus distintas capacidades, sin ninguna otra distinción que la creada por sus virtudes y conocimientos.
7. Ningún hombre puede ser acusado, arrestado y mantenido en confinamiento, excepto en los casos determinados por la ley, y de acuerdo con las formas por ésta prescritas. Todo aquél que promueva, solicite, ejecute o haga que sean ejecutadas órdenes arbitrarias, debe ser castigado, y todo ciudadano requerido o aprendido por virtud de la ley debe obedecer inmediatamente, y se hace culpable si ofrece resistencia.
8. La ley no debe imponer otras penas que aquéllas que son estricta y evidentemente necesarias; y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley promulgada con anterioridad a la ofensa y legalmente aplicada.
9. Todo hombre es considerado inocente hasta que ha sido declarado convicto. Si se estima que su arresto es indispensable, cualquier rigor mayor del indispensable para asegurar su persona ha de ser severamente reprimido por la ley.
10. Ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aún por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley.
11. Puesto que la libre comunicación de los pensamientos y opiniones es uno de los más valiosos derechos del hombre, todo ciudadano puede hablar, escribir y publicar libremente, excepto cuando tenga que responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley.
12. Siendo necesaria una fuerza pública para garantizar los derechos del hombre y del ciudadano, se constituirá esta fuerza en beneficio de la comunidad, y no para el provecho particular de las personas a las que ha sido confiada.
13. Siendo necesaria, para sostener la fuerza pública y subvenir a los gastos de administración, una contribución común, ésta debe ser distribuida equitativamente entre los ciudadanos, de acuerdo con sus facultades.
14. Todo ciudadano tiene derecho, ya por sí mismo o por su representante, a constatar la necesidad de la contribución pública, a consentirla libremente, a comprobar su adjudicación y a determinar su cuantía, su modo de amillaramiento, su recaudación y su duración.
15. La sociedad tiene derecho a pedir a todos sus agentes cuentas de su administración.
16. Una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución.
17. Siendo inviolable y sagrado el derecho de propiedad, nadie podrá ser privado de él, excepto cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exige de manera evidente, y a la condición de una indemnización previa y justa.
Efectos en el derecho constitucional francés.
a) Los derechos naturales del hombre a la libertad, igualdad y a la propiedad, ellos son inherentes (nacen con el ser humano) e imprescriptibles (perduran a través del tiempo)
b) Se plantea una nueva concepción del Estado, estableciéndose el principio de que la soberanía reside en la nación.
c) La igualdad ante la ley, que debe ser la misma para todos, tanto para proteger como para castigar.
d) La inviolabilidad del individuo, el cual no puede ser acusado y detenido, sino en los casos determinados por la ley y según las formas prescritas en ellas.
Aun hoy, a cerca de dos siglos de este movimiento colosal, sus efectos se dejan sentir, puesto que muchos son los países en cuyas Constituciones se consignan los principios emanados de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Otros hechos de la Asamblea Constituyente
La Asamblea Constituyente se extiende en el periodo revolucionario comprendido entre julio de 1789 y setiembre de 1791. Durante este lapso, numerosos acontecimientos tuvieron lugar, además de la Toma de La Bastilla y de la histórica Sesión del 4 de agosto, contándose entre los más saltantes, los siguientes:
I. Las Jornadas de Octubre.- En vista de que la situación se agravaba cada día en Francia, y, ante la impasibilidad del rey que no adoptaba ninguna medida para resolver esta crisis, ni mucho menos promulgaba los acuerdos de la sesión del 4 de agosto, entonces las vendedoras de los mercados y amas de casa de París, decidieron realizar una marcha hacia Versalles los días 5 y 6 de octubre para exponer sus quejas al monarca y exigirle resolviese esta situación. En el trayecto se fueron plegando campesinos y labriegos hasta constituir una numerosa muchedumbre que armada de picas, palas y armas de fuego, irrumpieron en el Palacio de Versalles, asesinaron a muchos miembros del Cuerpo de Guardias que habían ofendido al pueblo e inclusive estuvieron a punto de poner en peligro la vida de la reina María Antonieta que se vio obligada a ponerse a salvo en la recámara del rey. Ante esta circunstancia el populacho resolvió conducir hacia París al monarca francés, donde quedo instalado en el Palacio de las Tullerias.
II. La Fiesta de la Federación.- La Asamblea Constituyente considero necesario medir el ambiente revolucionario que reinaba en toda la nación para el efecto, al conmemorarse el primer aniversario de la Toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1790, se realizó en París una gigantesca manifestación en el Campo de Marte, al cual asistieron más de 14,000 delegados de las milicias y comunas de las distintas regiones de Francia. Del mismo modo, se hicieron presentes al rey y la reina quienes prometieron cumplir con la Constitución por lo que fueron aplaudidos. Acto seguido, el obispo de Autum oficio una misa, mientras que, por la noche, el pueblo enfervorizado, canto y bailo en lo que antes había sido La Bastilla. El apoyo a la Revolución Francesa estaba dada; Francia marchaba hacia una nueva estructuración política y social.
III. Constitución Civil del Clero.- En agosto de 1790, la Constitución planteo la reorganización de la Iglesia, en un documento denominado «Constitución Civil del Clero», en cuyos puntos más saltantes se consignaba:
La nacionalización de los bienes del clero. En adelante, la iglesia no poseerá más bienes ni riquezas, las cuales pasaban a poder del Estado.
– La elección de sacerdotes y obispos sin intervención del Papa, y por voto popular.
– La reducción del número de conventos y de obispos.
– La emisión de unos billetes llamados «asignados», teniendo como respaldo los bienes nacionalizados de la Iglesia.
Los miembros del clero debieron prestar juramento a estas nuevas disposiciones, entonces los religiosos franceses se dividieron en: Clero Juramentado, aquellos que aceptaron la constitución, y, Clero no Juramentado o Refractario, los que no la aceptaron y siguieron dependiendo de la autoridad del Papa.
IV. La Huida del Rey.- La reforma religiosa provoco una honda reacción en el espíritu profundamente católico del rey y aun de los franceses. Entonces, viendo que la situación se hacía cada vez más conflictiva, el monarca decidió romper con la Revolución Francesa y huir al extranjero. En efecto, en junio de 1791, salió de las Tullerias Junto con su familia disfrazada de criado, en dirección a la frontera prusiana, pero, en el trayecto fue descubierto y reconocido en la localidad de Varennes y conducido nuevamente a París, donde quedo prisionero en la Torre de Temple.
LA CONSTITUCION FRANCESA DE 1791
En setiembre de 1791, después de dos años de labor, la Asamblea Constituyente tenía ya terminada la primer Constitución francesa. Sus artículos fueron precedidos por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y ella consagraba los principios y las ideas preconizadas por los filósofos como Rousseau y Montesquieu, ya que se establecía la descentralización de las funciones del gobierno al implantar la división de poderes en: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
· El Ejecutivo, seria ejercido por el monarca con el título de «Rey de los franceses, por la gracia de Dios y por la voluntad de la nación». Nombraba los ministros que habían de acompañarle en sus funciones y sancionaba las leyes que votaba la Asamblea Legislativa.
· El Legislativo, estaba representado por una solo cámara, compuesta por 745 diputados que no hubieran pertenecido a la constituyente. Ellos representaban la expresión de la voluntad popular, puesto que eran elegidos en sufragio directo y universal.
· El Judicial, lo formaban los magistrados encargados de la administración de la justicia en toda la nación.
El rey juro cumpliría y acataría el 14 de setiembre, el día 20 del mismo mes, la Constitución fue promulgada y, por último, el día 30 los diputados declaraban que habían terminado sus labores y que, en consecuencia, quedaba disuelta la Asamblea Constituyente.
Asamblea Legislativa
La Asamblea Legislativa (1791 – 1792): Al terminar sus labores la Asamblea Constituyente, se convocaron a elecciones a fin de nominarse a los representantes que, por disposición de la Constitución de 1791, habrían de integrar la Asamblea Legislativa. Salieron elegidos 745 diputados, todos ellos eran «gente nueva», animados de la más pura ideología y del pensamiento y espíritu sincero de trabajar por una Francia, acorde con los «principios inherente a todo ser humano».
La labor fundamental de la Asamblea Legislativa fue la de dar leyes y normas jurídicas para gobernar mejor el país. Iniciaron sus trabajos el 1 de octubre de 1792 y, bien pronto, pudo apreciarse que los asambleístas estaban divididos en dos bandos:
a) Los Constituyentes o Fuldenses, quienes sostenían la aplicación estricta de la constitución y el mantenimiento integral de los poderes del rey, pese aun a las más adversas circunstancias.
b) Los Jacobinos, integrados por la mayor parte de los diputados de la región de la Gironda, que se inclinaban por el establecimiento del gobierno republicano, reduciendo en consecuencia, en todo lo que fuera posible, los poderes y atribuciones del rey.
Al margen de los ardientes debates que tenían en el seno de la asamblea legislativa, dos hechos de singular trascendencia tuvieron lugar durante este periodo de la Revolución Francesa; ellos fueron:
1. Guerra contra Austria;
2. La Revolución del 10 de agosto
1. Guerra contra Austria:
Desde el comienzo del proceso revolucionario francés, muchos nobles habianse refugiado en el exterior, constituyendo el grupo de los «emigrados», asimismo, algunas potencias, como Austria y Prusia, cuyos monarcas eran parientes de Luis XVI, tenían vivo interés en intervenir con sus ejércitos en territorios de Francia. La situación se tornó más grave cuando los diputados girondinos, debido a su predominio en la Asamblea Legislativa, se mostraron partidarios de la guerra, ya que veían en ella un medio de asegurar el triunfo y de propagar por el Viejo Continente «Europa», los ideales revolucionarios: Igualdad, Libertad y Fraternidad.
En esas circunstancias, los reinos de Prusia y Austria, en la Convención de Pilnitz, realizada en noviembre de 1791, acordaron enviar un ejército que, bajo el mando del arrogante duque de Brunswick, debería invadir a Francia y salvar, de esta manera, a Luis XVI. Ante esta situación, la Asamblea Legislativa presiono al rey, quien pese a la resistencia y a la serie de dilaciones que opusiera, no tuvo más remedio que declarar la guerra a Austria el 20 de abril de 1792. Por entonces, el duque de Brunswick enviaba un insolente manifiesto, anunciando que «París seria destruida y arrasada», en caso peligrara la vida del monarca francés. La reacción popular no se hizo esperar. Se declaró la «Patria en peligro» al influjo de las ideas del ilustre orador Jorge Danton quien afirmaba: «Cuando la patria está en peligro, nadie puede negarse a prestarle sus servicios… para vencer a nuestros enemigos necesitamos valor, más valor, siempre valor… y Francia será salvada».
Así se formaron cuerpos de milicianos en las diferentes regiones del país que, después agrupados, fueron colocados bajo la excelente dirección del General Doumouriez. Francia, pues, vivía momento de zozobra e inquietud ante el peligro que cernía, ya que el ejército invasor había penetrado hasta la ciudad de Verdum. Sin embargo, ante el asombro del mundo europeo, el ejército austro-prusiano, fue derrotado en la batalla de Valmy, el 20 de setiembre de ese año (1792); pudo más el valor, el esfuerzo y el heroísmo francés que la técnica y la táctica del que, hasta entonces, había sido catalogada como el mejor ejercito del Viejo Continente
2. La Revolución del 10 de agosto (1792)
Mientras los ejércitos marchaban al campo de batalla, en París tenían lugar acontecimientos que precipitaron la caída del Rey. Al conocerse el manifiesto del duque de Brunswick, grandes protestas y agitaciones contra Luis XVI y contra Austria, se produjeron en las principales ciudades de Francia. En París, el pueblo marcho y asalto el Palacio de las Tullerias, poniendo en peligro la vida del monarca, quien se salvó colocándose al amparo de la Asamblea Legislativa. En estas jornadas, se descubrió la complicidad del rey con las potencias extranjeras, al encontrarse numerosa correspondencia que incitaban la intervención, por tal circunstancia la Asamblea Legislativa acordó el cese de las funciones de Luis XVI, quien fue encerrado en prisión, suprimiéndose, de esta manera, la Monarquía Constitucional.
Frente a estos acontecimientos, el fervor popular aumento cuando un grupo de revolucionarios procedentes de Marsella, ingresaron entonando una nueva canción que más tarde fuera bautizada como La Marsellesa y que, compuesta por un joven oficial de la región del Rhin: Rouget D Lisle, se convirtió en el Himno Nacional de la Revolución Francesa.