JULIO VERNE
1. Un escollo fugaz
El año 1866 quedó caracterizado por un extraño aconteci-miento, por un fenómeno inexplicable e inexplicado que na-die, sin duda, ha podido olvidar. Sin hablar de los
rumores que agitaban a las poblaciones de los puertos y que sobreex-citaban a los habitantes del interior de los continentes, el misterioso fenómeno suscitó una particular emoción entre los hombres del mar. Negociantes, armadores, capitanes de barco, skippers y masters de Europa y de América, oficiales de la marina de guerra de todos los países y, tras ellos, los go-biernos de los diferentes Estados de los dos continentes, ma-nifestaron la mayor preocupación por el hecho.
Desde hacía algún tiempo, en efecto, varios barcos se ha-bían encontrado en sus derroteros con «una cosa enorme», con un objeto largo, fusiforme, fosforescente en ocasiones, infinitamente más grande y más rápido que una ballena.
Los hechos relativos a estas apariciones, consignados en los diferentes libros de a bordo, coincidían con bastante exactitud en lo referente a la estructura del objeto o del ser en cuestión, a la excepcional velocidad de sus movimientos, a la sorprendente potencia de su locomoción y a la particu-lar vitalidad de que parecía dotado. De tratarse de un cetáceo, superaba en volumen a todos cuantos especímenes de este género había clasificado la ciencia hasta entonces. Ni Cuvier, ni Lacepède, ni Dumeril ni Quatrefages hubieran admitido la existencia de tal monstruo, a menos de haberlo visto por sus propios ojos de sabios.
El promedio de las observaciones efectuadas en diferen-tes circunstancias una vez descartadas tanto las tímidas evaluaciones que asignaban a ese objeto una longitud de doscientos pies, como las muy exageradas que le imputaban una anchura de una milla y una longitud de tres permitía afirmar que ese ser fenomenal, de ser cierta su existencia, su-peraba con exceso todas las dimensiones admitidas hasta entonces por los ictiólogos.
Pero existía; innegable era ya el hecho en sí mismo. Y, dada esa inclinación a lo maravilloso que existe en el hom-bre, se comprende la emoción producida por esa
sobrenatu-ral aparición. Preciso era renunciar a la tentación de remitir-la al reino de las fábulas.
Efectivamente, el 20 de julio de 1866, el vapor Governor Higginson, de la Calcuta and Burnach Steam Navigation Company, había encontrado esa masa móvil a cinco millas al este de las costas de Australia. El capitán Baker creyó, al pronto, hallarse en presencia de un escollo desconocido, y se disponía a determinar su exacta situación cuando pudo ver dos columnas de agua, proyectadas por el inexplicable obje-to, elevarse silbando por el aire hasta ciento cincuenta pies. Forzoso era, pues, concluir que de no estar el escollo someti-do a las expansiones intermitentes de un géiser, el Governor Higginson había encontrado un mamífero acuático, desco-nocido hasta entonces, que expulsaba por sus espiráculos columnas de agua, mezcladas con aire y vapor.
Se observó igualmente tal hecho el 23 de julio del mismo año, en aguas del Pacífico, por el Cristóbal Colón, de la West India and Pacific Steam Navigation Company,. Por consi-guiente, el extraordinario cetáceo podía trasladarse de un lugar a otro con una velocidad sorprendente, puesto que, a tres días de intervalo tan sólo, el Governor Higginson y el Cristóbal Colón lo habían observado en dos puntos del mapa separados por una distancia de más de setecientas le-guas marítimas.
Quince días más tarde, a dos mil leguas de allí, el Helvetia, de la Compagnie Nationale, y el Shannon, de la Royal Mail, navegando en sentido opuesto por la zona del Atlántico com-prendida entre Europa y Estados Unidos, se señalaron mu-tuamente al monstruo a 420 15’de latitud norte y 600 35’de longitud al oeste del meridianode Greenwich. En esa obser-vación simultánea se creyó poder evaluar la longitud mínima del mamífero en más de trescientos cincuenta pies ingleses2[L2] , dado que el Shannon y el Helvetia eran de dimensiones infe-riores, aun cuando ambos midieran cien metros del tajamar al codaste.
Ahora bien, las ballenas más grandes, las que fre-cuentan los parajes de las islas Aleutinas, la Kulammak y la Umgullick, no sobrepasan los cincuenta y seis metros de lon-gitud, si es que llegan a alcanzar tal dimensión.
Estos sucesivos informes; nuevas observaciones efectua-das a bordo del transatlántico Le Pereire, un abordaje entre el monstruo y el Etna, de la línea Iseman; un acta levantada por los oficiales de la fragata francesa La Normandie; un es-tudio muy serio hecho por el estado mayor del comodoro Fitzjames a bordo del Lord Clyde, causaron una profunda sensación en la opinión pública. En los países de humor li-gero se tomó a broma el fenómeno, pero en los países graves y prácticos, en Inglaterra, en América, en Alemania, causó una viva preocupación.
En todas partes, en las grandes ciudades, el monstruo se puso de moda. Fue tema de canciones en los cafés, de broma en los periódicos y de representación en los teatros. La prensa halló en él la ocasión de practicar el ingenio y el sensacio-nalismo. En sus páginas, pobres de noticias, se vio reapare-cer a todos los seres imaginarios y gigantescos, desde la ballena blanca, la terrible «Moby Dick» de las regiones hi-perbóreas, hasta el desmesurado Kraken, cuyos tentáculos pueden abrazar un buque de quinientas toneladas y llevár-selo a los abismos del océano. Se llegó incluso a reproducir las noticias de los tiempos antiguos, las opiniones de Aristó-teles y de Plinio que admitían la existencia de tales mons-truos, los relatos noruegos del obispo Pontoppidan, las rela-ciones de Paul Heggede y los informes de Harrington, cuya buena fe no puede ser puesta en duda al afirmar haber visto, hallándose a bordo del Castillan, en 1857, la enorme ser-piente que hasta entonces no había frecuentado
otros mares que los del antiguo Constitutionnel.
Todo esto dio origen a la interminable polémica entre los crédulos y los incrédulos, en las sociedades y en las publica-ciones científicas. La «cuestión del monstruo» inflamó los ánimos. Los periodistas imbuidos de espíritu científico, en lucha con los que profesan el ingenio, vertieron oleadas de tinta durante la memorable campaña; algunos llegaron in-cluso a verter dos o tres gotas de sangre, al pasar, en su ardor, de la serpiente de mar a las más ofensivas personalizaciones.
Durante seis meses la guerra prosiguió con lances diver-sos. A los artículos de fondo del Instituto Geográfico del Brasil, de la Academia Real de Ciencias de Berlín, de la
Aso-ciación Británica, del Instituto Smithsoniano de Washing-ton, a los debates del The Indian Archipelago, del Cosmos del abate Moigno y del Mittheilungen de Petermann, y a las crónicas científicas de las grandes publicaciones de Francia y otros países replicaba la prensa vulgar con alardes de un in-genio inagotable. Sus inspirados redactores, parodiando una frase de Linneo que citaban los adversarios del mons-truo, mantuvieron, en efecto, que «la naturaleza no engen-dra tontos», y conjuraron a sus contemporáneos a no infligir un mentís a la naturaleza y, consecuentemente, a rechazar la existencia de los Kraken, de las serpientes de mar, de las «Moby Dick» y otras lucubraciones de marineros deliran-tes. Por último, en un artículo de un temido periódico satí-rico, el más popular de sus redactores, haciendo acopio de todos los elementos, se precipitó, como Hipólito, contra el monstruo, le asestó un golpe definitivo y acabó con él en me-dio de una carcajada universal. El ingenio había vencido a la ciencia.
La cuestión parecía ya enterrada durante los primeros meses del año de 1867, sin aparentes posibilidades de resu-citar, cuando nuevos hechos llegaron al conocimiento del público.
Hechos que revelaron que no se trataba ya de un problema científico por resolver, sino de un peligro serio, real, a evitar. La cuestión adquirió así un muy diferente as-pecto. El monstruo volvió a erigirse en islote, roca, escollo, pero un escollo fugaz, indeterminable, inaprehensible.
El 5 de marzo de 1867, el Moravian, de la Montreal Ocean Company, navegando durante la noche a 270 30′ de latitud y 720 15′ de longitud, chocó por estribor con una roca no se-ñalada por ningún mapa en esos parajes. Impulsado por la fuerza combinada de viento y de sus cuatrocientos caballos de vapor, el buque navegaba a la velocidad de trece nudos.
Abierto por el choque, es indudable que de no ser por la gran calidad de su casco, el Moravian se habría ido a pique con los doscientos treinta y siete pasajeros que había embarcado en Canadá.
El accidente había ocurrido hacia las cinco de la mañana, cuando comenzaba a despuntar el día. Los oficiales de guar-dia se precipitaron hacia popa y escrutaron el mar con la mayor atención, sin ver otra cosa que un fuerte remolino a unos tres cables de distancia del barco, como si las capas lí-quidas hubieran sido violentamente batidas. Se tomaron con exactitud las coordenadas del lugar y el Moravian conti-nuó su rumbo sin averías aparentes. ¿Había chocado con una roca submarina o había sido golpeado por un objeto re-sidual, enorme, de un naufragio? No pudo saberse, pero al examinar el buque en el dique carenero se observó que una parte de la quilla había quedado destrozada.
Pese a la extrema gravedad del hecho, tal vez habría pasa-do al olvido como tantos otros si no se hubiera reproducido en idénticas condiciones, tres semanas después. Pero en esta ocasión la nacionalidad del buque víctima de este nuevo abordaje y la reputación de la compañía a la que pertenecía el navío dieron al acontecimiento una inmensa repercusión.
Nadie ignora el nombre del célebre armador inglés Cu-nard, el inteligente industrial que fundó, en 1840, un servi-cio postal entre Liverpool y Halifax, con tres barcos de ma-dera, de ruedas, de cuatrocientos caballos de fuerza y con un arqueo de mil ciento sesenta y dos toneladas. Ocho años des-pués, el material de la compañía se veía incrementado en cuatro barcos de seiscientos cincuenta caballos y mil ocho-cientas veinte toneladas, y dos años más tarde, en otros dos buques de mayor potencia y tonelaje. En 1853, la Compañía Cunard, cuya exclusiva del transporte del correo acababa de serle renovada, añadió sucesivamente a su flota el Arabia, el Persia, el China, el Scotia, el Java y el Rusia, todos ellos muy rápidos y los más grandes que, a excepción del Great Eas-tern, hubiesen surcado nunca los mares. Así, pues, en 1867, la compañía poseía doce barcos, ocho de ellos de ruedas y cuatro de hélice.
La mención de tales detalles tiene por fm mostrar la im-portancia de esta compañía de transportes marítimos, cuya inteligente gestión es bien conocida en el mundo entero. Ninguna empresa de navegación transoceánica ha sido diri-gida con tanta habilidad como ésta; ningún negocio se ha visto coronado por un éxito mayor. Desde hace veintiséis años, los navíos de las líneas Cunard han atravesado dos mil veces el Atlántico sin que ni una sola vez se haya malogrado un viaje, sin que se haya producido nunca un retraso, sin que se haya perdido jamás ni una carta, ni un hombre ni un bar-co. Por ello, y pese a la poderosa competencia de las líneas francesas, los pasajeros continúan escogiendo la Cunard, con preferencia a cualquier otra, como demuestran las con-clusiones de los documentos oficiales de los últimos años. Dicho esto, a nadie sorprenderá la repercusión hallada por el accidente ocurrido a uno de sus mejores barcos.
El 13 de abril de 1867, el Scotia se hallaba a 150 12′ de lon-gitud y 450 37′ de latitud, navegando con mar bonancible y brisa favorable. Su velocidad era de trece nudos y
cuarenta y tres centésimas, impulsado por sus mil caballos de vapor. Sus ruedas batían el agua con una perfecta regularidad. Su calado era de seis metros y sesenta centímetros, y su despla-zamiento de seis mil seiscientos veinticuatro metros cúbicos.
A las cuatro y diecisiete minutos de la tarde, cuando los pasajeros se hallaban merendando en el gran salón, se pro-dujo un choque, poco sensible, en realidad, en el casco del Scotia, un poco más atrás de su rueda de babor.
No había sido el Scotia el que había dado el golpe sino el que lo había recibido, y por un instrumento más cortante o perforante que contundente. El impacto había parecido tan ligero que nadie a bordo se habría inquietado si no hubiesen subido al puente varios marineros de la cala gritando:
«¡Nos hundimos! ¡Nos hundimos!».
Los pasajeros se quedaron espantados, pero el capitán Anderson se apresuró a tranquilizarles. En efecto, el peligro no podía ser inminente. Dividido en siete
compartimientos por tabiques herméticos, el Scotia podía resistir impune-mente una vía de agua.
El capitán Anderson se dirigió inmediatamente a la cala. Vio que el quinto compartimiento había sido invadido por el mar, y que la rapidez de la invasión demostraba que la vía de agua era considerable. Afortunadamente, las calderas no se hallaban en ese compartimiento.
De haber estado aloja-das en él se hubiesen apagado instantáneamente. El capitán Anderson ordenó de inmediato que pararan las máquinas. Un marinero se sumergió para examinar la avería. Algunos instantes después pudo comprobarse la existencia en el cas-co del buque de un agujero de unos dos metros de anchura. Imposible era cegar una vía de agua tan considerable, por lo que el Scotia, con sus ruedas medio sumergidas, debió continuar así su travesía. Se hallaba entonces a trescientas millas del cabo Clear. Con un retraso de tres días que inquietó vi-vamente a la población de Liverpool, consiguió arribar a las dársenas de la compañía.
Una vez puesto el Scotia en el dique seco, los ingenieros procedieron a examinar su casco. Sin poder dar crédito a sus ojos vieron cómo a dos metros y medio por debajo de la lí-nea de flotación se abría una desgarradura regular en forma de triángulo isósceles. La perforación de la plancha ofrecía una perfecta nitidez; no la hubiera hecho mejor una taladra-dora. Evidente era, pues, que el instrumento perforador que la había producido debía ser de un temple poco común, y que tras haber sido lanzado con una fuerza prodigiosa, como lo atestiguaba la horadación de una plancha de cuatro centímetros de espesor, había debido retirarse por sí mismo mediante un movimiento de retracción verdaderamente inexplicable.
Tal fue este último hecho, que tuvo por resultado el de apasionar nuevamente a la opinión pública. Desde ese mo-mento, en efecto, todos los accidentes marítimos sin causa conocida se atribuyeron al monstruo. El fantástico animal cargó con la responsabilidad de todos esos naufragios, cuyo número es desgraciadamente considerable, ya que de los tres mil barcos cuya pérdida se registra anuabnente en el Bu-reau Veritas, la cifra de navíos de vapor o de vela que se dan por perdidos ante la ausencia de toda noticia asciende a no menos de doscientos.
Justa o injustamente se acusó al «monstruo» de tales de-sapariciones. Al revelarse así cada día más peligrosas las comunicaciones entre los diversos continentes, la opinión pú blica se pronunció pidiendo enérgicamente que se desembarazaran los mares, de una vez y a cualquier precio, del formidable cetáceo.
Los pros y los contras
En la época en que se produjeron estos acontecimientos me hallaba yo de regreso de una exploración científica em-prendida en las malas tierras de Nebraska, en los Estados Unidos.
En mi calidad de profesor suplente del Museo de Historia Natural de París, el gobierno francés me había de-legado a esa expedición. Tras haber pasado seis meses en Nebraska, llegué a Nueva York, cargado de preciosas colec-ciones, hacia finales de marzo. Mi regreso a Francia estaba fijado para los primeros días de mayo. En espera del mo-mento de partir, me ocupaba en clasificar mis riquezas mi-neralógicas, botánicas y zoológicas. Fue entonces cuando se produjo el incidente del Scotia.
Estaba yo perfectamente al corriente de la cuestión que dominaba la actualidad. ¿Cómo podría no estarlo? Había leído y releído todos los diarios americanos y europeos, pero en vano. El misterio me intrigaba. En la imposibilidad de formarme una opinión, oscilaba de un extremo a otro. Que algo había, era indudable, y a los incrédulos se les invitaba a poner el dedo en la llaga del Scotia.
A mi llegada a Nueva York, el problema estaba más can-dente que nunca. La hipótesis del islote flotante, del escollo inaprehensible, sostenida por algunas personas poco compe-tentes, había quedado abandonada ya. Porque, en efecto, ¿cómo hubiera podido un escollo desplazarse con tan prodi-giosa rapidez sin una máquina en su interior? Esa rapidez en sus desplazamientos es lo que hizo asimismo rechazar la exis-tencia de un casco flotante, del enorme resto de un naufragio.
Quedaban, pues, tan sólo dos soluciones posibles al pro-blema, soluciones que congregaban a dos bandos bien dife-renciados: de una parte, los que creían en un monstruo de una fuerza colosal, y de otra, los que se pronunciaban por un barco «submarino» de una gran potencia motriz.
Ahora bien, esta última hipótesis, admisible después de todo, no pudo resistir a las investigaciones efectuadas en los dos mundos. Era poco probable que un simple particular tu-viera a su disposición un ingenio mecánico de esa naturaleza. ¿Dónde y cuándo hubiera podido construirlo, y cómo hubiera podido mantener en secreto su construcción?
Únicamente un gobierno podía poseer una máquina des-tructiva semejante. En estos desastrosos tiempos en los que el hombre se esfuerza por aumentar la potencia de las armas de guerra es posible que un Estado trate de construir en se-creto un arma semejante.
Después de los fusiles «chasse-pot», los torpedos; después de los torpedos, los arietes sub-marinos; después de éstos …. la reacción. Al menos, así puede esperarse.
Pero hubo de abandonarse también la hipótesis de una máquina de guerra, ante las declaraciones de los gobiernos. Tratándose de una cuestión de interés público, puesto que afectaba a las comunicaciones transoceánicas, la sinceridad de los gobiernos no podía ser puesta en duda. Además, ¿cómo podía admitirse que la construcción de ese barco sub-marino hubiera escapado a los ojos del público? Guardar el secreto en una cuestión semejante es muy dificil para un par-ticular, y ciertamente imposible para un Estado cuyas accio-nes son obstinadamente vigiladas por las potencias rivales.
Tras las investigaciones efectuadas en Inglaterra, en Francia, en Rusia, en Prusia, en España, en Italia, en América e incluso en Turquía, hubo de rechazarse definitivamente la hipótesis de un monitor submarino.
Ello sacó nuevamente a flote al monstruo, pese a las in-cesantes burlas con que lo acribillaba la prensa, y, por ese camino, las imaginaciones calenturientas se dejaron invadir por las más absurdas fantasmagorías de una fantástica ictiología.
A mi llegada a Nueva York, varias personas me habían hecho el honor de consultarme sobre el fenómeno en cues-tión. Había publicado yo en Francia una obra, en cuarto y en dos tomos, titulada Los misterios de los grandes fondos submarinos, que había hallado una excelente acogida en el mundo científico. Ese libro hacía de mí un especialista en ese dominio, bastante oscuro, de la Historia Natural. Soli-citada mi opinión, me encerré en una absoluta negativa mientras pude rechazar la realidad del hecho. Pero pronto, acorralado, me vi obligado a explicarme categóricamente. «El honorable Pierre Aronnax, profesor del Museo de Pa-rís», fue conminado por el New York Herald a formular una opinión.
Hube de avenirme a ello. No pudiendo ya callar por más tiempo, hablé. Analicé la cuestión desde todos los puntos de vista, políticamente y científicamente. Del muy denso ar-tículo que publiqué en el número del 30 de abril, doy a conti-nuación un extracto.
«Así pues decía yo, tras haber examinado una por una las diversas hipótesis posibles y rechazado cualquier otra su-posición, necesario es admitir la existencia de un animal marino de una extraordinaria potencia.
»Las grandes profundidades del océano nos son total-mente desconocidas. La sonda no ha podido alcanzarlas. ¿Qué hay en esos lejanos abismos? ¿Qué seres los habitan? ¿Qué seres pueden vivir a doce o quince millas por debajo de la superficie de las aguas? ¿Cómo son los organismos de esos animales? Apenas puede conjeturarse.
»La solución del problema que me ha sido sometido pue-de revestir la forma del dilema. O bien conocemos todas las variedades de seres que pueblan nuestro planeta o bien no las conocemos. Si no las conocemos todas, si la Naturaleza tiene aún secretos para nosotros en ictiología, nada más aceptable que admitir la existencia de peces o de cetáceos, de especies o incluso de géneros nuevos, de una organización esencialmente adaptada a los grandes fondos, que habitan las capas inaccesibles a la sonda, y a los que un acontenci-miento cualquiera, una fantasía, un capricho si se quiere, les lleva a largos intervalos al nivel superior del océano.
»Si, por el contrario, conocemos todas las especies vivas, habrá que buscar necesariamente al animal en cuestión en-tre los seres marinos ya catalogados, y en este caso yo me in-dinaría a admitir la existencia de un narval gigantesco.
»El narval vulgar o unicornio marino alcanza a menudo una longitud de sesenta pies.
Quintuplíquese, decuplíquese esa dimensión, otórguese a ese cetáceo una fuerza propor-cional a su tamaño, auméntense sus armas ofensivas y se ob-tendrá el animal
deseado, el que reunirá las proporciones estimadas por los oficiales del Shannon, el instrumento exi-gido por la perforación del Scotia y la potencia necesaria para cortar el casco de un vapor.
»En efecto, el narval está armado de una especie de espa-da de marfil, de una alabarda, según la expresión de algunos naturalistas. Se trata de un diente que tiene la dureza del ace-ro. Se han hallado algunos de estos dientes clavados en el cuerpo de las ballenas a las que el narval ataca siempre con eficacia. Otros han sido arrancados, no sin esfuerzo, de los cascos de los buques, atravesados de parte a parte, como una barrena horada un tonel. El Museo de la Facultad de Medici-na de París posee una de estas defensas que mide dos metros veinticinco centímetros de longitud y cuarenta y ocho centímetros de anchura en la base. Pues bien, supóngase esa arma diez veces más fuerte, y el animal, diez veces más potente, láncesele con una velocidad de veinte millas por hora, multi-plíquese su masa por su velocidad y se obtendrá un choque capaz de producir la catástrofe requerida.
»En consecuencia, y hasta disponer de más amplias infor-maciones, yo me inclino por un unicornio marino de di-mensiones colosales, armado no ya de una alabarda, sino de un verdadero espolón como las fragatas acorazadas o los “rams” de guerra, de los que parece tener a la vez la masa y la potencia motriz.
»Así podría explicarse este fenómeno inexplicable, a me-nos que no haya nada, a pesar de lo que se ha entrevisto, vis-to, sentido y notado, lo que también es posible.»
Estas últimas palabras eran una cobardía por mi parte, pero yo debía cubrir hasta cierto punto mi dignidad de pro-fesor y protegerme del ridículo evitando hacer reír a los americanos, que cuando ríen lo hacen con ganas. Con esas palabras me creaba una escapatoria, pero, en el fondo, yo admitía la existencia del «monstruo».
Las calurosas polémicas suscitadas por mi artículo le die-ron una gran repercusión. Mis tesis congregaron un buen número de partidarios, lo que se explica por el hecho de que la solución que proponía dejaba libre curso a la imagina-ción. El espíritu humano es muy proclive a las grandiosas concepciones de seres sobrenaturales. Y el mar es precisa-mente su mejor vehículo, el único medio en el que pueden producirse y desarrollarse esos gigantes, ante los cuales los mayores de los animales terrestres, elefantes o rinocerontes, no son más que unos enanos. Las masas líquidas transpor-tan las mayores especies conocidas de los mamíferos, y qui-zá ocultan moluscos de tamaños incomparables y crustá-ceos terroríficos, como podrían ser langostas de cien metros o cangrejos de doscientas toneladas.
¿Por qué no? Antigua-mente, los animales terrestres, contemporáneos de las épocas geológicas, los cuadrúpedos, los cuadrumanos, los rep-tdes, los pájaros, alcanzaban unas proporciones gigantescas. El Creador los había lanzado a un molde colosal que el tiempo ha ido reduciendo poco a poco. ¿Por qué el mar, en sus ig-noradas profundidades, no habría podido conservar esas grandes muestras de la vida de otra edad, puesto que no cambia nunca, al contrario que el núcleo terrestre sometido a un cambio incesante?
¿Por qué no podría conservar el mar en su seno las últimas variedades de aquellas especies titánicas, cuyos años son siglos y los siglos milenios?
Pero me estoy dejando llevar a fantasmagorías que no me es posible ya sustentar. ¡Basta ya de estas quimeras que el tiempo ha transformado para mí en realidades terribles! Lo repito, la opinión quedó fijada en lo que concierne a la natu-raleza del fenómeno y el público admitió sin más discusión la existencia de un ser prodigioso que no tenía nada en común con las fabulosas serpientes de mar.
Pero frente a los que vieron en ello un problema pura-mente científico por resolver, otros, más positivos, sobre todo en América y en Inglaterra, se preocuparon de purgar al océano del temible monstruo, a fin de asegurar las comu-nicaciones marítimas. Las publicaciones especializadas en temas industriales y comerciales trataron la cuestión princi-palmente desde este punto de vista. La Shipping and Mer-cantile Gazette, el Lloyd, el Paquebot, La Revue Maritime et Coloniale, todas las publicaciones periódicas en las que esta-ban representados los intereses de las compañías de seguros, que amenazaban ya con la elevación de las tarifas de sus pó-lizas, coincidieron en ese punto.
Habiéndose pronunciado ya la opinión pública, fueron los Estados de la Unión los primeros en decidirse a tomar medidas prácticas. En Nueva York se hicieron preparativos para emprender una expedición en persecución del narval. Una fragata muy rápida, la Abraham Lincoln, fue equipada para hacerse a la mar con la mayor brevedad. Se abrieron los arsenales al comandante Farragut, quien aceleró el arma-mento de su fragata.
Pero como suele ocurrir, bastó que se hubiera tomado la decisión de perseguir al monstruo para que éste no reapare-ciera más. Nadie volvió a oír hablar de él durante dos meses.
Ningún barco se lo encontró en su derrotero. Se hubiera di-cho que el unicornio conocía la conspiración que se estaba tramando contra él ¡Se había hablado tanto de él y hasta por el cable transatlántico! Los bromistas pretendían que el as-tuto monstruo había interceptado al paso algún telegrama a él referido y que obraba en consecuencia.
En tales circunstancias, no se sabía adónde dirigir la fra-gata, armada para una larga campaña y provista de formida-bles aparejos de pesca. La impaciencia iba en aumento cuan-do, el 3 de julio, se notificó que un vapor de la línea de San Francisco a Shangai había vuelto a ver al animal tres sema-nas antes, en los mares septentrionales del Pacífico.
Grande fue la emoción causada por la noticia. No se conce-dieron ni veinticuatro horas de plazo al comandante Farra-gut. Sus víveres estaban a bordo. Sus pañoles desbordaban de carbón. La tripulación contratada estaba al completo. No ha-bía más que encender los fuegos, calentar y zarpar. No se le habría perdonado una media jornada de retraso. El coman-dante Farragut no deseaba otra cosa que partir.
Tres horas antes de que el Abraham Lincoln zarpase del muelle de Brooklyn, recibí una carta redactada en estos tér-minos:
«Sr. Aronnax,
Profesor del Museo de París.
Fifth Avenue Hotel,
Nueva York.
Muy señor nuestro: si desea usted unirse a la expedición del Abraham Lincoln, el gobierno de la Unión vería con agrado que Francia estuviese representada por usted en esta em-presa. El comandante Farragut tiene un camarote a su dis-posición.
Muy cordialmente le saluda
J. B. Hobson,
Secretario de la Marina.»
Como el señor guste
Tres segundos antes de la recepción de la carta de J. B. Hobson, estaba yo tan lejos de la idea de perseguir al unicor-nio como de la de buscar el paso del Noroeste. Tres segundos después de haber leído la carta del honorable Secretario de la Marina, había comprendido ya que mi verdadera voca-ción, el único fin de mi vida, era cazar a ese monstruo inquietante y liberar de él al mundo.
Sin embargo, acababa de regresar de un penoso viaje y me sentía cansado y ávido de reposo. Mi única aspiración era la de volver a mi país, a mis amigos y a mi pequeño
alojamien-to del jardín de Plantas con mis queridas y preciosas colec-ciones. Pero nada pudo retenerme. Lo olvidé todo, fatigas, amigos, colecciones y acepté sin más reflexión la oferta del gobierno americano.
«Además pensé todos los caminos llevan a Europa y el unicornio será lo bastante amable como para llevarme hacia las costas de Francia. El digno animal se dejará atrapar en los mares de Europa, en aras de mi conveniencia personal, y no quiero dejar de llevar por lo menos medio metro de su ala-barda al Museo de Historia Natural.»
Pero, mientras tanto, debía buscar al narval por el norte del Pacífico, lo que para regresar a Francia significaba tomar el camino de los antípodas.
¡Conseil! grité, impaciente.
Conseil era mi doméstico, un abnegado muchacho que me acompañaba en todos mis viajes; un buen flamenco por quien sentía yo mucho cariño y al que él correspondía sobradamente; un ser flemático por naturaleza, puntual por principio, cumplidor de su deber por costumbre y poco sen-sible a las sorpresas de la vida. De gran habilidad manual, era muy apto para todo servicio. Y a pesar de su nombre, jamás daba un consejo, incluso cuando no se le pedía que lo diera.
El roce continuo con los sabios de nuestro pequeño mun-do del jardín de Plantas había llevado a Conseil a adquirir ciertos conocimientos. Tenía yo en él un especialista muy docto en las clasificaciones de la Historia Natural. Era capaz de recorrer con una agilidad de acróbata toda la escala de las ramificaciones, de los grupos, de las clases, de las subclases, de los órdenes, de las familias, de los géneros, de los subgéneros, de las especies y de las variedades. Pero su cien-cia se limitaba a eso. Clasificar, tal era el sentido de su vida, y su saber se detenía ahí. Muy versado en la teoría de la clasifi-cación, lo estaba muy poco en la práctica, hasta el punto de que no era capaz de distinguir, así lo creo, un cachalote de una ballena. Y sin embargo, ¡cuán digno y buen muchacho era!
Desde hacía diez años, Conseil me había seguido a todas partes donde me llevara la ciencia.
jamás le había oído una queja o un comentario sobre la duración o la fatiga de un viaje, ni una objeción a hacer su maleta para un país cual-quiera, ya fuese la China o el Congo, por remoto que fuera. Se ponía en camino para un sitio u otro sin hacer la menor pregunta.
Gozaba de una salud que desafiaba a todas las enfermeda-des. Tenía unos sólidos músculos y carecía de nervios, de la apariencia de nervios, moralmente hablando, se entiende.
Tenía treinta años, y su edad era a la mía como quince es a veinte. Se me excusará de indicar así que yo tenía cuarenta años.
Conseil tenía tan sólo un defecto. Formalista empederni-do, nunca se dirigía a mí sin utilizar la tercera persona, lo que me irritaba bastante.
¡Conseil! repetí, mientras comenzaba febrilmente a ha-cer mis preparativos de partida.
Ciertamente, yo estaba seguro de un muchacho tan abne-gado. Generalmente no le preguntaba yo nunca si le conve-nía o no seguirme en mis viajes, pero esta vez se trataba de una expedición que podía prolongarse indefinidamente, de una empresa arriesgada, en persecución de un animal ca-paz de echar a pique a una fragata como si se tratara de una cáscara de nuez. Era para pensarlo, incluso para el hombre más impasible del mundo.
¿Qué iba a decir Conseil?
¡Conseil! grité por tercera vez.
Conseil apareció.
¿Me llamaba el señor?
Sí, muchacho. Prepárame, prepárate. Partimos dentro de dos horas.
Como el señor guste -respondió tranquilamente Con-seil.
No hay un momento que perder. Mete en mi baúl todos mis utensilios de viaje, trajes,
camisas, calcetines, lo más que puedas, y ¡date prisa!
¿Y las colecciones del señor?recordó Conseil.
Nos ocuparemos luego de eso.
¡Cómo! ¡El arquiotherium, el hyracotherium, el oréodon, el queropótamo.y las demás
osamentas del señor!
Las dejaremos en el hotel.
¿Y el babirusa vivo del señor?
Lo mantendrán durante nuestra ausencia. Voy a ordenar que nos envíen a Francia nuestro zoo.
¿Es que no regresamos a París?
Sí …. naturalmente… respondí evasivamente. Pero re-gresamos dando un rodeo.
El rodeo que el señor quiera.
¡Oh!, poca cosa. Un camino un poco menos directo, eso es todo. Viajaremos a bordo del Abraham Lincoln.
Como convenga al señor respondió Conseil con la ma-yor placidez.
¿Sabes, amigo mío? Verás …. se trata del monstruo, del famoso narval… Vamos a librar de él los mares… El autor de una obra en dos volúmenes sobre los Misterios de los gran-des fondos submarinos no podía sustraerse a la expedicióin del comandante Farragut. Misión gloriosa, pero… tambiéri peligrosa. No se sabe adónde nos llevará esto… Esos anima-les pueden ser muy caprichosos … Pero iremos, de todos mo-dos. Con un comandante que no conoce el miedo.
Yo haré lo que haga el señor dijo Conseil.
Piénsalo bien, pues no quiero ocultarte que este viaje e, uno de esos de cuyo retorno no se puede estar seguro.
Como el señor guste.
Un cuarto de hora más tarde, nuestro equipaje estaba pre-parado. Conseil lo había hecho en un periquete, y yo tenía la seguridad de que nada faltaría, pues clasificaba las camisas y los trajes tan bien como los pájaros o los mamíferos.
El ascensor del hotel nos depositó en el gran vestíbulo de entresuelo. Descendí los pocos escalones que conducían a piso bajo y pagué mi cuenta en el largo mostrador que estaba siempre asediado por una considerable muchedumbre. Di la orden de expedir a París mis fardos de animales disecados y de plantas secas y dejé una cuenta suficiente para la manutención del babirusa. Seguido de Conseil, tomé un coche.
El vehículo, cuya tarifa por carrera era de veinte francos descendió por Broadway hasta Union Square, siguió luego por la Fourth Avenue hasta su empalme con Bowery Street, se adentró por la Katrin Street y se detuvo en el muelle trige-simocuarto. Allí, el Katrin ferryboat nos trasladó, hombres, caballos y coche, a Brooklyn, el gran anexo de Nueva York, situado en la orilla izquierda del río del Este, y en algunos minutos nos depositó en el muelle en el que el Abraham Lin-coln vomitaba torrentes de humo negro por sus dos chime-neas.
Trasladóse inmediatamente nuestro equipaje al puente de la fragata. Me precipité a bordo y pregunté por el coman-dante Farragut. Un marinero me condujo a la toldilla y me puso en presencia de un oficial de agradable aspecto, que me tendió la mano.
¿El señor Pierre Aronnax? me preguntó.
El mismo respondí. ¿Comandante Farragut?
En persona. Bienvenido a bordo, señor profesor. Tiene preparado su camarote.
Me despedí de él, y, dejándole ocupado en dar las órdenes para aparejar, me hice conducir al camarote que me había sido reservado.
El Abraham Lincoln había sido muy acertadamente elegi-do y equipado para su nuevo cometido. Era una fragata muy rápida, provista de aparatos de caldeamiento que permitían elevar a siete atmósferas la presión del vapor. Con tal pre-sión, el Abraham Lincoln podía alcanzar una velocidad me-dia de dieciocho millas y tres décimas por hora, velocidad considerable, pero insuficiente, sin embargo, para luchar contra el gigantesco cetáceo.
El acondicionamiento interior de la fragata respondía a sus cualidades náuticas. Me satisfizo mucho mi camarote, situado a popa y contiguo al cuarto de los oficiales.
Aquí estaremos biendije a Conseil.
Tan bien, si me lo permite el señor, como un bernardo en la concha de un buccino.
Dejé a Conseil ocupado en instalar convenientemente nuestras maletas y subí al puente para seguir los preparati-vos de partida.
El comandante Farragut estaba ya haciendo largar las úl-timas amarras que retenían al Abraham Lincoln al muelle de Brooklyn. Así, pues, hubiera bastado un cuarto de hora de retraso, o menos incluso, para que la fragata hubiese zar-pado sin mí y para perderme esta expedición extraordina-ria, sobrenatural, inverosímil, cuyo verídico relato habrá de hallar sin duda la incredulidad de algunos.
El comandante Farragut no quería perder ni un día ni una hora en su marcha hacia los mares en que acababa de seña-larse la presencia del animal. Llamó a su ingeniero.
¿Tenemos suficiente presión? le preguntó.
Sí, señor respondió el ingeniero.
¡Go ahead! gritó el comandante Farragut.
Al recibo de la orden, transmitida a la sala de máquinas por medio de aparatos de aire comprimido, los maquinistas accionaron la rueda motriz. Silbó el vapor al precipitarse por las correderas entreabiertas, y gimieron los largos pisto-nes horizontales al impeler a las bielas del árbol. Las palas de la hélice batieron las aguas con una creciente rapidez y el Abraham Lincoln avanzó majestuosamente en medio de un centenar de ferryboats y de tenders [L4] cargados de espectado-res, que lo escoltaban.
Los muelles de Brooklyn y de toda la parte de Nueva York que bordea el río del Este estaban también llenos de curio-sos. Tres hurras sucesivos brotaron de quinientas mil gar-gantas. Millares de pañuelos se agitaron en el aire sobre la compacta masa humana y saludaron al Abraham Lincoln hasta su llegada a las aguas del Hudson, en la punta de esa alargada península que forma la ciudad de Nueva York.
La fragata, siguiendo por el lado de New Jersey, la admirable orilla derecha del río bordeada de hotelitos, pasó entre los fuertes, que saludaron su paso con varias salvas de sus cañones de mayor calibre. El Abraham Líncoln respondió al saludo arriando e izando por tres veces el pabellón norte-americano, cuyas treinta y nueve estrellas resplandecían en su pico de mesana. Luego modificó su marcha para tomar el canal balizado que sigue una curva por la bahía interior for-mada por la punta de Sandy Hook, y costeó esa lengua are-nosa desde la que algunos millares de espectadores lo acla-maron una vez más.
El cortejo de boats y tenders siguió a la fragata hasta la al-tura del lightboat, cuyos dos faros señalan la entrada de los pasos de Nueva York. Al llegar a ese punto, el reloj marcaba las tres de la tarde. El práctico del puerto descendió a su ca-noa y regresó a la pequeña goleta que le esperaba. Se forza-ron las máquinas y la hélice batió con más fuerza las aguas.
La fragata costeó las orillas bajas y amarillentas de Long Is-land. A las ocho de la tarde, tras haber dejado al Noroeste el faro de Fire Island, la fragata surcaba ya a todo vapor las oscuras aguas del Atlántico.
El comandante Farragut era un buen marino, digno de la fragata que le había sido confiada.
Su navío y él formaban una unidad, de la que él era el alma.
No permitía que la existencia del cetáceo fuera discutida a bordo, por no abrigar la menor duda sobre la misma. Creía en él como algunas buenas mujeres creen en el Leviatán, por fe, no por la razón. Estaba tan seguro de su existencia como de que libraría los mares de él. Lo había jurado. Era una es-pecie de caballero de Rodas, un Diosdado de Gozon en bus-ca de la serpiente que asolaba su isla. O el comandante Fa-rragut mataba al narval o el narval mataba al comandante Farragut. Ninguna solución intermedia.
Los oficiales de a bordo compartían la opinión de su jefe. Había que oírles hablar, discutir, disputar, calcular las posi-bilidades de un encuentro y verles observar la vasta exten-sión del océano. Más de uno se imponía una guardia volun-taria, que en otras circunstancias hubiera maldecido, en los baos del juanete. Y mientras el sol describía su arco diurno, la arboladura estaba llena de marineros, como si el puente les quemara los pies, que manifestaban la mayor impacien-cia. Y eso que el Abraham Lincoln estaba todavía muy lejos de abordar las aguas sospechosas del Pacífico.
La tripulación estaba, en efecto, impaciente por encontrar al unicornio, por arponearlo, izarlo a bordo y despedazarlo. Por eso vigilaba el mar con una escrupulosa atención. El co-mandante Farragut había hablado de una cierta suma de dos mil dólares que se embolsaría quien, fuese grumete o mari-nero, contramaestre u oficial, avistara el primero al animal. No hay que decir cómo se ejercitaban los ojos a bordo del Abraham Lincoln.
Por mi parte, no le cedía a nadie en atención en las obser-vaciones cotidianas. La fragata hubiera podido llamarse muy justificadamente Argos. Conseil era el único entre todos que se manifestaba indiferente a la cuestión que nos apasio-naba y su actitud contrastaba con el entusiasmo general que reinaba a bordo.
Ya he dicho cómo el comandante Farragut había equipa-do cuidadosamente su navío, dotándolo de los medios ade-cuados para la pesca del gigantesco cetáceo. No hubiera ido mejor armado un ballenero. Llevábamos todos los ingenios conocidos, desde el arpón de mano hasta los proyectiles de los trabucos y las balas explosivas de los arcabuces. En el cas-tillo se había instalado un cañón perfeccionado que se car-gaba por la recámara, muy espeso de paredes y muy estrecho de ánima, cuyo modelo debe figurar en la Exposición Uni-versal de 1867. Este magnífico instrumento, de origen ame-ricano, enviaba sin dificultad un proyectil cónico de cuatro kilos a una distancia media de dieciséis kilómetros.
El Abraham Lincoln no carecía, pues, de ningún medio de destrucción. Pero tenía algo mejor aún. Tenía a Ned Land, el rey de los arponeros. Ned Land era un canadiense de una habilidad manual poco común, que no tenía igual en su peli-groso oficio. Poseía en grado superlativo las cualidades de la destreza y de la sangre fría, de la audacia y de la astucia.
Muy maligna tenía que ser una ballena, singularmente astuto de-bía ser un cachalote, para que pudiera escapar a su golpe de arpón.
Ned Land tenía unos cuarenta años de edad. Era un hombre de elevada estatura -más de seis pies ingleses y de robusta complexión. Tenía un aspecto grave y era poco
comunicativo, violento a veces y muy colérico cuando se le contrariaba. Su persona llamaba la atención, y sobre todo el poder de su mira-da que daba un singular acento a su fisonomía.
Creo que el comandante Farragut había estado bien inspi-rado al contratar a este hombre que, por su ojo y su brazo, valía por toda la tripulación. No puedo hallarle mejor com-paración que la de un potente telescopio que fuese a la vez un cañón.
Quien dice canadiense dice francés y, por poco comuni-cativo que fuese Ned Land, debo decir que me cobró cierto afecto, atraído quizá por mi nacionalidad. Era para él una ocasión de hablar, como lo era para mí de oír, esa vieja len-gua de Rabelais todavía en uso en algunas provincias cana-dienses. La familia del arponero era originaria de Quebec, y formaba ya una tribu de audaces pescadores en la época en que esa tierra pertenecía a Francia.
Poco a poco, Ned se aficionó a hablar conmigo. A mí me gustaba mucho oírle el relato de sus aventuras en los mares polares. Narraba sus lances de pesca y sus combates, con una gran poesía natural. Sus relatos tomaban una forma épica que me llevaba a creer estar oyendo a un Homero canadien-se cantando la Ilíada de las regiones hiperbóreas.
Describo ahora a este audaz compañero tal como lo co-nozco actualmente. Somos ahora viejos amigos, unidos por la inalterable amistad que nace y se cimenta en las pruebas difíciles. ¡Ah, mi buen Ned! Sólo pido vivir aún cien años más para poder recordarte más tiempo.
¿Cual era la opinión de Ned Land sobre la cuestión del monstruo marino? Debo confesar que no creía apenas en el unicornio y que era el único a bordo que no compartía la convicción general. Induso evitaba hablar del tema, sobre el que le abordé un día. Era el 30 de julio, es decir, a las tres se-manas de nuestra partida, y la fragata se hallaba a la altura del cabo Blanco, a treinta millas a sotavento de las costas de la Patagonia. Habíamos pasado ya el trópico de Capricor-nio, y el estrecho de Magallanes se abría a menos de sete-cientas millas al sur. Antes de ocho días, el Abraham Lincoln se hallaría en aguas del Pacífico.
Hacía una magnífica tarde, y sentados en la toldilla hablá-bamos Ned Land y yo de unas y otras cosas, mientras mirá-bamos el mar misterioso cuyas profundidades han perma-necido hasta aquí inaccesibles a los ojos del hombre. Llevé naturalmente la conversación al unicornio gigantesco, y me extendí en consideraciones sobre las diversas posibilidades de éxito o de fracaso de nuestra expedición. Luego, al ver que Ned Land me dejaba hablar, le ataqué más directamente.
¿Cómo es posible, Ned, que no esté usted convencido de la existencia del cetáceo que perseguimos? ¿Tiene usted ra-zones particulares para mostrarse tan incrédulo?
El arponero me miró durante algunos instantes antes de responder, se golpeó la frente con la mano, con un gesto que le era habitual, cerró los ojos como para recogerse y dijo, al fin:
Quizá, señor Aronnax.
Sin embargo, Ned, usted que es un ballenero profesio-nal, usted que está familiarizado con los grandes mamíferos marinos, usted cuya imaginación debería aceptar fácilmen-te la hipótesis de cetáceos enormes, parece el menos indica-do… debería ser usted el último en dudar, en semejantes cir-cunstancias.
Se equivoca, señor profesor. Pase aún que el vulgo crea en cometas extraordinarios que atraviesan el espacio o en la existencia de monstruos antediluvianos que habitan el inte-rior del globo, pero ni el astrónomo ni el geólogo admitirán tales quimeras. Lo mismo ocurre con el ballenero. He perse-guido a muchos cetáceos, he arponeado un buen número de ellos, he matado a muchos, pero por potentes y bien arma-dos que estuviesen, ni sus colas ni sus defensas hubieran po-dido abrir las planchas metálicas de un vapor.
Y, sin embargo, Ned, se ha demostrado que el narval ha conseguido atravesar con su diente barcos de parte a parte.
Barcos de madera, quizá, es posible, aunque yo no lo he visto nunca. Así que hasta no tener prueba de lo contrario, yo niego que las ballenas, los cachalotes o los unicornios puedan producir tal efecto.
Escuche, Ned…
No, señor profesor, no. Todo lo que usted quiera, excep-to eso. ¿Quizá un pulpo gigantesco?
Aún menos, Ned. El pulpo no es más que un molusco, y ya esto indica la escasa consistencia de sus carnes. Aunque tuviese quinientos pies de longitud, el pulpo, que no
perte-nece a la rama de los vertebrados, es completamente inofen-sivo para barcos tales como el Scotia o el Abraham Lincoln. Hay que relegar al mundo de la fábula las proezas de los kra-kens u otros monstruos de esa especie.
Entonces, señor naturalista preguntó Ned Land con un tono irónico-, ¿persiste usted en admitir la existencia de un enorme cetáceo?
Sí, Ned, se lo repito con una conviccion que se apoya en la lógica de los hechos. Creo en la existencia de un mamífero, poderosamente organizado, perteneciente a la rama de los vertebrados, como las ballenas, los cachalotes o los delfines, y provisto de una defensa córnea con una extraordinaria fuerza de penetración.
¡Hum! dijo el arponero, moviendo la cabeza con el ade-mán de un hombre que no quiere dejarse convencer.
Y observe, mi buen canadiense, que si tal animal existe, si habita las profundidades del océano, si frecuenta las capas líquidas situadas a algunas millas por debajo de la superficie de las aguas, tiene que poseer necesariamente un organismo cuya solidez desafíe a toda comparación.
Y ¿por qué un organismo tan poderoso? preguntó Ned. Porque hace falta una fuerza
incalculable para mante-nerse en las capas profundas y resistir a su presión.
¿De veras? dijo Ned, que me miraba con los ojos entre-cerrados.
Ciertamente, y algunas cifras se lo probarán fácilmente.
¡Oh, las cifras! replicó Ned. Se hace lo que se quiere con las cifras.
En los negocios, sí, Ned, pero no en matemáticas. Escu-che. Admitamos que la presión de
una atmósfera esté repre-sentada por la presion de una columna de agua de treinta y dos
pies de altura. En realidad, la altura de la columna sería menor, puesto que se trata de agua
de mar cuya densidad es superior a la del agua dulce. Pues bien, cuando usted se su-merge,
Ned, tantas veces cuantas descienda treinta y dos pies soportará su cuerpo una presión igual
a la de la atmós-fera, es decir, de kilogramos por cada centímetro cuadrado de su superficie.
De ello se sigue que a trescientos veinte pies esa presión será de diez atmósferas, de cien
atmósferas a tres mil doscientos pies, y de mil atmósferas, a treinta y dos mil pies, es decir
a unas dos leguas y media. Lo que equivale a decir que si pudiera usted alcanzar esa
profundidad en el océano, cada centímetro cuadrado de la superficie de su cuerpo sufriría
una presión de mil kilogramos. ¿Y sabe us-ted, mi buen Ned, cuántos centímetros
cuadrados tiene usted en superficie?
Lo ignoro por completo, señor Aronnax.
Unos diecisiete mil, aproximadamente.
¿Tantos? ¿De veras?
Y, como, en realidad, la presión atmosférica es un poco superior al peso de un kilogramo
por centímetro cuadrado, sus diecisiete mil centímetros cuadrados están soportando ahora
una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos.
¿Sin que yo me dé cuenta?
Sin que se dé cuenta. Si tal presión no le aplasta a usted es porque el aire penetra en el
interior de su cuerpo con una presión igual. De ahí un equilibrio perfecto entre las
presio-nes interior y exterior, que se neutralizan, lo que le permite soportarla sin esfuerzo.
Pero en el agua es otra cosa.
Sí, lo comprendo respondió Ned, que se mostraba más atento. Porque el agua me
rodea y no me penetra.
-Exactamente, Ned. Así, pues, a treinta y dos pies por de-bajo de la superficie del mar
sufriría usted una presión de diecisiete mil quinientos sesenta y ocho kilogramos; a
tres-cientos veinte pies, diez veces esa presión, o sea, ciento se-tenta y cinco mil seiscientos
ochenta kilogramos; a tres mil doscientos pies, cien veces esa presión, es decir, un millón
setecientos cincuenta y seis mil ochocientos kilogramos; y a treinta y dos mil pies, mil
veces esa presión, o sea diecisiete millones quinientos sesenta y ocho mil kilogramos. En
una palabra, que se quedaría usted planchado como si le sacaran de una apisonadora.
-¡Diantre! exclamó Ned.
Pues bien, mi buen Ned, si hay vertebrados de varios cen-tenares de metros de longitud y
de un volumen proporcional que se mantienen a semejantes profundidades, con una
su-perficie de millones de centímetros cuadrados, calcule la presión que resisten en miles
de millones de kilogramos. Calcule usted cuál debe ser la resistencia de su armazón ósea y
la potencia de su organismo para resistir a tales presiones.
Deben estar fabricados respondió Ned Land con planchas de hierro de ocho pulgadas,
como las fragatas aco-razadas.
Como usted dice, Ned. Piense ahora en los desastres que puede producir una masa
semejante lanzada con la veloci-dad de un expreso contra el casco de un buque.
Sí … , en efecto …. tal vez respondió el canadiense, turba-do por esas cifras, pero sin
querer rendirse.
Pues bien, ¿le he convencido?
Me ha convencido de una cosa, señor naturalista, y es de que si tales animales existen en el fondo de los mares deben necesariamente ser tan fuertes como dice usted.
Pero si no existen, testarudo arponero, ¿cómo se explica usted el accidente que le ocurrió al Scotia?
Pues … porque… dijo Ned, titubeando.
¡Continúe!
Pues, ¡porque… eso no es verdad! respondió el cana-diense, repitiendo, sin saberlo, una célebre respuesta de Arago.
Pero esta respuesta probaba la obstinación del arponero y sólo eso. Aquel día no le acosé más. El accidente del Scotia no era negable. El agujero existía, y había habido que col-marlo. No creo yo que la existencia de un agujero pueda ha-llar demostración más categórica. Ahora bien, ese agujero no se había hecho solo, y puesto que no había sido produci-do por rocas submarinas o artefactos submarinos, necesa-riamente tenía que haberlo hecho el instrumento perforante de un animal.
Y en mi opinión, y por todas las razones precedentemente expuestas, ese animal pertenecía a la rama de los vertebra-dos, a la clase de los mamíferos, al grupo de los pisciformes, y, finalmente, al orden de los cetáceos. En cuanto a la familia en que se inscribiera, ballena, cachalote o delfín, en cuanto al género del que formara parte, en cuanto a la especie a que hubiera que adscribirle, era una cuestión a elucidar poste-riormente. Para resolverla había que disecar a ese monstruo desconocido; para disecarlo, necesario era apoderarse de él; para apoderarse de él, había que arponearlo (lo que compe-tía a Ned Land); para arponearlo, había que verlo (lo que co-rrespondía a la tripulación), y para verlo había que encon-trarlo (lo que incumbía al azar).
¡A la aventura!
Ningún incidente marcó durante algún tiempo el viaje del Abraham Lincoln, aunque se
presentó una circunstancia que patentizó la maravillosa habilidad de Ned Land y mos-tró la
confianza que podía depositarse en él.
A lo largo de las Malvinas, el 30 de junio, la fragata entró en comunicación con unos
balleneros norteamericanos, que nos informaron no haber visto al narval. Pero uno de ellos,
el capitán del Monroe, conocedor de que Ned Land se halla-ba a bordo del Abraham
Lincoln, requirió su ayuda para ca-zar una ballena que tenían a la vista. Deseoso el
comandante Farragut de ver en acción a Ned Land, le autorizó a subir a bordo del Monroe.
Y el azar fue tan propicio a nuestro cana-diense que en vez de una ballena arponeó a dos
con un doble golpe, asestándoselo a una directamente en el corazón. Se apoderó de la otra
después de una persecución de algunos minutos. Decididamente, si el monstruo llegaba a
habérse-las con el arpón de Ned Land, no apostaría yo un céntimo por el monstruo.
La fragata corrió a lo largo de la costa sudeste de América con una prodigiosa rapidez. El 3
de julio nos hallábamos a la entrada del estrecho de Magallanes, a la altura del cabo de las
Vírgenes. Pero el comandante Farragut no quiso aden-trarse en ese paso sinuoso y
maniobró para doblar el cabo de Hornos, decisión que mereció la unánime aprobación de lo
tripulación, ante la improbabilidad de encontrar al narval en ese angosto estrecho. Fueron
muchos los marineros que opinaban que el montruo no podía pasar por él, que «era
de-masiado grande para eso».
El 6 de julio, hacia las tres de la tarde, el Abraham Lincoln doblaba a quince millas al sur
ese islote solitario, esa roca perdida en la extremidad del continente americano, al que los
marinos holandeses impusieron el nombre de su ciudad natal, el cabo de Hornos. Se
enderezó el rumbo al Noroeste y, al día siguiente, la hélice de la fragata batía, al fin, las
aguas del Pacífico.
¡Abre el ojo! ¡Abre el ojo! repetían los marineros del Abraham Lincoln.
Y los abrían desmesuradamente. Los ojos y los catalejos, un poco deslumbrados, cierto es,
por la perspectiva de los dos mil dólares, no tuvieron un instante de reposo. Día y no-che se
observaba la superficie del océano. Los nictálopes, cuya facultad de ver en la oscuridad
aumentaba sus posibili-dades en un cincuenta por ciento, jugaban con ventaja en la
conquista del premio.
No era yo el menos atento a bordo, sin que me incitara a ello el atractivo del dinero.
Concedía tan sólo algunos minu-tos a las comidas y algunas horas al sueño para, indiferente
al sol o a la lluvia, pasar todo mi tiempo sobre el puente. Unas veces inclinado sobre la
batayola del castillo y otras apoyado en el coronamiento de popa, yo devoraba con ávi-da
mirada la espumosa estela que blanqueaba el mar hasta el límite de la mirada. ¡Cuántas
veces compartí la emoción del estado mayor y de la tripulación cuando una caprichosa
ba-llena elevaba su oscuro lomo sobre las olas! Cuando eso su-cedía, se poblaba el puente
de la fragata en un instante. Las escotillas vomitaban un torrente de marineros y oficiales,
que, sobrecogidos de emoción, observaban los movimien-tos del cetáceo. Yo miraba,
miraba hasta agotar mi retina y quedarme ciego, lo que le hacía decirme a Conseil, siempre
flemático, en tono sereno:
Si el señor forzara menos los ojos, vería mejor.
¡Vanas emociones aquellas! El Abraham Lincoln modifi-caba su rumbo en persecución del
animal señalado, que re-sultaba ser una simple ballena o un vulgar cachalote que pronto
desaparecían entre un concierto de imprecaciones.
El tiempo continuaba siendo favorable y el viaje iba trans-curriendo en las mejores
condiciones. Nos hallábamos en-tonces en la mala estación austral, por corresponder el mes
de julio de aquella zona al mes de enero en Europa, pero la mar se mantenía tranquila y se
dejaba observar fácilmente en un vasto perímetro.
Ned Land continuaba manifestando la más tenaz incre-dulidad, hasta el punto de mostrar
ostensiblemente su de-sinterés por el examen de la superficie del mar cuando no es-taba de
servicio o cuando ninguna ballena se hallaba a la vista. Y, sin embargo, su maravillosa
potencia visual nos hu-biera sido muy útil. Pero de cada doce horas, ocho por lo menos las
pasaba el testarudo canadiense leyendo o dur-miendo en su camarote. Más de cien veces le
reconvine por su indiferencia.
¡Bah! respondía, no hay nada, señor Aronnax, y aun-que existiese ese animal, ¿qué
posibilidades tenemos de ver-lo, corriendo, como lo estamos haciendo, a la aventura? Se ha
dicho que se vio a esa bestia en los altos mares del Pacífi-co, lo que estoy dispuesto a
admitir, pero han pasado ya más de dos meses desde ese hallazgo, y a juzgar por el
tempera-mento de su narval no parece gustarle enmohecerse en los mismos parajes. Parece
estar dotado de una prodigiosa faci-lidad de desplazamiento. Y usted sabe mejor que yo,
señor profesor, que la naturaleza no hace nada sin sentido; por eso, no habría dado a un
animal lento por constitución la facultad de moverse rápidamente si no tuviera la necesidad
de utilizar esa facultad. Luego, si la bestia existe, debe estar ya lejos.
No sabía yo qué responder a tal argumentación. Era evi-dente que íbamos a ciegas. Pero
¿cómo podríamos proceder de otro modo? Cierto que nuestras probabilidades eran muy
limitadas. Pese a todo, nadie a bordo dudaba todavía del éxi-to, y no había un marinero
dispuesto a apostar contra la pró-xima aparición del narval.
El 20 de julio atravesamos el trópico de Capricornio a 1050 de longitud, y el 27 del mismo
mes, el ecuador, por el meridiano 110. La fragata tomó entonces una más decidida
dirección hacia el Oeste, hacia los mares centrales del Pacífi-co. El comandante Farragut
pensaba, con fundamento, que era mejor frecuentar las aguas profundas y alejarse de los
continentes y de las islas, cuyas proximidades parecía haber evitado siempre el animal, «sin
duda porque no había dema-siada agua para él», decía el contramaestre. La fragata pasó,
pues, a lo largo de las islas Pomotú, Marquesas y Sandwich, cortó el trópico de Cáncer a
1320 de longitud y se dirigió ha-cia los mares de China.
Por fin nos hallábamos en el escenario de la última apari-ción del monstruo. A partir de
entonces puede decirse que ya no se vivía a bordo. Los corazones latían furiosamente,
incubando futuros aneurismas incurables. La tripulación entera sufría una sobreexcitación
nerviosa de la que yo no podría dar una pálida idea. No se comía ni se dormía. Veinte veces
al día, un error de apreciación, una ilusión óptica de algún marinero encaramado a una cofa,
causaban un súbito alboroto, y estas emociones, veinte veces repetidas, nos mantenían en
un estado de eretismo demasiado violento para no provocar una próxima recesión. Y, en
efecto, la reac-ción no tardó en producirse. Durante tres meses, tres meses de los que cada
día duraba un siglo, el Abraham Lincoln sur-có todos los mares septentrionales del
Pacífico, corriendo tras de las ballenas señaladas, procediendo a bruscos cam-bios de
rumbo, virando súbitamente de uno a otro bordo, parando repentinamente sus máquinas,
forzando o redu-ciendo el vapor alternativamente, con riesgo de desnivelar su maquinaria, y
sin dejar un punto inexplorado desde las costas del Japón a las de América. ¡Y nada! ¡Nada
más que la inmensidad de las olas desiertas! Nada que se asemejara a un narval gigantesco,
ni a un islote submarino, ni a un resto de naufragio, ni a un escollo fugaz ni a nada
sobrenatural.
La previsible reacción a tanto entusiasmo baldío se pro-dujo inevitablemente. El desánimo
se apoderó de todos y abrió una brecha a la incredulidad. Un nuevo sentimiento nos
embargó a todos, un sentimiento que se componía de tres décimas de vergüenza y siete
décimas de furor. Había que ser estúpidos para dejarse seducir por una quimera, y esta
reflexión aumentaba nuestro furor. Las montañas de ar-gumentos acumulados desde hacía
un año se derrumbaban lamentablemente. Cada uno pensaba ya únicamente en des-quitarse,
en las horas del sueño y de las comidas, del tiempo que había sacrificado tan
estúpidamente.
Con la versatdidad inherente al espíritu humano, se pasó de un exceso al extremadamente
opuesto. Los más fervien-tes partidarios de la empresa se convirtieron fatalmente en sus
más ardientes detractores. La reacción subió desde los fondos del navío, desde los puestos
de los pañoleros hasta los de la oficialidad, y, ciertamente, sin la muy particular obstinación
del capitán Farragut, la fragata hubiese puesto definitivamente proa al Sur.
Sin embargo, no podía prolongarse mucho más tiempo esa búsqueda inútil. El Abraham
Lincoln no tenía nada que reprocharse, pues había hecho todo lo posible por lograrlo.
Nunca una tripulación de un buque de la marina norteame-ricana había dado más muestras
de celo y de paciencia, y en ningún caso podía imputársele la responsabilidad de fraca-so.
Ya no quedaba más que regresar, y así se le comunicó al comandante, quien se mantuvo
firme en su intención de persistir en su empeño. Los marineros no ocultaron enton-ces su
descontento, de lo que se resintió el servicio, sin que ello quiera decir que se produjese una
rebelión a bordo. Des-pués de un razonable período de obstinación, el comandan-te
Farragut, al igual que Colón en otro tiempo, pidió tres días de paciencia. Si en ese plazo no
apareciera el monstruo, el timonel daría tres vueltas de rueda y el Abraham Lincoln pondría
rumbo a los mares de Europa.
Tal promesa fue hecha el 2 de noviembre, y tuvo por resul-tado inmediato reanimar a la
abatida tripulación. De nuevo volvió a escrutarse el horizonte con la mayor atención,
em-peñados todos y cada uno en consagrarle esa última mirada en la que se resume el
recuerdo. Se apuntaron los catalejos al horizonte con una ansiedad febril. Era el supremo
desafío al gigantesco narval, y éste no podía razonablemente dejar de responder a esta
convocatoria de «comparecencia».
Transcurrieron los dos primeros días. El Abraham Lincoln navegaba a presión reducida. Se
emplearon todos los medios posibles para llamar la atención o para estimular la apatía del
animal, en el supuesto de que se hallase en aquellos parajes. Se echaron al mar, a la rastra,
enormes trozos de tocino, para la mayor satisfacción de los tiburones, debo decirlo. Se
echa-ron al agua varios botes para explorar en todas direcciones, en un amplio radio de
acción, el mar en torno al Abraham Lincoln, dejado al pairo. Pero la noche del 4 de
noviembre lle-gó sin que se hubiera desvelado el misterio submarino.
Al día siguiente, 5 de noviembre, expiraba a mediodía el plazo de rigor. Tras fijar la
posición, el comandante Farra-gut, fiel a su promesa, debía poner rumbo al Sudeste y
aban-donar definitivamente las regiones septentrionales del Pa-cífico.
La fragata se hallaba entonces a 310 15′ de latitud Norte y 1360 42′ de longitud Este. Las
tierras del Japón distaban me-nos de doscientas millas a sotavento. Se acercaba ya la noche,
acababan de dar las ocho. Grandes nubarrones velaban el disco lunar, entonces en su primer
cuarto. La mar ondula-ba apaciblemente bajo la roda de la fragata. Yo me hallaba a proa,
apoyado en la batayola de estribor. A mi lado, Consed miraba el horizonte. La tripulación,
encaramada a los oben-ques, escrutaba el horizonte que iba reduciéndose y oscure-ciéndose
poco a poco. Los oficiales escudriñaban la crecien-te oscuridad con sus catalejos de noche.
De vez en cuando el oscuro océano resplandecía fugazmente bajo un rayo de luna entre dos
nubes. Luego, el rayo de luz se desvanecía de nuevo en las tinieblas.
Observando a Conseil, creí ver que el buen muchacho se había dejado contagiar un poco
del estado de ánimo gene-ral. Quizá y por vez primera sus nervios vibraban bajo el
sentimiento de la curiosidad.
Vamos, Conseil le dije, ésta es la última ocasión de embolsarse dos mil dólares.
-Permítame el señor decirle que en ningún momento he contado con esa prima, y que
aunque se hubieran ofrecido cien mil dólares no por eso se hubiera visto más pobre el
go-bierno de la Unión.
-Tienes razón, Conseil. Después de todo, es una estúpi-da aventura, y nos hemos lanzado a
ella con una excesiva li-gereza. ¡Cuánto tiempo perdido y cuántas emociones inúti-les!
¡Pensar que hace ya seis meses que podíamos estar en Francia!
En la casa del señor, en el museo del señor. Y yo tendría ya clasificados los fósiles del
señor. El babirusa del señor es-taría ya instalado en su jaula del jardín de Plantas, y sería la
atracción de todos los curiosos de la capital.
Así es, Conseil. Y lo que es más, así me lo temo, la gente va a burlarse de nosotros.
En efecto respondió muy tranquilamente Conseil. Creo que van a burlarse del señor.
Y ¿puedo permitirme decir que … ?
Puedes permitírtelo, Conseil.
Pues bien, que el señor se lo tiene merecido.
¿De veras?
Cuando se tiene el honor de ser un sabio como el señor, no se puede exponer uno a…
Conseil no pudo acabar su frase. En medio del silencio, se oyó una voz. La de Ned Land. Y
la voz de Ned Land gritaba:
¡Ohé! ¡La cosa en cuestión, a sotavento, al través!
A todo vapor
Al oír este grito, toda la tripulación se precipitó hacia el arponero; comandante, oficiales, contramaestres, marine-ros, grumetes y hasta los ingenieros, que dejaron sus máqui-nas, y los fogoneros, que abandonaron sus puestos. Se había dado la orden de parar, y la fragata ya no se desplazaba más que por su propia inercia.
Tan profunda era ya la oscuridad que yo me preguntaba cómo había podido verlo el canadiense, por buenos que fue-sen sus ojos. Mi corazón latía hasta romperse.
Pero Ned Land no se había equivocado, y todos pudimos advertir el objeto que su mano
indicaba. A unos dos cables del Abraham Lincoln y por estribor, el mar parecía estar
ilu-minado por debajo. No era un simple fenómeno de fosfo-rescencia ni cabía engañarse.
El monstruo, sumergido a al-gunas toesas [L6] de la superficie, proyectaba ese
inexplicable pero muy intenso resplandor que habían mencionado los informes de varios
capitanes. La magnífica irradiación debía ser producida por un agente de gran
poderluminoso. La luz describía sobre el mar un inmenso óvalo muy alargado, en cuyo
centro se condensaba un foco ardiente cuyo irresis-tible resplandor se iba apagando por
degradaciones suce-sivas.
No es más que una aglomeración de moléculas fosfores-centes exclamó uno de los
oficiales.
No, señor repliqué con convicción. Ni las folas ni las salpas son capaces de producir
una luminosidad tan fuerte. Ese resplandor es de naturaleza eléctrica… Además, ¡mire, mire
cómo se desplaza! ¡Se mueve hacia adelante y hacia atrás! ¡Se precipita hacia nosotros!
Un grito unánime surgió de la fragata.
¡Silencio! gritó el comandante Farragut. ¡Caña a bar-lovento, toda! ¡Máquina atrás!
Los marineros se precipitaron hacia la caña del timón y los ingenieros hacia sus máquinas.
El Abraham Lincoln, aba-tiendo a babor, describió un semicírculo.
¡A la vía el timón! ¡Máquina avante! gritó el comandan-te Farragut.
Ejecutadas estas órdenes, la fragata se alejó rápidamente del foco luminoso. Digo mal,
quiso alejarse, hubiera debido decir, pues la bestia sobrenatural se le acercó con una
veloci-dad dos veces mayor que la suya.
Jadeábamos, sumidos en el silencio y la inmovilidad, más por el estupor que por el pánico.
El animal se nos acercaba con facilidad. Dio luego una vuelta a la fragata cuya marcha era
entonces de catorce nudos y la envolvió en su resplandor eléctrico como en una polvareda
luminosa. Se alejó después a unas dos o tres millas, dejando una estela fosforescente
comparable a los torbellinos de vapor que exhala la locomo-tora de un expreso. De repente,
desde los oscuros límites del horizonte, a los que había ido a buscar impulso, el monstruo
se lanzó hacia el Abraham Lincoln con una impresionante rapidez, se detuvo bruscamente a
unos veinte pies de sus cintas, y se apagó, no abismándose en las aguas, puesto que su
resplandor no sufrió ninguna degradación, sino súbitamente y como si la fuente de su
brillante efluvio se hubiera extinguido de repente. Luego reapareció al otro lado del na-vío,
ya fuera por haber dado la vuelta en torno al mismo o por haber pasado por debajo de su
casco. En cualquier mo-mento podía producirse una colisión de nefastos efectos para
nosotros.
Las maniobras de la fragata me sorprendieron. En vez de atacar, huía. El barco que había
venido en persecución del monstruo se veía perseguido. Como preguntara la razón de esa
inversión de papeles, el comandante Farragut, cuyo ros-tro tan impasible de ordinario
reflejaba entonces un asom-bro infinito, me dijo:
Señor Aronnax, ignoro cómo es el ser formidable con que tengo que habérmelas, y no
quiero poner en peligro im-prudentemente a mi fragata en medio de esta oscuridad.
Además, ¿cómo atacar a lo desconocido?, ¿cómo defenderse? Esperemos la luz del día y
entonces los papeles cambiarán.
¿Le queda alguna duda, comandante, sobe la naturaleza del animal?
No, señor, es evidentemente un narval gigantesco, pero es también un narval eléctrico.
Quizá dije si emite descargas eléctricas sea tan ina-bordable como un gimnoto o un
torpedo.
Posiblemente respondió el comandante, y si posee en sí una potencia fulminante debe
ser el animal más terri-ble que haya salido nunca de las manos del Creador. Por eso, hay
que ser prudentes.
Toda la tripulación permaneció en pie durante la noche, sin que nadie pensara en dormir.
No pudiendo competir en velocidad, el Abraham Lincoln había moderado su marcha. Por
su parte, el narval, imitando a la fragata, se dejaba mecer por las olas y parecía decidido a
no abandonar el escenario de la lucha.
Sin embargo, hacia medianoche desapareció, o, por em-plear una expresión más adecuada,
se «apagó» como una luciérnaga. ¿Habría huido? Cabía temer más que esperar que así
fuera. Pero, a la una menos siete minutos, pudimos oír un silbido ensordecedor, semejante
al producido por una co-lumna de agua exhalada con una extrema violencia.
El comandante Farragut, Ned Land y yo estábamos en ese momento en la toldilla,
escrutando ávidamente las profun-das tinieblas.
Ned Land, ¿ha oído usted a menudo el rugido de las ba-llenas? preguntó el comandante.
Muchas veces, senor, pero nunca el de una ballena cuyo hallazgo me haya valido dos mil
dólares.
En efecto, se ha ganado usted la prima. Pero, dígame, ¿no es ése el ruido que hacen los
cetáceos al exhalar el agua por sus espiráculos?
El mismo ruido, señor, con la diferencia de que el que acabamos de oír es
incomparablemente más fuerte, No hay error posible, es un cetáceo lo que tenemos ante
nosotros. Y con su permiso, señor añadió el arponero, mañana al despuntar el día le
diremos dos palabras a nuestro vecino.
Si es que está de humor para escucharle, señor Land dije con un tono de escasa
convicción.
Que pueda yo acercarme a cuatro largos de arpón re-plicó el canadiense y verá usted
si se siente obligado a escu-charme.
Para acercarse a él dijo el comandante supongo que tendré que poner una ballenera a
su disposición.
Claro está.
Lo que significará poner en juego la vida de mis hom-bres.
Y la mía respondió el arponero, con la mayor simplici-dad.
Hacia las dos de la mañana reapareció con no menor in-tensidad el foco luminoso, a unas
cinco millas a barlovento del Abraham Lincoln. A pesar de la distancia y de los rui-dos del
viento y del mar, se oían claramente los formidables coletazos del animal y hasta su
jadeante y poderosa respira-ción. Se diría que en el momento en que el enorme narval
as-cendía a la superficie del océano para respirar, el aire se pre-cipitaba en sus pulmones
como el vapor en los vastos cilindros de una máquina de dos mil caballos.
«¡Hum!, una ballena con la fuerza de un regimiento de ca-ballería sería ya una señora
ballena», pensé.
Permanecimos alertas hasta el alba. Se iniciaron los pre-parativos de combate. Se
dispusieron los aparejos de pesca a lo largo de las bordas. El segundo de a bordo hizo
cargar las piezas que lanzan un arpón a una distancia de una milla y las que disparan balas
explosivas cuyas heridas son morta-les hasta para los más poderosos animales. Ned Land se
ha-bía limitado a aguzar su arpón, que en sus manos se conver-tia en un arma terrible.
A las seis comenzó a despuntar el día, y con las primeras luces del alba desapareció el
resplandor eléctrico del narval. A las siete era ya de día, pero una bruma matinal muy
espe-sa, impenetrable para los mejores catalejos, limitaba consi-derablemente el horizonte,
ante la cólera y la decepción de todos.
Subí hasta la cofa de mesana. Algunos oficiales estaban ya encaramados en lo alto de los
mástiles.
De repente, y al igual que en la víspera, se oyó la voz de Ned Land:
¡La cosa en cuestión por babor, atrás!
Todas las miradas convergieron en la dirección indicada. A una milla y media de la fragata,
un largo cuerpo negruzco emergía de las aguas en un metro, aproximadamente. Su cola,
violentamente agitada, producía un considerable re-molino. Jamás aparato caudal alguno
había batido el mar con tal violencia. Un inmenso surco de blanca espuma des-cribía una
curva alargada que marcaba el paso del animal.
La fragata se aproximó al cetáceo, y pude observarlo con tranquilidad. Los informes del
Shannon y del Helvetia habían exagerado un poco sus dimensiones. Yo estimé su longitud
en unos doscientos cincuenta pies tan sólo. En cuanto a su grosor, no era fácil apreciarlo,
pero, en suma, el animal me pareció admirablemente proporcionado en sus tres
dimensiones.
Mientras observaba aquel ser fenomenal, vi cómo lanzaba dos chorros de agua y de vapor
por sus espiráculos hasta una altura de unos cuarenta metros. Eso me reveló su modo de
respiración, y me permitió concluir definitivamente que per-tenecía a los vertebrados, clase
de los mamíferos, subclase de los monodelfos, grupo de los pisciformes, orden de los
cetá-ceos, familia … En este punto no podía pronunciarme todavía. El orden de los cetáceos
comprende tres familias: las ballenas, los cachalotes y los delfines, y es en esta última en la
que se inscriben los narvales. Cada una de estas familias se divide en varios géneros, cada
género en especies y cada especie en va-riedades. Variedad, especie, género y familia me
faltaban aún pero no dudaba yo de que llegaría a completar mi clasifica-ción, con la ayuda
del cielo y del comandante Farragut.
La tripulación esperaba impaciente las órdenes de su jefe Tras haber observado atentamente
al animal, el comandante llamó al ingeniero, quien se presentó inmediatamente.
¿Tiene suficiente presión? le preguntó el comandante.
Sí, señor respondió el ingeniero.
Bien, refuerce entonces la alimentación, y a toda máquina.
Tres hurras acogieron la orden. Había sonado la hora del combate. Unos instantes después,
la dos chimeneas de la fra-gata vomitaban torrentes de humo negro y el puente se mo-vía
con la trepidación de las calderas.
Impelido hacia adelante por su potente hélice, el Abraham Lincoln se dirigió frontalmente
hacia el animal. Éste le dejó aproximarse, indiferente, hasta medio cable de distancia, tras
lo cual se alejó sin prisa, limitándose a mantener su dis-tancia sin tomarse la molestia de
sumergirse.
La persecución se prolongó así durante tres cuartos de hora, aproximadamente, sin que la
fragata consiguiera ga-narle al cetáceo más de dos toesas. Era evidente que con esa marcha
la fragata no le alcanzaría nunca.
El comandante Farragut se mesaba con rabia su frondosa perilla.
¡Ned Land! gritó.
Acudió a la orden el canadiense.
¿Me aconseja todavía que eche mis botes al mar?
-No, señor respondió Ned Land-, pues esa bestia no se dejará atrapar si no quiere.
¿Qué hacer entonces?
Forzar las máquinas si es posible. Si usted me lo permite, yo voy a instalarme en los
barbiquejos del bauprés y si con-seguimos acercarnos a tiro de arpón, lo arponearé.
De acuerdo, Ned, hágalo respondió el comandante Fa-rragut-. ¡Ingeniero gritó,
aumente la presión!
Ned Land se dirigió a su puesto. Se forzaron las máquinas. La hélice comenzó a girar a
cuarenta y tres revoluciones por minuto. El vapor se escapaba por las válvulas. Lanzada la
co-rredera, se comprobó que el Abraham Líncoln había alcan-zado una velocidad de
dieciocho millas y cinco décimas por hora.
Pero el maldito animal corría también a dieciocho millas y cinco décimas por hora.
Durante una hora aún, la fragata se mantuvo a esa veloci-dad, sin conseguir ganarle una
toesa al animal, lo que era particularmente humillante para uno de los más rápidos na-víos
de la marina norteamericana. Una ira sorda embargó a la tripulación, que injuriaba al
monstruo, sin que éste se dig-nara responder. El comandante Farragut no se retorcía ya la
perilla, se la comía.
El ingeniero se vio convocado de nuevo.
¿Ha llegado usted al máximo de presión? le preguntó el comandante.
Sí, señor respondió el ingeniero.
¿Y están cargadas las válvulas?
A seis atmósferas y media.
Pues cárguelas a diez atmósferas.
Una orden bien norteamericana, ciertamente. No se hu-biera llegado más allá en el
Mississippi en las competiciones de velocidad a que se entregan los vapores fluviales.
Conseil dije a mi buen sirviente, que se hallaba a mi lado, ¿te das cuenta de que muy
probablemente vamos a saltar por los aires?
Como el señor guste respondió Conseil.
Pues bien, debo confesar que, en mi excitación, no me im-portaba correr ese riesgo.
Se cargaron las válvulas, se reforzó la alimentación de car-bón y se activó el
funcionamiento de los ventiladores sobre el fuego. Aumentó la velocidad del Abraham
Lincoln hasta el punto de hacer temblar a los mástiles sobre sus carlingas. Las chimeneas
eran demasiado estrechas para dar salida a las espesas columnas de humo. Se echó
nuevamente la corre-dera.
¿Y bien, timonel? preguntó el comandante Farragut.
Diecinueve millas y tres décimas, señor.
¡Forzad los fuegos!
El ingeniero obedeció. El manómetro marcó diez atmós-feras.
Pero el cetáceo acompasó nuevamente su velocidad a la del barco, a la de diecinueve millas
y tres décimas.
¡Qué persecución! No, imposible me es describir la emo-ción que hacía vibrar todo mi ser.
Ned Land se mantenía en su puesto, preparado para lan-zar su arpón.
En varias ocasiones, el animal se dejó aproximar.
¡Le ganamos terreno! gritó el canadiense. ,
Pero en el momento en que se disponía al lanzamiento de su arpón, el cetáceo se alejaba,
con una rapidez que no puedo por menos de estimar en unas treinta millas por hora. Y en
alguna ocasión se permitió incluso ridiculizar a la fra-gata, impulsada al máximo de
velocidad por sus máquinas, dando alguna que otra vuelta en torno suyo, lo que arrancó un
grito de furor de todos nosotros.
A mediodía nos hallábamos, pues, en la misma situación que a las ocho de la mañana.
El comandante Farragut se decidió entonces por el recur-so a métodos más directos.
¡Ah! exclamó. Ese animal es más rápido que el Abra-ham Lincoln. Pues bien, vamos
a ver si es más rápido tarn-bién que nuestros obuses. ¡Contramaestre, artilleros a la ba-tería
de proa!
Inmediatamente se procedió a cargar y a apuntar el cañón de proa. Efectuado el primer
disparo, el obús pasó a algunos pies por encima del cetáceo, que se mantenía a media milla
de distancia.
¡Otro con mejor puntería! gritó el comandante. ¡Quinientos dólares a quien sea capaz
de atravesar a esa bestia in-fernal!
Un viejo artillero de barba canosa me parece estar viéndolo ahora con una expresión fría
y tranquila en su semblante se acercó a la pieza, la situó en posición y la apuntó durante
largo tiempo. La fuerte detonación fue se-guida casi inmediatamente de los hurras de la
tripulación. El obús había dado en el blanco, pero no normalmente, pues tras golpear al
animal se había deslizado por su super-ficie redondeada y se había perdido en el mar a unas
dos millas.
¡Ah!, ¡no es posible! exclamó, rabioso, el viejo artille-ro. ¡Ese maldito está blindado
con planchas de seis pulga-das!
¡Maldición! exclamó el comandante Farragut.
La persecución recomenzó, y el comandante Farragut, cerniéndose sobre mí, me dijo
¡Voy a perseguir a ese animal hasta que estalle mi fra-gata!
Sí respondí, tiene usted razón.
Podía esperarse que el animal se agotara, que no fuera in-diferente a la fatiga como una
máquina de vapor. Pero no fue así. Transcurrieron horas y horas sin que diera ninguna
se-ñal de fatiga.
Hay que decir en honor del Abraham Lincoln que luchó con una infatigable tenacidad. No
estimo en menos de qui-nientos kilómetros la distancia que recorrió nuestro barco durante
aquella desventurada jornada del 6 de noviembre, hasta la llegada de la noche que sepultó
en sus sombras las agitadas aguas del océano.
En aquel momento creí llegado el fin de nuestra expedi-ción, al pensar que nunca más
habríamos de ver al fantástico animal. Pero me equivocaba.
A las diez horas y cincuenta minutos de la noche, reapare-ció la claridad eléctrica a unas
tres millas a barlovento de la fragata, con la misma pureza e intensidad que en la noche
anterior. El narval parecía inmóvil. ¿Tal vez, vencido por la fatiga, dormía, entregado a la
ondulación de las olas? El co-mandante Farragut resolvió aprovechar la oportunidad que
creyó ver en esa actitud del animal, y dio las órdenes en con-secuencia. El Abraham
Lincoln se acercó a él despacio, pru-dentemente, para no sobresaltar a su adversario.
No es raro encontrar en pleno océano a las ballenas sumi-das en un profundo sueño,
ocasión que es aprovechada con éxito por sus cazadores. Ned Land había arponeado a más
de una en tal circunstancia.
El canadiense volvió a instalarse en los barbiquejos del bauprés.
La fragata se acercó silenciosamente, paró sus máquinas a unos dos cables del animal y
continuó avanzando por su fuerza de inercia. Todo el mundo a bordo contenía la
respi-ración. El silencio más profundo reinaba sobre el puente. Estábamos ya tan sólo a
unos cien pies del foco ardiente, cuyo resplandor aumentaba deslumbrantemente.
Inclinado sobre la batayola de proa veía yo por debajo de mí a Ned Land, quien, asido de
una mano al moco del bau-prés, blandía con la otra su terrible arpón. Apenas veinte pies le
separaban ya del animal inmóvil.
De repente, Ned Land desplegó violentamente el brazo y lanzó el arpón. Oí el choque
sonoro del arma, que parecía haber golpeado un cuerpo duro.
La claridad eléctrica se apagó súbitamente. Dos enormes trombas de agua se abatieron
sobre el puente de la fragata y corrieron como un torrente de la proa a la popa, derribando a
los hombres y rompiendo las trincas del maderamen. Se produjo un choque espantoso y,
lanzado por encima de la batayola, sin tiempo para agarrarme, fui precipitado al mar.
Una ballena de especie desconocida
La sorpresa causada por tan inesperada caída no me privó de la muy clara impresión de mis sensaciones.
La caída me sumergió a una profundidad de unos veinte pies. Sin pretender igualarme a Byron y a Edgar Poe, que son maestros de natación, creo poder decir que soy buen nada-dor. Por ello la zambullida no me hizo perder la cabeza, y dos vigorosos taconazos me devolvieron a la superficie del mar. Mi primer cuidado fue buscar con los ojos la fragata.
¿Se habría dado cuenta la tripulación de mi desaparición? ¿Habría virado de bordo el Abraham Lincoln? ¿Habría bota-do el comandante Farragut una embarcación en mi búsque-da? ¿Podía esperar mi salvación?
Profundas eran las tinieblas. Entreví una masa negra que desaparecía hacia el Este y cuyas
luces de posición iban desapareciendo en la lejanía. Era la fragata. Me sentí perdido.
¡Socorro! ¡Socorro! grité, mientras nadaba desespera-damente hacia el Abraham
Lincoln, embarazado por mis ro-pas que, pegadas a mi cuerpo por el agua, paralizaban mis
movimientos. Me iba abajo… Me ahogaba.
¡Socorro!
Fue el último grito que exhalé. Mi boca se llenó de agua. Me debatía, succionado por el
abismo.
De pronto me sentí asido por una mano vigorosa que me devolvió violentamente a la
superficie, y oí, sí, oí estas pala-bras pronunciadas a mi oído:
Si el señor fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadaría con más facilidad.
Mi mano se asió del brazo de mi fiel Conseil.
¡Tú! ¡Eres tú!
Yo mismo respondió, a las órdenes del señor.
¿Te precipitó el choque al mar al mismo tiempo que a mí?
No. Pero como estoy al servicio del señor, seguí al señor.
El buen muchacho encontraba eso natural.
¿Y la fragata?
¡La fragata! respondió Conseil, volviéndose de espal-das. Creo que el señor hará bien
en no contar con ella.
¿Cómo dices?
Digo que en el momento en que me arrojé al mar, oí que los timoneles gritaban: «¡Se han
roto la hélice y el timón!».
¿Rotos?
Sí; destrozados por el diente del monstruo. Es la única avería, creo yo, que ha sufrido el
Abraham Lincoln. Pero des-graciadamente para nosotros es una avería que le impide
go-bernarse.
Entonces estamos perdidos.
Posiblemente respondió Conseil, con la mayor tran-quilidad. Pero aún tenemos unas
cuantas horas por delan-te, y en unas horas pueden pasar muchas cosas.
La imperturbable sangre fría de Conseil me dio ánimos. Nadé con más vigor, pero,
incomodado por mis ropas que me oprimían como los cellos de un barril, tenía grandes
difi-cultades para sostenerme a flote. Conseil se dio cuenta.
Permítame el señor hacerle una incisión.
Y con una navaja desgarró mis ropas de arriba abajo en un rápido movimiento. Luego me
liberó de mis ropas con gran habilidad, mientras yo nadaba por los dos. A mi vez procedí a
prestar idéntico servicio a Conseil, y continuamos «navegando» uno junto al otro.
Nuestra situación era terrible. Tal vez no se hubiera dado cuenta nadie de nuestra
desaparición, y aunque no hubiera pasado inadvertida, la fragata, privada de gobierno, no
po-dría venir en busca nuestra. únicamente podíamos contar con sus botes.
Partiendo de esta hipótesis, Conseil razonó fríamente e hizo un plan consecuente. ¡Qué
extraordinaria naturaleza la de este flemático muchacho, que se sentía allí como en su casa!
Dado que nuestra única posibilidad de salvación era la de ser recogidos por los botes del
Abraham Lincoln, se decidió que debíamos organizarnos de suerte que pudiéramos
espe-rarlos el mayor tiempo posible. Yo resolví entonces que divi-diéramos nuestras
fuerzas a fin de no agotarlas simultánea-mente, y así convinimos que uno de nosotros se
mantendría inmóvil, tendido de espaldas, con los brazos cruzados y las piernas extendidas,
mientras el otro nadaría impulsándolo hacia adelante. Esta tarea de remolcador no debía
prolon-garse más de diez minutos, y relevándonos así podríamos nadar durante varias horas
y mantenernos incluso hasta el alba.
Débil posibilidad, pero ¡la esperanza está tan fuertemente enraizada en el corazón del
hombre! Además, éramos dos. Y, por último, puedo afirmar, por improbable que esto
parez-ca, que aunque tratara de destruir en mí toda ilusión, aun-que me esforzara por
desesperar, no podía conseguirlo.
La colisión de la fragata y del cetáceo se había producido hacia las once de la noche.
Calculé, pues, que debíamos na-dar durante unas ocho horas hasta la salida del sol.
Opera-ción rigurosamente practicable con nuestro sistema de rele-vos. El mar, bastante
bonancible, nos fatigaba poco. A veces trataba yo de penetrar con la mirada las espesas
tinieblas que tan sólo rompía la fosforescencia provocada por nues-tros movimientos.
Miraba esas ondas luminosas que se des-hacían en mis manos y cuya capa espejeante
formaba como una película de tonalidades lívidas. Se hubiera dicho que es-tábamos
sumergidos en un baño de mercurio.
Hacia la una de la mañana me sentía ya totalmente exte-nuado, con los miembros rígidos
por el efecto de unos vio-lentos calambres. Conseil tuvo que sostenerme, y a partir de ese
momento nuestra conservación pesó exclusivamente so-bre él. Pronto oí jadear al pobre
muchacho. Su respiración se tornó corta y rápida, y eso me hizo comprender que no po-dría
resistir ya mucho más tiempo.
¡Déjame! ¡Déjame! le dije.
¡Abandonar al señor! ¡Nunca! Antes me ahogaré yo. Me ahogaré antes que él.
La luna apareció en aquel momento, entre los bordes de una espesa nube que el viento
impelía hacia el Este. La su-perficie del mar rieló bajo sus rayos. La bienhechora luz
rea-nimó nuestras fuerzas. Pude levantar la cabeza y escrutar el horizonte. Vi la fragata, a
unas cinco millas de nosotros, como una masa oscura, apenas reconocible. Pero no había ni
un bote a la vista.
Quise gritar. ¡Para qué, a tal distancia! Mis labios hincha-dos no dejaron pasar ningún
sonido. Conseil pudo articular algunas palabras, y gritar repetidas veces:
¡Socorro! ¡Socorro!
Suspendidos por un instante nuestros movimientos, es-cuchamos. Y quizá fuera uno de
esos zumbidos que en el oído produce la sangre congestionada, pero me pareció que un
grito había respondido al de Conseil.
¿Has oído? murmuré.
-¡Sí! ¡Sí!
Y Conseil lanzó al espacio otra llamada desesperada.
Ya no había error posible. ¡Una voz humana estaba respondiendo a la nuestra! ¿Era la voz
de algún infortunado abandonado en medio del océano, la de otra víctima del choque
sufrido por el navío? ¿O provenía esa voz de un bote de la fragata, llamándonos en la
oscuridad?
Conseil hizo un supremo esfuerzo y, apoyándose en mi hombro, mientras yo extraía fuerzas
de una última convul-sión, irguió medio cuerpo fuera del agua sobre la que cayó en
seguida, agotado.
¿Has visto algo?
He visto… murmuró, he visto …. pero no hablemos…, conservemos todas nuestras
fuerzas …
¿Qué podía haber visto? Entonces, no sé cómo ni por qué, me asaltó por vez primera el
recuerdo del monstruo. Pero ¿y esa voz … ? En estos tiempos los Jonás no se refugian ya en
el vientre de las ballenas.
Conseil comenzó a remolcarme. De vez en cuando levan-taba la cabeza, miraba ante sí y
profería un grito de reconoci-miento al que respondía la voz, cada vez más cercana. Yo
ape-nas podía oírla, llegado ya al límite de mis fuerzas. Notaba cómo se me iban separando
los dedos; mis manos no me obe-decían ya y me negaban un punto de apoyo; la boca,
abierta convulsivamente, se llenaba de agua; el frío me invadía hasta los huesos. Levanté la
cabeza por última vez y me hundí… En ese instante, choqué con un cuerpo duro, y me
agarré a él. Sentí cómo me retiraban y me sacaban a la superficie. Mis pulmones se
descongestionaron, y me desvanecí…
Pronto volví en mí, gracias a unas vigorosas fricciones que recorrieron mi cuerpo. Entreabrí
los ojos.
¡Conseil! murmuré.
¿Llamaba el señor? dijo Conseil.
A la débil luz de la luna que descendía por el horizonte vi una figura que no era la de
Conseil y que reconocí en seguida.
¡Ned! exclamé.
En persona, señor, el mismo, que va corriendo tras de la prima ganada respondió el
canadiense.
¿También le precipitó al mar el choque de la fragata?
Sí, señor profesor, pero más afortunado que usted, pude tomar pie casi inmediatamente
sobre un islote flotante.
¿Un islote?
O, por decirlo con más propiedad, sobre su narval gi-gantesco.
Explíquese, Ned.
Sólo que pronto pude comprender por qué mi arpón no le hirió y se melló en su piel.
¿Porqué, Ned, porqué?
Porque esta bestia, señor profesor, está hecha de acero.
Debo aquí hacer acopio de mis impresiones, revivificar mis recuerdos y controlar mis
propias aserciones.
Las últimas palabras del canadiense habían dado un vuel-co a mi cerebro. Rápidamente me
icé hasta la cima del ser o del objeto semisumergido que nos servía de refugio y la gol-peé
con el pie. Era evidentemente un cuerpo duro, impene-trable, y no la sustancia blanda que
forma la masa de los grandes mamíferos marinos. Pero ese cuerpo duro podía ser un
caparazón óseo semejante al de los animales antediluvia-nos, que me permitiría clasificar al
monstruo entre los repti-les anfibios, tales como las tortugas y los aligátores.
Pues bien, no. El lomo negruzco que me soportaba era liso, bruñido, sin imbricaciones.
Respondía a los golpes con una sonoridad metálica, y, por increíble que fuera, parecía estar
hecho, qué digo, estaba hecho con planchas atornilla-das.
La duda ya no era posible. El animal, el monstruo, el fenó-meno natural que había intrigado
al mundo científico de todo el orbe y excitado y extraviado la imaginación de los marinos
de ambos hemisferios era, había que reconocerlo, un fenómeno aún más asombroso, un
fenómeno creado por la mano del hombre.
El descubrimiento de la existencia del ser más fabuloso, del ser más mitológico, no habría
podido sorprender tanto y entan alto grado a mi razón como el que acababa de hacer. Que
lo prodigioso provenga del Creador, parece sencillo. Pero ha-llar de repente bajo los ojos lo
imposible, misteriosa y huma-namente realizado, es algo que hace naufragar a la razón.
Y no había vacilación posible. Nos hallábamos, efectiva-mente, tendidos sobre la superficie
de una especie de barco submarino cuya forma, hasta donde podía juzgar por lo que de ella
veía, era la de un enorme pez de acero. Ned Land te-nía ya formada su opinión al respecto,
y Conseil y yo hubi-mos de compartirla con él.
Pero, puesto que es así dije, este aparato contiene un mecanismo de locomoción y una
tripulación para manio-brarlo.
Evidentemente respondió el arponero, y sin embargo hace ya tres horas que habito
esta isla flotante sin que su tri-pulación haya dado todavía señales de vida.
¿Ha permanecido inmóvil durante todo este tiempo?
Así es, señor Aronnax. Se deja mecer por las olas, sin ningún otro movimiento.
Sin embargo, nosotros sabemos, sin la menor duda, que está dotado de una gran
velocidad. Ahora bien, para produ-cir esa velocidad hace falta una máquina y para hacer
fun-cionar ésta un maquinista. De todo ello infiero que… ¡esta-mos salvados!
¡Hum! exclamó Ned Land, en tono de duda.
En aquel mismo momento, y como corroboración de mi argumento, se oyó un ruido
procedente de la extremidad posterior del extraño aparato, cuyo propulsor era
evidente-mente una hélice, y se puso en movimiento. Apenas si tuvi-mos tiempo para
aferrarnos a su parte superior que emergía de las aguas en unos ochenta centímetros.
Afortunadamen-te, su velocidad no era excesiva.
-Mientras navegue horizontalmente murmuró Ned Land nada tengo que objetar, pero
como le dé por sumer-girse, no doy dos dólares por mi pellejo.
Y aún hubiera podido dar menos. Se hacía, pues, urgente comunicar con los seres
encerrados en el interior de la má-quina. Busqué en la superficie de la misma una abertura,
una escotilla, un «agujero de hombre», por emplear la ex-presión técnica. Pero las líneas de
tornillos, sólidamente fi-jados en las junturas de las planchas, eran continuas y uniformes.
La luna desapareció en ese momento y nos sumió en una profunda oscuridad. Necesario era
esperar la llegada del día para considerar los medios de penetración en el interior del barco
submarino.
Así, pues, nuestra salvación dependía únicamente del ca-pricho de los misteriosos
tripulantes que dirigían el aparato. Si decidían sumergirse, estaríamos perdidos. Exceptuado
este caso, no dudaba yo de la posibilidad de entrar en rela-ción con ellos. Pues, en efecto,
de no producir por sí mismos el aire, ne¿esario era que ascendiesen de vez en cuando a la
superficie del océano para renovar su provisión de molécu-las respirables. De ahí la
necesidad de que existiera una abertura que pusiera en comunicación el interior del barco
con la atmósfera.
Había que descartar ya completamente toda esperanza de ser salvados por el comandante
Farragut, pues íbamos hacia el Oeste y a una velocidad que, aunque relativamente
moderada, yo estimaba no inferior a unas doce millas por hora. La hélice batía el agua con
una regularidad matemáti-ca, y a veces emergía lanzando una espuma fosforescente a gran
altura.
Hacia las cuatro de la mañana aumentó la velocidad. Nos era muy difícil resistir a tan
vertiginosa marcha, sobre todo cuando las olas nos azotaban de plano. Afortunadamente,
Ned halló una argolla fijada a la superficie del aparato, a la que pudimos asirnos con
seguridad.
Al fin acabó la espantosa noche, de la que mi memoria no ha podido conservar todas sus
impresiones. Tan sólo un detalle quedó impreso en ella. Durante algunos momentos de
calma del mar y del viento creí oír en varias ocasiones unos vagos sonidos, una especie de
armonía fugaz producida por lejanos acordes. ¿Cuál era, pues, el misterio de esa
navega-ción submarina cuya explicación buscaba en vano el mundo entero? ¿Qué seres
vivían en ese extraño barco? ¿Qué agente mecánico le permitía desplazarse con tan
prodigiosa veloci-dad?
Se hizo de día. Las brumas matinales nos envolvían, pero no tardaron en desgarrarse. Me
disponía a examinar atenta-mente la superficie del aparato, que en su parte superior
pre-sentaba una especie de plataforma horizontal, cuando me di cuenta de que el barco
iniciaba un movimiento de inmer-sión.
¡Eh! ¡Por todos los diablos! gritó Ned Land, al tiempo que golpeaba con el pie la
plancha sonora. ¡Ábrannos, na-vegantes inhospitalarios!
Pero era difícil hacerse oír en medio del ensordecedor zumbido de la hélice.
Afortunadamente, cesó el movimiento de inmersión.
De repente, se produjo en el interior del barco un ruido de herrajes, que precedió a la
apertura de una plancha por la que apareció un hombre que profirió un extraño grito antes
de desaparecer en seguida.
Algunos instantes después, ocho hombres muy fornidos, con el rostro velado, aparecieron
por la abertura y, silencio-samente, nos introdujeron en su formidable máquina.
8. «Mobilis in mobile»
Ese rapto tan brutalmente ejecutado se había realizado con la rapidez del relámpago, sin
darnos tiempo ni a mis compañeros ni a mí de poder efectuar observación alguna. Ignoro lo
que ellos pudieron sentir al ser introducidos en aquella prisión flotante, pero a mí me
recorrió la epidermis un helado escalofrío. ¿Con quién tendríamos que habérnos-las? Sin
duda con piratas de una nueva especie que explota-ban el mar a su manera.
Nada más cerrarse la estrecha escotilla me envolvió una profunda oscuridad. Mis ojos, aún
llenos de la luz exterior, no pudieron distinguir cosa alguna. Sentí el contacto de mis pies
descalzos con los peldaños de una escalera de hierro. Ned Land y Conseil, vigorosamente
atrapados, me seguían. Al pie de la escalera se abrió una puerta que se cerró
inme-diatamente tras nosotros con estrépito.
Estábamos solos. ¿Dónde? No podía decirlo, ni apenas imaginarlo. Todo estaba oscuro. Era
tan absoluta la os-curidad que, tras algunos minutos, mis ojos no habían podido percibir ni
una de esas mínimas e indetermi-nadas claridades que dejan filtrarse las noches más
cerra-das.
Furioso ante tal forma de proceder, Ned Land daba rienda suelta a su indignación.
-¡Por mil diablos! exclamaba. He aquí una gente que podría dar lecciones de
hospitalidad a los caledonianos. No les falta más que ser antropófagos, y no me
sorprendería que lo fueran. Pero declaro que no dejaré sin protestar que me coman.
Tranqudícese, amigo Ned, cálmese dijo plácidamente Conseil. No se sulfure antes de
tiempo. Todavía no estamos en la parrilla.
En la parrdla, no replicó el canadiense-, pero sí en el horno, eso es seguro. Esto está
bastante negro. Afortunada-mente, conservo mi cuchillo y veo lo suficiente como para
servirme de él. Al primero de estos bandidos que me ponga la mano encima…
No se irrite usted, Ned le dije, y no nos comprometa con violencias inútiles. ¡Quién
sabe si nos estarán escuchan-do! Tratemos más bien de saber dónde estamos.
Caminé a tientas y a los cinco pasos me topé con un muro de hierro, hecho con planchas
atornilladas. Al volverme, choqué con una mesa de madera, cerca de la cual había unas
cuantas banquetas. El piso de aquel calabozo estaba tapiza-do con una espesa estera de
cáñamo que amortiguaba el rui-do de los pasos. Los muros desnudos no ofrecían indicios
de puertas o ventanas. Conseil, que había dado la vuelta en sen-tido opuesto, se unió a mí y
volvimos al centro de la cabina, que debía tener unos veinte pies de largo por diez de
ancho. En cuanto a su altura, Ned Land no pudo medirla pese a su elevada estatura.
Había transcurrido ya casi media hora sin modificación alguna de la situación cuando
nuestros ojos pasaron súbita-mente de la más extremada oscuridad a la luz más violenta.
Nuestro calabozo se iluminó repentinamente, es decir, se lle-nó de una materia luminosa
tan viva que no pude resistir al pronto su resplandor. En su blancura y en su intensidad
reconocí la iluminación eléctrica que producía en torno del barco submarino un magnífico
fenómeno de fosforescencia. Reabrí los ojos que había cerrado involuntariamente yvi que el
agente luminoso emanaba de un globo deslustrado, enca-jado en el techo de la cabina.
¡Por fin se ve! exclamó Ned Land, quien, cuchillo en mano, mostraba una actitud
defensiva.
Sí respondí, arriesgando una antítesis, pero la situa-ción no es por ello menos oscura.
Tenga paciencia el señor dijo el impasible Conseil.
La súbita iluminación de la cabina me permitió examinar sus menores detalles. No había
más mobiliario que la mesa y cinco banquetas. La puerta invisible debía estar
herméti-camente cerrada. No llegaba a nosotros el menor ruido. Todo parecía muerto en el
interior del barco. ¿Se movía, se mantenía en la superficie o estaba sumergido en las
profun-didades del océano? No podía saberlo.
Pero la iluminación de la cabina debía tener alguna razón, y ello me hizo esperar que no
tardarían en manifestarse los hombres de la tripulación. Cuando se olvida a los cautivos no
se ilumina su calabozo.
No me equivocaba. Pronto se oyó un ruido de cerrojos, la puerta se abrió y aparecieron dos
hombres.
Uno de ellos era de pequeña estatura y de músculos vigo-rosos, ancho de hombros y
robusto de complexión, con una gruesa cabeza con cabellos negros y abundantes; tenía un
frondoso bigote y una mirada viva y penetrante, y toda su persona mostraba ese sello de
vivacidad meridional que ca-racteriza en Francia a los provenzales. Diderot pretendía, con
razón, que los gestos humanos son metafóricos, y aquel hombre constituía ciertamente la
viva demostración de tal aserto. Al verlo se intuía que en su lenguaje habitual debía
prodigar las prosopopeyas, las metonimias y las hipálages, pero nunca pude comprobarlo,
pues siempre empleó ante mí un singular idioma, absolutamente incomprensible.
El otro desconocido merece una descripción más detalla-da. Un discípulo de Gratiolet o de
Engel hubiera podido leer en su fisonomía como en un libro abierto. Reconocí sin
va-cilación sus cualidades dominantes: la confianza en sí mis-mo, manifestada en la noble
elevación de su cabeza sobre el arco formado por la línea de sus hombros y en la mirada
lle-na de fría seguridad que emitían sus ojos negros; la sereni-dad, pues la palidez de su piel
denunciaba la tranquilidad de su sangre; la energía, demostrada por la rápida contracción de
sus músculos superciliares, y, por último, el valor, que ca-bía deducir de su poderosa
respiración como signo de una gran expansión vital. Debo añadir que era un hombre
orgu-lloso, que su mirada firme y tranquila parecía reflejar una gran elevación de
pensamientos, y que de todo ese conjunto de rasgos y de la homogeneidad expresiva de sus
gestos cor-porales y faciales cabía diagnosticar, según la observación de los fisonomistas,
una indiscutible franqueza.
Me sentí «involuntariamente» tranquilizado en su pre-sencia y optimista en cuanto al
resultado de la conversación.
Imposible me hubiera sido precisar si el personaje tenía treinta y cinco o cincuenta años.
Era de elevada estatura; su frente era ancha; recta la nariz; la boca, netamente dibujada; la
dentadura, magnífica, y sus manos eran finas y alargadas, eminentemente «psíquicas», por
emplear la expresión de la quirognomonía con que se caracteriza unas manos dignas de
servir a un alma elevada y apasionada. Aquel hombre constituía ciertamente el tipo más
admirable que me había encontrado en toda mi vida. Detalle particular: sus ojos, un tanto
excesivamente separados entre sí, podían abarcar si-multáneamente casi la cuarta parte del
horizonte. Esa facul-tad que pude verificar más tarde- se acompañaba de la de un poder
visual superior incluso al de Ned Land. Cuando aquel desconocido fijaba sus ojos en un
objeto, la línea de sus cejas se fruncía, sus anchos párpados se plegaban cir-cunscribiendo
las pupilas y, estrechando así la extensión del campo visual, miraba. ¡Qué mirada la suya!
¡Cómo aumen-taba el tamaño de los objetos disminuidos por la distancia! ¡Cómo le
penetraba a uno hasta el alma, al igual que lo hacía con las capas líquidas, tan opacas para
nuestros ojos, y como leía en lo más profundo de la mar!
Los dos desconocidos, tocados con boinas de piel de nu-tria marina y calzados con botas de
piel de foca, vestían unos trajes de un tejido muy particular que dejaban al cuerpo una gran
libertad de movimientos.
El más alto de los dos evidentemente el jefe a bordo nos examinaba con una extremada
atención, sin pronunciar pa-labra. Luego se volvió hacia su companero y habló con él en un
lenguaje que no pude reconocer. Era un idioma sonoro, armonioso, flexible, cuyas vocales
parecían sometidas a una muy variada acentuación.
El otro respondió con un movimiento de cabeza y añadió dos o tres palabras absolutamente
incomprensibles para no-sotros. De nuevo los ojos del jefe se posaron en mí y su mira-da
parecía interrogarme directamente.
Respondí, en buen francés, que no entendía su idioma, pero él pareció no comprenderme a
su vez y pronto la situa-ción se tornó bastante embarazosa.
Cuéntele el señor nuestra historia, de todos modos me dijo Conseil. Es probable que
estos señores puedan com-prender algunas palabras.
Comencé el relato de nuestras aventuras, cuidando de ar-ticular claramente las sflabas y sin
omitir un solo detalle. De-cliné nuestros nombres y profesiones, haciéndoles una
pre-sentación en regla del profesor Aronnax, de su doméstico Conseil y de Ned Land, el
arponero.
El hombre de ojos dulces y serenos me escuchó tranquila-mente, cortésmente incluso, y con
una notable atención. Pero nada en su rostro indicaba que hubiera comprendido mi historia.
Cuando la hube terminado, no pronunció una sola palabra.
Quedaba el recurso de hablar inglés. Tal vez pudiéramos hacernos comprender en esa
lengua que es prácticamente uni-versal. Yo la conocía, así como la lengua alemana, de
forma su-ficiente para leerla sin dificultad, pero no para hablarla correc-tamente. Y lo que
importaba era que nos comprendieran.
¡Vamos, señor Land! le dije al arponero, saque de sí el mejor inglés que haya hablado
nunca un anglosajón, a ver si es más afortunado que yo.
Ned no se hizo rogar y recomenzó mi relato, que pude comprender casi totalmente. Fue el
mismo relato en el fon-do, pero diferente en la forma. El canadiense, llevado de su carácter,
le dio una gran animación. Se quejó con acritud de haber sido aprisionado con desprecio del
derecho de gentes, pidió que se le dijera en virtud de qué ley se le retenía así, in-vocó el
habeas corpus, amenazó con querellarse contra los que le habían secuestrado
indebidamente, se agitó, gesticu-ló, gritó, y, finalmente, dio a entender con expresivos
gestos que nos moríamos de hambre.
Lo que era totalmente cierto, aunque casi lo hubiéramos olvidado.
Con gran asombro por su parte, el arponero pudo darse cuenta de que no había sido más
inteligible que yo. Nuestros visitantes permanecían totalmente impasibles. Era evidente que
no comprendían ni la lengua de Arago ni la de Faraday.
Tras haber agotado en vano nuestros recursos fdológicos, me hallaba yo muy turbado y sin
saber qué partido tomar, cuando me dijo Conseil:
Puedo contárselo en alemán, si el señor me lo permite.
¡Cómo! ¿Tú hablas alemán?
Como un flamenco, mal que le pese al señor.
Al contrario, eso me agrada. Adelante, muchacho.
Y Conseil, con su voz pausada, contó por tercera vez las diversas peripecias de nuestra
historia. Pero, pese a los ele-gantes giros y la buena prosodia del narrador, la lengua
ale-mana no conoció mayor éxito que las anteriores.
Exasperado ya, decidí por último reunir los restos de mis primeros estudios y narrar
nuestras aventuras en latín. Cice-rón se habría tapado los oídos y me hubiera enviado a la
co-cina, pero a trancas y barrancas seguí mi propósito. Con el mismo resultado negativo.
Abortada definitivamente esta última tentativa, los dos desconocidos cambiaron entre sí
algunas palabras en su len-gua incomprensible y se retiraron sin tan siquiera habernos
dirigido uno de esos gestos tranquilizadores que tienen cur-so en todos los países del
mundo. La puerta se cerró tras ellos.
¡Esto es una infamia! exclamó Ned Land, estallando de indignación por vigésima vez.
¡Cómo! ¡Se les habla a estos bandidos en francés, en inglés, en alemán y en latín, y no
tie-nen la cortesía de responder!
Cálmese, Ned dije al fogoso arponero, la cólera no conduce a nada.
Pero ¿se da usted cuenta, señor profesor replicó nues-tro irascible compañero, de que
podemos morir de hambre en esta jaula de hierro?
¡Bah! Con un poco de filosofía, podemos resistir aún bastante tiempo dijo Conseil.
Amigos míos dije-, no hay que desesperar. Nos hemos hallado en peores situaciones.
Hacedme el favor de esperar para formarnos una opinión sobre el comandante y la
tripu-lación de este barco.
Mi opinión ya está hecha replicó Ned Land. Son unos bandidos.
Bien, pero… ¿de qué país?
Del país de los bandidos.
Mi buen Ned, ese país no está aún indicado en el mapa-mundi. Confieso que la
nacionalidad de estos dos descono-cidos es difícil de identificar. Ni ingleses, ni franceses,
ni ale-manes, es todo lo que podemos afirmar. Sin embargo, yo diría que el comandante y
su segundo han nacido en bajas latitudes. Hay algo en ellos de meridional. Pero ¿son
españo-les, turcos, árabes o hindúes? Eso es algo que sus tipos físicos no me permiten
decidir. En cuanto a su lengua, es absoluta-mente incomprensible.
Éste es el inconveniente de no conocer todas las lenguas, o la desventaja de que no exista
una sola -respondió Conseil.
-Lo que no serviría de nada -replicó Ned Land. ¿No ven ustedes que esta gente tiene un
lenguaje para ellos, un len-guaje inventado para desesperar a la buena gente que pide de
comer? Abrir la boca, mover la mandíbula, los dientes y los labios ¿no es algo que se
comprende en todos los países del mundo? ¿Es que eso no quiere decir tanto en Quebec
como en Pomotu, tanto en París como en los antípodas, que tengo hambre, que me den de
comer?
¡Oh!, usted sabe, hay naturalezas tan poco inteligentes.
No había acabado Conseil de decir esto, cuando se abrió la puerta y entró un steward. Nos
traía ropas, chaquetas y pantalones, hechas con un tejido cuya naturaleza no pude
reconocer. Me apresuré a ponerme esas prendas y mis com-pañeros me imitaron.
Mientras tanto, el steward mudo, sordo quizá había dis-puesto la mesa, sobre la que
había colocado tres cubiertos.
¡Vaya! Esto parece serio y se anuncia bien dijo Conseil.
¡Bah! respondió el rencoroso arponero, ¿qué diablos quiere usted que se coma aquí?
Hígado de tortuga, fidete de tiburón o carne de perro marino…
Ya veremos -dijo Conseil.
Los platos, cubiertos por una tapa de plata, habían sido colocados simétricamente sobre el
mantel. Nos sentamos a la mesa. Decididamente, teníamos que vérnoslas con gente
civilizada, y de no ser por la luz eléctrica que nos inundaba, hubiera podido creerme en el
comedor del hotel Adelhi, en Liverpool, o del Gran Hotel, en París. Sin embargo, debo
de-cir que faltaban por completo al pan y el vino. El agua era fresca y límpida, pero era
agua, lo que no fue del gusto de Ned Land. Entre los platos que nos sirvieron reconocí
diver-sos pescados delicadamente cocinados, pero hubo otros so-bre los que no pude
pronunciarme, aunque eran excelentes, hasta el punto de que hubiera sido incapaz de
afirmar si su contenido pertenecía al reino vegetal o al animal. En cuanto al servicio de
mesa, era elegante y de un gusto perfecto. Cada utensilio, cuchara, tenedor, cuchillo y plato,
llevaba una le-tra rodeada de una divisa, cuyo facsímil exacto helo aquí:
MOBILIS N IN MOBILE
¡Móvil en el elemento móvil! Esta divisa se aplicaba con exactitud a este aparato
submarino, a condición de traducir la preposición in por en y no por sobre. La letra N era
sin duda la inicial del nombre del enigmático personaje al man-do del submarino.
Ned y Conseil no hacían tantas reflexiones, devoraban, y yo no tardé en imitarles. Estaba ya
tranquilizado sobre nues-tra suerte, y me parecía evidente que nuestros huéspedes no
querían dejarnos morir de inanición.
Todo tiene un fin en este bajo mundo, hasta el hambre de quienes han permanecido sin
comer durante quince horas. Satisfecho nuestro apetito, se dejó sentir imperiosamente la
necesidad de dormir. Reacción muy natural tras la intermi-nable noche que habíamos
pasado luchando contra la muerte.
Me parece que no me vendría mal un sueñecito dijo Conseil.
Yo ya estoy durmiendo respondió Ned.
Mis compañeros se tumbaron en el suelo y no tardaron en sumirse en un profundo sueño.
Por mi parte, cedí con me-nos facilidad a la imperiosa necesidad de dormir. Demasia-dos
pensamientos se acumulaban en mi Cerebro, acosado por numerosas cuestiones insolubles,
y un tropel de imáge-nes mantenía mis párpados entreabiertos. ¿Dónde estába-mos? ¿Qué
extraño poder nos gobernaba? Sentía, o más bien creía sentir, que el aparato se hundía en
las capas más pro-fundas del mar, y me asaltaban violentas pesadillas. Entre-veía en esos
misteriosos asilos todo un mundo de descono-cidos animales, de los que el barco
submarino era un congé-nere, como ellos vivo, moviente y formidable… Mi cerebro se fue
calmando, mi imaginación se fundió en una vaga somnolencia, y pronto caí en un triste
sueño.
9. Los arrebatos de Ned Land
Ignoro cuál pudo ser la duración del sueño, pero debió ser larga, pues nos libró
completamente del cansancio acumu-lado. Yo me desperté el primero. Mis compañeros no
se ha-bían movido todavía y permanecían tendidos en su rincón como masas inertes.
Apenas me hube levantado de aquel duro «lecho», me sentí con el cerebro despejado y las
ideas claras, y reexaminé atentamente nuestra celda.
Nada había cambiado en su disposición interior. La pri-sión seguía siéndolo y los
prisioneros también. Sin embargo, el steward había aprovechado nuestro sueño para retirar
el servicio de mesa. Nada indicaba, pues, un próximo cambio de nuestra situación, y me
pregunté seriamente si nuestro destino sería el de vivir indefinidamente en ese calabozo.
Esa perspectiva me pareció tanto más penosa cuanto que, si bien mi cerebro se veía libre de
las obsesiones de la víspera, sentía una singular opresión en el pecho. Respiraba con
di-ficultad, al no bastar el aire, muy pesado, al funcionamiento de mis pulmones. Aunque la
cabina fuese bastante amplia, era evidente que habíamos consumido en gran parte el
oxí-geno que contenía. En efecto, cada hombre consume en una hora el oxígeno contenido
en cien litros de aire, y el aire, car-gado entonces de una cantidad casi igual de ácido
carbóni-co, se hace irrespirable.
Era, pues, urgente renovar la atmósfera de nuestra cárcel, y también, sin duda, la del barco
submarino. Esto me llevó a preguntarme cómo procedería para ello el comandante de
aquella vivienda flotante. ¿Obtendría el aire por procedi-mientos químicos, mediante la
liberación por el calor del oxígeno contenido en el clorato de potasa y la absorción del
ácido carbónico por la potasa cáustica? En ese caso, de-bía haber conservado alguna
relación con los continentes para poder procurarse las materias necesarias a tal opera-ción.
¿O se limitaría únicamente a almacenar en depósitos el aire bajo altas presiones para luego
distribuirlo según las ne-cesidades de su tripulación? Tal vez. Quedaba también el
procedimiento, más cómodo y económico, y por tanto más probable, de emerger a la
superficie de las aguas para respi-rar, como un cetáceo, y renovar así su provisión de
atmósfe-ra para un período de veinticuatro horas. Fuera cual fuese el método adoptado, me
parecía prudente que se empleara sin más tardanza.
En efecto, mis pulmones se sentían ya obligados a multi-plicar sus inspiraciones para
extraer de la celda el escaso oxí-geno que contenía. De repente, me sentí refrescado por una
corriente de aire puro y perfumado de emanaciones salinas. Era la brisa del mar, vivificante
y cargada de yodo. Abrí am-pliamente la boca y mis pulmones se saturaron de frescas
moléculas. Al mismo tiempo, sentí un movimiento de ba-lanceo, de escasa intensidad, pero
perfectamente determi-nable. El barco, el monstruo de acero, acababa evidente-mente de
subir a la superficie del océano para respirar, al modo de las ballenas. La forma de
ventilación del barco que-daba, pues, perfectamente identificada.
Tras absorber a pleno pulmón el aire puro busqué el con-ducto, el aerífero que canalizaba
hasta nosotros el bienhechor efluvio y no tardé en encontrarlo. Por encima de la puerta se
abría un agujero de aireación que dejaba pasar una fresca columna de aire para la
renovación de la atmósfera de la cabina.
Me hallaba concentrado en esa observación cuando Ned y Conseil se despertaron casi al
mismo tiempo, bajo la in-fluencia de la revivificante aeración. Ambos se restregaron los
ojos, desperezaron los brazos y se pusieron en pie en un instante.
¿Ha dormido bien el señor? preguntó Conseil con su cortesía consuetudinaria.
Magníficamente respondí. ¿Y usted, Ned?
Profundamente, señor profesor. Pero, si no me engano, me parece que estoy respirando la
brisa marina.
Un marino no podía engañarse. Conté al canadiense lo que había ocurrido durante su sueño.
Bien dijo. Eso explica perfectamente los mugidos que oímos cuando el supuesto
narval se halló en presencia del Abraham Lincoln.
Así es, señor Land, era su respiración.
No tengo la menor idea de qué hora pueda ser, señor Aronnax. ¿No será la hora de la
cena?
¿La hora de la cena? Debería decir la hora del almuerzo, pues con toda seguridad nuestra
última comida data de ayer.
Lo que demuestra -dijo Conseil que hemos dormido por lo menos veinticuatro horas.
-Ésa es mi opinión -respondí.
No voy a contradecirle manifestó Ned Land, pero cena o almuerzo, el steward sería
bienvenido, ya trajera una u otro.
Una y otro corrigió Conseil.
Justo replicó el canadiense, pues tenemos derecho a dos comidas, y por mi parte haría
honor a ambas.
Pues bien, Ned, esperemos respondí. Es evidente que estos desconocidos no tienen la
intención de dejarnos morir de hambre, ya que si así fuera no tendría sentido la comida de
ayer.
A menos que ese sentido sea el de cebarnos replicó Ned.
¡Protesto! respondí. No hemos caído entre canibales.
Una golondrina no hace verano dijo con seriedad el ca-nadiense. Quién sabe si esta
gente no estará privada desde hace mucho tiempo de carne fresca, y en ese caso, tres
hom-bres sanos y bien constituidos como el señor profesor, su do-méstico y yo…
Aleje de sí esas ideas, señor Land respondí al arpone-ro, y, sobre todo, no se base en
ellas para encolerizarse con-tra nuestros huéspedes, lo que no haría más que agravar nuestra
situación.
En todo caso dijo el arponero, tengo un hambre en-diablada, y ya sea la cena o el
almuerzo, no llega.
Señor Land repliqué, hay que conformarse al regla-mento de a bordo, y supongo que
nuestros estómagos se adelantan a la campana del cocinero.
Pues bien, los pondremos en hora dijo con tranquili-dad Conseil.
Sólo usted podría hablar así, amigo Conseil replicó el irascible canadiense. Se ve que
usa usted poco su bilis y sus nervios. ¡Siempre tranquilo! Sería usted capaz de decir el Deo
gracias antes que el benedícite y de morir de hambre antes que de quejarse.
¿De qué serviría? dijo Conseil.
¡Pues serviría para quejarse! Ya es algo. Y si estos piratas (y digo piratas por respeto y
por no contrariar al señor pro-fesor, que prohibe llamarles canibales) se figuran que van a
guardarme en esta jaula en la que me ahogo, sin oír las im-precaciones con que yo suelo
sazonar mis arrebatos, se equi-vocan de medio a medio. Veamos, sefíor Aronnax, hable con
franqueza, ¿cree usted que nos tendrán por mucho tiempo en esta jaula de hierro?
A decir verdad, sé tanto como usted, amigo Land.
Pero ¿qué es lo que usted supone?
Supongo que el azar nos ha hecho conocer un importan-te secreto. Y si la tripulación de
este barco submarino tiene interés en mantener ese secreto, y si ese interés es más
impor-tante que la vida de tres hombres, creo que nuestra existencia se halla gravemente
comprometida. En el caso contrario, el monstruo que nos ha tragado nos devolverá en la
primera ocasión al mundo habitado por nuestros semejantes.
A menos dijo Conseil que nos enrolen en su tripula-ción y nos guarden así con ellos.
Hasta el momento replicó Ned Land- en que alguna fragata, más rápida o más
afortunada que el Abraham Lin-coln, se apodere de este nido de bandidos y envíe a su
tripu-lación, y a nosotros con ella, a respirar por última vez a la ex-tremidad de su verga
mayor.
-Buen razonamiento, Ned dije. Pero todavía no se nos ha hecho, que yo sepa, ninguna
proposición. Inútil, pues, discutir el partido que debamos tomar hasta que sea necesa-rio. Se
lo repito, esperemos; tomemos consejo de las circuns-tancias y abstengámonos de toda
acción, puesto que no hay nada que hacer.
Al contrario, señor profesor respondió el arponero, que no quería darse por vencido,
hay que hacer algo.
¿Qué, señor Land?
Escaparnos.
Escaparse de una prisión «terrestre» es a menudo dificil, pero hacerlo de una prisión
submarina, me parece absoluta-mente imposible.
-¡Vamos, amigo Ned! -dijo Conseil, ¿qué va a responder ala objeción del señor? Yo no
puedo creer que un americano se halle nunca a falta de recursos.
El arponero, visiblemente turbado, se calló.
Una huida, en las condiciones en que nos había puesto el azar, era absolutamente
imposible. Pero un canadiense es un francés a medias, y Ned Land lo acreditó con su
respuesta, tras unos momentos de vacilación y reflexión.
Así que, señor Aronnax, ¿no adivina usted lo que deben hacer unos hombres que no
pueden escaparse de su prisión?
No, amigo mío.
Pues es bien sencillo, es preciso que se las arreglen para permanecer en ella.
¡Diantre! exclamó Conseil, es cierto que más vale es-tar dentro que debajo o encima.
Pero después de haber expulsado de ella a los carceleros y a los guardianes añadío Ned
Land.
¿Cómo? Ned, ¿piensa usted en serio en apoderarse de este barco?
Muy en serio, en efecto -respondió el canadiense.
Eso es imposible.
¿Por qué? Puede presentarse alguna oportunidad favo-rable, y no veo lo que podría
impedirnos aprovecharla. Si no hay más de una veintena de hombres a bordo de esta
máqui-na, no creo que hagan retroceder a dos franceses y a un ca-nadiense, digo yo.
Más valía admitir la proposición del arponero que discu-tirla. Por ello me limité a
responderle así:
-Dejemos que las circunstancias manden, señor Land, y entonces veremos. Pero hasta
entonces, se lo ruego, contenga su impaciencia. No podemos actuar más que con astucia, y
no es con la pérdida del control de los nervios con lo que podrá usted originar
circunstancias favorables. Prométame, pues, que aceptará usted la situación sin dejarse
llevar de la ira.
Se lo prometo, señor profesor respondió Ned Land, con un tono poco tranquilizador.
Ni una palabra violenta saldrá de mi boca, ni un gesto brutal me traicionará, aunque el
ser-vicio de la mesa no se cumpla con la regularidad deseable.
Tengo su palabra, Ned.
Cesamos la conversación, y cada uno de nosotros se puso a reflexionar por su cuenta.
Confesaré que, por mi parte, y pese a la determinación del arponero, no me hacía ninguna
ilusión. No creía yo en esas circunstancias favorables que ha bía invocado Ned Land. Tan
segura manipulación del sub marino requería una numerosa tripulación y, consecuente
mente, en el caso de una lucha, nuestras probabilidades de éxito serían ínfimas. Además,
necesario era, ante todo, estar libres, y nosotros no lo estábamos. No veía ningún medio de
salir de una celda de acero tan herméticamente cerrada. Y si como parecía probable, el
extraño comandante de ese barco tenía un secreto que preservar, cabía abrigar pocas
esperan zas de que nos dejara movernos libremente a bordo. La incógnita estribaba en saber
si se libraría violentamente de nosotros o si nos lanzaría algún día a algún rincón de la tierra
Todas estas hipótesis me parecían extremadamente plausi-bles, y había que ser un arponero
para poder creer en la re-conquista de la libertad.
Me di cuenta de que las ideas de Ned Land iban agriándose con las reflexiones a que se
entregaba su celebro. Podía oír poco a poco el hervor de sus imprecaciones en el fondo de
su garganta, y veía cómo sus gestos iban tornándose amenaza-dores. Andaba, daba vueltas
como una fiera enjaulada y gol-peaba con pies y manos las paredes de la celda. Pasaba el
tiempo mientras tanto y el hambre nos aguijoneaba cruel-mente, sin que nada nos anunciara
la aparición del steward.
Esto era ya olvidar demasiado nuestra situación de náu-fragos, si es que realmente se tenían
buenas intenciones ha-cia nosotros.
Atormentado por las contracciones de su robusto estó-mago, Ned Land se encolerizaba
cada vez más, lo que me ha-cía temer, pese a su palabra, una explosión cuando se hallara en
presencia de uno de los hombres de a bordo.
La ira del canadiense fue creciendo durante las dos horas siguientes. Ned Land llamaba y
gritaba, pero en vano. Sor-das eran las paredes de acero. Yo no oía el menor ruido en el
interior del barco, que parecía muerto. No se movía, pues de hacerlo hubiera sentido los
estremecimientos del casco bajo la impulsión de la hélice. Sumergido sin duda en los
abismos de las aguas, no pertenecía ya a la tierra. El silencio era es-pantoso. No me atrevía
a estimar la duración de nuestro abandono, de nuestro aislamiento en el fondo de aquella
cel-da. Las esperanzas que me había hecho concebir nuestra en-trevista con el comandante
iban disipándose poco a poco. La dulzura de la mirada de aquel hombre, la expresión
gene-rosa de su fisonomía, la nobleza de su porte, iban desapare-ciendo de mi memoria.
Volvía a ver al enigmático personaje, sí, pero tal como debía ser, necesariamente
implacable y cruel. Me lo imaginaba fuera de la humanidad, inaccesible a todo sentimiento
de piedad, un implacable enemigo de sus semejantes, a los que debía profesar un odio
imperecedero.
Pero ¿iba ese hombre a dejarnos morir de inanición, ence-rrados en esa estrecha prisión,
entregados a esas horribles tentaciones a las que impulsa el hambre feroz? Tan espantosa
idea cobró en mi ánimo una terrible intensidad, que, con el re-fuerzo de la imaginación, me
sumió en un espanto insensato.
Conseil permanecía tranquilo, en tanto que Ned Land rugía.
En aquel momento, oímos un ruido exterior, el de unos pasos resonando por las losas
metálicas, al que pronto si-guió el de un corrimiento de cerrojos. Se abrió la puerta y
apareció el steward.
Antes de que pudiera hacer un movimiento para impedír-selo, el canadiense se precipitó
sobre el desgraciado, le derri-bó y le mantuvo asido por la garganta. El steward se asfixiaba
bajo las poderosas manos de Ned Land.
Conseil estaba ya tratando de retirar de las manos del ar-ponero a su víctima medio
asfixiada, y yo iba a unirme a sus esfuerzos, cuando, súbitamente, me clavaron al suelo
estas palabras, pronunciadas en francés:
Cálmese, señor Land, y usted, señor profesor, tenga la amabilidad de escucharme.
10. El hombre de las aguas
Era el comandante de a bordo quien así había hablado.
Al oír tales palabras, Ned Land se incorporó súbitamente. El steward, casi estrangulado,
salió, tambaleándose, a una señal de su jefe; pero era tal el imperio del comandante que ni
un gesto traicionó el resentimiento de que debía estar ani-mado ese hombre contra el
canadiense.
Conseil, vivamente interesado pese a su habitual impasi-bilidad, y yo, estupefacto,
esperábamos en silencio el desen-lace de la escena.
El comandante, apoyado en el ángulo de la mesa, cruzado de brazos, nos observaba con una
profunda atención. ¿Du-daba de si debía proseguir hablando? Cabía creer que la-mentaba
haber pronunciado aquellas palabras en francés.
Tras unos instantes de silencio que ninguno de nosotros osó romper, dijo con una voz
tranquila y penetrante:
Señores, hablo lo mismo el francés que el inglés, el ale-mán que el latín. Pude, pues,
responderles durante nuestra primera entrevista, pero quería conocerles primero y
refle-xionar después. Su cuádruple relato, absolutamente seme-jante en el fondo, me
confirmó sus identidades, y supe así que el azar me había puesto en presencia del señor
Pierre Aronnax, profesor de Historia Natural en el Museo de París, encargado de una
misión científica en el extranjero; de su doméstico, Conseil, y de Ned Land, canadiense y
arponero a bordo de la fragata Abraham Licoln, de la marina nacional de los Estados
Unidos de América.
Me incliné en signo de asentimiento. No había ninguna interrogación en las palabras del
comandante, y en conso-nancia no requerían respuesta. Se expresaba con una facili-dad
perfecta, sin ningún acento. Sus frases eran nítidas; sus palabras, precisas; su facilidad de
elocución, notable. Y, sin embargo, yo no podía «sentir» en él a un compatriota.
El hombre prosiguió hablando en estos términos:
Sin duda ha debido parecerle, señor, que he tardado de-masiado en hacerles esta segunda
visita. Lo cierto es que, una vez conocida su identidad, hube de sopesar cuidadosa-mente la
actitud que debía adoptar con ustedes. Y lo he du-dado mucho. Las más enojosas
circunstancias les han puesto en presencia de un hombre que ha roto sus relaciones con la
humanidad. Han venido ustedes a perturbar mi existencia…
Involuntariamente dije.
¿Involuntariamente? dijo el desconocido, elevando la voz. ¿Puede afirmarse que el
Abraham Lincoln me persigue involuntariamente por todos los mares? ¿Tomaron ustedes
pasaje a bordo de esa fragata involuntariamente? ¿Rebotaron involuntariamente en mi
navío los obuses de sus cañones? ¿Fue involuntariamente como nos arponeó el señor Land?
Había una contenida irritación en las palabras que acaba-ba de proferir. Pero a tales
recriminaciones había una res-puesta natural, que es la que yo le di.
Señor, sin duda ignora usted las discusiones que ha sus-citado en América y en Europa.
Tal vez no sepa usted que di-versos accidentes, provocados por el choque de su aparato
submarino, han emocionado a la opinión pública de ambos continentes. No le cansaré con
el relato de las innumerables hipótesis con las que se ha tratado de hallar explicación al
inexplicable fenómeno cuyo secreto sólo usted conocía. Pero debe saber usted que al
perseguirle hasta los altos ma-res del Pacífico, el Abraham Lincoln creía ir en pos de un
po-deroso monstruo marino del que había que librar al océano a toda costa.
Un esbozo de sonrisa se dibujó en los labios del coman-dante, quien añadió, en tono más
suave:
Señor Aronnax, ¿osaría usted afirmar que su fragata no hubiera perseguido y cañoneado a
un barco submarino igual que a un monstruo?
Su pregunta me dejó turbado, pues con toda certeza el co-mandante Farragut no hubiese
dudado en hacerlo, creyendo deber suyo destruir un aparato de ese género, al mismo títu-lo
que un narval gigantesco.
Comprenderá usted, pues, señor, que tengo derecho a tratarles como enemigos.
No respondí, y con razón. ¿Para qué discutir semejante proposición, cuando la fuerza puede
destruir los mejores ar-gumentos?
Lo he dudado mucho. Nada me obligaba a concederles mi hospitalidad. Si debía
separarme de ustedes, no tenía ningún interés en volver a verles. Me hubiera bastado
situar-les de nuevo en la plataforma de este navío que les sirvió de refugio, sumergirme y
olvidar su existencia. ¿No era ése mi derecho?
Tal vez sea ése el derecho de un salvaje respondí, pero no el de un hombre civilizado.
-Señor profesor replicó vivamente el comandante, yo no soy lo que usted llama un
hombre civilizado. He roto por completo con toda la sociedad, por razones que yo sólo
ten-go el derecho de apreciar. No obedezco a sus reglas, y le con-juro a usted que no las
invoque nunca ante mí.
Lo había dicho en un tono enérgico y cortante. Un deste-llo de cólera y desdén se había
encendido en los ojos del des-conocido. Entreví en ese hombre un pasado formidable. No
sólo se había puesto al margen de las leyes humanas, sino que se había hecho
independiente, libre en la más rigurosa acepción de la palabra, fuera del alcance de la
sociedad. ¿Quién osaría perseguirle hasta el fondo de los mares, pues-to que en su
superficie era capaz de sustraerse a todas las asechanzas que contra él se tendían? ¿Qué
navío podía resis-tir al choque de su monitor submarino? ¿Qué coraza, por gruesa que
fuese, podía soportar los golpes de su espolón? Nadie, entre los hombres, podía pedirle
cuenta de sus actos. Dios, si es que creía en Él; su conciencia, si la tenía, eran los
únicosjueces de los que podía depender.
Tales eran las rápidas reflexiones que había suscitado en mí el extraño personaje, quien
callaba, como absorto y re-plegado en sí mismo. Yo le miraba con un espanto lleno de
interés, tal y como Edipo debió observar a la esfinge.
Tras un largo silencio, el comandante volvió a hablar.
Así, pues, dudé mucho, pero al fin pensé que mi inte-rés podía conciliarse con esa piedad
natural a la que todo ser humano tiene derecho. Permanecerán ustedes a bordo, puesto que
la fatalidad les ha traído aquí. Serán ustedes li-bres, y a cambio de esa libertad, muy relativa
por otra parte, yo no les impondré más que una sola condición. Su palabra de honor de
someterse a ella me bastará.
Diga usted, señor respondí, supongo que esa condi-ción es de las que un hombre
honrado puede aceptar.
Sí, señor, y es la siguiente: es posible que algunos aconte-cimientos imprevistos me
obliguen a encerrarles en sus ca-marotes por algunas horas o algunos días, según los casos.
Por ser mi deseo no utilizar nunca la violencia, espero de us-tedes en esos casos, más aún
que en cualquier otro, una obe-diencia pasiva. Al actuar así, cubro su responsabilidad, les
eximo totalmente, pues debo hacerles imposible ver lo que no debe ser visto. ¿Aceptan
ustedes esta condición?
Ocurrían allí, pues, cosas por lo menos singulares, que no debían ser vistas por gentes no
situadas al margen de las leyes sociales. Entre las sorpresas que me reservaba el porve-nir
no debía ser ésa una de las menores.
Aceptamos respondí. Pero permítame hacerle una pregunta, una sola.
Dígame.
¿Ha dicho usted que seremos libres a bordo?
Totalmente.
Quisiera preguntarle, pues, qué es lo que entiende usted por libertad.
Pues la libertad de ir y venir, de ver, de observar todo lo que pasa aquí salvo en algunas
circunstancias excepciona-les, la libertad, en una palabra, de que gozamos aquí mis
companeros y yo.
Era evidente que no nos entendíamos.
-Perdón, señor –proseguí-, pero esa libertad no es otra que la que tiene todo prisionero de
recorrer su celda, y no puede bastarnos.
Preciso será, sin embargo, que les baste.
¡Cómo! ¿Deberemos renunciar para siempre a volver a ver nuestros países, nuestros
amigos y nuestras familias?
Sí, señor. Pero renunciar a recuperar ese insoportable yugo del mundo que los hombres
creen ser la libertad, no es quizá tan penoso como usted puede creer.
Jamás daré yo mi palabra intervino Ned Land de que no trataré de escaparme.
Yo no le pido su palabra, señor Land respondió fría-mente el comandante.
Señor dije, encolerizado a mi pesar, abusa usted de su situación. Esto se llama
crueldad.
No, señor, esto se llama clemencia. Son ustedes prisione-ros míos después de un
combate. Les guardo conmigo, cuan-do podría, con una sola orden, arrojarles a los abismos
del océano. Ustedes me han atacado. Han venido a sorprender un secreto que ningún
hombre en el mundo debe conocer, el secreto de toda mi existencia. ¿Y creen ustedes que
voy a reenviarles a ese mundo que debe ignorarme? ¡jamás! Al rete-nerles aquí no es a
ustedes a quienes guardo, es a mí mismo.
Esta declaración indicaba en el comandante una decisión contra la que no podría prevalecer
ningún argumento.
Así, pues, señor -dije, nos da usted simplemente a ele-gir entre la vida y la muerte, ¿no?
Así es, simplemente.
Amigos míos dije a mis compañeros, ante una cues-tión así planteada, no hay nada
que decir. Pero ninguna pro-mesa nos liga al comandante de a bordo.
Ninguna, señor -respondió el desconocido.
Luego, con una voz más suave, añadió:
Ahora, permítame acabar lo que quiero decirle. Yo le co-nozco, señor Aronnax. Si no sus
compañeros, usted, al me-nos, no tendrá tantos motivos de lamentarse del azar que le ha
ligado a mi suerte. Entre los libros que sirven a mis estu-dios favoritos hallará usted el que
ha publicado sobre los grandes fondos marinos. Lo he leído a menudo. Ha llevado usted su
obra tan lejos como le permitía la ciencia terrestre. Pero no sabe usted todo, no lo ha visto
usted todo. Déjeme decirle, señor profesor, que no lamentará usted el tiempo que pase aquí
a bordo. Va a viajar usted por el país de las maravi-llas. El asombro y la estupefacción
serán su estado de ánimo habitual de aquí en adelante. No se cansará fácilmente del
es-pectáculo incesantemente ofrecido a sus ojos. Voy a volver a ver, en una nueva vuelta al
mundo submarino (que, ¿quién sabe?, quizá sea la última), todo lo que he podido estudiar
en los fondos marinos tantas veces recorridos, y usted será mi compañero de estudios. A
partir de hoy entra usted en un nuevo elemento, verá usted lo que no ha visto aún hombre
al-guno (pues yo y los míos ya no contamos), y nuestro planeta, gracias a mí, va a
entregarle sus últimos secretos.
No puedo negar que las palabras del comandante me cau-saron una gran impresión. Habían
llegado a lo más vulnera-ble de mi persona, y así pude olvidar, por un instante, que la
contemplación de esas cosas sublimes no podía valer la li-bertad perdida. Pero tan grave
cuestión quedaba confiada al futuro, y me limité a responder:
Señor, aunque haya roto usted con la humanidad, quiero creer que no ha renegado de todo
sentimiento humano. So-mos náufragos, caritativamente recogidos a bordo de su barco, no
lo olvidaremos. En cuanto a mí, me doy cuenta de que si el interés de la ciencia pudiera
absorber hasta la nece-sidad de la libertad, lo que me promete nuestro encuentro me
ofrecería grandes compensaciones.
Pensaba yo que el comandante iba a tenderme la mano para sellar nuestro tratado, pero no
lo hizo y lo sentí por él.
Una última pregunta dije en el momento en que ese ser inexplicable parecía querer
retirarse.
Dígame, señor profesor.
¿Con qué nombre debo llamarle?
Señor respondió el comandante, yo no soy para uste-des más que el capitán Nemo, y
sus compañeros y usted no son para mí más que los pasajeros del Nautilus.
El capitán Nemo llamó y apareció un steward. El capitán le dio unas órdenes en esa extraña
lengua que yo no podía reconocer. Luego, volviéndose hacia el canadiense y Conseil, dijo:
Les espera el almuerzo en su camarote. Tengan la amabi-lidad de seguir a este hombre.
No es cosa de despreciar dijo el arponero, a la vez que salía, con Conseil, de la celda en
la que permanecíamos des-de hacía más de treinta horas.
Y ahora, señor Aronnax, nuestro almuerzo está dispues-to. Permítame que le guíe.
A sus órdenes, capitán.
Seguí al capitán Nemo, y nada más atravesar la puerta, nos adentramos por un estrecho
corredor iluminado eléc-tricamente. Tras un recorrido de una decena de metros, se abrió
una segunda puerta ante mí.
Entré en un comedor, decorado y amueblado con un gus-to severo. En sus dos extremidades
se elevaban altos apara-dores de roble con adornos incrustados de ébano, y sobre sus
anaqueles en formas onduladas brillaban cerámicas, porcelanas y cristalerías de un precio
inestimable. Una vaji-Ha lisa resplandecía en ellos bajo los rayos que emitía un te-cho
luminoso cuyo resplandor mitigaban y tamizaban unas pinturas de delicada factura y
ejecución.
En el centro de la sala había una mesa ricamente servida. El capitán Nemo me indicó el
lugar en que debía instalarme.
Siéntese, y coma como debe hacerlo un hombre que debe estar muriéndose de hambre.
El almuerzo se componía de un cierto número de platos, de cuyo contenido era el mar el
único proveedor. Había al-gunos cuya naturaleza y procedencia me eran totalmente
desconocidas. Confieso que estaban muy buenos, pero con un gusto particular al que me
acostumbré fácilmente. Me parecieron todos ricos en fósforo, lo que me hizo pensar que
debían tener un origen marino.
El capitán Nemo me miraba. No le pregunté nada, pero debió adivinar mis pensamientos,
pues respondió a las pre-guntas que deseaba ardientemente formularle.
La mayor parte de estos alimentos le son desconocidos. Sin embargo, puede comerlos sin
temor, pues son sanos y muy nutritivos. Hace mucho tiempo ya que he renunciado a los
alimentos terrestres, sin que mi salud se resienta en lo más mínimo. Los hombres de mi
tripulación son muy vigo-rosos y se alimentan igual que yo.
¿Todos estos alimentos son productos del mar?
-Sí, señor profesor. El mar provee a todas mis necesida-des. Unas veces echo mis redes a la
rastra y las retiro siempre a punto de romperse, y otras me voy de caza por este ele-mento
que parece ser inaccesible al hombre, en busca de las piezas que viven en mis bosques
submarinos. Mis rebaños, como los del viejo pastor de Neptuno, pacen sin temor en las
inmensas praderas del océano. Tengo yo ahí una vasta pro-piedad que exploto yo mismo y
que está sembrada por la mano del Creador de todas las cosas.
Miré al capitán Nemo con un cierto asombro y le dije:
Comprendo perfectamente que sus redes suministren excelentes pescados a su mesa; me
es más difícil comprender que pueda cazar en sus bosques submarinos; pero lo que no
puedo comprender en absoluto es que un trozo de carne, por pequeño que sea, pueda figurar
en su minuta.
Nunca usamos aquí la carne de los animales terrestres respondió al capitán Nemo.
¿Y eso? pregunté, mostrando un plato en el que había aún algunos trozos de fdete.
Eso que cree usted ser carne no es otra cosa que filete de tortuga de mar. He aquí
igualmente unos hígados de delfín que podría usted tomar por un guisado de cerdo. Mi
cocine-ro es muy hábil en la preparación de los platos y en la conser-vación de estos
variados productos del océano. Pruébelos todos. He aquí una conserva de holoturias que un
malayo declararía sin rival en el mundo; he aquí una crema hecha con leche de cetáceo; y
azúcar elaborada a partir de los gran-des fucos del mar del Norte. Y por último, permítame
ofre-cerle esta confitura de anémonas que vale tanto como la de los más sabrosos frutos.
Probé de todo, más por curiosidad que por gula, mientras el capitán Nemo me encantaba
con sus inverosímiles relatos.
Pero el mar, señor Aronnax, esta fuente prodigiosa e ina-gotable de nutrición, no sólo me
alimenta sino que también me viste. Esas telas que le cubren a usted están tejidas con los
bisos de ciertas conchas bivalvas, teñidas con la púrpura de los antiguos y matizadas con
los colores violetas que extraigo de las aplisias del Mediterráneo. Los perfumes que hallará
usted en el tocador de su camarote son el producto de la destilación de plantas marinas. Su
colchón está hecho con la zostera más suave del océano. Su pluma será una barba córnea de
ballena, y la tinta que use, la secretada por la jibia o el calamar. Todo me viene ahora del
mar, como todo volverá a él algún día.
Ama usted el mar, capitán.
¡Sí! ¡Lo amo! ¡El mar es todo! Cubre las siete décimas partes del globo terrestre. Su
aliento es puro y sano. Es el in-menso desierto en el que el hombre no está nunca solo, pues
siente estremecerse la vida en torno suyo. El mar es el ve-hículo de una sobrenatural y
prodigiosa existencia; es movi-miento y amor; es el infinito viviente, como ha dicho uno de
sus poetas. Y, en efecto, señor profesor, la naturaleza se ma-nifiesta en él con sus tres
reinos: el mineral, el vegetal y el animal. Este último está en él ampliamente representado
por los cuatro grupos de zoófitos, por tres clases de articulados, por cinco de moluscos, por
tres de vertebrados, los mamífe-ros, los reptiles y esas innumerables legiones de peces,
orden infinito de animales que cuenta con más de trece mil espe-cies de las que tan sólo una
décima parte pertenece al agua dulce. El mar es el vasto receptáculo de la naturaleza. Fue
por el mar por lo que comenzó el globo, y quién sabe si no terminará por él. En el mar está
la suprema tranquilidad. El mar no pertenece a los déspotas. En su superficie pueden
to-davía ejercer sus derechos inicuos, batirse, entredevorarse, transportar a ella todos los
horrores terrestres. Pero a treinta pies de profundidad, su poder cesa, su influencia se apaga,
su potencia desaparece. ¡Ah! ¡Viva usted, señor, en el seno de los mares, viva en ellos!
Solamente ahí está la independen-cia. ¡Ahí no reconozco dueño ni señor! ¡Ahíyo soy libre!
El capitán Nemo calló súbitamente, en medio del entu-siasmo que le desbordaba. ¿Se había
dejado ir más allá de su habitual reserva? ¿Habría hablado demasiado? Muy agitado, se
paseó durante algunos instantes. Luego sus nervios se cal-maron, su fisonomía recuperó su
acostumbrada frialdad, y volviéndose hacia mí, dijo:
Y ahora, señor profesor, si desea visitar el Nautilus estoy a su disposición.
11. El «Nautilus»
El capitán Nemo se levantó y yo le seguí. Por una doble puerta situada al fondo de la pieza
entré en una sala de di-mensiones semejantes a las del comedor.
Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustraciones de cobre,
soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con
uniformidad. Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y termi-naban en su parte
inferior en unos amplios divanes tapiza-dos con cuero marrón y extraordinariamente
cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o sepa-rarse a voluntad,
servían de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro había una gran
mesa cu-bierta de publicaciones, entre las que aparecían algunos pe-riódicos ya viejos. La
luz eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las volutas del
techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real admiración aquella
sala tan ingeniosamente amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos.
-Capitán Nemo dije a mi huésped, que acababa de sen-tarse en un diván, he aquí una
biblioteca que honraría a más de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta
biblioteca pueda seguirle hasta lo más profundo de los mares.
¿Dónde podría hallarse mayor soledad, mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted
hallar tanta calma en su gabi-nete de trabajo del museo?
No, señor, y debo confesar que al lado del suyo es muy po-bre. Hay aquí por lo menos
seis o siete mil volúmenes, ¿no?
Doce mil, señor Aronnax. Son los únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se
acabó para mí el día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera bajo las aguas. Aquel
día compré mis últimos libros y mis últimos periódi-cos, y desde entonces quiero creer que
la humanidad ha ce-sado de pensar y de escribir. Señor profesor, esos libros están a su
disposición y puede utilizarlos con toda libertad.
Di las gracias al capitán Nemo, y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en
ella los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no vi
ni una sola obra de economía política, disciplina que al parecer estaba allí severamente
proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos aquellos libros, cualquiera que fuese la
lengua en que estaban escritos, se hallaran clasifica-dos indistintamente. Tal mezcla
probaba que el capitán del Nautilus debía leer corrientemente los volúmenes que su mano
tomaba al azar.
Entre tantos libros, vi las obras maestras de los más gran-des escritores antiguos y
modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido de más bello en la historia, la
poe-sía, la novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo desde jenofonte hasta
Michelet, desde Rabelais hasta la seño-ra Sand. Pero los principales fondos de la biblioteca
estaban integrados por obras científicas; los libros de mecánica, de balística, de hidrografía,
de meteorología, de geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos
amplio que las obras de Historia Natural, y comprendí que consti-tuían el principal estudio
del capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de
Henri Sain-teClaire Deville, de Chasles, de MilneEdwards, de Quatre-fages, de
Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury,
de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de dife-rentes
sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar, los dos volúmenes que me
habían valido proba-blemente esa acogida, relativamente caritativa, del capitán Nemo.
Entre las obras que allí vi de Joseph Bertrand, la titu-lada Los fundadores de la Astronomía
me dio incluso una fe-cha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de 1865,
pude inferir que la instalación del Nautilus no se re-montaba a una época anterior[L7] . Así,
pues, la existencia sub-marina del capitán Nemo no pasaba de tres años como máxi-mo. Tal
vez me dije hallara obras más recientes que me permitieran fijar con exactitud la época,
pero tenía mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise retrasar más
nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.
Señor dije al capitán, le agradezco mucho que haya puesto esta biblioteca a mi
disposición. Hay aquí tesoros de ciencia de los que me aprovecharé.
Esta sala no es sólo una biblioteca dijo el capitán Nemo, es también un fumadero.
¿Un fumadero? ¿Se fuma, pues, a bordo?
En efecto.
Entonces eso me fuerza a creer que ha conservado usted relaciones con La Habana.
De ningún modo respondió el capitán-. Acepte este ci-garro, señor Aronnax, que
aunque no proceda de La Habana habrá de gustarle, si es usted buen conocedor.
Tomé el cigarro que me ofrecía. Parecía fabricado con ho-jas de oro, y por su forma
recordaba al «londres». Lo encendí en un pequeño brasero sustentado en una elegante
peana de bronce, y aspiré las primeras bocanadas con la voluptuosi-dad de quien no ha
fumado durante dos días.
Es excelente dije, pero no es tabaco.
No -respondió el capitán, este tabaco no procede ni de La Habana ni de Oriente. Es una
especie de alga, rica en ni-cotina, que me provee el mar, si bien con alguna escasez. ¿Le
hace echar de menos los «londres», señor?
Capitán, a partir de hoy los desprecio.
Fume, pues, sin preocuparse del origen de estos ciga-rros. No han pasado por el control
de ningún monopolio, pero no por ello son menos buenos, creo yo.
Al contrario.
En este momento el capitán Nemo abrió una puerta situa-da frente a la que me había abierto
paso a la biblioteca, y por ella entré a un salón inmenso y espléndidamente iluminado.
Era un amplio cuadrilátero (diez metros de longitud, seis de anchura y cinco de altura) en el
que las intersecciones de las paredes estaban recubiertas por paneles. Un techo lumi-noso,
decorado con ligeros arabescos, distribuía una luz cla-ra y suave sobre las maravillas
acumuladas en aquel museo. Pues de un museo se trataba realmente. Una mano inteligen-te
y pródiga había reunido en él tesoros de la naturaleza y del arte, con ese artístico desorden
que distingue al estudio de un pintor.
Una treintena de cuadros de grandes maestros, en marcos uniformes, separados por
resplandecientes panoplias, orna-ban las paredes cubiertas por tapices con dibujos severos.
Pude ver allí telas valiosísimas, que en su mayor parte ha-bía admirado en las colecciones
particulares de Europa y en las exposiciones. Las diferentes escuelas de los maestros
an-tiguos estaban representadas por una madona de Rafael, una virgen de Leonardo da
Vinci, una ninfa del Correggio, una mujer de Tiziano, una adoración de Veronese, una
asunción de Murillo, un retrato de Holbein, un fraile de Velázquez, un mártir de Ribera,
una fiesta de Rubens, dos pai-sajes flamencos deteniers, tres pequeños cuadros de géne-ro
de Gerard Dow, de Metsu y de Paul Potter, dos telas de Ge-ricault y de Prud’hon, algunas
marinas de Backhuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura moderna, había cua-dros
firmados por Delácroix, Ingres, Decamps, Troyon, Meissonier, Daubigny, etc., y algunas
admirables reduccio-nes de estatuas de mármol o de bronce, según los más bellos modelos
de la Antigüedad, se erguían sobre sus pedestales en los ángulos del magnífico museo.
El estado de estupefacción que me había augurado el co-mandante del Nautilus comenzaba
ya a apoderarse de mi ánimo.
-Señor profesor dijo aquel hombre extraño, excusará usted el descuido con que le recibo
y el desorden que reina en este salón.
Señor respondí, sin que trate de saber quién es usted, ¿puedo reconocer en usted un
artista?
-Un aficionado, nada más, señor. En otro tiempo gustaba yo de coleccionar estas bellas
obras creadas por la mano del hombre. Era yo un ávido coleccionista, un infatigable
busca-dor, y así pude reunir algunos objetos inapreciables. Estos son mis últimos recuerdos
de esta tierra que ha muerto para mí. A mis ojos, sus artistas modernos ya son antiguos, ya
tienen dos o tres mil años de existencia, y los confundo en mi mente. Los maestros no
tienen edad.
¿Y estos músicos? pregunté, mostrando unas partitu-ras de Weber, de Rossini, de
Mozart, de Beethoven, de Haydn, de Meyerbeer, de Herold, de Wagner, de Auber y de
Gounod, y otras muchas, esparcidas sobre un pianoórgano de grandes dimensiones, que
ocupaba uno de los paneles del salón.
Estos músicos respondió el capitán Nemo son con-temporáneos de Orfeo, pues las
diferencias cronológicas se borran en la memoria de los muertos, y yo estoy muerto, señor
profesor, tan muerto como aquéllos de sus amigos que descansan a seis pies bajo tierra.
El capitán Nemo calló, como perdido en una profunda ensoñación. Le miré con una viva
emoción, analizando en silencio los rasgos de su fisonomía. Apoyado en sus codos sobre
una preciosa mesa de cerámica, él no me veía, parecía haber olvidado mi presencia.
Respeté su recogimiento y continué examinando las cu-riosidades que enriquecían el salón.
Además de las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar muy importante.
Consistían principal-mente en plantas, conchas y otras producciones del océano, que debían
ser los hallazgos personales del capitán Nemo. En medio del salón, un surtidor iluminado
eléctricamente caía sobre un pilón formado por una sola tridacna. Esta con-cha,
perteneciente al mayor de los moluscos acéfalos, con unos bordes delicadamente
festoneados, medía una circun-ferencia de unos seis metros; excedía, pues, en dimensiones
alas bellas tridacnas regaladas a Francisco I por la República de Venecia y de las que la
iglesia de San Sulpicio, en París, ha hecho dos gigantescas pilas de agua bendita.
En torno al pilón, en elegantes vitrinas fijadas por arma-duras de cobre, se hallaban,
convenientemente clasificados y etiquetados, los más preciosos productos del mar que
hu-biera podido nunca contemplar un naturalista. Se compren-derá mi alegría de profesor.
La división de los zoófitos ofrecía muy curiosos especí-menes de sus dos grupos de pólipos
y de equinodermos. En el primer grupo, había tubíporas; gorgonias dispuestas en abanico;
esponjas suaves de Siria; ¡sinos de las Molucas; pen-nátulas; una virgularia admirable de
los mares de Noruega; ombelularias variadas; los alcionarios; toda una serie de esas
madréporas que mi maestro MilneEdwards ha clasificado tan sagazmente en secciones y
entre las que distinguí las adorables fiabelinas; las oculinas de la isla Borbón; el «carro de
Neptuno» de las Antillas; soberbias variedades de cora les; en fin, todas las especies de esos
curiosos pólipos cuya asamblea forma islas enteras que un día serán continentes Entre los
equinodermos, notables por su espinosa envoltu ra, las asterias, estrellas de mar,
pantacrinas, comátulas, as terófonos, erizos, holoturias, etc., representaban la colec-ción
completa de los individuos de este grupo.
Un conquiliólogo un poco nervioso se hubiera pasmado y vuelto loco de alegría ante otras
vitrinas, más numerosas, en las que se hallaban clasificadas las muestras de la división de
los moluscos. Vi una colección de un valor inestimable, para cuya descripción completa me
falta tiempo. Por ello, y a título de memoria solamente, citaré el elegante martillo real del
océano índico, cuyas regulares manchas blancas desta-caban vivamente sobre el fondo rojo
y marrón; un espóndilo imperial de vivos colores, todo erizado de espinas, raro es-pécimen
en los museos europeos y cuyo valor estimé en unos veinte mil francos; un martillo común
de los mares de la Nueva Holanda, de difícil obtención pese a su nombre; berberechos
exóticos del Senegal, frágiles conchas blancas bivalvas que un soplo destruiría como una
pompa de jabón; algunas variedades de las regaderas de Java, especie de tubos calcáreos
festoneados de repliegues foliáceos, muy buscados por los aficionados; toda una serie de
trocos, unos de color amarillento verdoso, pescados en los mares de América, y otros, de un
marrón rojizo, habitantes de los mares de Nue-va Holanda, o procedentes del golfo de
México y notables por su concha imbricada; esteléridos hallados en los mares australes, y,
por último, el más raro de todos, el magnífico espolón de Nueva Zelanda; admirables
tellinas sulfuradas, preciosas especies de citereas y de venus; el botón trencilla-do de las
costas de Tranquebar; el turbo marmóreo de nácar resplandeciente; los papagayos verdes de
los mares de Chi-na; el cono casi desconocido del género Coenodulli; todas las variedades
de porcelanas que sirven de moneda en la India y en África; la «Gloria del mar», la más
preciosa concha de las Indias orientales; en fin, litorinas, delfinulas, turritelas, jantinas,
óvulas, volutas, olivas, mitras, cascos, púrpuras, bucínidos, arpas, rocas, tritones, ceritios,
husos, estrombos, pteróceras, patelas, hiálicos, cleodoras, conchas tan finas como delicadas
que la ciencia ha bautizado con sus nombres más encantadores.
Aparta en vitrinas especiales había sartas de perlas de la mayor belleza a las que la luz
eléctrica arrancaba destellos de fuego; perlas rosas extraídas de las ostraspeñas del mar
Rojo; perlas verdes del hialótide iris; perlas amarillas, azules, negras; curiosos productos de
los diferentes moluscos de todos los océanos y de algunas ostras del Norte, y, en fin, va-rios
especímenes de un precio incalculable, destilados por las más raras pintadinas. Algunas de
aquellas perlas sobre-pasaban el tamaño de un huevo de paloma, y valían tanto o más que la
que vendió por tres millones el viajero Tabernier al sha de Persia o que la del imán de
Mascate, que yo creía sin rival en el mundo.
Imposible hubiera sido cifrar el valor de esas colecciones. El capitán Nemo había debido
gastar millones para adquirir tales especímenes. Estaba preguntándome yo cuál sería el
al-cance de una fortuna que permitía satisfacer tales caprichos de coleccionista, cuando el
capitán interrumpió el curso de mi pensamiento.
Lo veo muy interesado por mis conchas, señor profesor, y lo comprendo, puesto que es
usted naturalista. Pero para mí tienen además un encanto especial, puesto que las he co-gido
todas con mis propias manos, sin que un solo mar del globo haya escapado a mi búsqueda.
Comprendo, capitán, comprendo la alegría de pasearse en medio de tales riquezas. Es
usted de los que han hecho por sí mismos sus tesoros. No hay en toda Europa un museo que
posea una semejante colección de productos del océano. Pero si agoto aquí mi capacidad de
admiración ante estas colecciones, ¿qué me quedará para el barco que las transporta? No
quiero conocer secretos que le pertenecen, pero, sin em-bargo, confieso que este Nautilus,
la fuerza motriz que en-cierra, los aparatos que permiten su maniobrabilidad, el po-deroso
agente que lo anima, todo eso excita mi curiosidad… Veo en los muros de este salón
instrumentos suspendidos cuyo uso me es desconocido. ¿Puedo saber .. ?…
-Señor Aronnax, ya le dije que sería usted libre a bordo, y consecuentemente, ninguna parte
del Nautilus le está prohi-bida. Puede usted visitarlo detenidamente, y es para mí un placer
ser su cicerone.
No sé cómo agradecérselo, señor, pero no quiero abusar de su amabilidad. Únicamente le
preguntaré acerca de la fi-nalidad de estos instrumentos de física.
Señor profesor, esos instrumentos están también en mi camarote, y es allí donde tendré el
placer de explicarle su empleo. Pero antes voy a mostrarle el camarote que se le ha
reservado. Debe usted saber cómo va a estar instalado a bor-do del Nautilus.
Seguí al capitán Nemo, quien, por una de las puertas practicadas en los paneles del salón,
me hizo volver al corre-dor del barco. Me condujo hacia adelante y me mostró no un
camarote sino una verdadera habitación, elegantemente amueblada, con lecho y tocador.
Di las gracias a mi huésped.
Su camarote es contiguo al mío me dijo, al tiempo que abría una puerta. Y el mío da
al salón del que acabamos de salir.
Entré en el camarote del capitán, que tenía un aspecto se-vero, casi cenobial. Una cama de
hierro, una mesa de trabajo y una cómoda de tocador componían todo el mobiliario,
reducido a lo estrictamente necesario.
El capitán Nemo me mostró una silla.
Siéntese, por favor.
Me senté y él tomó la palabra en los términos que siguen.
de meteorología, de geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos
amplio que las obras de Historia Natural, y comprendí que consti-tuían el principal estudio
del capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de
Henri Sain-teClaire Deville, de Chasles, de MilneEdwards, de Quatre-fages, de
Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury,
de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de dife-rentes
sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar, los dos volúmenes que me
habían valido proba-blemente esa acogida, relativamente caritativa, del capitán Nemo.
Entre las obras que allí vi de Joseph Bertrand, la titu-lada Los fundadores de la Astronomía
me dio incluso una fe-cha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de 1865,
pude inferir que la instalación del Nautilus no se re-montaba a una época anterior[L7] . Así,
pues, la existencia sub-marina del capitán Nemo no pasaba de tres años como máxi-mo. Tal
vez me dije hallara obras más recientes que me permitieran fijar con exactitud la época,
pero tenía mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise retrasar más
nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.
Señor dije al capitán, le agradezco mucho que haya puesto esta biblioteca a mi
disposición. Hay aquí tesoros de ciencia de los que me aprovecharé.
Esta sala no es sólo una biblioteca dijo el capitán Nemo, es también un fumadero.
¿Un fumadero? ¿Se fuma, pues, a bordo?
En efecto.
Entonces eso me fuerza a creer que ha conservado usted relaciones con La Habana.
De ningún modo respondió el capitán-. Acepte este ci-garro, señor Aronnax, que
aunque no proceda de La Habana habrá de gustarle, si es usted buen conocedor.
Tomé el cigarro que me ofrecía. Parecía fabricado con ho-jas de oro, y por su forma
recordaba al «londres». Lo encendí en un pequeño brasero sustentado en una elegante
peana de bronce, y aspiré las primeras bocanadas con la voluptuosi-dad de quien no ha
fumado durante dos días.
Es excelente dije, pero no es tabaco.
No -respondió el capitán, este tabaco no procede ni de La Habana ni de Oriente. Es una
especie de alga, rica en ni-cotina, que me provee el mar, si bien con alguna escasez. ¿Le
hace echar de menos los «londres», señor?
Capitán, a partir de hoy los desprecio.
Fume, pues, sin preocuparse del origen de estos ciga-rros. No han pasado por el control
de ningún monopolio, pero no por ello son menos buenos, creo yo.
Al contrario.
En este momento el capitán Nemo abrió una puerta situa-da frente a la que me había abierto
paso a la biblioteca, y por ella entré a un salón inmenso y espléndidamente iluminado.
Era un amplio cuadrilátero (diez metros de longitud, seis de anchura y cinco de altura) en el
que las intersecciones de las paredes estaban recubiertas por paneles. Un techo lumi-noso,
decorado con ligeros arabescos, distribuía una luz cla-ra y suave sobre las maravillas
acumuladas en aquel museo. Pues de un museo se trataba realmente. Una mano inteligen-te
y pródiga había reunido en él tesoros de la naturaleza y del arte, con ese artístico desorden
que distingue al estudio de un pintor.
Una treintena de cuadros de grandes maestros, en marcos uniformes, separados por
resplandecientes panoplias, orna-ban las paredes cubiertas por tapices con dibujos severos.
Pude ver allí telas valiosísimas, que en su mayor parte ha-bía admirado en las colecciones
particulares de Europa y en las exposiciones. Las diferentes escuelas de los maestros
an-tiguos estaban representadas por una madona de Rafael, una virgen de Leonardo da
Vinci, una ninfa del Correggio, una mujer de Tiziano, una adoración de Veronese, una
asunción de Murillo, un retrato de Holbein, un fraile de Velázquez, un mártir de Ribera,
una fiesta de Rubens, dos pai-sajes flamencos deteniers, tres pequeños cuadros de géne-ro
de Gerard Dow, de Metsu y de Paul Potter, dos telas de Ge-ricault y de Prud’hon, algunas
marinas de Backhuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura moderna, había cua-dros
firmados por Delácroix, Ingres, Decamps, Troyon, Meissonier, Daubigny, etc., y algunas
admirables reduccio-nes de estatuas de mármol o de bronce, según los más bellos modelos
de la Antigüedad, se erguían sobre sus pedestales en los ángulos del magnífico museo.
El estado de estupefacción que me había augurado el co-mandante del Nautilus comenzaba
ya a apoderarse de mi ánimo.
-Señor profesor dijo aquel hombre extraño, excusará usted el descuido con que le recibo
y el desorden que reina en este salón.
Señor respondí, sin que trate de saber quién es usted, ¿puedo reconocer en usted un
artista?
-Un aficionado, nada más, señor. En otro tiempo gustaba yo de coleccionar estas bellas
obras creadas por la mano del hombre. Era yo un ávido coleccionista, un infatigable
busca-dor, y así pude reunir algunos objetos inapreciables. Estos son mis últimos recuerdos
de esta tierra que ha muerto para mí. A mis ojos, sus artistas modernos ya son antiguos, ya
tienen dos o tres mil años de existencia, y los confundo en mi mente. Los maestros no
tienen edad.
¿Y estos músicos? pregunté, mostrando unas partitu-ras de Weber, de Rossini, de
Mozart, de Beethoven, de Haydn, de Meyerbeer, de Herold, de Wagner, de Auber y de
Gounod, y otras muchas, esparcidas sobre un pianoórgano de grandes dimensiones, que
ocupaba uno de los paneles del salón.
Estos músicos respondió el capitán Nemo son con-temporáneos de Orfeo, pues las
diferencias cronológicas se borran en la memoria de los muertos, y yo estoy muerto, señor
profesor, tan muerto como aquéllos de sus amigos que descansan a seis pies bajo tierra.
El capitán Nemo calló, como perdido en una profunda ensoñación. Le miré con una viva
emoción, analizando en silencio los rasgos de su fisonomía. Apoyado en sus codos sobre
una preciosa mesa de cerámica, él no me veía, parecía haber olvidado mi presencia.
Respeté su recogimiento y continué examinando las cu-riosidades que enriquecían el salón.
Además de las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar muy importante.
Consistían principal-mente en plantas, conchas y otras producciones del océano, que debían
ser los hallazgos personales del capitán Nemo. En medio del salón, un surtidor iluminado
eléctricamente caía sobre un pilón formado por una sola tridacna. Esta con-cha,
perteneciente al mayor de los moluscos acéfalos, con unos bordes delicadamente
festoneados, medía una circun-ferencia de unos seis metros; excedía, pues, en dimensiones
alas bellas tridacnas regaladas a Francisco I por la República de Venecia y de las que la
iglesia de San Sulpicio, en París, ha hecho dos gigantescas pilas de agua bendita.
En torno al pilón, en elegantes vitrinas fijadas por arma-duras de cobre, se hallaban,
convenientemente clasificados y etiquetados, los más preciosos productos del mar que
hu-biera podido nunca contemplar un naturalista. Se compren-derá mi alegría de profesor.
La división de los zoófitos ofrecía muy curiosos especí-menes de sus dos grupos de pólipos
y de equinodermos. En el primer grupo, había tubíporas; gorgonias dispuestas en abanico;
esponjas suaves de Siria; ¡sinos de las Molucas; pen-nátulas; una virgularia admirable de
los mares de Noruega; ombelularias variadas; los alcionarios; toda una serie de esas
madréporas que mi maestro MilneEdwards ha clasificado tan sagazmente en secciones y
entre las que distinguí las adorables fiabelinas; las oculinas de la isla Borbón; el «carro de
Neptuno» de las Antillas; soberbias variedades de cora les; en fin, todas las especies de esos
curiosos pólipos cuya asamblea forma islas enteras que un día serán continentes Entre los
equinodermos, notables por su espinosa envoltu ra, las asterias, estrellas de mar,
pantacrinas, comátulas, as terófonos, erizos, holoturias, etc., representaban la colec-ción
completa de los individuos de este grupo.
Un conquiliólogo un poco nervioso se hubiera pasmado y vuelto loco de alegría ante otras
vitrinas, más numerosas, en las que se hallaban clasificadas las muestras de la división de
los moluscos. Vi una colección de un valor inestimable, para cuya descripción completa me
falta tiempo. Por ello, y a título de memoria solamente, citaré el elegante martillo real del
océano índico, cuyas regulares manchas blancas desta-caban vivamente sobre el fondo rojo
y marrón; un espóndilo imperial de vivos colores, todo erizado de espinas, raro es-pécimen
en los museos europeos y cuyo valor estimé en unos veinte mil francos; un martillo común
de los mares de la Nueva Holanda, de difícil obtención pese a su nombre; berberechos
exóticos del Senegal, frágiles conchas blancas bivalvas que un soplo destruiría como una
pompa de jabón; algunas variedades de las regaderas de Java, especie de tubos calcáreos
festoneados de repliegues foliáceos, muy buscados por los aficionados; toda una serie de
trocos, unos de color amarillento verdoso, pescados en los mares de América, y otros, de un
marrón rojizo, habitantes de los mares de Nue-va Holanda, o procedentes del golfo de
México y notables por su concha imbricada; esteléridos hallados en los mares australes, y,
por último, el más raro de todos, el magnífico espolón de Nueva Zelanda; admirables
tellinas sulfuradas, preciosas especies de citereas y de venus; el botón trencilla-do de las
costas de Tranquebar; el turbo marmóreo de nácar resplandeciente; los papagayos verdes de
los mares de Chi-na; el cono casi desconocido del género Coenodulli; todas las variedades
de porcelanas que sirven de moneda en la India y en África; la «Gloria del mar», la más
preciosa concha de las Indias orientales; en fin, litorinas, delfinulas, turritelas, jantinas,
óvulas, volutas, olivas, mitras, cascos, púrpuras, bucínidos, arpas, rocas, tritones, ceritios,
husos, estrombos, pteróceras, patelas, hiálicos, cleodoras, conchas tan finas como delicadas
que la ciencia ha bautizado con sus nombres más encantadores.
Aparta en vitrinas especiales había sartas de perlas de la mayor belleza a las que la luz
eléctrica arrancaba destellos de fuego; perlas rosas extraídas de las ostraspeñas del mar
Rojo; perlas verdes del hialótide iris; perlas amarillas, azules, negras; curiosos productos de
los diferentes moluscos de todos los océanos y de algunas ostras del Norte, y, en fin, va-rios
especímenes de un precio incalculable, destilados por las más raras pintadinas. Algunas de
aquellas perlas sobre-pasaban el tamaño de un huevo de paloma, y valían tanto o más que la
que vendió por tres millones el viajero Tabernier al sha de Persia o que la del imán de
Mascate, que yo creía sin rival en el mundo.
Imposible hubiera sido cifrar el valor de esas colecciones. El capitán Nemo había debido
gastar millones para adquirir tales especímenes. Estaba preguntándome yo cuál sería el
al-cance de una fortuna que permitía satisfacer tales caprichos de coleccionista, cuando el
capitán interrumpió el curso de mi pensamiento.
Lo veo muy interesado por mis conchas, señor profesor, y lo comprendo, puesto que es
usted naturalista. Pero para mí tienen además un encanto especial, puesto que las he co-gido
todas con mis propias manos, sin que un solo mar del globo haya escapado a mi búsqueda.
Comprendo, capitán, comprendo la alegría de pasearse en medio de tales riquezas. Es
usted de los que han hecho por sí mismos sus tesoros. No hay en toda Europa un museo que
posea una semejante colección de productos del océano. Pero si agoto aquí mi capacidad de
admiración ante estas colecciones, ¿qué me quedará para el barco que las transporta? No
quiero conocer secretos que le pertenecen, pero, sin em-bargo, confieso que este Nautilus,
la fuerza motriz que en-cierra, los aparatos que permiten su maniobrabilidad, el po-deroso
agente que lo anima, todo eso excita mi curiosidad… Veo en los muros de este salón
instrumentos suspendidos cuyo uso me es desconocido. ¿Puedo saber .. ?…
-Señor Aronnax, ya le dije que sería usted libre a bordo, y consecuentemente, ninguna parte
del Nautilus le está prohi-bida. Puede usted visitarlo detenidamente, y es para mí un placer
ser su cicerone.
No sé cómo agradecérselo, señor, pero no quiero abusar de su amabilidad. Únicamente le
preguntaré acerca de la fi-nalidad de estos instrumentos de física.
Señor profesor, esos instrumentos están también en mi camarote, y es allí donde tendré el
placer de explicarle su empleo. Pero antes voy a mostrarle el camarote que se le ha
reservado. Debe usted saber cómo va a estar instalado a bor-do del Nautilus.
Seguí al capitán Nemo, quien, por una de las puertas practicadas en los paneles del salón,
me hizo volver al corre-dor del barco. Me condujo hacia adelante y me mostró no un
camarote sino una verdadera habitación, elegantemente amueblada, con lecho y tocador.
Di las gracias a mi huésped.
Su camarote es contiguo al mío me dijo, al tiempo que abría una puerta. Y el mío da
al salón del que acabamos de salir.
Entré en el camarote del capitán, que tenía un aspecto se-vero, casi cenobial. Una cama de
hierro, una mesa de trabajo y una cómoda de tocador componían todo el mobiliario,
reducido a lo estrictamente necesario.
El capitán Nemo me mostró una silla.
Siéntese, por favor.
Me senté y él tomó la palabra en los términos que siguen.
12. Todo por la electricidad
Señor dijo el capitán Nemo, mostrándome los instru-mentos colgados de las paredes de
su camarote, he aquí los aparatos exigidos por la navegación del Nautilus. Al igual que en
el salón, los tengo aquí bajo mis ojos, indicándome mi situación y mi dirección exactas en
medio del océano. Al-gunos de ellos le son conocidos, como el termómetro que marca la
temperatura interior del Nautilus, el barómetro, que pesa el aire y predice los cambios de
tiempo; el higróme-tro que registra el grado de sequedad de la atmósfera; el stormglass,
cuya mezcla, al descomponerse, anuncia la in-minencia de las tempestades; la brújula, que
dirige mi ruta; el sextante, que por la altura del sol me indica mi latitud, los cronómetros,
que me permiten calcular mi longitud y, por último, mis anteojos de día y de noche que me
sirven para escrutar todos los puntos del horizonte cuando el Nautilus emerge a la
superficie de las aguas.
Son los instrumentos habituales del navegante y su uso me es conocido repuse. Pero
hay otros aquí que respon-den sin duda a las particulares exigencias del Nautilus. Ese
cuadrante que veo, recorrido por una aguja inmóvil, ¿no es un manómetro?
Es un manómetro, en efecto. Puesto en comunicación con el agua, cuya presión exterior
indica, da también la pro-fundidad a la que se mantiene mi aparato.
-¿Y esas sondas, de una nueva clase?
Son unas sondas termométricas que indican la tempera-tura de las diferentes capas de
agua.
Ignoro cuál es el empleo de esos otros instrumentos.
Señor profesor, aquí me veo obligado a darle algunas ex-plicaciones. Le ruego me
escuche.
El capitán Nemo guardó silencio durante algunos instan-tes y luego dijo:
Existe un agente poderoso, obediente, rápido, fácil, que se pliega a todos los usos y que
reina a bordo de mi barco como dueño y señor. Todo se hace aquí por su mediación. Me
alumbra, me calienta y es el alma de mis aparatos mecá-nicos. Ese agente es la electricidad.
¡La electricidad! exclamé bastante sorprendido.
Sí, señor.
Sin embargo, capitán, la extremada rapidez de movi-mientos que usted posee no
concuerda con el poder de la electricidad. Hasta ahora la potencia dinámica de la
electri-cidad se ha mostrado muy restringida y no ha podido pro-ducir más que muy
pequeñas fuerzas.
Señor profesor, mi electricidad no es la de todo el mun-do, yeso es todo cuanto puedo
decirle.
Bien, no insisto, aun cuando me asombre tal resultado. Una sola pregunta, sin embargo,
que puede no contestar si la considera usted indiscreta. Pienso que los elementos que
emplee usted para producir ese maravilloso agente deben gastarse pronto. Por ejemplo, el
cinc ¿cómo lo reemplaza us-ted, puesto que no mantiene ninguna comunicacion con tie-rra?
Responderé a su pregunta. Le diré que en el fondo del mar existen minas de cinc, de
hierro, de plata y de oro, cuya explotación sería ciertamente posible. Pero yo no recurro a
ninguno de estos metales terrestres, sino que obtengo del mar mismo los medios de
producir mi electricidad.
¿Del mar?
Sí, señor profesor, y no faltan los medios de hacerlo. Yo podría obtener la electricidad
estableciendo un circuito en-tre hilos sumergidos a diferentes profundidades, a través de las
diversas temperaturas de las mismas, pero prefiero em-plear un sistema más práctico.
¿Cuál?
Usted conoce perfectamente la composición del agua marina. En cada mil gramos hay
noventa y seis centésimas y media de agua, dos centésimas y dos tercios
aproximada-mente,/de cloruro sódico, y muy pequeñas cantidades de dor-ros magnésico y
potásico, de bromuro de magnesio, de st4fato de magnesio y de carbonato cálcico. De esa
nota-ble cahtldad de cloruro sódico contenida por el agua mari-na extraigo yo el sodio
necesario para componer mis ele-mentos.
¿El sodio?
En efecto. Mezclado con el mercurio forma una amalga-ma que sustituye al cinc en los
elementos Bunsen. El mercu-rio no se gasta nunca. Sólo se consume el sodio, y el mar me
lo suministra abundantemente. Debo decirle, además, que las pilas de sodio deben ser
consideradas como las más enér-gicas y que su fuerza electromotriz es doble que la de las
pi-las de cinc.
Comprendo bien, capitán, la excelencia del sodio en las condiciones en que usted se halla.
El mar lo contiene. Bien. Pero hay que fabricarlo, extraerlo. ¿Cómo lo hace?
Evidente-mente, sus pilas pueden servir para tal extracción, pero, si no me equivoco, el
consumo de sodio necesitado por los aparatos eléctricos habría de superar a la cantidad
produci-da. Ocurriría así que consumiría usted para producirlo más del que obtendría.
Por esa razón es por la que no lo extraigo por las pilas, señor profesor. Simplemente,
empleo el calor del carbón te-rrestre.
-¿Terrestre?
Digamos carbón marino, si lo prefiere respondió el ca-pitán Nemo.
¿Acaso puede usted explotar yacimientos submarinos de hulla?
Así es y habrá de verlo usted. No le pido más que un poco de paciencia, puesto que tiene
usted tiempo para ser paciente. Recuerde sólo una cosa: que yo debo todo al océa-no. Él
produce la electricidad, yla electricidad da al Nautilus el calor, la luz, el movimiento, en
una palabra, la vida.
Pero no el aire que respira…
¡Oh!, podría fabricar el aire que consumimos, pero sería inútil, ya que cuando quiero subo
a la superficie del mar. Si la electricidad no me provee del aire respirable, sí acciona, al
menos, las poderosas bombas con que lo almacenamos en depósitos especiales, lo que me
permite prolongar por el tiempo que desee, si es necesario, mi permanencia en las ca-pas
profundas.
Capitán, no tengo más remedio que admirarle. Ha halla-do usted, evidentemente, lo que
los hombres descubrirán sin duda algún día, la verdadera potencia dinámica de la
electricidad.
Yo no sé si la descubrirán respondió fríamente el capi-tán Nemo. Sea como fuere,
conoce usted ya la primera apli-cación que he hecho de este precioso agente. Es él el que
nos ilumina con una igualdad y una continuidad que no tiene la luz del sol. Mire ese reloj,
es eléctrico y funciona con una re-gularidad que desafía a la de los mejores cronómetros.
Lo he dividido en veinticuatro horas, como los relojes italianos, pues para mí no existe ni
noche, ni día, ni sol ni luna, sino únicamente esta luz artificial que llevo hasta el fondo de
los mares. Mire, en este momento son las diez de la mañana.
En efecto.
Aquí tiene otra aplicación de la electricidad, en ese cua-drante que sirve para indicar la
velocidad del Nautilus. Un hilo eléctrico lo pone en comunicación con la hélice de la
co-rredera, y su aguja me indica la marcha real del barco. Fíje-se, en estos momentos
navegamos a una velocidad modera-da, a quince millas por hora.
Es maravilloso, y veo, capitán, que ha hecho usted muy bien al emplear este agente que
está destinado a reemplazar al viento, al agua y al vapor.
No hemos terminado aún, señor Aronnax dijo el capi-tán Nemo, levantándose, y si
quiere usted seguirme, visita-remos la parte posterior del Nautilus.
En efecto, conocía ya toda la parte anterior del barco sub-marinc-,cuya división exacta, del
centro al espolón de proa, era la siguiente el comedor, de cinco metros, separado de la
biblioteca por un tabique estanco, es decir, impenetrable al agua; la biblioteca, de cinco
metros; el gran salón, de diez metros, separado del camarote del capitán por un segundo
tabique estanco; el camarote del capitán, de cinco metros; el mío, de dos metros y medio, y,
por último, un depósito de aire de siete metros y medio, que se extendía hasta la roda. El
conjunto daba una longitud total de treinta y cinco metros. Los tabiques estancos tenían
unas puertas que se cerraban herméticamente por medio de obturadores de caucho, y ellas
garantizaban la seguridad a bordo del Nautilus, en el caso de que se declarara una vía de
agua.
Seguí al capitán Nemo a lo largo de los corredores y llega-mos al centro del navío. Allí
había una especie de pozo que se abría entre dos tabiques estancos. Una escala de hierro,
fi-jada a la pared, conducía a su extremidad superior. Pregunté al capitán Nemo cuál era el
uso de aquella escala.
Conduce al bote -respondió.
¡Cómo! ¿Tiene usted un bote? pregunté asombrado.
Así es. Una excelente embarcación, ligera e insumergi-ble, que nos sirve para pasearnos y
para pescar.
Pero entonces, cuando quiera embarcarse en él estará obligado a volver a la superficie del
mar, ¿no?
No. El bote está adherido a la parte superior del casco del Nautilus, alojado en una
cavidad dispuesta en él para reci-birlo. Tiene puente, está absolutamente impermeabilizado
y se halla retenido por sólidos pernos. Esta escala conduce a una abertura practicada en el
casco del Nautilus, que comu-nica con otra similar en el costado del bote. Por esa doble
abertura es por la que me introduzco en la embarcación. Se cierra la del Nautilus, cierro yo
la del bote por medio de tor-nillos a presión, largo los pernos y entonces el bote sube con
una prodigiosa rapidez a la superficie del mar. Luego abro la escotilla del puente,
cuidadosamente cerrada hasta enton-ces, pongo el mástil, izo la vela o cojo los remos, y
estoy listo para pasearme.
Pero ¿cómo regresa usted a bordo?
No soy yo el que regresa, señor Aronnax, sino el Nauti-lus.
¿A una orden suya?
Así es, porque unido al Nautilus por un cable eléctrico, me basta expedir por él un
telegrama.
Bien dije, maravillado, nada más sencillo, en efecto.
Tras haber pasado el hueco de la escalera que conducía a la plataforma, vi un camarote de
unos dos metros de longi-tud en el que Conseil y Ned Land se hallaban todavía co-miendo
con visible apetito y satisfacción. Abrimos una puerta y nos hallamos en la cocina, de unos
tres metros de longitud, situada entre las amplias despensas de a bordo. Allí era la
electricidad, más enérgica y más obediente que el mismo gas, la que hacía posible la
preparación de las comi-das. Los cables que llegaban a los fogones comunicaban a las
hornillas de platino un calor de regular distribución y man-tenimiento. La electricidad
calentaba también unos apara-tos destiladores que por medio de la evaporación
suminis-traban una excelente agua potable. Cerca de la cocina había un cuarto de baño muy
bien instalado cuyos grifos proveían de agua fría o caliente a voluntad.
Tras la cocina se hallaba el dormitorio de la tripulación, en una pieza de cinco metros de
longitud. Pero la puerta es-taba cerrada y no pude ver su interior que me habría dado una
indicación sobre el número de hombres requerido por el Nautilus para su manejo.
Al fondo había un cuario tabique estanco que separaba el dormitorio del cuarto de
máquinas. Se abrió una puerta y me introduje allí, donde el capitán Nemo un ingeniero de
primer orden, con toda seguridad había instalado sus apa-ratos de locomoción. El cuarto
de máquinas, netamente ilu-minado, no rnedía menos de veinte metros de longitud. Es-taba
dividido en dos partes: la primera, reservada a los elementos que producían la electricidad,
y la segunda, a los mecanismo)-ransmitían el movimiento a la hélice.
Nada más entrar, me sorprendió el olor sui generis que lle-naba la pieza. El capitán Nemo
advirtió mi reacción.
Son emanaciones de gas producidas por el empleo del sodio. Pero se trata tan sólo de un
ligero inconveniente. Ade-más, todas las mañanas purificamos el barco ventilándolo
completamente.
Yo examinaba, con el interés que puede suponerse, la ma-quinaria del Nautilus.
Como ve usted me dijo el capitán Nemo, uso elemen-tos Bunsen y no de Ruhmkorff,
que resultarían impotentes. Los elementos Bunsen son poco numerosos, pero grandes y
fuertes, lo que da mejores resultados según nuestra expe-riencia. La electricidad producida
se dirige hacia atrás, don-de actúa por electroimanes de gran dimensión sobre un sis-tema
particular de palancas y engranajes que transmiten el movimiento al árbol de la hélice. Ésta,
con un diámetro de seis metros y un paso de siete metros y medio, puede dar hasta ciento
veinte revoluciones por segundo.
Con lo que obtiene usted…
-Una velocidad de cincuenta millas por hora.
Había ahí un misterio, pero no traté de esclarecerlo. ¿Cómo podía actuar la electricidad con
tal potencia? ¿En qué podía hallar su origen esa fuerza casi ¡limitada? ¿Acaso en su tensión
excesiva, obtenida por bobinas de un nuevo tipo? ¿O en su transmisión, que un sistema de
palancas des-conocido [L8] podía aumentar al infinito? Eso era lo que yo no podía
explicarme.
Capitán Nemo, compruebo los resultados, sin tratar de explicármelos. He visto al
Nautilus maniobrar ante el Abra-ham Lincoln y sé a qué atenerme acerca de su velocidad.
Pero no basta moverse. Hay que saber adónde se va. Hay que po-der dirigirse a la derecha o
a la izquierda, hacia arriba o ha-cia abajo. ¿Cómo hace usted para alcanzar las grandes
pro-fundidades en las que debe hallar una resistencia creciente, evaluada en centenares de
atmósferas? ¿Cómo hace para su-bir a la superficie del océano? Y, por último, ¿cómo
puede mantenerse en el lugar que le convenga? ¿Soy indiscreto al formularle
taléslweguntas?
En modo alguno, señor profesor me respondió el capi-tán, tras una ligera vacilación,
ya que nunca saldrá usted de este barco submarino. Venga usted al salón, que es nuestro
verdadero gabinete de trabajo, y allí sabrá todo lo que debe conocer sobre el Nautilus.
13. Algunas cifras
Un instante después, nos hallábamos sentados en un diván del salón, con un cigarro en la
boca. El capitán me mos-traba un dibujo con el plano, la sección y el alzado del Nauti-lus.
Comenzó su descripción en estos términos:
He aquí, señor Aronnax, las diferentes dimensiones del barco en que se halla. Como ve,
es un cilindro muy alargado, de extremos cónicos. Tiene, pues, la forma de un cigarro, la
misma que ha sido ya adoptada en Londres en varias cons-trucciones del mismo género. La
longitud de este cilindro, de extremo a extremo, es de setenta metros, y su bao, en su mayor
anchura, es de ocho metros. No está construido, pues, con las mismas proporciones que los
más rápidos va-pores, pero sus líneas son suficientemente largas y su forma
suficientemente prolongada para que el agua desplazada sal-ga fácilmente y no oponga
ningún obstáculo a su marcha. Estas dos dimensiones le permitirán obtener por un simple
cálculo la superficie y el volumen del Nautilus. Su superficie comprende mil cien metros
cuadrados cuarenta y cinco cen-tésimas: su volumen, mil quinientos metros cúbicos y dos
décimas, lo que equivale a decir que en total inmersión des-plaza o pesa mil quinientos
metros cúbicos o toneladas.
»Al realizar los planos de este barco, destinado a una na-vegación submarina, lo hice con la
intención de que en equi-librio en el agua permaneciera sumergido en sus nueve décimas
partes. Por ello, en tales condiciones no debía des-plazar más que las nueve décimas partes
de su volumen, o sea, mil trescientos cincuenta y seis metros y cuarenta y ocho centímetros,
o, lo que es lo mismo, que no pesara más que igual número de toneladas. Esto me obligó a
no superar ese peso al construirlo según las citadas dimensiones.
»El Nautilus se compone de dos cascos, uno interno y otro externo, reunidos entre sí por
hierros en forma de T, que le dan una extrema rigidez. En efecto, gracias a esta disposi-ción
celular resiste como un bloque, como si fuera macizo. Sus juntas no pueden ceder, se
adhieren por sí mismas y no por sus remaches, y la homogeneidad de su construcción,
debida al perfecto montaje de sus materiales, le permite de-safiar los mares n-ás violentos.
»Estos dos casos están fabricados con planchas de acero, cuya densidad con relación al
agua es de siete a ocho déci-mas. El primero no tiene menos de cinco centímetros de
es-pesor y pesa trescientas noventa y cuatro toneladas y noven-ta y seis centésimas. El
segundo, con la quilla que con sus cincuenta centímetros de altura y veinticinco de ancho
pesa por sí sola sesenta y dos toneladas, la maquinaria, el lastre, los diversos accesorios e
instalaciones, los tabiques y los vi-rotillos interiores, tiene un peso de novecientas sesenta y
una toneladas con sesenta y dos centésimas, que, añadidas a las trescientas noventa y cuatro
toneladas con noventa y seis centésimas del primero, forman el total exigido de mil
tres-cientas cincuenta y seis toneladas con cuarenta y ocho cen-tésimas. ¿Ha comprendido?
Comprendido.
Así puesprosiguió el capitán, cuando el Nautilus se halla a flote en estas condiciones,
una décima parte del mis-mo se halla fuera del agua. Ahora bien, si se instalan unos
depósitos de una capacidad igual a esa décima parte, es de-cir, con un contenido de ciento
cincuenta toneladas con se-tenta y dos centésimas, y se les llena de agua, el barco pesará o
desplazará entonces mil quinientas siete toneladas y se ha-llará en inmersión completa. Y
esto es lo que ocurre, señor profesor. Estos depósitos están instalados en la parte infe-rior
del Nautílus, y al abrir las llaves se llenan y el barco que-da a flor de agua.
Bien, capitán, pero aquí llegamos a la verdadera dificul-tad. Que su barco pueda quedarse
a flor de agua, lo com-prendo. Pero, más abajo, al sumergirse más, ¿no se encuen-tra su
aparato submarino con una presión que le comunique un impulso de abajo arriba, evaluada
en una atmósfera por treinta pies de agua, o sea, cerca de un kilogramo por centí-metro
cuadrado?
Así es, en efecto.
Luego, a menos que no llene por completo el Nautilus, no veo cómo puede conseguir
llevarlo a las profundidades.
Señor profesor, respondió el capitán Nemo, no hay que confundir la estática con la
dinámica, si no quiere uno expo-nerse a errores graves. Cuesta muy poco alcanzar las bajas
regiones del océano, pues los cuerpos tienen tendencia a la profundidad. Siga usted mi
razonamiento.
Le escucho, capitán.
-Cuando me planteé el problema de determinar el au-mento de peso que había que dar al
Nautilus para sumergir-lo, no tuve que preocuparme más que de la reducción de vo-lumen
que sufre el agua del mar a medida que sus capas van haciéndose más profundas.
Es evidente.
Ahora bien, si es cierto que el agua no es absolutamente incompresible, no lo es menos
que es muy poco compresi-ble. En efecto, según los cálculos más recientes, esta
compre-sión no es más que de cuatrocientas treinta y seis diezmillo-nésimas por atmósfera,
o lo que es lo mismo, por cada treinta pies de profundidad. Si quiero descender a mil
me-tros, tendré que tener en cuenta la reducción del volumen bajo una presión equivalente
a la de una columna de agua de mil metros, es decir, bajo una presión de cien atmósferas.
Dicha reducción será en ese caso de cuatrocientas treinta y seis cienmilésimas.
Consecuentemente, deberé aumentar el peso hasta mil quinientas trece toneladas y setenta y
siete centésimas, en lugar de mil quinientas siete toneladas y dos décimas. El aumento no
será, pues, más que de seis tonela-das y cincuenta y siete centésimas.
¿Tan sólo?
Tan sólo, señor Aronnax, y el cálculo es fácilmente veri-ficable. Ahora bien, dispongo de
depósitos suplementarios capaces de embarcar cien toneladas. Puedo así descender a
profundidades considerables. Cuando quiero subir y aflorar a la superficie, me basta
expulsar ese agua, y vaciar entera-mente todos los depósitos si deseo que el Nautilus emerja
en su décima parte sobre la superficie del agua.
A tales razonamientos apoyados en cifras nada podía yo objetar.
Admito sus cálculos, capitán respondí, y mostraría mala fe en discutilos, puesto que
la experiencia le da razón cada día, pero me temo que ahora nos hallamos en presen-cia de
una dificultad real.
¿Cuál?
Cuando se halle usted a mil metros de profundidad, las paredes del Nautilus deberán
soportar una presión de cien atmósferas. Si en ese momento decide usted vaciar sus
de-pósitos suplementarios para aligerar su barco y remontar a la superficie, las bombas
tendrán que vencer esa presión de cien atmósferas o, lo que es lo mismo, de cien
kilogramos por centímetro cuadrado. Pues bien, eso exige una po-tencia.
Que sólo la electricidad podía darme se apresuró a de-cir el capitán Nemo. Le repito
que el poder dinámico de mi maquinaria es casi infinito. Las bombas del Nautilus tienen
una fuerza prodigiosa, lo que pudo usted comprobar cuan-do vio sus columnas de agua
precipitarse como un torrente sobre el Abraham Líncoln. Por otra parte, no me sirvo de los
depósitos suplementarios más que para alcanzar profundi-dades medias de mil quinientos a
dos mil metros, con el fin de proteger mis aparatos. Pero cuando tengo el capricho de visitar
las profundidades del océano, a dos o tres leguas por debajo de su superficie, empleo
maniobras más largas, pero no menos infalibles.
-¿Cuáles, capitán?
Esto me obliga naturalmente a revelarle cómo se maneja el Nautilus.
Estoy impaciente por saberlo.
Para gobernar este barco a estribor o a babor, para mo-verlo, en una palabra, en un plano
horizontal, me sirvo de un timón ordinario de ancha pala, fijado a la trasera del co-daste,
que es accionado por una rueda y un sistema de po-leas. Pero puedo también mover al
Nautilus de abajo arriba y de arriba abajo, es decir, en un plano vertical, por medio de dos
planos inclinados unidos a sus flancos sobre su centro de flotación. Se trata de unos planos
móviles capaces de adoptar todas las posiciones y que son maniobrados desde el interior
por medio de poderosas palancas. Si estos planos se mantienen paralelos al barco, éste se
mueve horizontal-mente. Si están inclinados, el Nautilus, impulsado por su hé-lice, sube o
baja, según la disposición de la inclinación, si-guiendo la diagonal que me interese. Si
deseo, además, regresar más rápidamente a la superficie, no tengo más que embragar la
hélice para que la presión del agua haga subir verticalmente al Nautilus como un globo
henchido de hi-drógeno se eleva rápidamente en el aire.
¡Magnífico, capitán! Pero ¿cómo puede el timonel seguir el rumbo que le fija usted en
medio del agua?
El timonel está alojado en una cabina de vidrio con cristales lenticulares, que sobresale de
la parte superior del cas-co del Nautilus.
-¿Cristales? ¿Y cómo pueden resistir a tales presiones ?
Perfectamente. El cristal, por frágil que sea a los cho-ques, ofrece, sin embargo, una
resistencia considerable. En experiencias de pesca con luz eléctrica hechas en 1864 en los
mares del Norte, se ha visto cómo placas de vidrio de un es-pesor de siete milímetros
únicamente, resistían a una pre-sión de dieciséis atmósferas, mientras dejaban pasar
poten-tes radiaciones caloríficas que le repartían desigualmente el calor. Pues bien, los
cristales de que yo me sirvo tienen un espesor no inferior en su centro a veintiún
centímetros, es decir, treinta veces más que el de aquellos.
Bien, debo admitirlo, capitán Nemo; pero, en fin, para ver es necesario que la luz horade
las tinieblas, y yo me pre-gunto cómo en medio de la oscuridad de las aguas…
En una cabina situada en la parte trasera está alojado un poderoso reflector eléctrico,
cuyos rayos iluminan el mar hasta una distancia de media milla.
¡Magnífico, capitán! Ahora me explico esa fosforescen-cia del supuesto narval que tanto
ha intrigado a los sabios. Y a propósito,,,desearía saber si el abordaje del Scotia por el
Nautilus, que tanto dio que hablar, fue o no el resultado de un choque fortuito.
Absolutamente fortuito. Yo navegaba a dos metros de profundidad cuando se produjo el
choque, que, como pude ver, no tuvo graves consecuencias.
En efecto. Pero ¿y su encuentro con el Abraham Lincoln?
Señor profesor, lo siento por uno de los mejores navíos de la valiente marina americana,
pero fui atacado y hube de defenderme. Sin embargo, me limité a poner a la fragata fue-ra
de combate. No le será difícil reparar sus averías en el puerto más cercano.
¡Ah!, comandante exclamé con convicción, su Nauti-lus es verdaderamente
maravilloso.
Sí, señor profesor respondió con auténtica emoción el capitán Nemo, y para mí es
como un órgano de mi propio cuerpo. El hombre está sometido a todos los peligros que
so-bre él se ciernen a bordo de cualquiera de vuestros barcos confiados a los azares de los
océanos, en cuya superficie se tie-ne como primera impresión el sentimiento del abismo,
como ha dicho tan justamente el holandés jansen, pero por debajo de su superficie y a
bordo del Nautilus el hombre no tiene nin-gún motivo de inquietud. No es de temer en él
deformación alguna, pues el doble casco de este barco tiene la rigidez del hierro; no tiene
aparejos que puedan fatigar los movimientos de balanceo y cabeceo aquí inexistentes; ni
velas que pueda llevarse el viento; ni calderas que puedan estallar por la pre-sión del vapor;
ni riesgos de incendio, puesto que todo está hecho con planchas de acero; ni carbón que
pueda agotarse, puesto que la electricidad es su agente motor; ni posibles en-cuentros,
puesto que es el único que navega por las aguas pro-fundas; ni tempestades a desafiar, ya
que a algunos metros por debajo de la superficie reina la más absoluta tranquilidad. Sí, éste
es el navío por excelencia. Y si es cierto que el ingenie-ro tiene más confianza en el barco
que el constructor, y éste más que el propio capitán, comprenderá usted la confianza con
que yo me abandono a mi Nautilus, puesto que soy a la vez su capitán, su constructor y su
ingeniero.
Transfigurado por el ardor de su mirada y la pasión de sus gestos, el capitán Nemo había
dicho esto con una elocuencia irresistible. Sí, amaba a su barco como un padre ama a su
hijo. Pero esto planteaba una cuestión, indiscreta tal vez, pero que no pude resistirme a
formulársela.
¿Es, pues, ingeniero, capitán Nemo?
Sí, señor profesor. Hice mis estudios en Londres, París y Nueva York, en el tiempo en
que yo era un habitante de los continentes terrestres.
Pero ¿cómo pudo construir en secreto este admirable Nautilus?
Cada una de sus piezas, señor Aronnax, me ha llegado de un punto diferente del Globo
con diversos nombres por destinatario. Su quilla fue forjada en Le Creusot; su árbol de
hélice, en Pen y Cía., de Londres; las planchas de su casco, en Leard, de Liverpool; su
hélice, en Scott, de Glasgow. Sus de-pósitos fueron fabricados por Cail y Cía., de París; su
maqui-naria, por Krupp, en Prusia; su espolón, por los talleres de Motala, en Suecia; sus
instrumentos de precisión, por Hart Hermanos, en Nueva York, etc., y cada uno de estos
provee-dores recibió mis planos bajo nombres diversos.
Pero estas piezas separadas hubo que montarlas y ajus-tarlas dije.
Para ello, señor profesor, había establecido yo mis talleres en un islote desierto, en pleno
océano. Allí, mis obreros, es decir, mis bravos compañeros, a los que he instruido y
forma-do, y yo, acabamos nuestro Nautilus. Luego, una vez termina-da la operación, el
fuego destruyó toda huella de nuestro paso por el islote, al que habría hecho saltar de poder
hacerlo.
-Así construido, parece lógico estimar que el precio de costo de este buque ha debido ser
cuantiosísimo.
Señor Aronnax, un buque de hierro cuesta mil ciento veinticinco francos por tonelada.
Pues bien, el Nautilus des-plaza mil quinientas. Su costo se ha elevado, pues, a un mi-llón
seiscientos ochenta y siete mil quinientos francos; a dos millones con su mobiliario y a
cuatro o cinco millones con las obras de arte y las colecciones que contiene.
Una última pregunta, capitán Nemo.
Diga usted.
Es usted riquísimo, ¿no?
Inmensamente, señor profesor. Yo podría pagar sin difi-cultad los diez mil millones de
francos a que asciende la deu-da de Francia.
Miré con fijeza al extraño personaje que así me hablaba. ¿Abusaba acaso de mi credulidad?
El futuro habría de decír-melo.
14. El río Negro
En tres millones ochocientos treinta y dos mil quinientos cincuenta y ocho miriámetros
cuadrados, o sea, más de treinta y ocho millones de hectáreas, está evaluada la por-ción del
globo terrestre ocupada por las aguas[L9] . Esta masa líquida de dos mil doscientos
cincuenta millones de millas cúbicas formaría una esfera de un diámetro de sesenta le-guas,
cuyo peso sería de tres quintillones de toneladas. Para poder hacerse una idea de lo que esta
cantidad representa ha de tenerse en cuenta que un quintifión es a mil millones lo que éstos
a la unidad, es decir, que hay tantas veces mil mifiones en un quintillón como unidades hay
en mil millo-nes. Y toda esta masa líquida es casi equivalente a la que ver-terían todos los
ríos de la Tierra durante cuarenta mil años.
Durante las épocas geológicas, al período del fuego suce-dió el período del agua. El océano
fue universal al principio. Luego, poco a poco, en los tiempos silúricos, fueron
apare-ciendo las cimas de las montañas, emergieron islas que desaparecieron bajo diluvios
parciales y reaparecieron nueva-mente, se soldaron entre sí, formaron continentes y,
final-mente, se fijaron geográficamente tal como hoy los vemos. Lo sólido había
conquistado a lo líquido treinta y siete millo-nes seiscientas cincuenta y siete millas
cuadradas, o sea, doce mil novecientos dieciséis millones de hectáreas.
La configuración de los continentes permite dividir las aguas en cinco grandes partes: el
océano Glacial Ártico, el océano Glacial Antártico, el océano fndico, el océano Atlán-tico y
el océano Pacífico.
El océano Pacífico se sitúa del norte al sur entre los dos círculos polares, y del oeste al este
entre Asia y América, so-bre una extensión de ciento cuarenta y cinco grados en lon-gitud.
Es el más tranquilo de los mares; sus corrientes son anchas Y lentas; sus mareas,
mediocres; sus lluvias, abun-dantes. Tal era el océano al que mi destino me habí amado a
recorrer en las más extrañas condiciones.
Señor profesor me dijo el capitán Nemo, si desea acompañarme voy a fijar
exactamente nuestra posición y el punto de partida de este viaje. Son las doce menos
cuarto. Vamos a subir a la superficie.
El capitán Nemo pulsó tres veces un timbre eléctrico. Las bombas comenzaron a expulsar
el agua de los depósitos. La aguja del manómetro iba marcando las diferentes presiones con
que se acusaba el movimiento ascensional del Nautilus, hasta que se detuvo.
Hemos llegado dijo el capitán.
Me dirigí a la escalera central que conducía a la platafor-ma. Subí por los peldaños de metal
y, a través de la escotilla abierta, llegué a la superficie del Nautilus.
La plataforma emergía únicamente unos ochenta centí-metros. La proa y la popa del
Nautilus remataban su disposi-ción fusiforme que le daba el aspecto de un largo cigarro.
Observé que sus planchas de acero, ligeramente imbricadas, se parecían a las escamas que
revisten el cuerpo de los grandes reptiles terrestres. Así podía explicarse que aun con los
mejores anteojos este barco hubiese sido siempre tomado por un animal marino.
Hacia la mitad de la plataforma, el bote, semiencajado en el casco del navío, formaba una
ligera intumescencia. A proa y a popa se elevaban, a escasa altura, dos cabinas de paredes
inclinadas y parcialmente cerradas por espesos vidrios len-ticulares: la primera, destinada al
timonel que dirigía el Nautilus, y la otra, a alojar el potente fanal eléctrico que ilu-minaba
su rumbo.
Tranquilo estaba el mar y puro el cielo. El largo vehículo apenas acusaba las ondulaciones
del océano. Una ligera brisa del Este arrugaba la superficie del agua. El horizonte, limpio
de brumas, facilitaba las observaciones. Pero no había nada a la vista. Ni un escollo, ni un
islote. Ni el me-nor vestigio del Abraham Lincoln. Sólo la inmensidad del océano.
Provisto de su sextante, el capitán Nemo tomó la altura del sol para establecer la latitud.
Debió esperar algunos mi-nutos a que se produjera la culminación del astro en el
hori-zonte. Mientras así procedía a sus observaciones ni el menor movimiento alteró sus
músculos. El instrumento no habría estado más inmóvil en una mano de mármol.
Mediodía dijo. Señor profesor, cuando usted quiera.
Dirigí una última mirada al mar, un poco amarillento por la proximidad de las tierras
japonesas, y descendí al gran sa-lón. Allí, el capitán hizo el punto y calculó
cronométrica-mente su longitud, que controló con sus precedentes obser-vaciones de los
ángulos horarios. Luego me dijo:
Señor Aronnax, nos hallamos a 1370 15′ de longitud Oeste.
¿De qué meridiano? pregunté vivamente, con la espe-ranza de que su respuesta me
diera la clave de su nacionalidad.
Tengo diversos cronómetros ajustados a los meridianos de Greenwich, de París y de
Washington. Pero, en su honor, me serviré del de París.
Su respuesta no me revelaba nada. El comandante prosi-guió:
Treinta y siete grados y quince minutos de longitud al oeste del meridiano de París, y
treinta grados y siete minu-tos de latitud Norte, es decir, a unas trescientas millas de las
costas del Japón. Hoy es 8 de noviembre, a mediodía, y aquí y ahora comienza nuestro
viaje de exploración bajo las aguas.
Que Dios nos guarde respondí.
Y ahora, señor profesor, le dejo con sus estudios. He dado la orden de seguir rumbo al
Nordeste, a cincuenta me-tros de profundidad. Aquí tiene usted mapas en los que po-drá
seguir nuestra derrota. Este salón está a su disposición. Y ahora, con su permiso, voy a
retirarme.
El capitán Nemo se despidió y me dejó solo, absorto en mis pensamientos, que se centraban
exclusivamente en el comandante del Nautilus. ¿Llegaría a saber alguna vez a qué nación
pertenecía aquel hombre extraño que se jactaba de no pertenecer a ninguna? ¿Quién o qué
había podido provo-car ese odio que profesaba a la humanidad, ese odio que buscaba tal
vez terribles venganzas? ¿Era uno de esos sabios desconocidos, uno de esos genios
«víctimas del desprecio y de la humillación», según la expresión de Conseil, un Gali-leo
moderno, o bien uno de esos hombres de ciencia como el americano Maury cuya carrera ha
sido rota por revolucio-nes políticas? No podía yo decirlo. El azar me había llevado a bordo
de su barco, y puesto mi vida entre sus manos. Me ha-bía acogido fría pero
hospitalariamente. Pero aún no había estrechado la mano que yo le tendía ni me había
ofrecido la suya.
Permanecí durante una hora sumido en tales reflexiones, procurando esclarecer aquel
misterio de tanto interés para mí. Me sustraje a estos pensamientos y observé el gran
planisferio que se hallaba extendido sobre la mesa. Mi dedo ín-dice se posó en el punto en
que se entrecruzaban la longitud y la latitud fijadas.
El mar tiene sus ríos, como los continentes. Son corrien-tes especiales, reconocibles por su
temperatura y su color, entre las que la más notable es conocida con el nombre de Gulf
Stream. La ciencia ha determinado sobre el globo la di-rección de las cinco corrientes
principales: una en el Atlán-tico Norte, otra en el Atlántico Sur, una tercera en el Pacífico
Norte, otra en el Pacifico Sur y la quinta en el sur del Indico. Es probable que una sexta
corriente existiera en otro tiempo en el norte del Indico, cuando los mares Caspio y Aral,
uni-dos a los grandes lagos de Asia, formaban una sola extensión deagua.
En el punto que señalaba mi dedo en el planisferio se de-sarrollaba una de estas corrientes
la del KuroSivo de los ja-poneses[L10] , el río Negro, que sale dei golfo de Bengala
donde le calientan los rayos perpendiculares do sol de los trópicos, atraviesa el estrecho de
Malaca, sube por las costas de Asia, y se desvía en el Pacífico Norte hacia las Aleutianas,
arras-trando troncos de alcanforeros y tros productos indígenas, y destacándose entre las
olas del océano por el puro color añil de sus aguas calientes. Esta corriente es la que el
Nautí-lus iba a recorrer. Yo la seguía con la mirada, la veía perderse en la inmensidad del
Pacífico y me sentía arrastrado con ella.
Ned Land y Conseil aparecieron en la puerta del salón. Mis dos bravos compañeros se
quedaron petrificados a la vista de las maravillas acumuladas ante sus ojos.
¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos? exclamó el cana-diense. ¿En el museo de
Quebec?
Yo diría más bien que nos hallamos en el palacio del Sommerard dijo Conseil.
-Amigos míos les dije, tras indicarles que entraran, no están ni en Canadá ni en Francia,
sino a bordo del Nautilus y a cincuenta metros por debajo del nivel del mar.
Habrá que creerle al señor, puesto que así lo afirma re-plicó Conseil, pero
francamente este salón está hecho para sorprender hasta a un flamenco como yo.
Asómbrate, amigo mío, y mira, pues para un clasifica-dor como tú hay aquí materia de
ocupación.
Innecesario era estimular en este punto a Conseil. El buen muchacho, inclinado sobre las
vitrinas, murmuraba ya las palabras del idioma de los naturalistas: clase de los
gasteró-podos, familia de los bucínidos, género de las Porcelanas, es-pecie de los Cyproea
Madagascariensis…
Mientras así murmuraba Conseil, Ned Land, poco con-quiliólogo él, me interrogaba acerca
de mi entrevista con el capitán Nemo. ¿Había podido descubrir yo quién era, de dónde
venía, adónde iba, hacia qué profundidades nos arrastraba? Me hacía así mil preguntas, sin
darme tiempo a responderle.
Le informé de todo lo que sabía, o más bien de todo lo que no sabía, y le pregunté qué era
lo que, por su parte, había oído y visto.
No he visto ni he oído nada respondió el canadiense. Ni tan siquiera he podido ver a
la tripulación del barco. ¿Acaso sus tripulantes serán también eléctricos?
¿Eléctricos?
A fe mía, que así podría creerse. Pero usted, señor Aron-nax me preguntó Ned Land,
obseso con su idea, ¿no pue-de decirme cuántos hombres hay a bordo? ¿Diez, veinte,
cin-cuenta, cien?
No puedo decírselo, Ned. Pero, créame, abandone por el momento la idea de apoderarse
del Nautilus o de huir de él. Este barco es una obra maestra de la industria moderna y yo
lamentaría no haberlo visto. Son muchos los que acep-tarían de buen grado nuestra
situación, aunque no fuese más que por contemplar estas maravillas. Así que mantén-gase
tranquilo, y tratemos de ver lo que pasa en torno nues-tro.
¿Ver? dijo el arponero. ¡Pero si no se ve nada! ¡Si no puede verse nada en esta prisión
de acero! Navegamos como ciegos…
No había acabado Ned Land de pronunciar estas últimas palabras, cuando súbitamente se
hizo la oscuridad, una os-curidad absoluta. El techo luminoso se apagó, y tan rápida-mente
que mis ojos sintieron una sensación dolorosa, análo-ga a la que produce el paso contrario
de las profundas tinieblas a la luz más brillante.
Nos habíamos quedado mudos e inmóviles, no sabiendo qué sorpresa, agradable o
desagradable, Os esperaba. Se oyó algo así como un objeto que se deslizara. Se hubiera
di-cho que se maniobraba algo en los flancos del Nautilus.
Es el fin del final dijo Ned Land.
Orden de las hidromedusasse oyó decir a Conseil.
Súbitamente, se hizo la luz a ambos lados del salón, a tra-vés de dos aberturas oblongas.
Las masas líquidas aparecie-ron vivamente iluminadas por la irradiación eléctrica. Dos
placas de cristal nos separaban del mar. Me estremeció la idea de que pudiera romperse tan
frágil pared. Pero fuertes armaduras de cobre la mantenían y le daban una resistencia casi
infinita.
El mar era perfectamente visible en un radio de una milla en torno al Nautilus. ¡Qué
espectáculo! ¿Qué pluma podría describirlo? ¿Quién podría pintar los efectos de la luz a
tra-vés de esas aguas transparentes y la suavidad de sus sucesi-vas degradaciones hasta las
capas inferiores y superiores del océano?
Conocida es la diafanidad del mar. Sabido es que su lim-pidez es aún mayor que la de las
aguas de roca. Las sustancias minerales y orgánicas que mantiene en suspensión au-mentan
incluso su transparencia. En algunas partes del océa-no, en las Antillas, ciento cuarenta y
cinco metros de agua dejan ver el lecho de arena con una sorprendente nitidez y la fuerza
de penetración de los rayos solares no parece dete-nerse sino hasta una profundidad de
trescientos metros. Pero en el medio fluido que recorría el Nautilus el resplandor eléctrico
se producía en el seno mismo del agua, que no era ya agua luminosa sino luz líquida.
Si se admite la hipótesis de Erhemberg, que cree en una iluminación fosforescente de los
fondos submarinos, la na-turaleza ha reservado ciertamente a los habitantes del mar uno de
sus más prodigiosos espectáculos, del que yo podía juzgar por los mil juegos de aquella luz.
A cada lado tenía una ventana abierta sobre aquellos abismos inexplorados. La oscuridad
del salón realzaba la claridad exterior, y noso-tros mirábamos como si el puro cristal
hubiera sido el de un inmenso acuario.
El Nautilus parecía inmóvil. La causa de ello era que falta-ban los puntos de referencia. A
veces, sin embargo, las líneas de agua, divididas por su espolón, huían ante nosotros con
gran rapidez.
Maravillados, con los codos apoyados en las vitrinas, per-manecíamos silenciosos, en un
silencio que expresaba elo-cuentemente nuestra estupefacción. Conseil rompió el silen-cio,
diciendo:
Quería usted ver, Ned, pues bien, ¡vea!
¡Es curioso! ¡Curiosísimo! dijo el canadiense, que, olvi-dando su cólera y sus proyectos
de evasión, sufría una atracción irresistible. ¡Se vendría aquí de más lejos incluso pari
admirar este espectáculo!
¡Ah! exclamé, ahora puedo comprender la vida de este hombre. Se ha hecho un
mundo aparte que le reserva su más asombrosas maravillas.
Pero ¿y los peces? dijo Ned Land. No veo peces.
¿Y qué puede importarle, amigo Ned dijo Conseil, puesto que no los conoce usted?
¡Decirme eso a mí, a un pescador como yo! exclamó, indignado, Ned.
Y con este motivo se entabló entre los dos amigos una dis-cusión, pues ambos conocían los
peces, pero cada uno de una forma muy diferente.
Sabido es que los peces son la cuarta y última clase de la ramificación de los vertebrados.
Se les ha definido muy jus-tamente como «vertebrados de doble circulación y de sangre fría
que respiran por branquias y viven en el agua». Compo-nen dos series distintas: la de los
peces óseos, es decir, la de aquellos cuya espina dorsal está constituida por vértebras óseas,
y la de los peces cartilaginosos, cuya espina dorsal está hecha de vértebras cartilaginosas.
El canadiense conocía tal vez esa distinción, pero Con-seil sabía mucho más y, unido ya a
él por una fuerte amis-tad, no podía admitir que fuese menos instruido que él. Así, le dijo:
Amigo Ned, es usted un matador de peces, un hábil pes-cador que ha capturado un gran
número de estos interesan-tes animales. Pero apostaría algo a que no sabe usted
clasifi-carlos.
Sí respondió seriamente el arponero. Se les clasifica en peces comestibles y en peces
no comestibles.
Ésa es una distinción gastronómica. Pero dígame si co-noce la diferencia entre los peces
óseos y los peces cartilagi-nosos.
Creo que sí, Conseil.
¿Y la subdivisión de esas dos grandes clases?
Me temo que no respondió el canadiense.
Pues bien, amigo Ned, escúcheme bien y reténgalo. Los peces óseos se subdividen en seis
órdenes: los acantopteri-gios, cuya mandíbula superior es completa y móvil y cuyas
branquias tienen la forma de un peine; este orden comprende quince familias, es decir, las
tres cuartas partes de los pe-ces conocidos. Su prototipo podría ser la perca.
Que está bastante buena dijo Ned Land.
Otro orden es el de los abdominales, que tienen las ale-tas ventrales suspendidas bajo el
abdomen y más atrás de las pectorales, sin estar soldadas a las vértebras dorsales, orden que
se divide en cinco familias que comprenden la mayor parte de los peces de agua dulce.
Tipos: la carpa y el lucio.
¡Puaf! exclamó, despectivamente, el canadiense. ¡Pe-ces de agua dulce!
Hay también los subbranquianos, con las ventrales colo-cadas bajo las pectorales e
inmediatamente suspendidas de las vértebras dorsales. Este orden contiene cuatro familias,
y sus tipos son las platijas, los gallos, los rodaballos, los len-guados, etcétera.
¡Excelentes! ¡Excelentes! -exclamó el arponero, que con-tinuaba obstinándose en
considerar los peces exclusivamen-te desde el punto de vista gastronómico.
Hay también prosiguió Conseil, sin desanimarse los ápodos, de cuerpo alargado,
desprovistos de aletas ventrales y revestidos de una piel espesa y frecuentemente viscosa.
Es éste un orden que se reduce a una sol familia. Tipos: la an-guila y el gimnoto.
Mediocre, mediocre respondió Ned Land.
En quinto lugar, los lofobranquios, que tienen las man-díbulas completas y libres y cuyas
branquias están forma-das por pequeños flecos dispuestos por parejas a lo largo de los arcos
branquiales. Este orden no cuenta más que con una familia. Tipos: los hipocampos y los
pegasos dra-gones.
¡Malo! ¡Malo! replicó el arponero.
Y sexto y último, el de los plectognatos, cuyo hueso ma-xilar está fijado al lado del
intermaxilar que forma la mandí-bula, y cuyo arco palatino se engrana por sutura con el
crá-neo, lo que le hace inmóvil. Este orden carece de verdaderas aletas ventrales; se
compone de dos familias y sus tipos son los tetrodones y los pecesluna.
Que bastarían por sí solos para deshonrar a un caldero dijo el canadiense.
¿Ha comprendido usted, amigo Ned? preguntó el sabio Conseil.
Ni una palabra, amigo Conseil. Pero siga, siga, es muy interesante.
En cuanto a los peces cartilaginosos prosiguió, imper-turbable, Conseil tienen tan
sólo tres órdenes.
-Tanto mejor dijo Ned.
En primer lugar, los ciclóstomos, cuyas mandíbulas es-tán soldadas en un anillo móvil y
cuyas branquias se abren por numerosos agujeros. Una sola familia cuyo tipo más
re-presentativo es la lamprea.
Hay a quien le gusta -respondió Ned Land.
Segundo, los selacios, con branquias semejantes a las de los ciclóstomos, pero con la
mandíbula inferior móvil. Este orden, que es el más importante de la clase, tiene dos
familias, con las rayas y los escualos por tipos más representativos.
¿Cómo? ¿Las rayas y los tiburones en el mismo orden? Pues bien, amigo Conseil, por el
bien de las rayas le aconsejo que no los ponga juntos en el mismo bocal.
Y por último, los esturionianos, cuyas branquias está abiertas por una sola hendidura con
un opérculo. Hay cuatro géneros y el esturión es el tipo más representativo.
Amigo Conseil, se dejó usted lo mejor para el final, en mi opinión, al menos. ¿Y esto es
todo?
Sí, mi buen Ned, pero observe usted que saber esto es no saber nada, pues las familias se
subdividen en géneros, sul géneros, especies, variedades…
Pues mire, Conseil dijo el arponero, inclinándose sobre el cristal, mire esas
variedades que pasan.
En efecto, son peces exclamó Conseil. Uno se creer en un acuario.
Norespondí, pues un acuario no es más que una jau-la, y esos peces son libres como
el pájaro en el aire.
Bueno, Conseil, nómbremelos, dígame cómo se llaman, ande dijo Ned.
No soy capaz de hacerlo dijo Conseil. Eso concierne al señor.
Efectivamente, el buen muchacho, empedernido clasifi-cador, no era un naturalista. Yo
creo que no era capaz de dis-tinguir un atún de un bonito. Lo contrario que el canadien-se,
que nombraba todos los peces sin vacilar.
Un baliste había dicho yo.
Y es un baliste chino respondió Ned Land.
Género de los balistes, familia de los esclerodermos, or-den de los plectognatos –
murmuró Conseil.
Decididamente, entre los dos, Ned y Conseil, hubieran constituido un brillante naturalista.
No se había equivocado el canadiense. Un grupo de balis-tes, de cuerpo comprimido, de
piel granulada, armados de un aguijón en el dorso, evolucionaban en torno al Nautilus,
agitando las cuatro hileras de punzantes y erizadas espinas que llevan a ambos lados de la
cola. Nada más admirable que la pigmentación de su piel, gris por arriba y blanca por
de-bajo, con manchas doradas que centelleaban entre los oscu-ros remolinos del agua. Entre
ellos, se movían ondulante-mente las rayas, como banderas al viento. Con gran alegría por
mi parte, vi entre ellas esa raya china, amarillenta por arriba y rosácea por abajo, provista
de tres aguijones tras el ojo; una especie rara y de dudosa identificación en la época de
Lacepède, quien únicamente pudo verla en un álbum de dibujosjaponés.
Durante un par de horas, todo un ejército acuático dio es-colta al Nautilus. En medio de sus
juegos, de sus movimien-tos en los que rivalizaban en belleza, brillo y velocidad, dis-tinguí
el labro verde; el salmonete barbatus, marcado con una doble raya negra; el gobio eleotris,
de cola redondeada,
de color blanco salpicado de manchas violetas en el dorso; el escombro japonés, admirable
caballa de esos mares, con el cuerpo azulado y la cabeza plateada; brillantes azurores cuyo
solo nombre dispensa de toda descripción; los esparos rayados, con las aletas matizadas de
azul y de amarillo; los esparos ornados de fajas con una banda negra en la cola; los esparos
zonéforos, elegantemente encorsetados en sus seis cinturas; los aulostomas, verdaderas
bocas de flauta o becadas marinas, algunos de los cuales alcanzaban una lon-gitud de un
metro; las salamandras del Japón; las morenas equídneas, largas serpientes con ojos vivos y
pequeños y una amplia boca erizada de dientes…
Contemplábamos el espectáculo con una admiración in-finita que expresábamos en
incontenibles interjecciones. Ned nombraba los peces, Conseil los clasificaba, y yo me
ex-tasiaba ante la vivacidad de sus evoluciones y la belleza de sus formas. Nunca hasta
entonces me había sido dado poder contemplarlos así, vivos y libres en su elemento natural.
No citaré todas las variedades, toda esa colección de los mares del Japón y de la China, que
pasaron así ante nuestros ojos deslumbrados. Más numerosos que los pájaros en el aire,
todos esos peces pasaban ante nosotros atraídos sin duda por el brillante foco de luz
eléctrica.
Súbitamente, desapareció la encantadora visión al cerrar-se los paneles de acero e
iluminarse el salón. Pero durante largo tiempo permanecí aún arrobado en esa visión, hasta
que mi mirada se fijó en los instrumentos suspendidos de las paredes. La brújula mostraba
la dirección NorteNordeste, el manómetro indicaba una presión de cinco atmósferas
co-rrespondiente a una profundidad de cincuenta metros y la corredera eléctrica daba una
velocidad de quince millas por hora.
Yo esperaba que apareciera el capitán Nemo, pero no lo hizo. Eran las cinco en el reloj.
Ned Land y Conseil regresaron a su camarote y yo hice lo propio. Hallé servida la comida,
compuesta de una sopa de tortuga, de un múlido de carne blanca, cuyo hígado, prepa-rado
aparte, estaba delicioso, y filetes de emperador cuyo gusto me pareció superior al del
salmón.
Pasé la velada leyendo, escribiendo y pensando. Luego, ganado por el sueño, me acosté y
me dormí profundamente, mientras el Nautilus se deslizaba a través de la rápida co-rriente
del río Negro.
15. Una carta de invitación
Me desperté al día siguiente, 9 de noviembre, tras un largo sueño de doce horas. Según su
costumbre, Conseil vino a enterarse de «cómo había pasado la noche el señor» y a
ofrecerme sus servicios. Había dejado su amigo el canadiense durmiendo como un hombre
que no hubiera hecho otra cosa en la vida.
Le dejé charlar a su manera, sin apenas responderle. Me tenía preocupado la ausencia del
capitán Nemo durante la víspera y esperaba poder verlo nuevamente ese día.
Me puse el traje de biso, cuya naturaleza intrigaba a Con-seil. Le expliqué que nuestras
ropas estaban hechas con los filamentos brillantes y sedosos que unen a las rocas a los
pínnidos, moluscos bivalvos muy abundantes a orillas del Mediterráneo. Antiguamente se
tejían con este biso bellas telas, guantes y medias, a la vez muy suaves y de mucho abri-go.
La tripulación del Nautilus podía vestirse así económica-mente y sin tener que pedir nada ni
a los algodoneros, ni a las ovejas ni a los gusanos de seda.
Tras haberme lavado y vestido, me dirigí al gran salón, que se hallaba vacío, donde me
consagré al estudio de los te-soros de conquiliología contenidos en las vitrinas, y de los
herbarios que ofrecían a mi examen las más raras plantas marinas que, aunque disecadas,
conservaban sus admira-bles colores. Entre tan preciosos hidrófitos llamaron mi atención
los cladostefos verticilados, las padinaspavonias, las caulerpas de hojas de viña, los
callithammion graníferos, las delicadas ceramias de color escarlata, las agáreas en for- ma
de abanico, las acetabularias, semejantes a sombreritos de hongos muy deprimidos, que
fueron durante largo tiem-po clasificados como zoófitos, y toda una serie de fucos.
Transcurrió así todo el día, sin que el capitán Nemo me honrara con su visita. No se
descubrieron los cristales de ob-servación, como si se quisiera evitar que nuestros sentidos
se mellaran en la costumbre de tan bello espectáculo.
La dirección del Nautilus se mantuvo al EsteNordeste; su velocidad, en doce millas, y su
profundidad, entre cincuenta y sesenta metros.
Al día siguiente, 10 de noviembre, se nos mantuvo en el mismo abandono, en la misma
soledad. No vi a nadie de la tripulación. Ned y Conseil pasaron la mayor parte del día
conmigo, desconcertados ante la inexplicable ausencia del capitán. ¿Se hallaría enfermo
aquel hombre singular? ¿O tal vez se proponía modificar sus proyectos respecto a
noso-tros?
Después de todo, como observó Conseil, gozábamos de una entera libertad y se nos tenía
abundante y delicadamen-te alimentados. Nuestro huésped se había atenido hasta en-tonces
a los términos de lo estipulado, y no podíamos que-jarnos. Además, la singularidad de
nuestro destino nos reservaba tan hermosas compensaciones que no teníamos derecho a
reprocharle nada.
Fue aquel mismo día cuando comencé a escribir el diario de estas aventuras. Esto es lo que
me ha permitido narrarlas con una escrupulosa exactitud. Como detalle curioso, diré que
escribí este diario en un papel fabricado con zostera ma-rina.
En la madrugada del 11 de noviembre, la expansión del aire fresco por el interior del
Nautilus me reveló que había-mos emergido a la superficie del océano para renovar la
pro-visión de oxígeno. Me dirigí a la escalerilla central y subí a la plataforma.
Eran las seis de la mañana. El cielo estaba cubierto y el mar gris, pero en calma, apenas
mecido por el oleaje. Tenía la esperanza de encontrarme allí con el capitán Nemo, pero
¿vendría? Vi únicamente al timonel, encerrado en su jaula de vidrio.
Sentado en el saliente que formaba el casco del bote, aspi-ré con delicia las emanaciones
salinas. Poco a poco, la bruma iba disipándose bajo la acción de los rayos solares. El astro
radiante se elevaba en el horizonte. El mar se inflamó bajo su mirada como un reguero de
pólvora. Esparcidas por el cielo, las nubes se colorearon de tonos vivos y Henos de matices,
y numerosas «lenguas de gato»[L11] anunciaron viento para todo el día.
Pero ¿qué podría importar el viento al Nautilus, insensi-ble a las tempestades?
Contemplaba, admirado, aquella salida del sol, tan jubilo-sa como vivificante, cuando oí a
alguien subir hacia la plata-forma.
Me dispuse a saludar al capitán Nemo, pero fue su segun-do al que ya había visto yo
durante la primera visita del ca-pitán quien apareció.
Avanzó sobre la plataforma, sin parecer darse cuenta de mi presencia. Con su poderoso
anteojo, el hombre escrutó todos los puntos del horizonte con una extremada atención.
Acabado su examen, se acercó a la escotilla y pronunció esta frase cuyos términos recuerdo
con exactitud por haberla oído muchas veces en condiciones idénticas:
Nautron respoc lorni virch
Ignoro lo que pueda significar.
Pronunciadas esas palabras, el segundo descendió a bor-do. Pensé que el Nautilus iba a
reanudar su navegación sub-marina y descendí a mi camarote.
Así pasaron cinco días sin que cambiara la situación. Cada mañana subía yo a la plataforma
y oía pronunciar esa frase al mismo individuo.
El capitán Nemo seguía sin aparecer.
Ya me había hecho a la idea de no verle más cuando, el 16 de noviembre, al regresar a mi
camarote con Ned y Conseil, hallé sobre la mesa una carta. La abrí con impaciencia.
Es-crita con una letra clara, un poco gótica, la carta decía lo si-guiente:
«Señor profesor Aronnax.
A bordo del Nautilus, a 16 de noviembre de 1867.
El capitán Nemo tiene el honor de invitar al profesor Aron-nax a una partida de caza que
tendrá lugar mañana por la mañana en sus bosques de la isla Crespo. Espera que nada
impida al señor profesor participar en la expedición, a la que se invita también a sus
compañeros.
El comandante del Nautilus
Capitán NEMO.»
¡Una cacería! exclamó Ned.
Y en sus bosques de la isla Crespo añadió Conseil.
Así que va, pues, a tierra, este hombre dijo Ned Land.
Así parece indicarlo claramente la carta dije, releyén-dola.
Pues bien, hay que aceptar la invitación dijo el cana-diense. Una vez en tierra firme,
veremos qué podemos ha-cer. Por otra parte, no nos vendrá mal comer un poco de car-ne
fresca.
Sin pararme a pensar en la contradicción existente entre el horror manifiesto del capitán
Nemo por los continentes y las islas, y su invitación a una cacería en un bosque, dije a mis
compañeros:
Veamos ante todo dónde está y cómo es esa isla Crespo.
Consulté el planisferio y a los 320 40′ de latitud Norte y 1670 50’de longitud Oeste hallé un
islote que fue descubier-to en 1801 por el capitán Crespo y al que los antiguos mapas
españoles denominaban como Roca de la Plata. Nos hallá-bamos, pues, a unas mil
ochocientas millas de nuestro pun-to de partida. La dirección del Nautilus, ligeramente
modi-ficada, le llevaba hacia el Sudeste.
Mostré a mis compañeros aquella pequeña roca perdida en medio del Pacífico
septentrional.
Si el capitán Nemo va de vez en cuando a tierra les dije, escoge para ello islas
absolutamente desiertas.
Ned Land movió la cabeza por toda respuesta, antes de salir con Conseil.
Aquella noche, tras dar cuenta de la cena, que me fue ser-vida por el steward mudo e
impasible, me dormí no sin algu-na preocupación.
Al despertarme al día siguiente, 17 de noviembre, sentí que el Nautilus se hallaba
absolutamente inmóvil. Me ves-tí rápidamente y fui al gran salón. Allí estaba el capitán
Nemo, esperándome. Se levantó, me saludó y me preguntó si estaba dispuesto a
acompañarle.
Como no hizo la menor alusión a su ausencia durante aquellos ocho días, yo me abstuve de
todo comentario al res-pecto, limitándome a decirle simplemente que tanto yo como mis
compañeros estábamos dispuestos a seguirle.
Tan sólo añadí desearía hacerle una pregunta.
Pregunte, señor Aronnax, que si puedo darle respuesta lo haré con mucho gusto.
Pues bien, capitán, ¿cómo es posible que usted, que ha roto toda relación con la tierra,
posea bosques en la isla Crespo?
Señor profesor, los bosques de mis posesiones no piden al sol ni su luz ni su calor. Ni
leones, ni tigres, ni panteras, ni ningún cuadrúpedo los frecuentan. Sólo yo los conozco y
sólo para mí crece su vegetación. No son bosques terrestres, son bosques submarinos.
¿Bosques submarinos?
Sí, señor profesor.
¿Y es a ellos a los que me invita a seguirle?
Precisamente.
¿A pie?
En efecto.
¿Para cazar?
Para cazar.
¿Escopeta en mano?
Escopeta en mano.
No pude entonces dejar de mirar al comandante del Nau-tilus de un modo poco halagüeño
para su persona.
«Decididamente pensé, está mal de la cabeza. Ha debi-do sufrir durante estos ocho días
un acceso que aún le dura. ¡Qué lástima! Preferiría habérmelas con un extravagante que con
un loco.»
Debían leerse claramente en mi rostro tales pensamien-tos, pero el capitán Nemo se limitó a
invitarme a seguirle, lo que hice como un hombre resignado a todo.
Llegamos al comedor, donde hallamos servido ya el desayuno.
Señor Aronnax me dijo el capitán, le ruego que com-parta conmigo sin ceremonia
este almuerzo. Hablaremos mientras comemos. Le he prometido un paseo por el bos-que,
pero no puedo comprometerme a encontrar un restau-rante por el camino. Así que coma
usted, teniendo en cuenta que la próxima colación vendrá con algún retraso.
Hice honor a la comida que tenía ante mí, compuesta de diversos pescados y de rodajas de
holoturias, excelentes zoó-fitos, con una guarnición de algas muy aperitivas, tales como la
Porphyria laciniata y la Laurentia primafetida. Te-níamos por bebida un agua muy límpida
a la que, tomando ejemplo del capitán, añadí algunas gotas de un licor fermen-tado,
extraído, a usanza kamchatkiana, del alga conocida con el nombre de Rodimenia palmeada.
El capitán Nemo comió durante algún tiempo en silencio. Luego, dijo:
Señor profesor, al proponerle ir de caza a mis bosques de Crespo, ha pensado usted
hallarme en contradicción conmi-go mismo. Al informarle de que se trata de bosques
subma-rinos, me ha creído usted loco. Señor profesor, nunca hay quejuzgar a los hombres a
la ligera.
Pero, capitán, le ruego…
Escúcheme, y verá entonces si puede acusarme de locura o de contradicción.
Le escucho.
Señor profesor, sabe usted tan bien como yo que el hom-bre puede vivir bajo el agua a
condición de llevar consigo su provisión de aire respirable. En los trabajos submarinos, el
obrero, revestido de un traje impermeable y con la cabeza encerrada en una cápsula de
metal, recibe el aire del exterior por medio de bombas impelentes y de reguladores de
salida.
Es el sistema de las escafandras le dije.
En efecto, pero en esas condiciones el hombre no es li-bre: está unido a la bomba que le
envía el aire por un tubo de goma, verdadera cadena que le amarra a tierra. Si nosotros
debiéramos estar así ligados al Nautilus, no podríamos ir muy lejos.
¿Y cuál es el medio de estar libre?
El que nos ofrece el aparato RouquayrolDenayrouze, inventado por dos compatriotas
suyos, y que yo he perfec-cionado para mi uso particular. Este sistema le permitirá
arriesgarse en estas nuevas condiciones fisiológicas sin que sus órganos sufran. Se
compone de un depósito de chapa gruesa, en el que almaceno el aire bajo una presión de
cincuenta atmósferas. Ese depósito se fija a la espalda por me-dio de unos tirantes, igual
que un macuto de soldado. Su parte superior forma una caja de la que el aire, mantenido
por un mecanismo de fuelle, no puede escaparse más que a su tensión normal. En el aparato
Rouquayrol, tal como es empleado, dos tubos de caucho salen de la caja para acabar en una
especie de pabellón que aprisiona la nariz y la boca del operador; uno sirve para la
introducción del aire inspi-rado y el otro para la salida del aire expirado; es la lengua la que
cierra uno u otro según las necesidades de la respira-ción. Pero yo, que tengo que afrontar
presiones considera-bles en el fondo de los mares, he tenido que modificar ese sistema, con
la utilización de una esfera de cobre como esca-fandra. Es en esta esfera en la que
desembocan los tubos de inspiración y expiración
Muy bien, capitán Nemo, pero el aire que usted lleva debe usarse muy rápidamente y
cuando éste no contiene más de un quince por ciento de oxígeno se hace irrespirable.
Así es, pero ya le he dicho que las bombas del Nautilus me permiten almacenarlo bajo
una presión considerable, y en esas condiciones el depósito del aparato puede proveer aire
respirable durante nueve o diez horas.
Ninguna objeción ya por mi parte respondí. Única-mente, quisiera saber, capitán,
cómo puede usted iluminar su camino por el fondo del océano.
Con el aparato Ruhmkorff, señor Aronnax. Si el otro se lleva a la espalda, éste se fija a la
cintura. Se compone de una pila Bunsen que yo pongo en actividad no con bicromato de
potasa, sino con sodio. Una bobina de inducción recoge la electricidad producida y la dirige
hacia una linterna de una disposición particular. En esta linterna hay una serpentina de
vidrio que contiene solamente un residuo de gas carbónico. Cuando el aparato funciona, el
gas se hace luminoso, dando una luz blanquecina y continua. Así equipado, respiro y veo.
Capitán Nemo, da usted tan abrumadoras respuestas a todas mis objeciones que no me
atrevo ya a dudar. Sin em-bargo, aunque obligado a admitir los aparatos Rouquayrol y
Ruhmkorff, me quedan algunas reservas acerca del fusil con el que va a armarme.
Por supuesto, no se trata de un fusil de pólvora respon-dió el capitán.
¿De aire?
‘ Claro es. ¿Cómo quiere que fabrique pólvora a bordo, sin tener aquí ni salitre, ni azufre
ni carbón?
Por otra parte dije, para tirar bajo el agua, en un me-dio que es ochocientas cincuenta
y cinco veces más denso que el aire, habría que vencer una resistencia considerable.
Eso no sería un obstáculo mayor. Hay ciertos cañones, perfeccionados después de Fulton
por los ingleses Philippe Coles y Burley, por el francés Furcy y por el italiano Landi, que
están provistos de un sistema particular de cierre y que pueden tirar en esas condiciones.
Pero, se lo repito, como ca-rezco de pólvora, la he reemplazado por aire comprimido que
me procuran en abundancia las bombas del Nautilus.
Pero ese aire debe gastarse rápidamente.
Mi depósito Rouquayrol puede proveerme de aire si es necesario. Basta para ello un grifo
ad hoc. Además, señor Aronnax, podrá usted comprobar por sí mismo que en estas cacerías
submarinas no se hace un consumo excesivo de aire ni de balas.
Pese a todo, me parece que en esa semioscuridad, y en medio de un líquido muy denso en
relación con la atmósfe-ra, los tiros no pueden ir muy lejos y deben ser difícilmente
mortales.
Al contrario, con este tipo de fusil todos los tiros son mortales, y todo animal tocado, por
ligeramente que sea, cae fulminado.
¿Por qué?
Porque no son balas ordinarias las que tira el fusil sino pequeñas cápsulas de vidrio
(inventadas por el químico austríaco Leniebrock) de las que tengo un considerable
aprovi-sionamiento. Estas cápsulas de vidrio, recubiertas por una armadura de acero, y
hechas más pesadas por un casquillo de plomo, son verdaderas botellitas de Leyde, en las
que la electricidad está forzada a muy alta tensión. Se descargan al más ligero choque, y por
poderoso que sea el animal que las reciba, cae fulminado. Añadiré que estas cápsulas tienen
un grosor del cuatro y que la carga de un fusil ordinario podría contener una decena.
-No discuto más respondí, levantándome y estoy dis-puesto a tomar mi fusil. Además, a
donde vaya usted, iré yo.
El capitán Nemo me condujo hacia la parte posterior del Nautilus y, al pasar ante el
camarote de Ned y Conseil, les lla-mé para que nos siguieran.
Llegamos a una cabina, situada cerca de la sala de máqui-nas, en la que debíarnos ponernos nuestros trajes de paseo.
Andando por la llanura
Aquella cabina era, para hablar con propiedad, el arsenal y el vestuario del Nautilus.
Colgadas de las paredes, una do-cena de escafandras esperaban a los expedicionarios.
Al verlas, Ned Land manifestó una gran repugnancia a la idea de introducirse en una de
ellas.
Pero, Ned le dije-, los bosques de la isla Crespo son submarinos.
¡Vaya! dijo el arponero, desilusionado al ver desvane-cerse sus sueños de carne
fresca, y usted, señor Aronnax, ¿va a meterse en un ropaje así?
Es necesario, Ned.
Es usted muy libre de hacerlo respondió el arponero, alzándose de hombros, pero lo
que es yo, a menos que se me obligue, nunca me meteré en una de estas vestimentas.
Nadie va a obligarle, señor Ned dijo el capitán Nemo.
Y Conseil, ¿va a arriesgarse? preguntó Ned.
Yo seguiré al señor a donde vaya respondió Conseil.
A una llamada del capitán, acudieron dos hombres de la tripulación para ayudarnos a
ponernos aquellos trajes impermeables, hechos de caucho y sin costuras y realizados de
modo que sus usuarios pudieran soportar presiones considerables. Se hubiera dicho una
armadura elástica a la vez que resistente. Formados aquellos extraños trajes por cha-queta y
pantalón, éste se empalmaba con unas gruesas botas guarnecidas con unas pesadas suelas
de plomo. El tejido de la chaqueta estaba reforzado por fmas láminas de cobre, que
acorazaban el pecho protegiéndole de la presión de las aguas y que permitían el libre
funcionamiento de los pulmones; sus mangas terminaban en unos fmos guantes que
dejaban a las manos gran libertad de movimientos.
Como se ve, tales escafandras perfeccionadas distaban mucho de recubrimientos tan
informes como las corazas de corcho, los cofres, y los trajes marinos inventados o
preconi-zados en el siglo XVIII.
El capitán Nemo, uno de sus compañeros una especie de Hércules, que debía tener una
fuerza prodigiosa, Conseil y yo nos hallamos pronto revestidos de aquellos trajes, a falta
tan sólo ya de alojar nuestras cabezas en sus esferas metáli-cas. Pero antes de proceder a
esta operación, pedí permiso al capitán para examinar los fusiles que nos estaban
desti-nados.
Uno de los hombres del Nautilus me presentó un fusil muy sencillo cuya culata, hecha de
acero y hueca en su inte-rior, era de gran dimensión. La culata servía de depósito al aire
comprimido al que una válvula, accionada por un gati-llo, dejaba escapar por el cañón de
metal. Una caja de pro-yectiles, alojada en la culata, contenía una veintena de balas
eléctricas que por medio de un resorte se colocaban automá-ticamente en el cañón del fusil.
Efectuado un disparo, el pro-yectil siguiente quedaba listo para partir.
Capitán Nemo le dije, es un arma perfecta y de fácil manejo. Estoy deseando
probarla. Pero ¿cómo vamos a lle-gar al fondo del mar?
En este momento, señor profesor, el Nautilus está posa-do a diez metros de profundidad.
Vamos a partir.
Pero ¿cómo saldremos?
Va usted a verlo.
El capitán Nemo introdujo su cabeza en la esfera metáli-ca, y Conseil y yo hicimos lo
propio, no sin antes haber oído al canadiense desearnos irónicamente una «buena caza».
Nuestros trajes terminaban en un collar de cobre agujerea-do al que se ajustaba el casco de
metal. Tres aberturas prote-gidas por gruesos cristales permitían ver en todas las
direc-ciones sin más que ladear la cabeza en el interior de la esfera. Una vez que ésta se
halló ajustada, los aparatos Rouquayrol, colocados a la espalda, comenzaron a fimcionar.
Pude com-probar que se respiraba perfectamente.
Con la lámpara Ruhmkorff suspendida de mi cinturón y con el fusil en la mano, me hallé
listo para partir. Pero apri-sionado en un traje tan pesado y clavado al suelo por mis suelas
de plomo me resultó imposible dar un paso.
El caso estaba previsto, pues sentí que me empujaban ha-cia una pequeña cabina contigua
al vestuario. Igualmente impelidos, mis compañeros me siguieron. Pude oír como se
cerraba tras nosotros una puerta provista de obturadores, y súbitamente nos hallamos
envueltos en una profunda oscu-ridad.
Tras unos minutos de espera, oí un vivo silbido, al tiem-po que sentí que el frío ganaba mi
cuerpo desde los pies al pecho. Evidentemente, desde el interior del barco y me-diante una
válvula se había dado entrada en él al agua exte-rior que nos invadía y que pronto llenó la
cámara en que nos hallábamos. Una segunda puerta practicada en el flan-co del Nautilus se
abrió entonces dando paso a una difusa claridad. Un instante después, nuestros pies
hollaban el fondo del mar.
¿Cómo poder transcribir ahora las impresiones indele-bles que dejó en mí este paseo bajo
las aguas? Las palabras son impotentes para expresar tales maravillas. Cuando el mismo
pincel es incapaz de reflejar los efectos particulares del elemento líquido, ¿cómo podría
reproducirlos la pluma?
El capitán Nemo iba delante y su compañero cerraba la marcha a algunos pasos de
nosotros. Conseil y yo nos man-teníamos uno cerca del otro, pese a que no fuera posible
cambiar una sola palabra a través de nuestros caparazones metálicos. Yo no sentía ya la
pesadez de mi revestimiento, ni la de las botas, ni la de mi depósito de aire, ni la de la
esfera en cuyo interior mi cabeza se bamboleaba como una almen-dra en su cascarón. Al
sumergirse en el agua, todos estos objetos perdían una parte de su peso igual a la del líquido
desplazado, y yo aprovechaba con placer esta ley física des-cubierta por Arquímedes. Había
dejado de ser una masa inerte y tenía una libertad de movimientos relativamente amplia.
Me asombró la potencia de la luz que, a treinta pies bajo la superficie del océano, llegaba al
fondo. Los rayos solares atravesaban fácihnente aquella masa acuosa disipando su
coloración. Podía distinguir con nitidez los objetos a una distancia de cien metros. Más allá,
los fondos se deshacían en finas degradaciones del azul hasta borrarse en la oscuri-dad.
Verdaderamente, el agua que me rodeaba era casi como el aire, más densa que la atmósfera
terrestre, pero casi tan diáfana. Por encima de mí, distinguía la tranquila superficie del mar.
Caminábamos sobre una arena fina lisa, no arrugada como la de las playas que conservan la
huella de la resaca. Aquella alfombra deslumbrante, como un verdadero reflec-tor, reflejaba
los rayos del sol con una sorprendente intensi-dad, produciendo una inmensa reverberación
que penetra-ba en todas las moléculas líquidas. ¿Se me creerá si afirmo que a esa
profundidad de treinta pies veía yo como si estu-viera en la superficie? Durante un cuarto
de hora anduvimos por ese fondo de arena sembrado de una impalpable capa de polvo de
conchas. El casco del Nautilus, perceptible como un largo escollo, desaparecía poco a poco,
pero su fanal, cuan-do se hiciera la noche en medio de las aguas, facilitaría nuestro retorno
a bordo, con la proyección de sus rayos nítida-mente visibles. Efecto difícil de comprender
para quien no ha visto más que en tierra esas luces blancas tan vivamente acusadas. Allí, el
polvo que satura el aire les da la apariencia de una niebla luminosa; pero en el mar, como
bajo el mar, esa luz se transmite con una incomparable pureza.
Seguíamos caminando por aquella vasta llanura que pa-recía no tener límites. Al cortar con
la mano la masa líquida que se cerraba tras de mí, comprobé que la huella de mis pa-sos se
borraba inmediatamente bajo la presión del agua.
De repente, se dibujaron ante nuestros ojos algunas for-mas casi diluidas en la lejanía. Eran
unas magníficas rocas tapizadas de las más bellas muestras de zoófitos. Pero lo que más
llamó mi atención fue un efecto especial al medio en que me hallaba.
Eran en ese momento las diez de la mañana. Los rayos del sol tocaban la superficie de las
aguas en un ángulo bastante oblicuo, y al contacto de su luz descompuesta por la
refrac-ción, como a través de un prisma, flores, rocas, plantas, con-chas y pólipos se teñían
en sus bordes de los siete colores del espectro. El entrelazamiento de colores era una
maravilla, una fiesta para los ojos, un verdadero calidoscopio de verde, de amarillo, de
naranja, de violeta, de añil, azul …. en fin, toda la paleta de un furioso colorista. ¡Cuánto
sentía no po-der comunicar a Conseil las vivas sensacio s que me em-abargaban y rivalizar
con él en exclamaciones deliración! No sabía, como el capitán Nemo y su compañero,
cambiar mis pensamientos por signos convenidos. Por ello, me ha-blaba a mí mismo y
gritaba en la esfera de cobre que rodeaba mi cabeza, gastando así en vanas palabras más
aire de lo conveniente.
Ante tan espléndido espectáculo, Conseil se había deteni-do como yo. Evidentemente, en
presencia de esas muestras de zoófitos y moluscos, el buen muchacho se dedicaba, como de
costumbre, al placer de la clasificación. Pólipos y equinodermos abundaban en el suelo. Los
isinos variados; las cornularias que viven en el aislamiento; racimos de ocu-linas vírgenes,
en otro tiempo designadas con el nombre de «coral blanco»; las fungias erizadas en forma
de hongos; las anémonas, adheridas por su disco muscular, semejaban un tapiz de flores
esmaltado de porpites adornadas con su gor-guera de tentáculos azulados; de estrellas de
mar que cons-telaban la arena y de asterofitos verrugosos, finos encajes que se diría
bordados por la mano de las náyades y cuyos festones se movían ante las ondulaciones
provocadas por nuestra marcha. Sentía un verdadero pesar al tener que aplastar bajo mis
pies los brillantes especímenes de molus-cos que por millares sembraban el suelo: los
peines con-céntricos; los martillos; las donáceas, verdaderas conchas saltarinas; los trocos;
los cascos rojos; los estrombos alade–ángel; las afisias y tantos otros productos de este
inagotable océano. Pero había que seguir andando y continuamos ha-cia adelante, mientras
por encima de nuestras cabezas boga-ban tropeles de fisalias con sus tentáculos azules
flotando detrás como una estela, y medusas, cuyas ombrelas opalinas o rosáceas
festoneadas por una raya azul nos «abrigaban» de los rayos solares, y pelagias noctilucas
que, en la oscuridad, habrían sembrado nuestro camino de resplandores fosfores-centes.
Entreví todas esas maravillas en el espacio de un cuarto de milla, deteniéndome apenas y
siguiendo al capitán Nemo que, de vez en cuando, me hacía alguna que otra señal. La
naturaleza del suelo empezó a modificarse. A la llanura de arena sucedió una capa de barro
viscoso que los americanos llaman oaze, compuesta únicamente de conchas silíceas o
calcáreas. Luego recorrimos una pradera de algas, plantas pelágicas muy frondosas que las
aguas no habían arrancado todavía. Aquel césped apretado y mullido habría podido
ri-valizar con las más blandas alfombras tejidas por la mano del hombre. Pero a la vez que
bajo nuestros pies, la vegetación se extendía también sobre nuestras cabezas. Una ligera
bóveda de plantas marinas, pertenecientes a la exuberante familia de las algas, de las que se
conocen más de dos mil es-pecies, se cruzaba en la superficie de las aguas. Veía flotar
largas cintas de fucos, globulosos unos, tubulados otros, laurencias, cladóstefos de hojas
finísimas, rodimenas pal-meadas semejantes a abanicos de cactus. Observé que las plantas
verdes se mantenían cerca de la superficie del mar, mientras que las rojas ocupaban una
profundidad media, dejando el fondo a los hidrófilos negros u oscuros.
Estas algas son verdaderamente un prodigio de la crea-ción, una de las maravillas de la
flora universal. Esta familia forma a la vez los vegetales más pequeños y más grandes de la
naturaleza. Así, si se han podido contar en un espacio de cinco milímetros cuadrados
cuarenta mil de estas plan-tas, se han recogido también fucos de una longitud superior a
quinientos metros.
Hacía ya aproximadamente hora y media que habíamos salido del Nautilus. Era ya casi
mediodía, a juzgar por la per-pendicularidad de los rayos solares, que ya no se refracta-ban.
La magia de los colores fue desapareciendo poco a poco, y los matices de la esmeralda y
del zafiro se borraron de nuestro firmamento. Caminábamos a un paso regular que resonaba
sobre el suelo con una gran intensidad. Los menores ruidos se transmitían con una rapidez a
la que no está acostumbrado el oído en tierra. En efecto, el agua es para el sonido mejor
vehículo que el aire y se propaga en ella con una rapidez cuatro veces mayor.
En aquel momento, el suelo adquirió un declive muy pro-nunciado. La luz cobró una
tonalidad uniforme. Alcanza-mos una profundidad de cien metros que nos sometió a una
presión de diez atmósferas. Pero nuestros trajes estaban tan bien concebidos para ello que
esa presión no me causó nin-gún sufrimiento. únicamente sentí una cierta molestia en las
articulaciones de los dedos, pero fue pasajera. En cuanto al cansancio que debía producir un
paseo de dos horas, em-butido en una escafandra a la que no estaba acostumbrado, era
prácticamente nulo, pues mis movimientos, ayudados por el agua, se producían con una
sorprendente facilidad.
Llegados a una profundidad de trescientos pies, veíamos aún, pero débilmente, los rayos del
sol. A su intensa luz ha-bía sucedido un crepúsculo rojizo, a medio término entre el día y la
noche. Sin embargo, veíamos aún lo suficiente como para no necesitar del concurso de los
aparatos Ruhmkorff.
El capitán Nemo se detuvo, esperó a que me uniera a él y entonces me mostró con el dedo
unas masas negras que se destacaban en la oscuridad a corta distancia.
«Es el bosque de la isla de Crespo», pensé. Y no me equi-vocaba.
17. Un bosque submarino
Habíamos llegado por fin al linde de ese bosque, uno de los más bellos de los inmensos
dominios del capitán Nemo. Él lo consideraba como suyo y se atribuía sobre él los mis-mos
derechos que tenían los primeros hombres en los pri-meros días del mundo. ¿Y quién
hubiera podido disputarle la posesión de esa parcela submarina? ¿Había acaso un pio-nero
más audaz que pudiera ir allí, hacha en mano, a des-montar aquellas umbrosas espesuras?
Grandes plantas arborescentes formaban el bosque, y tan pronto como penetramos en él me
sorprendió la singular disposición de sus ramajes que nunca había podido yo ob-servar en
lugar alguno.
Ninguna de las hierbas que tapizaban el suelo, ninguna de las ramas que erizaban los
arbustos se curvaba ni se exten-día en un plano horizontal. Todas subían hacia la superficie
del océano. No había ni un filamento, ni una planta, por del-gados que fuesen, que no se
mantuvieran rectos, como vari-llas de hierro. Los fucos y las lianas se desarrollaban
siguien-do una línea rígida y perpendicular, mantenida por la densidad del elemento que las
había producido. Inmóviles, cuando yo las apartaba con la mano las plantas recuperaban
inmediatamente su posición primera. Era aquel el reino de la verticalidad.
No tardé en acostumbrarme a esa extraña disposición, así como a la relativa oscuridad que
nos envolvía. El suelo del bosque estaba sembrado de agudas piedras difíciles de evi-tar. La
flora submarina me pareció ser muy completa, más rica que la de las zonas árticas o
tropicales. Pero durante al-gunos minutos confundí involuntariamente los reinos entre sí,
tomando los zoófitos por hidrófitos, los animales por plantas. ¿Quién no los hubiera
confundido? La fauna y la flo-ra se tocan muy de cerca en el mundo submarino.
Observé que todas esas plantas se fijaban al suelo muy su-perficialmente. Desprovistas de
raíces, indiferentes al cuer-po sólido arena, conchas, caparazones de moluscos o
pie-dras que las soporta, estas plantas no le piden más que un punto de apoyo, no la
vitalidad. Estas plantas no proceden más que de sí mistnas, y el principio de su existencia
está en ,el agua que las sostiene y las alimenta. En lugar de hojas, la mayoría de ellas
formaban unas tiras de aspectos capricho-sos, circunscritas a una restringida gama de
colores: rosa, carmín, verdes claro y oliva, rojo oscuro y marrón. Allí vi, pero no disecadas
como en las vitrinas del Nautilus, las pa-dinas o pavonias, desplegadas en abanicos que
parecían so-licitar la brisa; ceramias escarlatas; laminarias que alargaban sus retoños
comestibles; nereocísteas filiformes y onduladas que se expandían a una altura de unos
quince metros; ramos de acetabularias cuyos tallos crecen por el vértice, y otras muchas
plantas pelágicas, todas desprovistas de flores. «Cu-riosa anomalía, extraño elemento ha
dicho un ingenioso naturalista en el que florece el reino animal y no el vegetal.»
Entre esos arbustos, tan grandes como los árboles de las zonas templadas, y bajo su húmeda
sombra se amasaban verdaderos matorrales con flores vivas, setos de zoófitos so-bre los
que se abrían las meandrinas, rayadas como cebras por surcos tortuosos; amarillentas
cariofíleas de tentáculos diáfanos; haces de zoantarios en forma de césped… Y, para
completar la ilusión, los pecesmosca volaban de rama en rama como un enjambre de
colibríes, mientras que dactiló-peros, monocentros y amarillos lepisacantos, de erizadas
mandíbulas y escamas agudas, se levantaban a nuestro paso como una bandada de chochas.
Hacia la una, con gran satisfacción por mi parte, el capitán Nemo dio la señal de alto, y nos
tendimos bajo un haz de ala-rias cuyos largos y delgados filoides se erguían como flechas.
Delicioso fue para mí ese instante de reposo. No nos falta-ba más que el placer de la
conversación, en la imposibilidad de hablar o de responder. Acerqué mi gruesa cabeza de
co-bre a la de Conseil y vi cómo sus ojos brillaban de contento y cómo, en señal de
satisfacción, se agitaba en su escafandra del modo más cómico del mundo.
Me sorprendió no tener hambre tras cuatro horas de mar-cha, sin que pudiera explicarme la
razón de ello. Pero, en cambio, sentía unos invencibles deseos de dormir, como ocu-rre a
todos los buzos. Mis ojos se cerraron tras los espesos cristales y pronto me sumí en una
profunda somnolencia que sólo el movimiento de la marcha había podido contener hasta
entonces. El capitán Nemo y su robusto compañero, tendidos en aquel lecho cristalino,
dormían ya.
No puedo decir cuánto tiempo permanecí así sumido en el sueño, pero me pareció observar
al despertarme que el sol declinaba ya en el horizonte. El capitán Nemo se había le-vantado
ya y estaba yo desperezando mis miembros cuando una inesperada aparicion me puso
bruscamente en pie. A unos pasos, una monstruosa araña de mar, de un metro de altura, me
miraba con sus extraños ojos, dispuesta a lanzar-se sobre mí. Aunque mi traje de inmersión
fuese suficiente-mente grueso para protegerme del ataque de ese animal no pude contener
un gesto de horror. Conseil y el marinero del Nautilus se despertaron en ese momento. El
capitán Nemo mostró el horrible crustáceo a su compañero, quien le asestó al instante un
fuerte culatazo. Vi como las horribles patas del monstruo se retorcían en terribles
convulsiones.
Ese encuentro me hizo pensar que aquellos fondos oscu-ros debían estar habitados por otros
animales más temibles, de cuyos ataques no podría protegerme la escafandra. No había
pensado en ello hasta entonces y decidí mantenerme alerta.
Suponía yo que ese alto marcaba el término de nuestra ex-pedición, pero me equivocaba, y,
en vez de retornar al Nauti-lus, el capitán Nemo continuó la audaz excursión.
El suelo continuaba deprimiéndose, y su pendiente, cada vez más acusada, nos condujo a
mayores profundidades. Se-rían aproximadamente las tres cuando llegamos a un estre-cho
valle encajado entre altas paredes cortadas a pico y si-tuado a unos ciento cincuenta metros
de profundidad.
Gracias a la perfección de nuestros aparatos, habíamos sobrepasado así en noventa metros
el límite que la naturale-za parecía haber impuesto hasta entonces a las incursiones
submarinas del hombre.
He dicho ciento cincuenta metros, aunque careciésemos de todo instrumento para evaluar la
profundidad, por saber que, incluso en los mares más límpidos, los rayos solares no podían
penetrar más allá[L12] . Y, precisamente, la oscuridad se había hecho muy densa. Nada era
ya visible a diez pasos de distancia. Andaba, pues, a tientas, cuando súbitamente vi brillar
una luz muy viva. El capitán Nemo acababa de poner en acción su aparato eléctrico. Su
compañero le imitó y Conseil y yo seguimos su ejemplo. Girando un tornillo, establecí la
comunicación entre la bobina y el serpentín de cristal, y el mar, iluminado por nuestras
cuatro linternas, se hizo visible en un radio de unos veinticinco metros.
El capitán Nemo continuó adentrándose en la oscura pro-fundidad del bosque cuyos
arbustos iban rarificándose. Ob-servé que la vida vegetal desaparecía con más rapidez que
la animal. Las plantas pelágicas abandonaban ya un suelo que iba tornándose árido, pero en
el que pululaban en cantida-des prodigiosas zoófitos, articulados, moluscos y peces.
Pensaba yo, mientras proseguíamos la marcha, que la luz de nuestros aparatos Ruhmkorff
debía necesariamente atraer a algunos de los habitantes de esos oscuros fondos. Pero
aunque muchos se acercaron lo hicieron a una distancia lamentable para un cazador. Varias
veces vi al capitán Nemo detenerse y apuntar con su fusil para, tras algunos instantes de
observación, desistir de tirar y reanudar la marcha.
La maravillosa excursión concluyó hacia las cuatro, al toparnos con un muro de soberbios
peñascos aglomerados en bloques gigantescos, de una masa imponente, que se ir-guió ante
nosotros. Era un enorme acantilado de granito excavado de grutas oscuras, pero que no
ofrecía ninguna rampa practicable. Eran los cantiles de la isla Crespo. Era la tierra.
El capitán Nemo se detuvo y nos hizo un gesto de alto. Por muchos deseos que hubiera
tenido de franquear aquella mu-ralla hube de pararme. Ahí terminaban los dominios del
ca-pitán Nemo, que él no quería sobrepasar. Más allá comenza-ba la porción del Globo que
se había jurado no volver a pisar.
Al frente de su pequeña tropa, el capitán Nemo comenzó el retorno, marchando sin
vacilación. Me pareció que no to-mábamos el mismo camino para regresar al Nautilus. El
que íbamos siguiendo, muy escarpado, y por consiguiente, muy penoso, nos acercó
rápidamente a la superficie del mar. Pero ese retorno a las capas superiores no fue tan
rápido, sin em-bargo, como para provocar una descompresión que hubiera producido
graves desórdenes en nuestros organismos y de-terminar en ellos esas lesiones internas tan
fatales a los bu-zos. Pronto reapareció y aumentó la luz, y, con el sol ya muy bajo en el
horizonte, la refracción festoneó nuevamente los objetos de un anillo espectral.
Marchábamos a diez metros de profundidad, en medio de un enjambre de pececillos de
todas las especies, más nume-rosos que los pájaros en el aire, más ágiles también, pero aún
no se había ofrecido a nuestros ojos una presa acuática dig-na de un tiro de fusil.
En aquel momento, vi al capitán apuntar su arma hacia algo que se movía entre la
vegetación. Salió el tiro, que pro-dujo un débil silbido, y un animal cayó fulminado a
algunos pasos. Era una magnífica nutria de mar, el único cuadrúpe-do exclusivamente
marino. La pieza, de un metro y medio de longitud, debía tener un precio muy alto. Su piel,
de color pardo oscuro por el lomo y plateado por debajo, era de esas que tanto se cotizan en
los mercados rusos y chinos. La finu-ra y el lustre de su pelaje le aseguraban un valor
mínimo de dos mil francos. Contemplé con admiración al curioso ma-mífero de cabeza
redondeada con pequeñas orejas, sus ojos redondos, sus bigotes blancos, semejantes a los
del gato, sus pies palmeados con uñas y su cola peluda. Este precioso car-nicero, sometido
a la intensa persecución y caza de los pesca-dores, va haciéndose extremadamente raro. Se
ha refugiado principalmente en las zonas boreales del Pacífico, en las que muy
probablemente no tardará en extinguirse la especie.
El compañero del capitán Nemo se echó la pieza al hom-bro, y proseguimos la marcha.
Durante una hora, se desarrolló ante nosotros una llanura de arena que a menudo ascendía a
menos de dos metros de la superficie. Entonces veía nuestra imagen, nítidamente re-flejada,
dibujarse en sentido invertido y, por encima de no-sotros, aparecía una comitiva idéntica
que reproducía nues-tros movimientos y nuestros gestos con toda fidelidad, con la
diferencia de que marchaba cabeza abajo y los pies arriba.
Otro efecto notable era el causado por el paso de espesas nubes que se formaban y se
desvanecían rápidamente. Pero al reflexionar en ello, comprendí que las supuestas nubes no
eran debidas sino al espesor variable de las olas de fondo, cu-yas crestas se deshacían en
espuma agitando las aguas. No escapaba tan siquiera a mi percepción el rápido paso por la
superficie del mar de la sombra de las aves en vuelo sobre nuestras cabezas. Una de ellas
me dio ocasión de ser testigo de uno de los más espléndidos tiros que haya conmovido
nunca la fibras de un cazador. Un pajaro enorme, perfecta-mente visible, se acercaba
planeando. El compañero del ca-pitán Nemo le apuntó cuidadosamente y disparó cuando se
hallaba a unos metros tan sólo por encima de las aguas. El pájaro cayó fulminado, y su
caída le llevó al alcance del dies-tro cazador, que se apoderó de él. Era un espléndido
alba-tros, un especimen admirable de las aves pelágicas.
El lance no había interrumpido nuestra marcha. Durante unas dos horas, continuamos
caminando tanto por llanuras arenosas como por praderas de sargazos que atravesábamos
penosamente. No podía ya más de cansancio, cuando distin-guí una vaga luz que a una
media milla rompía la oscuridad de las aguas. Era el fanal del Nautilus. Antes de veinte
minu-tos debíamos hallarnos a bordo y allí podría respirar a gusto, pues tenía ya la
impresión de que mi depósito empezaba a su-ministrarme un aire muy pobre en oxígeno.
Pero no contaba yo al pensar así que nuestra llegada al Nautilus iba a verse li-geramente
retrasada por un encuentro inesperado.
Me hallaba a una veintena de pasos detrás del capitán Nemo cuando le vi volverse
bruscamente hacia mí. Con su brazo vigoroso me echó al suelo al tiempo que su
compañe-ro hacía lo mismo con Conseil. No supe qué pensar, de pron-to, ante este brusco
ataque, pero me tranquilicé inmediata-mente al ver que el capitán se echaba a mi lado y
permanecía inmóvil.
Me hallaba, pues, tendido sobre el suelo y precisamente al abrigo de una masa de sargazos,
cuando al levantar la cabeza vi pasar unas masas enormes que despedían resplandores
fosforescentes. Se me heló la sangre en las venas al reconocer en aquellas masas la
amenaza de unos formidables escualos. Era una pareja de tintoreras, terribles tiburones de
cola enorme, de ojos fríos y vidriosos, que destilan una materia fosforescente por agujeros
abiertos cerca de la boca. ¡Mons-truosos animales que trituran a un hombre entero entre sus
mandíbulas de hierro! No sé si Conseil se ocupaba en clasifi-carlos, pero, por mi parte, yo
observaba su vientre plateado y su boca formidable erizada de dientes desde un punto de
vista poco científico, y, en todo caso, más como víctima que como naturalista.
Afortunadamente, estos voraces animales ven mal. Pasa-ron sin vernos, rozándonos casi
con sus aletas parduscas. Gracias a eso escapamos de milagro a un peligro más gran-de, sin
duda, que el del encuentro con un tigre en plena selva.
Media hora después, guiados por el resplandor eléctrico, llegamos al Nautilus. La puerta
exterior había permanecido abierta, y el capitán Nemo la cerró, una vez que hubimos
en-trado en la primera cabina. Luego oprimió un botón. Oí cómo maniobraban las bombas
en el interior del navío y, en unos instantes, la cabina quedó vaciada. Se abrió entonces la
puerta interior y pasamos al vestuario.
No sin trabajo, nos desembarazamos de nuestros pesados ropajes. Extenuado, cayéndome
de sueño e inanición, regre-sé a mi camarote, maravillado todavía de la sorprendente
excursión por el fondo del mar.
18. Cuatro mil leguas bajo el Pacifico
Al amanecer del día siguiente, 18 de noviembre, perfectamente repuesto ya de mi fatiga de
la víspera, subí a la plataforma en el momento en que el segundo del Nautilus pronunciaba
su enigmática frase cotidiana. Se me ocurrió entonces que esa frase debía referirse al estado
del mar o que su significado podía ser el de «Nada a la vista».
Y en efecto, el océano estaba desierto. Ni una sola vela en el horizonte. Las alturas de la
isla Crespo habían desapareci-do durante la noche.
El mar absorbía los colores del prisma, con excepción del azul, y los reflejaba en todas
direcciones cobrando un admi-rable tono de añil. Sobre las olas se dibujaban con
regulari-dad anchas rayas de muaré.
Hallábame yo admirando tan magnífico efecto de la luz sobre el océano, cuando apareció el
capitán Nemo, quien, sin percatarse de mi presencia, comenzó a efectuar una serie de
observaciones astronómicas. Luego, una vez terminada su operación, se apostó en el
saliente del fanal para sumirse en la contemplación del océano.
Entretanto, una veintena de marineros del Nautilus, todos de una vigorosa y bien
constituida complexión, habían subido a la plataforma para retirar las redes dejadas a la
lastra durante la noche. Aquellos marineros pertenecían evidente-mente a nacionalidades
diferentes, aunque el tipo europeo estuviera fuertemente pronunciado en todos ellos.
Recono-cí, sin temor a equivocarme, irlandeses, franceses, algunos eslavos y un griego o
candiota. Pero eran tan sobrios de pa-labras, y las pocas que usaban eran las de aquel
extraño idio-ma cuyo origen me era hermético, que debí renunciar a in-terrogarles.
Se izaron las redes a bordo. Eran redes de barredera, se-mejantes a las usadas en las costas
normandas, amplias bol-sas mantenidas entreabiertas por una verga flotante y una cadena
pasada por las mallas inferiores. Esas redes, así arrastradas, barrían el fondo del mar y
recogían todos sus productos a su paso. Aquel día subieron curiosas muestras de aquellos
fondos abundantes en pesca: pejesapos, a los que sus cómicos movimientos les han valido
el calificativo de histriones; los peces negros de Commerson, provistos de sus antenas;
balistes ondulados, rodeados de fajas rojas; tetro-dones, cuyo veneno es extremadamente
sutil; algunas lam-preas oliváceas; macrorrincos, cubiertos de escamas platea-das;
triquiuros, cuya potencia eléctrica es igual a la del gimnoto y del torpedo; notópteros
escamosos, con fajas par-das transversales; gádidos verdosos; diferentes variedades de
gobios, y, finalmente, algunos peces de más amplias pro-porciones; un pámpano de
prominente cabeza y de una lon-gitud de casi un metro; varios escómbridos, entre ellos
algu-nos bonitos, ornados de colores azules y plateados,y tres magníficos atunes a los cpe la
rapidez de su marcha no ha-bía podido salvar de la red.
Calculé en más de mil libras lo izado por la red. Era un buen botín, pero no sorprendente,
porque ese tipo de redes, mantenidas a la rastra dura-nte varias horas, capturan en su prisión
de mallas todo un mundo acuático. No debíamos, pues, carecer de víveres de excelente
calidad, y fácilmente renovables por la rapidez del Nautilus y por la atracción de su luz
eléctrica.
Se introdujo inmediatamente el pescado por el escotillón y se llevó a las despensas, unos
para su consumo en fresco y otros para su preparación en conserva.
Terminada la pesca y renovada la provisión de aire, creía yo que el Nautilus iba a proseguir
su viaje submarino y me disponía ya a regresar a mi camarote, cuando el capitán Nemo,
volviéndose hacia mí, me dijo sin preámbulo alguno:
Mire el océano, señor profesor. ¿No está dotado de una vida real? ¿No tiene sus ataques
de cólera y sus accesos de ternura? Ayer se durmió como nosotros y helo aquí que se
despierta tras una noche apacible.
Así me habló, sin saludo previo de ninguna clase. Se hu-biera dicho que el extraño
personaje continuaba conmigo una conversación ya iniciada.
¡Mire cómo se despierta bajo la caricias del sol para revi-vir su existencia diurna!
Interesante estudio el de observar el ritmo de su organismo. Posee pulso, arterias, tiene
espas-mos, y yo estoy de acuerdo con el sabio Maury, que ha des-cubierto en él una
circulación tan real como la de la sangre en los animales.
Siendo obvio que el capitán Nemo no esperaba de mí nin-guna respuesta, me pareció inútil
asentir a sus palabras con fórmulas tales como «evidentemente», «así es», «tiene usted
razón»… Se hablaba más bien a sí mismo, con largas pausas entre frase y frase. Era una
meditación en alta voz.
Sí prosiguió, el océano posee una verdadera circula-ción, y para provocarla ha
bastado al Creador de todas las cosas multiplicar en él el calórico, la sal y los animálculos.
El calórico crea, en efecto, densidades diferentes que producen las corrientes y
contracorrientes. La evaporación, nula en las regiones hiperbóreas, muy activa en las
tropicales, provoca un cambio permanente entre las aguas tropicales y polares. Además, yo
he sorprendido corrientes de arriba abajo y de abajo arriba que forman la verdadera
respiración del océa-no. Yo he visto la molécula de agua de mar, caliente en la su-perficie,
redescender a las profundidades, alcanzar su máxi-mo de densidad a dos grados bajo cero
para, al enfriarse así, hacerse más ligera y volver a subir. Verá usted, en los Polos, las
consecuencias de este fenómeno, y comprenderá enton-ces por qué, en virtud de esta ley de
la previsora naturaleza, la congelación no puede producirse nunca más que en la su-perficie
de las aguas.
Mientras el capitán Nemo acababa su frase, yo me decía: «¡El Polo! ¿Es que este audaz
personaje pretende conducir-nos hasta allí?».
El capitán Nemo guardó nuevamente silencio, en la con-templación de ese elemento tan
completa e incesantemente estudiado por él.
-Las sales prosiguió luego se hallan en el mar en consi-derables cantidades, tantas que
si pudiera usted, señor pro-fesor, retirar todas las que contiene en disolución extraería usted
una masa de cuatro millones y medio de leguas cúbi-cas que, extendida sobre el Globo,
formaría una capa de más de diez metros de altura[L13] . Y no crea que la presencia de esas
sales sea debida a un capricho de la naturaleza. No. Esas sa-les hacen que el agua marina
sea menos evaporable, impiden a los vientos arrebatarle una excesiva cantidad de vapores,
que, al condensarse y luego licuarse, sumergirían las zonas templadas. ¡Inmenso papel de
equilibrio el suyo en la econo-mía del Globo!
El capitán Nemo se detuvo, se incorporó, dio algunos pasos
sobre la plataforma y regresó hacia mí ‘.
En cuanto a los infusorios continuó diciendo, en cuanto a esos miles de millones de
animálculos, de los que sólo una gota de agua contiene millones y de los que hacen falta
unos ochocientos mil para dar un peso de un miligra-mo, su papel no es menos importante.
Absorben las sales marinas, asimilan los elementos sólidos del agua y, verdade-ros
creadores de continentes calcáreos, fabrican corales y madréporas. Y entonces, la gota de
agua, privada de su ele-mento mineral, se aligera, asciende a la superficie donde ab-sorbe
las sales abandonadas por la evaporación, se hace más pesada, redesciende y lleva a los
animálculos nuevos elemen-tos para absorber. De ahí, una doble corriente ascendente y
descendente, en un movimiento continuo, en el movimiento de la vida. La vida, más intensa
que en los continentes, más exuberante, más infinita, triunfante en todas las partes del
océano, elemento mortífero para el hombre, se ha dicho, pero elemento vital para miríadas
de animales y para mí.
Al hablar así, el capitán Nemo se transfiguraba y provoca-ba en mí una extraordinaria
emoción.
Así, pues, aquí está la verdadera existencia. Yo podría concebir la fundación de ciudades
náuticas, de aglomera-ciones de casas submarinas [L14] que, como el Nautílus,
ascende-rían cada mañana a respirar a la superficie del mar, ciudades libres como no existe
ninguna, ciudades independientes. Pero quién sabe si algún déspota…
El capitán Nemo interrumpió su frase con un gesto vio-lento. Luego, como para expulsar un
pensamiento funesto, se dirigió a mí diciéndome:
Señor Aronnax, ¿sabe usted cuál es la profundidad del océano?
Sé al menos, capitán, lo que nos han revelado los princi-pales sondeos hechos hasta la
fecha.
¿Podría usted citarlos, para que yo pueda controlarlos?
He aquí algunos respondí, o por lo menos los que me vienen ahora a la memoria. Si
no me equivoco, se ha hallado una profundidad media de ocho mil doscientos metros en el
Atlántico Norte y de dos mil quinientos metros en el Medi-terráneo. Los sondeos más
notables efectuados en el Atlánti-co Sur, cerca de los treinta y cinco grados, han dado doce
mil metros, catorce mil noventa y un metros y quince mil ciento cuarenta y nueve metros.
En resumen, se estima que si el fondo del mar estuviera nivelado su profundidad media
se-ría de unos siete kilómetros[L15] .
Bien, señor profesor respondió el capitán Nemo, es-pero mostrarle algo mejor. En
cuanto a la profundidad me-dia de esta parte del Pacífico, puedo informarle de que es
so-lamente de cuatro mil metros.
Dicho esto, el capitán Nemo se dirigió hacia la escotilla y desapareció por la escalera. Le
seguí y me dirigí al gran salón.
En seguida, la hélice se puso en movimiento y la corredera acusó una velocidad de veinte
millas por hora.
Durante los días y las semanas siguientes, vi al capitán Nemo muy pocas veces. Su segundo
echaba regularmente el punto, que se consignaba en la carta, de tal suerte que yo po-día
seguir exactamente la ruta del Nautílus.
Conseil y Land pasaban mucho tiempo conmigo. Conseil había relatado a su amigo las
maravillas de nuestro paseo, y el canadiense lamentaba no habernos acompañado. Pero yo
esperaba que se presentaría nuevamente una ocasion para visitar los bosques oceánicos.
Durante algunas horas y casi todos los días se descubrían los observatorios del salón y
nuestras miradas no se cansa-ban de penetrar en los misterios del mundo submarino.
El rumbo general del Nautílus era Sudeste y se mante-nía entre cien y ciento cincuenta
metros de profundidad. Un día, sin embargo, por no sé qué capricho, navegando
diagonalmente por medio de sus planos inclinados, alcanzó las capas de agua situadas a dos
mil metros. El termómetro in-dicaba una temperatura de cuatro grados centígrados,
tem-peratura que a esa profundidad parece ser común a todas las latitudes[L16] .
El 26 de noviembre, a las tres de la mañana, el Nautilus franqueó el trópico de Cáncer a
1720 de longitud. El 27 pasó ante las costas de las islas Sandwich, donde el ilustre Cook
halló la muerte el 14 de febrero de 1779. Habíamos recorri-do ya cuatro mil ochocientas
sesenta leguas desde nuestro punto de partida. Al ascender aquella mañana a la platafor-ma,
pude ver, a unas dos millas a sotavento, Hawaii, la mayor de las siete islas que forman el
archipiélago de este nombre. Distinguí con claridad los linderos de sus cultivos, las
diver-sas cadenas montañosas que corren paralelas a la costa y sus volcanes dominados por
el MaunaKea, que se eleva a cinco mil metros sobre el nivel del mar.
Entre otras muestras recogidas por las redes en aquellos parajes destacaban unas flabelarias
pavonias, pólipos com-primidos de graciosas formas, que son peculiares de esta parte del
océano.
El Nautilus se mantuvo rumbo al Sudeste. Cortó el ecua-dor el 1 de diciembre a 1420 de
longitud, y el 4 del mismo mes, tras una rápida travesía efectuada sin incidente alguno,
avistamos el archipiélago de las Marquesas. A 80 57′ de lati-tud Sur y 1390 32′ de longitud
Oeste, vi a unas tres millas el cabo Martín, de NoukaHiva, la principal isla de este
archi-piélago, que pertenece a Francia. Tan sólo me fue dado ver las montañas boscosas
que se dibujaban en el horizonte, pues el capitán Nemo evitaba acercarse a tierra. Allí las
redes recogieron hermosos especímenes de peces, como unas co-ríferas con las aletas
azuladas y la cola de oro, cuya carne no tiene rival; hologimnosos casi desprovistos de
escamas y también de un sabor exquisito; ostorrincos de mandibula ósea; todos ellos dignos
de la mesa del Nautilus.
Tras haber dejado aquellas encantadoras islas bajo pabe-llón francés, el Nautilus recorrió
unas dos mil millas, del 4 al 11 de diciembre, sin más hecho mencionable que el encuen-tro
de una inmensa cantidad de calamares, curiosos molus-cos muy semejantes a la jibia. Los
pescadores franceses los designan con el nombre de encornets. Los calamares perte-necen a
la clase de los cefalópodos y a la familia de los di-branquios que incluye con ellos a las
jibias y a los argonau-tas. Estos animales fueron particularmente estudiados por los
naturalistas de la Antigüedad, y, de creer a Ateneo, médi-co griego que vivió antes que
Galeno, proveyeron de nume-rosas metáforas a los oradores del Ágora, a la vez que de un
plato excelente a la mesa de los ricos ciudadanos.
Fue durante la noche del 9 al 10 de diciembre cuando el Nautilus halló aquel ejército de
moluscos, que son particular-mente nocturnos. Podían contarse por millones. Iban en
emi-gración de las zonas templadas hacia las menos cálidas, si-guiendo el itinerario de los
arenques y de las sardinas. A través de los gruesos cristales los veíamos nadar hacia atrás
con gran rapidez, moviéndose por medio de su tubo locomotor, persi-guiendo a peces y
moluscos, devorando a los pequeños y sien-do derovados por los grandes, y agitando en
una indescripti-ble confusión los diez pies que la naturileza les ha implantado sobre la
cabeza, como una cabellera de serpientes neumáticas. A pesar de su velocidad, el Nautilus
navegó durante varias ho-ras en medio de ese banco animal y sus redes izaron a bordo una
enorme cantidad de ejemplares entre los que reconocí las nueve especies del Pacífico
clasificadas por D’Orbigny.
Así, durante la travesía el mar nos prodigaba incesante-mente sus más maravillosos
espectáculos, variándolos al in-finito y cambiando su decoración y su escenificación para el
placer de nuestros ojos. Llamados estábamos no sólo a con-templar en medio del elemento
líquido las obras del Crea-dor, sino también a penetrar los más temibles misterios del
océano.
Durante la jornada del 11 de diciembre, me hallaba yo le-yendo en el gran salón, mientras
Ned Land y Conseil obser-vaban las aguas luminosas a través del cristal. El Nautilus
es-taba inmóvil. Llenos sus depósitos, se mantenía a una profundidad de mil metros, región
poco habitada, en la que tan sólo los grandes peces hacían raras apariciones. Estaba yo
leyendo un libro delicioso de Jean Macé, Los servidores del estómago, y saboreando sus
ingeniosas lecciones, cuan-do Conseil interrumpió mi lectura:
¿Quiere venir un instante el señor?
¿Qué pasa, Conseil?
Mire el señor.
Me levanté y me acerqué al cristal.
Iluminada por la luz eléctrica, una enorme masa negruz-ca, inmóvil, se mantenía
suspendida en medio de las aguas. La observé atentamente, tratando de reconocer la
naturaleza del gigantesco cetáceo. Pero otra idea me asaltó súbitamente.
¡Un navío! exclamé.
Sí respondió el canadiense un barco que se fue a pique.
No se equivocaba Ned Land. Estábamos ante un barco cu-yos obenques cortados pendían
aún de sus cadenas. Su cas-co parecía estar en buen estado, y su naufragio debía datar de
unas pocas horas. Tres trozos de mástiles, cortados a dos pies por encima del puente,
indicaban que el barco había de-bido sacrificar su arboladura. Pero vencido de costado,
ha-bía hecho agua y aún daba la banda por babor. Si triste era el espectáculo de ese casco
perdido bajo el agua, más lo era aún el de su puente, en el que yacían algunos cadáveres,
amarrados con cuerdas. Conté cuatro cuatro hombres, uno de los cuales se mantenía en
pie, al timón y luego una mujer, me-dio asomada a la toldilla con un niño en sus brazos.
Era una mujer joven, y a la luz del foco del Nautilus pude ver sus ras-gos aún no
descompuestos por el agua. En un supremo es-fuerzo había elevado por encima de su
cabeza a su hijo, po-bre ser cuyos brazos trataban de aferrarse al cuello de la madre.
Espantosa era la actitud de los cuatro marineros, re-torcidos en sus movimientos
convulsivos que denunciaban un último esfuerzo por arrancarse a las cuerdas que les
liga-ban al barco. Sólo, más sereno, con el semblante grave, sus grises cabellos pegados a la
frente, y la mano crispada sobre la rueda del timón, el timonel parecía conducir aún su
bar-co naufragado a través de las profundidades del océano.
¡Qué escena! Estábamos en silencio, con el corazón palpi-tante, ante aquel naufragio
sorprendido ínfraganti y, por así decir, fotografiado en su último minuto. Y veía ya avanzar
a enormes tiburones que con los ojos encendidos acudían atraídos por el cebo de la carne
humana.
El Nautilus dio una vuelta en torno al navío sumergido, y al pasar ante la popa del mismo
pude leer su nombre: Florí-da, Sunderland.
19. Vanikoro
Ese terrible espectáculo inauguraba la serie de catástrofes marítimas que el Nautilus debía
encontrar en su derrotero. Desde su incursión en mares más frecuentados, veíamos a
menudo restos de naufragios que se pudrían entre dos aguas, y más profundamente
cañones, obuses, anclas, cade-nas y otros mil objetos de hierro carcomidos por el orín.
El Nautilus, en el que vivíamos como aislados, llegó el 11 de diciembre a las inmediaciones
del archipiélago de las Po-motú, calificado como peligroso por Bougainville, que se
ex-tiende sobre un espacio de quinientas leguas desde el Este-Sudeste al OesteNoroeste,
entre los 130 30′ y 230 50′ de latitud Sur y los 1250 30′ y 1510 30′ de longitud Oeste, desde
la isla Ducia hasta la isla Lazareff. Este archipiélago cubre una superficie de trescientas
setenta leguas cuadradas y está for-mado por unos sesenta grupos de islas, entre los que
destaca el de Gambier, al que Francia ha impuesto su protectorado. Son islas coralígenas.
Un levantamiento lento pero continuo, provocado por el trabajo los pólipos, las unirá algún
día entre sí. Luego, esta nueva isla se soldará a su vez a los archi-piélagos vecinos, y un
quinto continente se extenderá desde la Nueva Zelanda y la Nuelva Caledonia hasta las
Marquesas.
El día que ante el capitán Nemo desarrollé esta teoría, él me respondió fríamente:
No son nuevos continentes lo que necesita la Tierra, sino hombres nuevos.
Los azares de su navegación habían conducido al Nautilus hacia la isla
ClermontTonnerre, una de las más curiosas del grupo, que fue descubierta en 1822 por el
capitán Bell, de la La Minerve. Pude así estudiar el sistema madrepórico, al que deben su
formación las islas de este océano.
Las madréporas, que no hay que confundir con los cora-les, tienen un tejido revestido de
una costra calcárea, cuyas modificaciones estructurales han inducido a mi ilustre maestro,
MilneEdwards, a clasificarlas en cinco secciones. Los animálculos que secretan este
pólipo viven por millones en el fondo de sus celdas. Son sus depósitos calcáreos los que se
erigen en rocas, arrecifes, islotes e islas. En algunos luga-res forman un anillo circular en
torno a un pequeño lago in-terior comunicado con el mar por algunas brechas. En otros, se
alinean en barreras de arrecifes semejantes a las existentes en las costas de la Nueva
Caledonia y en diversas islas de las Pomotú. Finalmente, en otros lugares, como en las islas
de la Reunión y de Mauricio, elevan arrecifes dentados en forma de altas murallas rectas,
en cuyas proximidades son conside-rables las profundidades del océano.
Como el Nautilus bordeara a unos cables de distancia tan sólo el basamento de la isla
ClermontTonnerre, pude admi-rar la obra gigantesca realizada por esos trabajadores
mi-croscópicos. Aquellas murallas eran especialmente obra de las madréporas conocidas
con los nombres de miliporas, porites, astreas y meandrinas. Estos pólipos se desarrollan
particularmente en las capas agitadas de la superficie del mar y, consecuentemente, es por
su parte superior por la que comienzan estas construcciones que, poco a poco, se hun-den
con los restos de las secreciones que las soportan. Tal es, al menos, la teoría de Darwin, que
explica así la formación de los atolones, teoría más plausible, en mi opinión, que la que da
por base a los trabajos madrepóricos las cimas de las montañas o de los volcanes
sumergidos a algunos pies bajo la superficie del mar.
Pude observar de cerca aquellas curiosas murallas verti-cales, ya que la sonda indicaba más
de trescientos metros de profundidad, y nuestros focos eléctricos arrancaban res-plandores
de aquella brillante masa calcárea.
Asombré mucho a Conseil, en respuesta a su pregunta so-bre el crecimiento de esas
barreras colosales, al decirle que los sabios medían ese crecimiento en un octavo de
pulgada por siglo.
Luego, para elevar esas murallas se ha necesitado…
Ciento noventa y dos mil años, mi buen Conseil, lo que amplía singularmente los días
bíblicos. Pero, por otra parte, la formación de la hulla, es decir, la mineralización de los
bosques hundidos por los diluvios, ha exigido un tiempo mucho más considerable. Pero
debo añadir que los días de la Biblia son épocas y no el período que media entre dos
sali-das del sol, puesto que, según la misma Biblia, el astro diur-no no data del primer día
de la creación.
Cuando el Nautilus emergió a la superficie pude ver en todo su desarrollo la isla de
ClermontTonnerre, baja y bos-cosa. Sus rocas madrepóricas fueron evidentemente
fertili-zadas por las lluvias y tempestades. Un día, alguna semilla arrebatada por el huracán
a las tierras vecinas cayó sobre las capas calcáreas mezcladas con los detritus
descompuestos de peces y de plantas marinas que formaron el mantillo. Una nuez de coco,
llevada por las olas, llegó a estas nuevas costas. La semilla arraigó. El árbol creciente
retuvo el vapor de agua. Nació un arroyo. La vegetación se extendió poco a poco. Algunos
animales, gusanos, insectos, llegaron sobre troncos arrancados a las islas por el viento. Las
tortugas vi-nieron a depositar sus huevos. Los pájaros anidaron en los jóvenes árboles. De
esa forma, se desarrolló la vida animal y, atraído por la vegetación y la fertilidad, apareció
el hombre. Así se formaron estas islas, obras inmensas de animales mi-croscópicos.
Al atardecer, ClermontTonnerre se desvaneció en la le-janía.
El Nautilus modificó sensiblemente su rumbo. Tras haber pasado el trópico de Capricornio
por el meridiano ciento treinta y cinco, se dirigió hacia el OesteNoroeste, remon-tando
toda la zona intertropical. Aunque el sol del verano prodigara generosamente sus rayos, no
nos afectaba en ab-soluto el calor, pues a treinta o cuarenta metros por debajo del agua la
temperatura no se elevaba por encima de diez a doce grados.
El 15 de diciembre dejábamos al Este el espléndido archi-piélago de la Sociedad y la
graciosa Tahití, la reina del Pacífi-co, cuyas cimas vi por la mañana a algunas millas a
sotaven-to. Sus aguas suministraron a la mesa de a bordo algunos peces excelentes, como
caballas, bonitos, albacoras y una va-riedad de serpiente de mar llamada munerofis.
El Nautilus había recorrido entonces ocho mil cien mi-llas. A nueve mil setecientas veinte
millas se elevaba la dis-tancia recorrida cuando pasó entre el archipiélago de
Ton-gaTabú, en el que perecieron las tripulaciones del Argo, del PortauPrince y del
Duke o Portland, y el archipiélago de los Navegantes, en el que fue asesinado el capitán de
Langle, el amigo de La Pérousse. Luego pasó ante el archipiélago Viti, en el que los
salvajes mataron a los marineros del Union y al capitán Bureu, de Nantes, comandante de la
Ai-mable Josephine.
Este archipiélago, que se prolonga sobre una extensión de cien leguas de Norte a Sur, y
sobre noventa leguas de Este a Oeste, está situado entre 60 y 20 de latitud Sur y 1740 y
1790 de longitud Oeste. Se compone de un cierto número de islas, de islotes y de escollos,
entre los que destacan las islas de VitiLevu, de VanuaLevu y de Kandubon.
Fue Tassman quien descubrió este grupo en 1643, el mis-mo año en que Torricelli inventó
el barómetro y en el que Luis XIV ascendió al trono. Piénsese cuál de esos hechos fue más
útil a la humanidad. Vinieron luego Cook, en 1714, D’Entrecasteaux, en 1793, y Dumont
d’Urville, en 1827, que fue quien aclaró el caos geográfico de este archipiélago.
El Nautilus se aproximó luego a la bahía de Wailea, esce-nario de las terribles aventuras del
capitán Dillon, que fue el primero en aclarar el misterio del naufragio de La Pérousse.
Esta bahía, dragada en varias ocasiones, nos suministró unas ostras excelentes, de las que
hicimos un consumo in-moderado, tras’haberlas abierto en nuestra propia mesa si-guiendo
el consejo de Séneca. Aquellos moluscos pertene-cían a la especie conocida con el nombre
de «ostra lamello-sa», muy común en Córcega. El banco de Wailea debía ser considerable,
y, ciertamente, si no fuera por las múltiples causas de destrucción, esas aglomeraciones
terminarían por colmar las bahías, ya que se cuentan hasta dos millones de huevos en un
solo individuo.
Si Ned Land no tuvo que arrepentirse de su glotonería en esa ocasión es porque la ostra es
el único alimento que no provoca ninguna indigestión. No se requieren menos de seis
docenas de estos moluscos acéfalos para suministrar los trescientos quince gramos de
sustancia azoada necesarios a la alimentación cotidiana del hombre.
El 25 de diciembre, el Nautilus navegaba en medio del ar-chipiélago de las Nuevas
Hébridas descubierto por Quirós, en 1606; explorado por Bougainville, en 1768, y
bautizado con su actual nombre por Cook, en 1773. Este grupo se com-pone principalmente
de nueve grandes islas, y forma una banda de ciento veinte leguas del NorteNoroeste al
SurSu-deste, entre los 150 y 20 de latitud Sur y los 1640 y 1680 de lon-gitud. Pasamos
bastante cerca de la isla de Auru que, en el momento de las observaciones de mediodía, vi
como una masa boscosa dominada por un pico de gran altura.
Aquel día era Navidad, y me pareció que Ned Land la-mentaba vivamente que no se
celebrara el Christmas, verda-dera fiesta familiar de la que los protestantes son fanáticos
observadores.
Hacía ya ocho días que no veía al capitán Nemo cuando, el 27 por la mañana, entró en el
gran salón, con ese aire del hombre que acaba de dejarle a uno hace cinco minutos. Es-taba
yo tratando de reconocer en el planisferio la ruta segui-da por el Nautilus. El capitán se
acercó, marcó con el dedo un punto del mapa y pronunció una sola palabra:
Vanikoro.
Era una palabra mágica. Era el nombre de los islotes en los que se perdieron los navíos de
La Pérousse. Me incorporé y le pregunté:
¿Nos lleva el Nautilus a Vanikoro?
-Sí, señor profesor.
¿Y podré visitar estas célebres islas en las que se destro-zaron el Boussole y el Astrolabe?
Si así le place, señor profesor.
¿Cuándo estaremos en Vanikoro?
Estamos ya, señor profesor.
Seguido del capitán Nemo subí a la plataforma, y desde allí mi mirada recorrió ávidamente
el horizonte.
Al Nordeste emergían dos islas volcánicas de desigual magnitud, rodeadas de un arrecife de
coral de unas cuarenta millas de perímetro. Estábamos ante la isla de Vanikoro
pro-piamente dicha, a la que Dumont d’Urville impuso el nom-bre de isla de la Récherche,
y precisamente ante el pequeño puerto de Vanu, situado a 160 4′ de latitud Sur y 1640 32′
de longitud Este. Las tierras parecían recubiertas de verdor, desde la playa hasta las cimas
del interior, dominadas por e monte Kapogo a una altitud de cuatrocientas setenta y seis
toesas.
Tras haber franqueado el cinturón exterior de rocas por un estrecho paso, el Nautilus se
encontró al otro lado de los rompientes, en aguas cuya profundidad se limitaba a unas
treinta o cuarenta brazas. Bajo la verde sombra de los man-glares, vi a algunos salvajes que
manifestaban una viva sor-presa. En el largo cuerpo negruzco que avanzaba a flor de agua
¿no veían ellos un formidable cetáceo del que había que desconfiar?
En aquel momento, el capitán Nemo me preguntó qué era lo que yo sabía acerca del
naufragio de La Pérousse.
Lo que sabe todo el mundo, capitán le respondí.
¿Y podría decirme qué es lo que sabe todo el mundo? me preguntó con un tono un tanto
irónico.
Con mucho gusto.
Y le conté lo que los últimos trabajos de Dumont d’Urville habían dado a conocer, y que
muy sucintamente resumido es lo que sigue. La Pérousse y su segundo, el capitán de
Lan-gle, fueron enviados por Luis XIV, en 1785, en un viaje de circunnavegación a bordo
de las corbetas Boussole y Astro-labe, que nunca más reaparecerían.
En 1791, el gobierno francés, inquieto por la suerte de las dos corbetas armó dos grandes
navíos, Récherche y Esperan-ce, que zarparon de Brest el 28 de septiembre, bajo el mando
de Bruni d’Entrecasteaux. Dos meses después, se supo por la declaración de un tal Bowen,
capitán del Albermale, que se habían visto restos de los buques naufragados en la costas de
la Nueva Georgia. Pero ignorando D’Entrecasteaux tal comu-nicación, bastante incierta, por
otra parte, se dirigió hacia las islas del Almirantazgo, designadas en un informe del capitán
Hunter como escenario del naufragio de La Pérousse.
Vanas fueron sus búsquedas. La Esperance y la Récherche pasaron incluso ante Vanikoro
sin detenerse. Fue un viaje muy desgraciado, pues costó la vida a D’Entrecasteaux, a dos de
sus oficiales y a varios marineros de su tripulación.
Sería un viejo navegante del Pacífico, el capitán Dillon, el primero que encontrara huellas
indiscutibles de los náufra-gos. El 15 de mayo de 1824, al pasar con su navío, el
SaintPatrick, cerca de la isla de Tikopia, una de las Nuevas Hébri-das, un indígena que se
había acercado en piragua le vendió la empuñadura de plata de una espada en la que
aparecían unos caracteres grabados con buril. El indígena afirmó que seis años antes,
durante una estancia en Vanikoro, había vis-to a dos europeos, pertenecientes a las
tripulaciones de unos barcos que habían naufragado hacía largos años en los arre-cifes de la
isla.
Dillon adivinó que se trataba de los barcos de La Pérous-se, cuya desaparición había
conmovido al mundo entero. Quiso ir a Vanikoro, donde, según el indígena, había
nume-rosos restos del naufragio, pero los vientos y las corrientes se lo impidieron. Dillon
regresó a Calcuta, donde consiguió in-teresar en su descubrimiento a la Sociedad Asiática y
a la Compañía de Indias, que pusieron a su disposicion un na-vío, al que él dio el nombre
de Récherche, con el que se hizo a la mar el 23 de enero de 1827, acompañado por un
agente francés.
La nueva Récherche, tras haber tocado en distintos puntos del Pacífico, fondeó ante
Vanikoro el 7 de julio de 1827, en la misma rada de Vanu en la que se hallaba el Nautílus
en ese momento.
Allí pudo recoger numerosos restos del naufragio, utensi-lios de hierro, áncoras, estrobos
de poleas, cañones, un obús del dieciocho, restos de instrumentos de astronomía, un tro-zo
del coronamiento y una campana de bronce con la ins-cripción: «Bazin me hizo», marca de
la fundición del arsenal de Brest hacia 1785. La duda ya no era posible.
Estuvo Dillon completando sus investigaciones en el lu-gar del naufragio hasta el mes de
octubre. Luego, zarpó de Vanikoro, se dirigió hacia Nueva Zelanda y llegó a Calcuta el 7
de abril de 1828. Viajó después a Francia, donde fue acogi-do con mucha simpatía por
Carlos X.
Pero mientras tanto, ignorante Dumont d’Urville de los hallazgos de Dillon, había partido
para buscar en otro lugar el escenario de naufragio. Y, en efecto, se había sabido por un
bafienero que unas medallas y una cruz de San Luis se ha-llaban entre las manos de los
salvajes de la Luisiada y de la Nueva Caledonia.
Dumont d’Urville se había hecho, pues, a la mar, al man-do del Astrolabe, y dos meses
después que Dillon abandona-ra Vanikoro fondeaba ante Hobart Town. Fue allí donde se
enteró de los hallazgos de Dillon y donde supo, además, que un tal James Hobbs, segundo
del Union, de Calcuta, había desembarcado en una isla, situada a 80 18′ de latitud Sur y
1560 30’de longitud Este, y visto a los indígenas de la misma servirse de unas barras de
hierro y de telas rojas.
Bastante perplejo y dudando de si dar crédito a estos rela-tos, comunicados por periódicos
poco dignos de confianza, Dumont d’Urvifie se decidió, sin embargo, a seguir los pasos de
Dillon.
El 10 de febrero de 1828, Dumont d’Urville se presentó en Tikopia, donde tomó por guía e
intérprete a un desertor es-tablecido en esa isla, y de allí se dirigió a Vanikoro, cuyas costas
avistó el 12 de febrero. Estuvo bordeando sus arreci-fes hasta el 14, y tan sólo el 20 pudo
fondear al otro lado de la barrera, en la rada de Vanu. El día 23, varios de sus oficiales
dieron la vuelta a la isla y volvieron con algunos restos de es-casa importancia. Los
indígenas, ateniéndose a una actitud negativa y evasiva, rehusaban conducirles al lugar del
nau-fragio. Esa sospechosa conducta les indujo a creer que los indígenas habían maltratado
a los náufragos y que temían que Dumont d’Urville hubiese llegado para vengar a La
Pé-rousse y a sus infortunados compañeros. Sin embargo, unos días más tarde, el 26,
estimulados por algunos regalos y comprendiendo que no tenían que temer ninguna
represa-lia, condujeron al lugarteniente de Dumont, Jasquinot, al lu-gar del naufragio.
Allí, a tres o cuatro brazas de agua y entre los arrecifes de Pacú y de Vanu yacían á4,coras,
cañones y piezas de hierro fundido y de plomo, incrustados en las concreciones calcá-reas.
El Astrolabe envió al lugar su chalupa y su ballenera. No sin gran trabajo, sus tripulaciones
consiguieron retirar un áncora que pesaba mil ochocientas libras, un cañón del ocho de
fundicion, una pieza de plomo y dos cañoncitos de cobre.
El interrogatorio a que sometió Dumont d’Urville a los indígenas le reveló que La Pérousse,
tras la pérdida de sus dos barcos en los arrecifes de la isla, había construido uno más
pequeño, que se perdería a su vez. ¿Dónde? Se ignoraba.
El capitán del Astrolabe hizo erigir bajo un manglar un ce-notaflo a la memoria del célebre
navegante y de sus compa-ñeros. Era una simple pirámide cuadrangular asentada so-bre un
basamento de corales, de la que excluyó todo objeto metálico que pudiera excitar la codicia
de los indígenas.
Dumont d’Urville quiso partir inmediatamente, pero ha-llándose sus hombres y él mismo
minados por las fiebres que habían contraído en aquellas costas malsanas, no pudo aparejar
hasta el 17 de marzo.
Mientras tanto, temeroso el gobierno francés de que Du-mont d’Urville no se hubiese
enterado de los hallazgos de Dillon, había enviado a Vanikoro a la corbeta Bayonnaise, al
mando de Legoarant de Tromelin, desde la costa occi-dental de América donde se hallaba.
Legoarant fondeó ante Vanikoro algunos meses después de la partida del Astrola-be. No
halló ningún documento nuevo, pero pudo compro-bar que los salvajes habían respetado el
mausoleo de La Pé-rousse.
Tal es, en sustancia, el relato que expuse al capitán Nemo.
Así que se ignora todavía dónde fue a acabar el tercer na-vío, construido por los
náufragos en la isla de Vanikoro, ¿no es así?
En efecto.
Por toda respuesta, el capitán Nemo me indicó que le si-guiera al gran salón.
El Nautilus se sumergió algunos metros por debajo de las olas. Se corrieron los paneles
metálicos para dar visibilidad a los cristales.
Yo me precipité a ellos, y bajo las concreciones de coral, revestidas de fungias, de sifoneas,
de alcionarios y de cario-fíleas, y a través de miriadas de peces hermosísimos, de gire-las,
de glifisidontos, de ponféridos, de diácopodos y de ho-locentros, reconocí algunos restos
que las dragas no habían podido arrancar; tales como abrazaderas de hierro, áncoras,
cañones, obuses, una pieza del cabrestante, una roda, obje-tos todos procedentes de los
navíos naufragados y tapizados ahora de flores vivas.
Mientras contemplaba yo así aquellos restos desolados, el capitán Nemo me decía con una
voz grave:
El comandante La Pérousse partió el 7 de diciembre de 1785 con sus navíos Boussole y
Astrolabe. Fondeó primero en Botany Bay, visitó luego el archipiélago de la Amistad, la
Nueva Caledonia, se dirigió hacia Santa Cruz y arribó a Namuka, una de las islas del
archipiélago Hapai. Llegó más tarde a los arrecifes desconocidos de Vanikoro. El Boussole,
que iba delante, tocó en la costa meridional. El Astrolabe, que acudió en su ayuda, encalló
también. El primero quedó destruido casi inmediatamente. El segundo, encallado a
so-tavento, resistió algunos días. Los indígenas dieron una bue-na acogida a los náufragos.
Éstos se instalaron en la isla y construyeron un barco más pequeño con los restos de los dos
grandes. Algunos marineros se quedaron voluntaria-mente en Vanikoro. Los otros,
debilitados y enfermos, par-tieron con La Pérousse hacia las islas Salomón, para perecer
allí en la costa occidental de la isla principal del archipiéla-go, entre los cabos Decepción y
Satisfacción.
¿Cómo lo sabe usted? le pregunté.
Encontré esto en el lugar de último naufragio.
El capitán Nemo me mostró una caja de hojalata sellada con las armas de Francia y toda
roñosa por la corrosión del agua marina. La abrió y vi un rollo de papeles amarillentos, pero
aún legibles.
Eran las instrucciones del ministro de la Marina al co-mandante La Pérousse, con
anotaciones al margen hechas personalmente por Luis XVI.
Una hermosa muerte para un marino dijo el capitán Nemo y una tranquila tumba de
coral. ¡Quiera el cielo que tanto yo como mis compañeros no tengamos otra!
20. El estrecho de Torres
Durante la noche del 27 al 28 de diciembre, el Nautilus abandonó los parajes de Vanikoro a
toda máquina. Hizo rumbo al Sudoeste y, en tres días, franqueó las setecientas cincuenta
leguas que separan el archipiélago de La Pérousse de la punta Sudeste de la Papuasia.
El 1 de enero de 1868, a primera hora de la mañana, Con-seil se reunió conmigo en la
plataforma.
Permítame el señor que le desee un buen año.
¡Cómo no, Conseil! Exactamente como si estuviéramos en París, en mi gabinete del
Jardín de Plantas. Acepto tus vo-tos y te los agradezco. Pero tendré que preguntarte qué es
lo que entiendes por un «buen año», en las circunstancias en que nos encontramos. ¿Es el
año que debe poner fin a nuestro cau-tiverio o el año que verá continuar este extraño viaje?
A fe mía, que no sé qué decirle al señor. Cierto es que es-tamos viendo cosas muy
curiosas, y que, desde hace dos me-ses, no hemos tenido tiempo de aburrirnos. La última
mara-villa es siempre la mejor, y si esta progresión se mantiene no sé adónde vamos a
parar. Me parece a mí que no volveremos a encontrar nunca una ocasión semejante.
Nunca, Conseil.
Además, el señor Nemo, que justifica muy bien su nom-bre latino, no es más molesto que
si no existiera.
Dices bien, Conseil.
Yo pienso, pues, mal que le pese al señor, que un buen año sería el que nos permitiera
verlo todo.
¿Todo? Quizá fuera entonces un poco largo. Pero ¿qué piensa de esto Ned Land?
Ned Land piensa exactamente lo contrario que yo. Es un hombre positivo, con un
estómago imperioso. Pasarse la vida mirando y comiendo peces no le basta. La falta de
vino, de pan, de carne, no conviene a un digno sajón familiariza-do con los bistecs, y a
quien no disgusta ni el brandy ni la gi-nebra en proporciones moderadas.
-No es eso lo que a mí me atormenta, Conseil, yo me aco-modo muy bien al régimen de a
bordo.
Igual que yo respondió Conseil. Por eso, yo quiero permanecer aquí tanto como Ned
Land quiere fugarse. Así, si el año que comienza no es bueno para mí, lo será para él y
recíprocamente. De esta forma, siempre habrá alguno satis-fecho. En fin, y para concluir,
deseo al señor lo que desee el señor.
Gracias, Conseil. únicamente te pediré que aplacemos la cuestión de los regalos y que los
reemplacemos provisional-mente por un buen apretón de manos. Es lo único que tengo
sobre mí.
Nunca ha sido tan generoso el señor respondió Conseil.
Y el buen muchacho se fue.
El 2 de enero habíamos recorrido once mil trescientas cuarenta millas desde nuestro punto
de partida en los mares del Japón. Ante el espolón del Nautilus se extendían los peli-grosos
parajes del mar del Coral, a lo largo de la costa nor-deste de Australia. Nuestro barco
bordeaba a una distancia de algunas millas el temible banco, en el que estuvieron a punto
de naufragar los navíos de Cook, el 10 de junio de 1770. El barco en que navegaba Cook
chocó con una roca, y si no se fue a pique se debió a la circunstancia de que el tro-zo de
coral arrancado se incrustó en el casco entreabierto.
Yo deseaba vivamente visitar ese arrecife de trescientas sesenta leguas de longitud contra el
que el mar rompía su oleaje con una formidable intensidad sólo comparable a la de las
descargas del trueno. Pero en aquel momento, los pla-nos inclinados del Nautilus nos
llevaban a una gran profun-didad y no pude ver nada de esas altas murallas coralígenas.
Hube de contentarme con la observación de los diferentes especímenes de peces capturados
por nuestras redes. Ob-servé, entre otros, a unos escombros, grandes como atunes, con los
flancos azulados y surcados por unas bandas trans-versales que desaparecían con la vida del
animal. Estos pe-ces nos acompañaban en gran cantidad y suministraron a nuestra mesa un
delicado manjar. Cogimos también un buen número de esparos de medio decímetro de
longitud, cuyo sabor es muy parecido al de la dorada, y peces volado-res, verdaderas
golondrinas marinas que, en las noches os-curas, rayan alternativamente el agua y el aire
con sus res-plandores fosforescentes. Entre los moluscos y los zoófitos hallé en las redes de
la barredera diversas especies de alcio-narias, de erizos de mar, de martillos, espolones,
ceritios, hiálidos. La flora estaba representada por bellas algas flo-tantes, laminarias y
macrocísteas, impregnadas del mucíla-go que exudaban sus poros y entre las que recogí una
admi-rable Nemastoma geliniaroíde, que halló su lugar entre las curiosidades naturales del
museo.
Dos días después de haber atravesado el mar del Coral, el 4 de enero, avistamos las costas
de la Papuasia. En esa oca-sión, el capitán Nemo me notificó su intención de dirigirse al
océano indico por el estrecho de Torres, sin darme más precisiones. Ned observó,
complacido, que esa ruta nos acercaba a los mares europeos.
El estrecho de Torres debe su reputación de peligroso tan-to a los escollos de que está
erizado Como a los salvajes habitantes de sus costas. El estrecho separa la Nueva Holanda
de la gran isla de la Papuasia, conocida también con el nombre de Nueva Guinea.
La Papuasia tiene cuatrocientas leguas de longitud por ciento treinta de anchura, y una
superficie de cuarenta mil leguas geográficas[L17] . Está situada, en latitud, entre 00 19′ y
100 2′ Sur, y, en longitud, entre 1280 23′ y 1460 15’. A medio-día, mientras el segundo
tomaba la altura del sol, vi las cimas de los montes Arfalxs, que se alzan en grandes planos
para terminar en pitones agudos.
Esta tierra, descubierta en 1511 por el portugués Francis-co Serrano, fue sucesivamente
visitada por don José de Me-neses, en 1526; por el general español Alvar de Saavedra, en
1528; por Juigo Ortez, en 1545; por el holandés Shouten, en 1616; por Nicolás Sruick, en
1753; por Tasman, Dampier, Fumel, Carteret, Edwards, Bougainville, Cook, Forrest, Mac
Cluer y D’Entrecasteaux, en 1792; por Duperrey, en 1823; y por Dumont d’Urville, en
1827. «Es el foco de los negros que ocupan toda la Malasia», ha dicho Rienzi. No podía yo
sos-pechar que los azares de esta navegación iban a ponerme en presencia de los temibles
Andamenos.
El Nautilus se presentó en la entrada del estrecho más pe-ligroso del mundo, cuya travesía
evitan hasta los más auda-ces navegantes. Es el estrecho que afrontó Luis Paz de Torres a
su regreso de los mares del Sur, en la Melanesia, y en el que las corbetas encalladas de
Dumont d’Urville estuvieron a punto de perderse por completo en 1840. El Nautilus,
supe-rior a todos los peligros del mar, se disponía, sin embargo, a desafiar a los arrecifes de
coral.
El estrecho de Torres tiene unas treinta y cuatro leguas de anchura, pero se halla obstruido
por una innumerable canti-dad de islas, islotes, rocas y rompientes que hacen casi
impracticable su navegación. Por ello, el capitán Nemo tomó to-das las precauciones
posibles para atravesarlo. Flotando a flor de agua, el Nautilus avanzaba a una marcha
moderada. Su hé-lice batía lentamente las aguas, como la cola de un cetáceo.
Mis dos compañeros y yo aprovechamos la ocasión para instalarnos en la plataforma. Ante
nosotros se elevaba la ca-bina del timonel, quien, si no me engaño, debía ser en esos
momentos el propio capitán Nemo.
Tenía yo a la vista los excelentes mapas del estrecho de To-rres levantados y trazados por el
ingeniero hidrógrafo Vin-cendon Dumoulin ypor el teniente de navío CoupventDes-bois
almirante en la actualidad, integrantes del estado mayor de Dumont d’Urville durante el
último viaje de cir-cunnavegación realizado por éste. Estos mapas son, junto con los del
capitán King, los mejores para guiarse por el in-trincado laberinto del estrecho, y yo los
consultaba con una escrupulosa atención.
El mar se agitaba furiosamente en torno al Nautilus. La corriente de las olas, que iba del
Sudeste al Noroeste con una velocidad de dos millas y media, se rompía en los arrecifes
que asomaban sus crestas por doquier.
Mal está la mar dijo Ned Land.
Detestable, en efecto le respondí, y más aún para un barco como el Nautilus.
Muy seguro tiene que estar de su camino este condena-do capitán dijo el canadiense
para meterse por aquí, entre estas barreras de arrecifes que sólo con rozarlo pueden rom-per
su casco en mil pedazos.
Grande era el peligro, en efecto. Pero el Nautilus parecía deslizarse como por encanto en
medio de los terribles esco-llos. No seguía exactamente el rumbo del Astrolabe y de la
Zelée, que tan funesto fue para Dumont d’Urville, sino que, orientándose más al Norte, pasó
ante la isla Murray, para luego dirigirse al Sudoeste, hacia el paso de la Cumberland. Por un
momento temí que fuera a chocar con ella, pero puso rumbo al Noroeste para dirigirse, a
través de una gran canti-dad de islas e islotes poco conocidos, hacia la isla Tound y el canal
Malo.
Ya estaba yo preguntándome si el capitán Nemo, impru-dente hasta la locura, iba a meter
su barco por aquel paso en el que habían encallado las dos corbetas de Dumont d’Urvi-lle,
cuando, modificando por segunda vez su rumbo hacia el Oeste, se dirigió hacia la isla
Gueboroar.
Eran las tres de la tarde y la marea alcanzaba ya casi la pleamar. El Nautilus se acercó a
aquella isla, todavía intacta en mi memoria con su hilera de pandanes. Navegábamos a unas
dos millas de la isla, cuando, súbitamente, un choque me derribó. El Nautilus acababa de
tocar en un escollo, y quedó inmovilizado tras bascular ligeramente a babor. Cuando me
reincorporé, vi en la plataforma al capitán Nemo y a su segundo examinando la situación
del barco y hablando en su incomprensible idioma.
A dos millas, por estribor, se divisaba la isla Gueboroar, cuya costa se redondeaba desde el
Norte al Oeste como un inmenso brazo. Hacia el Sur y el Este el reflujo comenzaba a dejar
al descubierto las crestas de algunos arrecifes de coral. Habíamos tocado de lleno y en uno
de esos mares que tienen mareas pobres, lo que dificultaba la puesta a flote del Nauti-lus.
Sin embargo, éste no parecía haber sufrido ninguna ave-ría gracias a la extraordinaria
solidez de su casco. Pero si no podía abrirse ni irse a pique, sí corría el riesgo, en cambio,
de permanecer para siempre aprisionado en esos escollos. Así, tal vez había acabado allí su
carrera el aparato submarino del capitán Nemo.
En tales términos me planteaba yo la situación, cuando el capitán, frío y tranquilo, tan
dueño de sí como siempre, sin manifestar la más mínima emoción o contrariedad, se
acer-có a mí.
¿Un accidente? le pregunté.
No; un incidente me respondió.
Pero un incidente que puede obligarle a ser nuevamente un habitante de esa tierra de la
que huye.
El capitán Nemo me miró de un modo singular e hizo un gesto de negación, claramente
expresivo de su convicción de que nada le obligaría nunca a regresar a tierra. Luego, me
dijo:
Señor Aronnax, el Nautilus no está perdido, tranquilice-se. Volverá a ofrecerle el
espectáculo de las maravillas del océano. Nuestro viaje no ha hecho más que comenzar, y
yo no deseo privarme tan pronto del honor de su compañía.
Y, sin embargo, capitán Nemo -le dije, sin darme por en-terado del tono irónico de sus
palabras, el Nautilus ha en-callado en el momento de la pleamar. Y dado que las mareas
son débiles en el Pacífico y que no puede usted deslastrar al Nautilus (lo que me parece
imposible), no veo cómo va a sa-carlo a flote.
Tiene usted razón, señor profesor, las mareas no son fuertes en el Pacífico. Pero en el
estrecho de Torres hay una diferencia de un metro entre los niveles de las mareas altas y
bajas. Estamos hoy a 4 de enero, y dentro de cinco días ten-dremos luna llena. Pues bien,
mucho me sorprendería que nuestro complaciente satélite no levantara suficientemente
estas masas de agua, haciéndome así un favor que sólo a él quiero deber.
Dicho esto, el capitán Nemo, seguido de su segundo, se introdujo en el interior del
Nautilus. Éste permanecía com-pletamente inmóvil, como si los pólipos coralíferos lo
hu-biesen enquistado ya en su indestructible cemento.
-¿Y bien, señor? me preguntó Ned Land, que se había acercado a mí tras la marcha del
capitán.
Amigo Ned, que vamos a esperar tranquilamente la ma-rea del día 9, ya que parece que
va ser la luna la encargada de ponernos a flote.
¿Así de sencillo?
Así de sencillo.
-¿Cómo? ¿Es que el capitán no va a echar el ancla fuera, ni disponer su maquinaria para
hacer todo lo posible por sa-carlo tirando del espía?
¿Para qué, puesto que bastará con la marea? dijo Con-seil.
El canadiense le miró y se alzó de hombros. Era el marino quien hablaba en él.
Puede usted creerme, señor, si le digo que este trasto de hierro no volverá a navegar por
el mar ni bajo el mar. Ya sólo vale para venderlo como chatarra. Creo que ha llegado el
momento de prescindir de la compañía del capitán Nemo.
Amigo Ned respondí, yo tengo más confianza que us-ted en el Nautilus. De todos
modos, dentro de cuatro días sa-bremos a qué atenernos sobre las mareas del Pacífico. En
cuanto a su consejo de darnos a la fuga, me parecería opor-tuno si nos halláramos a la vista
de las costas de Inglaterra o de la Provenza, pero en estos parajes de la Papuasia la costa es
muy diferente. No obstante, siempre tendremos ocasión de recurrir a esta extremidad si el
Nautilus no consigue salir a flote, lo que, para mí, sería muy grave.
Pero, al menos, ¿no podríamos poner pie en tierra? dijo Ned Land. Ahí tenemos una
isla. En esa isla hay árboles. Y bajo esos árboles hay animales terrestres, portadores de
chuletas y rosbifs, en los que yo hincaría el diente muy gusto-samente.
En esto tiene razón el amigo Ned dijo Conseil, y yo soy de su opinión. ¿No podría
obtener el señor de su amigo, el capitán Nemo, que se nos trasladase a tierra, aunque no
fuese más que para no perder la costumbre de pisar las par-tes sólidas de nuestro planeta?
-Puedo pedírselo, pero creo que será inútil.
Inténtelo el señor dijo Conseil, y así sabremos a qué atenernos sobre la amabilidad del
capitán Nemo.
Con gran sorpresa por mi parte, el capitán Nemo me con-cedió su autorización con toda
facilidad, sin tan siquiera exigirme la promesa de nuestro retorno a bordo. Cierto es que una
huida a través de las tierras de la Nueva Guinea era demasiado peligrosa y no sería yo quien
aconsejase a Ned Land intentarla. Más valía ser prisionero a bordo del Nauti-lus que caer
entre las manos de los naturales de la Papuasia.
Se puso a nuestra disposición el bote para el día siguien-te. Yo daba por descontado que no
nos acompañarían ni el capitán Nemo ni ninguno de sus hombres y que Ned Land habría de
dirigir él solo la embarcación. Pero la tierra no se hallaba más que a dos millas de distancia,
y para el cana-diense sería un juego conducir el ligero bote entre esas líneas de arrecifes tan
peligrosas para los grandes navíos.
Al día siguiente, 5 de enero, se extrajo de su alvéolo la ca-noa y se botó al mar desde lo alto
de la plataforma. Dos hombres bastaron para realizar la operación. Los remos es-taban ya a
bordo y nos embarcamos a las ocho de la maña-na, con nuestras hachas y fusiles.
El mar estaba bastante bonancible. Soplaba una ligera brisa de tierra. Conseil y yo
remábamos vigorosamente, en tanto que Ned Land manejaba el timón en los estrechos
pa-sos que dejaban los rompientes. La canoa obedecía bien al ti-món y navegaba con
rapidez.
Ned Land no podía contener su alegría. Era un prisione-ro escapado de su cárcel, y no
parecía pensar que debía vol-ver a ella.
¡Carne! exclamaba. ¡Vamos a comer carne, y qué car-ne! ¡Caza auténtica! No digo yo
que el pescado no sea una buena cosa, pero sin abusar, y un buen trozo de carne fresca a la
parrilla sería una agradable variación.
¡El muy glotón, me está haciendo la boca agua! dijo Conseil.
Queda por ver dije si hay caza en esos bosques. Y pue-de que las piezas sean de tal
tamaño que cacen al cazador.
¡Oh!, señor Aronnax respondió el canadiense, cuyos dientes parecían estar tan afilados
como el filo de un hacha, le aseguro que estoy dispuesto a comer tigre, solomillo de
ti-gre, si no hay otro cuadrúpedo en esta isla.
El amigo Ned es inquietante dijo Conseil.
Lo que sea prosiguió Ned Land. Cualquier animal de cuatro patas sin plumas o de dos
patas con plumas recibirá el saludo de mi fusil.
He aquí que el señor Land vuelve a excitarse.
No tema, señor Aronnax respondió el canadiense, y reme con fuerza. No pido más de
media hora para ofrecerle un plato a mi manera.
A las ocho y media, la canoa del Nautilus arribó a una pla-ya de arena, tras haber
franqueado con fortuna el anillo de coral que rodeaba a la isla de Gueboroar.
21. Unos días en tierra
Me impresionó vivamente tocar tierra.
Ned Land pisaba el suelo como en un acto de posesión. No hacía más de dos meses, sin
embargo, que éramos, según la expresión del capitán Nemo, los «pasajeros del Nautilus»,
es decir, en realidad, los prisioneros de su comandante.
En pocos minutos estuvimos a tiro de fusil de la costa. El suelo era casi enteramente
madrepórico, pero algunos lechos de torrentes desecados, sembrados de restos granfticos,
de-mostraban que la isla era debida a una formación primordial.
Una cortina de hermosos bosques ocultaba el horizonte. Árboles enormes, algunos de los
cuales alcanzaban doscien-tos pies de altura, se unían entre ellos por guirnaldas de lia-nas,
verdaderas hamacas naturales a las que mecía la brisa. Mimosas, ficus, casuarinas, teks,
hibiscos, pandanes y pal-meras se mezclaban con profusión, y al abrigo de sus bóve-das
verdes, al pie de sus tallos, crecían orquídeas, legumino-sas y helechos.
Sin reparar en tan bellas muestras de la flora papuasiana, el canadiense abandonó lo
agradable orlío útil, alver un co-cotero. Abatió rápidamente algunos e sus frutos, los abrió y
entonces bebimos su leche y comim s su almendra con una satisfacción que parecía
expresar una protesta contra la die-ta del Nautilus.
¡Excelente! decia Ned Land.
¡Exquisito! respondía Conseil.
Espero dijo el canadiense que el capitán Nemo no se oponga a que introduzcamos a
bordo una carga de cocos.
No lo creo respondí, pero dudo que quiera probarlos.
Peor para él dijo Conseil.
-Y tanto mejor para nosotros añadió Ned Land, así to-caremos a más.
Ned dije al arponero, que se disponía a vaciar otro co-cotero, los cocos están muy
buenos, pero antes de llenar el bote, me parece que sería prudente ver si la isla produce algo
no menos útil. Creo que la despensa del Nautilus acogería con agrado legumbres frescas.
Tiene razón el señor dijo Conseil-, y yo propongo que reservemos en la canoa tres
espacios: uno para los frutos, otro para las legumbres y el tercero para la caza, de la que no
he visto todavía ni la más pequeña muestra.
Conseil, no hay que desesperar respondió el cana-diense.
Continuemos, pues, nuestra excursión dije, pero con el ojo al acecho. Aunque parezca
deshabitada, bien podría albergar la isla algunos individuos menos escrupulosos que
nosotros sobre la naturaleza de la caza.
¡Eh! ¡Eh! exclamó Ned Land, haciendo un significativo movimiento de mandíbulas.
Pero, ¡Ned! exclamó Conseil.
Pues, ¿sabe lo que le digo? Que comienzo a comprender los encantos de la antropofagia.
Pero ¡qué dice, Ned! exclamó Conseil. ¡Usted antropó-fago! Ya no podré sentirme
seguro a su lado, durmiendo en el mismo camarote. ¿Me despertaré un día semidevorado?
Amigo Conseil, le quiero mucho, pero no tanto como para comérmelo sin necesidad.
No sé, no me fío dijo Conseil. ¡Hala, a cazar! Es me-nester cobrar una pieza como
sea, para satisfacer a este caní-bal; si no, una de estas mañanas, el señor no hallará más que
unos trozos de doméstico para servirle.
Mientras así iban bromeando, nos adentramos en la espe-sura del bosque, que, durante dos
horas, recorrimos en to-dos sentidos.
El azar se mostró propicio a nuestra búsqueda de vege-tales comestibles. Uno de los más
útiles productos de las zonas tropicales nos proveyó de un alimento precioso, del que
carecíamos a bordo. Habló del árbol del pan, muy abundante en la isla de Gueboroar, que
ofrecía esa variedad desprovista de semillas que se conoce en malayo con el nombre de
rima. Se distinguía este árbol de los otros por su tronco recto, de una altura de unos
cuarenta pies. Su cima, graciosamente redondeada y formada de grandes ho-jas
multilobuladas, denunciaba claramente a los ojos de un naturalista ese artocarpo que tan
felizmente se ha aclimata-do en las islas Mascareñas. Entre su masa de verdor desta-caban
los gruesos frutos globulosos, de un decímetro de anchura, con unas rugosidades exteriores
que tomaban una disposición hexagonal. Útil vegetal este con que la natura-leza ha
gratificado a regiones que carecen de trigo, y que, sin exigir ningún cultivo, da sus frutos
durante ocho meses al año.
Ned Land conocía bien ese fruto, por haberlo comido du-rante sus numerosos viajes, y
sabía preparar su sustancia co-mestible. La vista del mismo excitó su apetito, y sin poder
contenerse dijo:
Señor, si no pruebo esta pasta del árbol del pan, me muero.
Pues adelante, Ned, a su gusto. Est os aquí para hacer experimentos. Hagámoslos.
No llevará mucho tiempo respondió el canadiense.
Y, provisto de una lupa, encendió un fuego con ramas secas que chisporrotearon
alegremente. Mientras tanto, Con-seil y yo escogíamos los mejores frutos del artocarpo.
Algu-nos no habían alcanzado aún un grado suficiente de madu-rez y su piel espesa
recubría una pulpa blanca pero poco fibrosa. Otros, en muy gran número, amarillos y
gelatinosos estaban pidiendo ser ya cogidos.
Los frutos no contenían hueso. Conseil llevó una docena de ellos a Ned Land, quien los
colocó sobre las ascuas tras haberlos cortado en gruesas rodajas.
Verá usted, señor, lo bueno que es este pan decía.
Sobre todo, cuando se ha estado privado durante tanto tiempo dijo Conseil.
Es más que pan añadió el canadiense, es obra de res-postería, y delicada. ¿No la ha
comido usted nunca?
No, Ned.
Pues prepárese a probar una cosa suculenta. Si no es así, dejo yo de ser el rey de los
arponeros.
Al cabo de algunos minutos, la parte de los frutos expues-ta al fuego quedó completamente
tostada. Por dentro apare-ció una pasta blanca, como una tierna miga, cuyo sabor
re-cordaba el de la alcachofa. Hay que reconocerlo, era un pan excelente y lo comí con gran
placer.
Desgraciadamente dije- esta pasta no puede conser-varse fresca. Es inútil, por tanto,
que llevemos una provisión a bordo.
¡Ah, no! exclamó Ned Land. Habla usted como un na-turalista, pero yo voy a actuar
como un panadero. Conseil, haga usted una buena recolección de frutos, que cogeremos a
la vuelta.
¿Cómo va a prepararlo, entonces? -le pregunté.
Haciendo con su pulpa una pasta fermentada que se conservará indefinidamente sin
pudrirse. Cuando quiera emplearla, la coceré en la cocina y verá usted cómo a pesar de su
sabor un poco ácido estará muy rica.
Así, Ned, veo que no le falta nada a este pan…
Sí, señor profesor, le faltan algunas frutas o al menos al-gunas legumbres.
Pues busquemos frutas y legumbres.
Una vez acabada nuestra recolección, nos pusimos en marcha para completar nuestro
«almuerzo» terrestre.
No resultó baldía nuestra búsqueda; a mediodía había-mos hecho ya una buena recolección
de plátanos. Estos deli-ciosos productos de la zona tórrida maduran durante todo el año.
Los malayos, que les dan el nombre de pisang, los comen crudos. Además de los plátanos
recogimos unas ja-cas enormes, fruta de sabor muy fuerte, mangos también muy sabrosos y
piñas tropicales de un tamaño extraordi-nario.
Estas tareas nos llevaron mucho tiempo, aunque a la vista de su resultado no cabía
lamentarlo.
Conseil no le quitaba ojo a Ned, que abría la marcha e iba recogiendo al paso, con mano
segura, magníficas frutas para completar nuestras provisiones.
¿No le falta nada, Ned? preguntó Conseil.
¡Hum! gruñó el canadiense.
¿Cómo? ¿De qué se queja?
De que todos estos vegetales no nos ofrecen una comida. Son el postre. Pero ¿y la sopa?,
¿y el asado?
Es cierto dije. Ned nos había prometido unas chule-tas, que empiezan a parecerme
muy problemáticas.
Oiga -me dijo el canadiense, no sólo no ha terminado la cacería, sino que todavía no ha
comenzado. Tengamos pa-ciencia, que acabaremos encontrando algún animal de plu-ma o
de pelo, y si no es por aquí, será en otro sitio.
Y si no es hoy, será mañana añadió Conseil, pues no hay que alejarse demasiado. Es
más, creo que deberíamos volver a la canoa.
¿Tan pronto? dijo Ned.
-Debemos estar de regreso antes de la noche dije.
Pero ¿qué hora es? preguntó el canadiense.
Por lo menos son las dos respondió Conseil.
¡Cómo pasa el tiempo en tierra firme! -exclamó Ned Land, con un suspiro de pesar.
En marcha entonces dijo Conseil.
Volvimos sobre nuestros pasos y durante el camino fui-mos completando nuestra
recolección con nueces de palma, para lo que hubimos de subir a la cima de los árboles, así
como con ese género de pequeñas habichuelas que los mala-yos denominan abrou, y con
batatas de magnífica calidad.
Así, llegamos muy sobrecargados a la canoa. Pero Ned Land no se hallaba todavía
satisfecho con las provisiones. Le favoreció la suerte entonces, ya que en el momento en
que iba a embarcar vio varios árboles, de unos veinticinco a treinta pies de altura,
pertenecientes a la familia de las pal-mas. Estos árboles, tan preciosos como el artocarpo,
son considerados justamente como uno de los más útiles pro-ductos de Malasia. Eran sagús,
vegetales silvestres que se re-producen, como los morales, por sus retoños y sus semillas.
Ned Land conocía la manera de utilizar esos árboles. Ma-nejando el hacha con gran vigor,
derribó dos o tres sagús, cuya madurez denunciaba el polvillo blanco que recubría sus
palmas.
Yo le observaba más con los ojos del naturalista que con los de un hombre hambriento. Nad
Land arrancaba de cada tronco una capa de corteza de una pulgada de espesor, de-jando así
al descubierto una red de fibras alargadas que for-maban inextricables nudos amazacotados
por una especie de harina gomosa. Esta fécula era el sagú, que constituye uno de los
alimentos básicos de las poblaciones de la Mela-nesia.
Ned Land se limitó de momento a cortar los troncos como si de leíía se tratara, dejando
para más tarde la extrac-ción de la fécula, que habría de ser separada de sus ligamen-tos
fibrosos, expuesta al sol para evaporar su humedad y, finalmente, depositada en moldes
para endurecerse.
Eran las cinco de la tarde cuando abandonamos las ori-llas de la isla, cargados con nuestras
riquezas. Media hora más tarde, llegábamos al Nautilus. Nadie presenció nues-tra llegada.
El enorme cilindro de acero parecía deshabita-do. Embarcadas nuestras provisiones, fui a
mi camaro-te, en el que hallé la cena servida. Después de comer, me dormí.
Al día siguiente, 6 de enero, sin novedad a bordo. Ni un ruido, ni un signo de vida, La
canoa se hallaba en el mismo lugar en que la habíamos dejado. Resolvimos volver a la isla
Gueboroar. Ned Land esperaba tener más fortuna que en la víspera, como cazador, y
deseaba visitar otra parte de la selva.
A la salida del sol, ya estábamos en marcha. Alcanzamos la isla en pocos instantes.
Desembarcamos, y, pensando que lo mejor era fiarse del instinto del canadiense, seguimos
a Ned Land, cuyas largas piernas amenazaban distanciarnos excesivamente.
Ned Land siguió la costa hacia el Oeste. Luego, tras haber vadeado algunos torrentes,
llegamos a un altiplano bor-deado de magníficos bosques. A lo largo de los cursos de agua
vimos algunos martines pescadores que no aceptaron nuestra proximidad. Su
circunspección probaba que aque-llos volátiles sabían a qué atenerse sobre los bípedos de
nuestra especie, y de ello inferí que si la isla no estaba habita-da era, por lo menos,
frecuentada por seres humanos.
Tras haber atravesado una tupida pradera, llegamos al lindero de un bosquecillo animado
por el canto y el vuelo de un gran número de pájaros.
Sólo pájaros -dijo Conseil.
Los hay también comestibles respondió el arponero.
No éstos, amigo Ned replicó Conseil, pues no veo más que loros.
Conseil, el loro es el faisán de los que no tienen otra cosa que comer dijo gravemente
Ned.
A lo que yo añadiré intervine que este pájaro, conve-nientemente preparado, puede
valer la pena de arriesgar el tenedor.
En medio del follaje del bosque, todo un mundo de loros volaba de rama en rama, sin más
separación entre sus garri-duras y la lengua humana que la de una más cuidada educa-ción.
Por el momento, garrían en compañía de cotorras de todos los colores, de graves
papagayos, que parecían medi-tar un problema filosófico, mientras loritos reales de un rojo
brillante pasaban como un trozo de estambre llevado por la brisa, en medio de los cálaos de
ruidoso vuelo, de los pa-púas, esos palmípedos que se pintan con los más finos mati-ces del
azul, y de toda una gran variedad de volátiles muy hermosos pero escasamente comestibles.
Aquella colección carecía, sin embargo, de un pájaro pro-pio de estas tierras hasta el punto
de que nunca ha salido de los límites de las islas de Arrú y de las islas de los Papúas. Pero
la suerte me tenía reservada la posibilidad de admirarlo al poco tiempo. En efecto, después
de atravesar un soto de escasa frondosidad nos encontramos en una llanura llena de
matorrales. Fue allí donde vi levantar el vuelo a unos magníficos pájaros a los que la
disposición de sus largas plu-mas obligaba a dirigirse contra el viento. Su vuelo ondulado,
la gracia de sus aéreos giros y los reflejos tornasolados de sus colores atraían y encantaban
la mirada. Pude reconocerlos sin dificultad.
¡Aves del paraíso! exclamé.
Orden de los paseriformes, sección de los clistómoros respondió Conseil.
¿Familia de las perdices? preguntó Ned Land.
No lo creo, señor Land, pero cuento con su pericia para atrapar a uno de estos
maravillosos productos de la natura-leza tropical.
Lo intentaré, señor profesor, aunque estoy más acos-tumbrado a manejar el arpón que el
fusil.
Los malayos, que hacen un activo comercio de estos pája-ros con los chinos, se sirven para
su captura de diversos me-dios que a nosotros nos estaban vedados, y que consisten ya sea
en tenderles unos lazos en la copa de los elevados árbo-les en que estas aves suelen buscar
su morada, ya sea con una liga tenaz que paraliza sus movimientos. Incluso llegan a
en-venenar las fuentes en las que estos pájaros van a beber. Nuestros medios quedaban
limitados a la tentativa de cazarlos al vuelo, con muy pocas posibilidades de alcanzarles. Y,
en efecto, en estas tentativas gastamos en vano una buena parte de nuestra munición.
Hacia las once de la mañana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las montañas que
forman el centro de la isla, todavía no habíamos conseguido cobrar ninguna pieza. El
hambre empezaba a aguijonearnos. Habíamos confiado en exceso en la caza y cometido
una imprudencia. Pero, afor-tunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mató
dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que,
rápidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras
se asaban, Ned preparó el pan con el fruto del arto-carpo. Devoramos las palomas hasta los
huesos, encontrán-dolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan per-fuma su
carne dándole un sabor delicioso.
Es como si los pollos se alimentaran de trufas dijo Conseil.
Y ahora, Ned, ¿qué es lo que falta?
Una pieza de cuatro patas, señor Aronnax. Estas palo-mas no son más que un entremés
para abrir boca. No estaré contento hasta que no haya matado un animal con chuletas.
Ni yo, Ned, si no consigo atrapar un ave del paraíso.
Continuemos, pues, la cacería intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar.
Hemos llegaddo a las primeras pendientes de las montañas y creo que más vale volver.
Era un consejo sensato, y lo adoptamos.
Al cabo de una hora de marcha llegamos a un verdade-ro bosque de sagús. Algunas
inofensivas serpientes huían de vez en cuando a nuestro paso. Las aves del paraíso nos
huían y había perdido ya toda esperanza, cuando Conseil, que abría la marcha, se inclinó
súbitamente, lanzó un grito triunfal y vino hacia mí con un magnífico ejemplar.
¡Ah! ¡Bravo, Conseil! exclamé, entusiasmado.
Créame que no vale la pena de…
¡Cómo que no! ¡Ahí es nada coger uno de estos pájaros vivos! ¡Y con la mano!
Si el señor lo examina de cerca, podrá ver que no he teni-do gran mérito.
¿Porqué, Conseil?
Porque este pájaro está borracho.
¿Borracho?
Sí, señor. Ebrio de la nuez moscada que estaba comien-do en la mirística en que lo he
encontrado. Vea, amigo Ned, vea los terribles efectos de la intemperancia.
¡Mil diantres! replicó el canadiense. ¡Mira que echar-me en cara la ginebra que he
bebido desde hace dos meses!
Al examinar al curioso pájaro vi que Conseil no se equi-vocaba. El ave del paraíso,
embriagada por el jugo espirituo-so, estaba reducida a la impotencia, incapaz de volar y
ape-nas de andar. Pero eso no me preocupaba y le dejé dormir «la mona».
Nuestra presa pertenecía a la más hermosa de las ocho es-pecies conocidas en Papuasia y
en la islas vecinas, es decir, a la llamada «gran esmeralda» que es, además, una de las más
raras. Medía unos tres decímetros de largo. Su cabeza era re-lativamente pequeña y los
ojos, situados cerca de la abertura del pico, eran también de pequeño tamaño. Todo él era
una sinfonía de colores: el amarillo del pico, el marrón de las pa-tas y de las uñas, el siena
de las alas que en sus extremidades se tornaba en púrpura, el amarillo pajizo de la cabeza y
del cuello, el esmeralda de la garganta, el marrón de la pechuga y del vientre. Las plumas,
largas y ligeras de la cola, de una fi-nura admirable, realzaban la belleza de este
maravilloso pá-jaro, poéticamente llamado por los indígenas «pájaro de sol».
Yo deseaba vivamente poder llevar a París aquel soberbio ejemplar de ave del paraíso, a fin
de donarlo al Jardín de Plantas, que no posee ninguno vivo.
¿Es, pues, tan raro? preguntó el canadiense, con el tono del cazador poco inclinado a
estimar la caza desde un punto de vista artístico.
Muy raro, sí, y, sobre todo, muy difícil de capturarlo vivo. Y aun muertos, estos pájaros
son objeto de un comer-cio muy activo. Por eso, los indígenas han llegado incluso a
fabricarlos, como se hace con las perlas y los diamantes.
¿Cómo? dijo Conseil. ¿Es posible falsificar las aves de paraíso?
Sí, Conseil.
¿Y conoce el señor el procedimiento de los indígenas?
Sí. Durante el monzón del Este, las aves del paraíso pier-den las magníficas plumas que
rodean su cola, esas plumas que los naturalistas han llamado subalares. Los falsificado-res
recogen esas plumas y las adaptan con mucha destreza a una pobre cotorra previamente
mutilada. Luego tiñen las suturas, barnizan al pájaro y lo venden para su expedición a los
museos y a los aficionados de Europa. Es una singular industria ésta.
Bueno dijo Ned Land, si el pájaro no es auténtico sí lo son sus plumas, y como no
está destinado a ser comido no lo veo mal.
Si mis deseos estaban colmados con la posesión del pájaro del paraíso, no acontecía lo
mismo con los del cazador cana-diense. Pero, afortunadamente, hacia las dos, Ned Land
pudo cobrarse un magnífico cerdo salvaje, un baríoutang como lo llaman los naturales.
Muy oportunamente había hecho su aparición aquel puerco que iba a procurarnos auténtica
carne de cuadrúpedo, y fue bien recibido. Ned Land se mostró muy orgulloso de su disparo.
El cerdo, alcanzado por la bala eléctrica, había caído fulminado.
El canadiense lo despojó y vació limpiamente de sus en-trañas y extrajo media docena de
chuletas destinadas a ase-gurarnos una buena parrillada para la cena. Luego, conti-nuamos
la cacería en la que Ned y Conseil renovarían sus proezas.
En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que
levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas elásticas. Pero su
huida no fue tan rápida como para evitar que las balas eléc-tricas no detuvieran a algunos
en su carrera.
¡Ah, señor profesor! exclamó Ned Land, a quien exalta-ba el ardor de la caza, ¡qué
carne tan excelente, sobre todo estofada! ¡Qué despensa para el Nautilusi ¡Dos… tres….
cin-co … ! ¡Y cuando pienso que nos comeremos toda esta carne, y que esos imbéciles de a
bordo no van a probarla!
Creo que si no hubiera hablado tanto, en su agitación, el canadiense los habría exterminado
a todos. Pero se limitó a derribar una docena de estos curiosos marsupiales que for-man el
primer orden de los mamíferos aplacentarios, como nos diría Conseil.
Eran de pequeña talla, una especie de los «cangurosco-nejo», que se alojan habitualmente
en los troncos huecos de los árboles, y que están dotados de una gran rapidez de
des-plazamiento. Pero si eran pequeños, su carne era muy esti-mable.
Estábamos muy satisfechos del resultado de la caza. El alegre Ned se proponía regresar al
día siguiente a esta isla encantada, a la que quería despoblar de todos sus cuadrúpe-dos
comestibles. Pero esto era no contar con lo que iba a so-brevenir.
A las seis de la tarde nos hallábamos de regreso en la pla-ya. Nuestra canoa estaba varada
en su lugar habitual. El Nautilus emergía de las olas, como un largo escollo, a dos millas de
la costa.
Sin más tardanza, Ned Land se ocupó de la cena, con su acreditada pericia. Las chuletas de
barioutang, puestas sobre las ascuas, perfumaron deliciosamente el aire…
Pero me doy cuenta de que estoy pareciéndome al cana-diense. ¡Heme aquí en éxtasis ante
una parrillada de cerdo fresco! Espero que se me perdone como yo se lo he perdona-do a
Ned Land, y por los mismos motivos.
La cena fue excelente. Dos palomas torcaces completaron la extraordinaria minuta. La
fécula de sagú, el pan del arto-carpo, unos cuantos mangos, media docena de ananás y un
poco de licor fermentado de nueces de coco nos alegraron el ánimo, hasta el punto de que
las ideas de mis companeros, así me lo pareció, llegaron a perder algo de su solidez
habi-tual.
¿Y si no regresáramos esta noche al Nautilus? dijo Con-seil.
¿Y si no volviéramos nunca más? añadió Ned Land.
Apenas había acabado de formular su proposición el ar-ponero cuando cayó una piedra a
nuestros pies.
22. El rayo del capitán Nemo
Miramos hacia el bosque, sin levantarnos. Mi mano se había detenido en su movimiento
hacia la boca, mientras la de Ned Land acababa el suyo.
Una piedra no cae del cielo dijo Conseil, a menos que sea un aerolito.
Una segunda piedra, perfectamente redondeada, que arrancó de la mano de Conseil un
sabroso muslo de paloma, dio aún más peso a la observación que acababa de proferir.
Nos incorporamos los tres, y tomando nuestros fusiles nos dispusimos a repeler todo
ataque.
¿Son monos? preguntó Ned Land.
-Casi respondió Conseil. Son salvajes.
-A la canoa dije, a la vez que me dirigía a la orilla.
Conveniente, en efecto, era batirse en retirada, pues una veintena de indígenas, armados de
arcos y hondas, había he-cho su aparición al lado de unos matorrales que, a unos cien pasos
apenas, ocultaban el horizonte a nuestra derecha.
La canoa se hallaba a unas diez toesas de nosotros.
Los salvajes se aproximaron, sin correr pero prodigándo-nos las demostraciones más
hostiles, bajo la forma de una lluvia de piedras y de flechas.
Ned Land no se había resignado a abandonar sus provi-siones, y pese a la inminencia del
peligro, no emprendió la huida sin antes coger su cerdo y sus canguros.
Apenas tardamos dos minutos en llegar a la canoa. Car-garla con nuestras armas y
provisiones, botarla al mar y co-ger los remos fue asunto de un instante. No nos habíamos
distanciado todavía ni dos cables cuando los salvajes, aullando y gesticulando, se metieron
en el agua hasta la cin-tura. Esperando que su aparición atrajera a la plataforma del Nautilus
algunos hombres, miré hacia él. Pero el enorme aparato parecía estar deshabitado.
Veinte minutos más tarde subíamos a bordo. Las escoti-llas estaban abiertas. Tras amarrar
la canoa, entramos en el Nautílus.
Descendí al salón, del que se escapaban algunos acordes. El capitán Nemo estaba allí,
tocando el órgano y sumido en un éxtasis musical.
Capitán.
No me oyó.
Capitán dije de nuevo, tocándole el hombro.
Se estremeció y se volvió hacia mí.
¡Ah! ¿Es usted, señor profesor? ¿Qué tal su cacería? ¿Ha herborizado con éxito?
Sí, capitán, pero, desgraciadamente, hemos atraído una tropa de bípedos cuya vecindad
me parece inquietante.
¿Qué clase de bípedos?
Salvajes.
¡Salvajes! dijo el capitán Nemo, en un tono un poco iró-nico. ¿Y le asombra, señor
profesor, haber encontrado sal-vajes al poner pie en tierra? ¿Y dónde no hay salvajes? Y
es-tos que usted llama salvajes ¿son peores que los otros?
Pero, capitán…
Yo los he encontrado en todas partes.
Pues bien respondí, si no quiere recibirlos a bordo del Nautilus, hará bien en tomar
algunas precauciones.
Tranquilícese, señor profesor, no hay por qué preocu-parse.
-Pero, estos indígenas son muy numerosos.
¿Cuantos ha contado?
-Tal vez un centenar.
Señor Aronnax -respondió el capitán Nemo, cuyos de-dos se habían posado nuevamente
sobre el teclado del órga-no, aunque todos los indígenas de la Papuasia se reunieran en
esta playa, nada tendría que temer de sus ataques al Nau-tilus.
Los dedos del capitán corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observé que sólo
golpeaba las teclas ne-gras, lo que daba a sus melodías un color típicamente esco-cés.
Pronto olvidó mi presencia y se sumió en una ensoña-ción que no traté de disipar.
Subí a la plataforma. Había sobrevenido de golpe la noche, pues a tan baja latitud el sol se
pone rápidamente, sin cre-púsculo. Se veía ya muy confusamente el perfil de la isla
Gue-boroar, pero las numerosas fogatas que iluminaban la playa mostraban que los
indígenas no pensaban abandonarla.
Permanecí así, solo, durante varias horas. Pensaba en aquellos indígenas, ya sin temor,
ganado por la imperturba-ble confianza del capitán. Les olvidé pronto, para admirar los
esplendores de la noche tropical. Siguiendo a las estrellas zodiacales, mi pensamiento voló
a Francia, que habría de ser iluminada por aquéllas dentro de unas horas.
La luna resplandecía en medio de las constelaciones del cenit. Entonces pensé que el fiel y
complaciente satélite ha-bría de volver a este mismo lugar dos días después para le-vantar
las aguas y arrancar al Nautilus de su lecho de coral. Hacia medianoche, viendo que todo
estaba tranquilo, tanto en el mar como en la orilla, bajé a mi camarote y me dormí
apaciblemente.
Transcurrió la noche sin novedad. La sola vista del mons-truo encallado er la bahía debía
atemorizar a los papúes, pues las escotillas que habían permanecido abiertas les ofre-cían
un fácil acceso a su interior.
El 8 de enero, a las seis de la mañana, subí a la plataforma.
A través de las brumas matinales, que iban disipándose, la isla mostró sus playas primero y
sus cimas después.
Los indígenas continuaban allí, más numerosos que en la víspera. Tal vez eran quinientos o
seiscientos. Aprovechán-dose de la marea baja, algunos habían avanzado sobre las crestas
de los arrecifes hasta menos de dos cables del Nauti-lus. Los distinguía fácilmente. Eran
verdaderos papúes, de atlética estatura. Hombres de espléndida raza, tenían una frente
ancha y alta, la nariz gruesa, pero no achatada, y los dientes muy blancos. El color rojo con
que teñían su cabelle-ra lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes como los
de los nubios. De los lóbulos de sus orejas, cortadas y dilatadas, pendían huesos ensartados.
Iban casi todos des-nudos. Entre ellos vi a algunas mujeres, vestidas desde las caderas hasta
las rodillas con una verdadera crinolina de hierbas sostenida por un cinturón vegetal.
Algunos jefes se adornaban el cuello con collares de cuentas de vidrio rojas y blancas. Casi
todos estaban armados de arcos, flechas y es-cudos, y llevaban a la espalda una especie de
red con las pie-dras redondeadas que con tanta destreza lanzan con sus hondas.
Uno de los jefes examinaba atentamente y desde muy cer-ca al Nautilus. Debía de ser un
«mado» de alto rango, pues se arropaba con un tejido de hojas de banano, dentado en sus
bordes y teñido con colores muy vivos.
Fácilmente hubiera podido abatir al indígena, por la esca-sa distancia a que se hallaba, pero
pensé que más valía espe-rar demostraciones de hostilidad por su parte. Entre euro-peos y
salvajes, conviene que sean aquellos los que repliquen y no ataquen.
Mientra duró la marea baja, los indígenas merodearon por las cercanías de Nautilus, sin
mostrarse excesivamente ruidosos. Les oí repetir frecuentemente la palabra assai, y, por sus
gestos, comprendí que me invitaban a ir a tierra fir-me, invitación que creí deber declinar.
Aquel día no se movió la canoa, con gran pesar de Ned Land que no pudo completar sus
provisiones. El hábil cana-diense empleó su tiempo en la preparación de las carnes y las
féculas que había llevado de la isla Gueboroar.
Cuando, hacia las once de la mañana, las crestas de los arrecifes comenzaron a desaparecer
bajo las aguas de la ma-rea ascendente, los salvajes volvieron a la playa, en la que su
número iba acrecentándose. Probablemente estaban vinien-do de las islas vecinas o de la
Papuasia propiamente dicha. Pero hasta entonces no había visto yo ni una sola piragua.
No teniendo nada mejor que hacer, se me ocurrió dragar aquellas aguas, cuya limpidez
dejaba ver con profusión con-chas, zoófitos y plantas pelágicas. Era, además, el último día
que el Nautilus debía permanecer en aquellos parajes, si es que conseguía salir a flote con
la alta marea del día si-guiente, como esperaba el capitán Nemo.
Llamé, pues, a Conseil, quien me trajo una draga ligera, muy parecida a las usadas para
pescar ostras.
¿Y esos salvajes? me preguntó Conseil. No me parecen muy feroces.
¿No? Pues, sin embargo, son antropófagos, muchacho.
Se puede ser antropófago y buena persona respondió Conseil, como se puede ser
glotón y honrado. Lo uno no excluye lo otro.
-Bien, Conseil, te concedo que son honrados antropófa-gos, y que devoran honradamente a
sus prisioneros. Sin em-bargo, como no me apetece nada ser devorado, ni tan siquie-ra
honradamente, prefiero mantenerme alerta, ya que el comandante del Nautilus no parece
tomar ninguna precau-ción. Y ahora, a trabajar.
Durante dos horas pescamos activamente, pero sin coger ninguna pieza rara. La draga sé
llenaba de orejas marinas, de arpas, de melanias, y muy en particular de algunos de los más
bellos martillos que había visto yo hasta ese día. Cogi-mos también algunas holoturias,
ostras perlíferas y una do-cena de pequeñas tortugas que reservamos para la despensa de a
bordo.
Pero en el momento en que menos me lo esperaba, puse la mano sobre una maravilla o, por
mejor decir, sobre una de-formidad natural muy difícil de hallar. Acababa Conseil de dar un
golpe de draga y de elevar su aparato cargado de di-versas conchas bastante ordinarias,
cuando, de repente, me vio hundir el brazo en la red, retirar de ella una concha, y lanzar un
grito de conquiliólogo, es decir, el grito más estri-dente que pueda producir la garganta
humana.
¿Qué le ocurre al señor? preguntó Conseil, muy sor-prendido. ¿Le ha mordido algo?
No, muchacho, aunque sí hubiera dado con gusto un dedo por mi descubrimiento.
¿Qué descubrimiento?
Esta concha le dije mostrándole el objeto de mi entu-siasmo.
Pero ¡si no es más que una simple oliva porfiria! Género oliva, orden de los
pectinibranquios, clase de los gasterópo-dos, familia de los moluscos.
Sí, Conseil, pero en vez de estar enrollada de derecha a izquierda, lo está de izquierda a
derecha.
-¿Es posible?
Sí, muchacho, es una concha senestrógira.
¡Una concha senestrógira! repitió Conseil, palpitándo-le el corazón.
¡Mira su espira!
¡Ah! Puede creerme el señor si le digo que en toda mi vida he sentido una emoción
parecida dijo Conseil, a la vez que tomaba la preciosa concha con una mano temblorosa.
Y era para estar emocionado. Sabido es, en efecto, y así lo han señalado los naturalistas,
que la tendencia diestra es una ley de la naturaleza. Los astros y sus satélites efectúan sus
movimientos de traslación y de rotación de derecha a iz-quierda. El hombre se sirve mucho
más a menudo de su mano derecha que de la izquierda, y, consecuentemente, sus
instrumentos y sus aparatos, escaleras, cerraduras, resortes de los relojes, etc., están
concebidos para el uso de la mano derecha. La naturaleza ha seguido generalmente esta ley
para el enrollamiento de sus conchas. Todas lo hacen a la de-recha, y cuando, por azar, sus
espiras lo hacen al contrario, los aficionados las pagan a precio de oro.
Nos hallábamos absortos Conseil y yo en la contempla-ción de nuestro tesoro, con el que
esperaba enriquecer el museo, cuando una maldita piedra, lanzada por un indíge-na, rompió
el precioso objeto en la mano de Conseil.
Mientras yo lanzaba un grito de desesperación, Conseil se precipitó hacia su fusil y apuntó
con él a un salvaje que agita-ba su honda a unos diez metros de nosotros. Quise impedir-le
que disparara, pero no pude y su tiro destrozó el brazalete de amuletos que pendía del brazo
del indígena.
¡Conseil! grité. ¡Conseill
¡Y qué! ¿No ve el señor que ha sido el caníbal el que ha comenzado el ataque?
Una concha no vale la vida de un hombre le dije.
¡Ah, el miserable! exclamó Conseil. ¡Hubiera preferi-do que me hubiera roto el
hombro!
Conseil era sincero al hablar así, pero yo no compartía su opinión.
La situación había cambiado desde hacía algunos instan-tes, sin que nos hubiéramos dado
cuenta. Una veintena de piraguas se hallaban ahora cerca del Nautilus. Las piraguas, largas
y estrechas, bien concebidas para la marcha, se equi-libraban por medio de un doble
balancín de bambú que flo-taba en la superficie del agua. Los remeros, semidesnudos, las
manejaban con habilidad, y yo los veía avanzar no sin in-quietud.
Era evidente que los indígenas habían tenido ya relación con los europeos y que conocían
sus navíos. Pero ¿qué po-dían pensar de aquel largo cilindro de acero inmovilizado en la
bahía, sin mástiles ni chimenea? Nada bueno, a juzgar por la respetuosa distancia en que se
habían mantenido has-ta entonces. Sin embargo, su inmovilidad debía haberles ins-pirado
un poco de confianza, y trataban de familiarizarse con él. Y era precisamente eso lo que
convenía evitar. Nues-tras armas, carentes de detonación, no eran las más adecua-das para
espantar a los indígenas, a los que sólo inspiran res-peto las que causan estruendo. Sin el
estrépito del trueno, el rayo no espantaría a los hombres, pese a que el peligro esté en el
relámpago y no en el ruido.
En aquel momento, ya muy próximas las piraguas al Nau-tilus, una lluvia de flechas se
abatió sobre él.
¡Diantre! Está granizando y quizá sea un granizo enve-nenado dijo Conseil.
Hay que avisar al capitán Nemo dije, y me introduje por la escotilla.
Descendí al salón. No había nadie, y me arriesgué a lla-mar a la puerta del camarote del
capitán.
Pase.
Entré y hallé al capitán Nemo sumergido en un mar de cálculos, entre los que abundaban
las x y otros signos alge-braicos.
¿Le molesto? le dije, por cortesía.
Sí, señor Aronnax, pero supongo que tiene usted serias razones para venir a verme, ¿no?
Muy serias. Las piraguas de los indígenas nos tienen ro-deados, y dentro de unos minutos
nos veremos asaltados por varios centenares de salvajes.
¡Ah! dijo el capitán Nemo, con la mayor calma, ¿han venido con sus piraguas?
Sí, señor.
Pues bien, basta con cerrar las escotillas.
Precisamente, y es lo que venía a decirle.
Nada más fácil dijo el capitán Nemo, al tiempo que, pulsando un timbre eléctrico,
transmitía una orden a la tri-pulación.
Ya está me dijo tras algunos instantes. La canoa está en su sitio y las escotillas
cerradas. Supongo que no temerá usted que esos señores destruyan unas murallas contra las
que nada pudieron los obuses de su fragata.
No, capitán, pero subsiste aún un peligro.
¿Cuál?
Mañana, a la misma hora, habrá que reabrir las escotillas para renovar el aire del
Nautilus.
Así es, puesto que nuestro navío respira como los cetá-ceos.
Pues bien, si en ese momento los papúes ocupan la pla-taforma, no veo cómo podremos
impedirles la entrada.
-Así que supone usted que van a subir a bordo.
Estoy seguro.
Pues bien, que suban. No veo ninguna razón para impe-dírselo. En el fondo, estos papúes
son unos pobres diablos y no quiero que mi visita a la isla Gueboroar cueste la vida a uno
solo de estos desgraciados.
Me disponía a retirarme, pero el capitán Nemo me retuvo y me invitó a sentarme a su lado.
Me interrogó con interés acerca de nuestras excursiones y la caza, y pareció no
com-prender la necesidad de carne tan apasionadamente sentida por el arponero. Luego la
conversación se orientó hacia otros temas y, sin ser más comunicativo, el capitán Nemo se
mostró más amable.
Entre otras cosas, tocamos el tema de la situación del Nautilus, encallado precisamente en
el mismo estrecho en que Dumont d’Urville estuvo a punto de perder sus barcos. Y a
propósito de Dumont d’Urville me dijo el capitán Nemo:
Fue uno de sus más grandes marinos, uno de sus más inteligentes navegantes. Para
ustedes, los franceses, Dumont d’Urville es como el capitán Cook para los ingleses. ¡Qué
in-fortunio el de ese hombre sabio! ¡Haber desafiado a los ban-cos de hielo del Polo Sur, a
los arrecifes de Oceanía y a los ca-níbales del Pacífico, para acabar muriendo
miserablemente en un tren! Si a ese hombre enérgico le fue dado pensar du-rante los
últimos segundos de su existencia, ¿se imagina us-ted cuáles serían sus pensamientos?
Al hablar así, el capitán Nemo parecía emocionado, y yo inscribí ese gesto en su activo.
Luego, mapa en mano, pasamos revista a los trabajos del navegante francés, sus viajes de
circunnavegación, su doble tentativa del polo Sur que le valió el descubrimiento de las
tierras de Adelia y Luis Felipe y, por último, sus mapas hi-drográficos de las principales
islas de Oceanía.
Lo que en la superficie de los mares hizo su Dumont d’Urville me dijo el capitán
Nemo lo he hecho yo en el in-terior del océano, y más completa y más fácilmente que él.
El Astrolabe y la Zelée, incesantemente zarandeados por los hu-racanes, no podían
competir con el Nautilus, tranquilo gabi-nete de trabajo y verdaderamente sedentario en
medio de las aguas.
Y, sin embargo, capitán, hay un punto común entre las corbetas de Dumont d’Urville y el
Nautilus.
¿Cuál?
El de que el Nautilus haya encallado como ellas.
El Nautilus no ha encallado me respondió fríamente el capitán Nemo. El Nautilus está
hecho para reposar en el le-cho de los mares, y yo no tendré que emprender las penosas
maniobras que hubo de hacer Dumont d’Urville para sacar a flote sus barcos. El Astrolabe y
la Zelée estuvieron a punto de perderse, pero mi Nautilus no corre ningún peligro.
Maña-na, en el día y a la hora señalados, la marea lo elevará suave-mente y reemprenderá
su navegación a través de los mares.
Capitán, yo no pongo en duda…
Mañana añadió el capitán Nemo, levantándose a las dos horas y cuarenta minutos de
la tarde, el Nautilus estará a flote y abandonará, sin avería alguna, el estrecho de Torres.
El capitán Nemo se inclinó ligeramente, en señal de des-pedida. Salí y volví a mi camarote,
donde hallé a Conseil, que deseaba conocer el resultado de mi conversación con el capitán.
Cuando le dije que su Nautilus estaba amenazado por los naturales de la Papuasia, me
respondió muy irónica-mente. Así, pues, ten confianza en él y vete a dormir
tran-quilamente.
¿El señor no necesita de mis servicios?
No. ¿Qué está haciendo Ned Land?
El señor me excusará, pero el amigo Ned está haciendo un paté de canguro que va a ser
una maravilla.
Me acosté y dormí bastante mal. Oía el ruido que hacían los salvajes al pisotear la
plataforma y sus gritos estridentes. Pasó así la noche sin que la tripulación cambiara en lo
más mínimo su comportamiento habitual. La presencia de los caníbales les inquietaba tanto
como a los soldados de un fuerte el paso de las hormigas por sus empalizadas. Me le-vanté
a las seis de la mañana. No se habían abierto las escoti-llas para renovar el aire, pero
hicieron funcionar los depósi-tos para suministrar algunos metros cúbicos de oxígeno a la
atmósfera enrarecida del Nautilus.
Estuve trabajando en mi camarote hasta mediodía, sin ver ni un solo instante al capitán
Nemo. No parecía efectuarse ninguna maniobra de partida a bordo. Esperé aún durante
algún tiempo y luego fui al salón. El reloj de pared indicaba las dos y media. Dentro de diez
minutos la marea debía al-canzar su máxima altura y, si el capitán Nemo no había he-cho
una promesa temeraria, el Nautilus quedaría liberado. Si así no ocurría, podrían pasar meses
antes de salir de su lecho de coral. Pero no tardé en sentir los estremecimientos pre-cursores
que agitaron el casco del buque. Luego se oyeron rechinar los flancos del mismo contra las
asperezas calcáreas del arrecife.
A las dos horas y treinta y cinco minutos, el capitán Nemo apareció en el salón.
Vamos a zarpar dijo.
¡Ah! exclamé.
He dado orden de abrir las escotillas.
¿Y los papúas?
¿Los papúas? dijo el capitán Nemo, alzándose de hom-bros.
¿No teme que penetren en el Nautilus?
¿Cómo podrían hacerlo?
Entrando por las escotillas.
Señor Aronnax, no se entra así como así por las escoti-llas del Nautilus, incluso cuando
están abiertas.
Le miré.
No lo comprende, ¿no es así?
En efecto.
Bien, pues venga y véalo.
Me dirigí hacia la escalera central, al pie de la cual se ha-llaban Ned Land y Conseil, muy
intrigados, contemplando cómo algunos hombres de la tripulación abrían las escoti-llas.
Afuera, sonaban gritos de rabia y espantosas vocifera-ciones.
Se corrieron los portalones del exterior. Veinte figuras ho-rribles aparecieron a nuestra
vista. Pero el primero de los indígenas que tocó el pasamano de la escalera, rechazado hacia
atrás por no sé qué fuerza invisible, huyó dando es-pantosos alaridos y saltos tremendos.
Diez de sus compañe-ros le sucedieron y los diez corrieron la misma suerte.
Conseil estaba fascinado. Ned Land, llevado de sus vio-lentos instintos, se lanzó a la
escalera. Pero nada más tocar el pasamano, fue derribado a su vez.
¡Mil diantres! bramó. ¡Me ha golpeado un rayo!
Su grito me lo explicó todo. No era un pasamano, sino un cable metálico cargado de
electricidad. Quienquiera que lo tocara sufría una formidable sacudida, que podría ser
mor-tal si el capitán Nemo hubiera lanzado a ese conductor toda la electricidad de sus
aparatos. Podía decirse realmente que entre sus asaltantes y él había tendido una barrera
eléctrica que nadie podía franquear impunemente.
Los papúas se habían retirado enloquecidos por el terror. Nosotros, venciendo a duras penas
la risa, consolábamos y friccionábamos al desdichado Ned Land, que juraba como un
poseso.
En aquel momento, el Nautilus, elevado por las aguas, abandonaba su lecho de coral en el
minuto exacto que había fijado el capitán. Su hélice batió el agua con una majestuosa
lentitud. Su velocidad aumentó poco a poco. Navegando en superficie, abandonó sano y
salvo los peligrosos pasos del estrecho de Torres.
23 ((Aegri somnia))
Al día siguiente, 10 de enero, el Nautilus continuó su marcha entre dos aguas, pero con una
velocidad extraordi-naria, que no estimé en menos de treinta y cinco millas por hora. Era tal
la rapidez de su hélice, que no podía yo ni se-guir sus vueltas ni contarlas.
Al pensar que ese maravilloso agente eléctrico, además de dar al Nautilus movimiento, luz
y calor, lo protegía de todo ataque exterior y lo transformaba en un arca santa que nin-gún
profanador podía tocar sin ser fulminado, mi admira-ción no conocía límites, y del aparato
se remontaba al inge-niero que lo había creado.
Marchábamos directamente hacia el oeste, y el 11 de ene-ro pasamos antes el cabo Wessel,
situado a 1350 de longitud y 100 de latitud norte, que forma la punta oriental del golfo de
Carpentaria. Los arrecifes eran todavía numerosos, pero ya más dispersos, y estaban
indicados en el mapa con una extremada precisión. El Nautilus evitó con facilidad los
rompientes de Money, a babor, y los arrecifes Victoria, a es-tribor, situados a 1300 de
longitud sobre el paralelo 10, que seguíamos rigurosamente.
El 13 de enero, llegados al mar de Timor, pasamos cerca de la isla de este nombre, a 1220
de longitud. La isla, cuya super-ficie es de mil seiscientas veinticinco leguas cuadradas, está
gobernada por rajás. Dichos príncipes dicen ser hijos de co-codrilos, es decir, tener el más
alto origen a que puede aspi-rar un ser humano. Sus escamosos antepasados abundan en los
ríos de la isla y son objeto de una particular veneración. Se les protege, se les mima, se les
adula, se les alimenta, se les ofrecen jóvenes muchachas en ofrenda. ¡Pobre del extranje-ro
que ose poner la mano sobre estos sagrados saurios!
Pero el Nautilus no tuvo nada que ver con tan feos anima-les. Timor sólo fue visible un
instante, a mediodía, cuando el segundo fijó la posición. Asimismo, sólo pude entrever la
pequeña isla Rotti, que forma parte del grupo, y cuyas muje-res tienen adquirida en los
mercados malayos una sólida re-putación de belleza.
A partir de ese punto, la dirección del Nautilus se inflexio-nó en latitud hacia el Sudoeste.
Se puso rumbo al océano In-dico. ¿Adónde iba a llevarnos la fantasía del capitán Nemo?
¿Se dirigiría hacia las costas de Asia o hacia las de Europa? Determinaciones poco
probables en un hombre que rehuía los continentes habitados. ¿Descendería, pues, hacia el
Sur? ¿Pasaría por el cabo de Buena Esperanza y por el de Hornos hacia el polo antártico?
¿O regresaría a aquellos mares del Pacífico en los que su Nautilus podía hallar una
navegación fácil e independiente? Era esto algo que sólo el porvenir po-dría decirnos.
Tras haber bordeado los escollos de Cartier, de Hibernia, de Seringapatam y de Scott,
últimos esfuerzos del elemento sólido contra el elemento líquido, el 14 de enero nos
halla-mos más allá de todo vestigio de tierra. La velocidad del Nautilus se redujo
considerablemente, y, muy caprichoso en su comportamiento, navegaba alternativamente
en inmer-sión y en superficie.
Durante este período del viaje, el capitán Nemo se entregó a interesantes experimentos
sobre las diversas temperaturas del mar en capas diferentes. En condiciones normales, estos
datos se obtienen por medio de instrumentos bastante com-plicados. Las informaciones que
éstos procuran son por lo menos dudosas, ya sean sondas termométricas cuyos cristales se
rompen a menudo bajo la presión de las aguas, ya sean apa-ratos basados en la variación de
resistencia de los metales a las corrientes eléctricas. Los resultados así obtenidos no pueden
ser controlados con un rigor suficiente. Pero el capitán Nemo podía permitirse ir por sí
mismo a buscar la temperatura en las profundidades del mar, y su termómetro, puesto en
comu-nicación con las diversas capas líquidas, le proporcionaba tan inmediata como
seguramente los grados solicitados.
Así es como, ya fuere sobrecargando sus depósitos, ya descendiendo oblicuamente por
medio de sus planos incli-nados, el Nautilus alcanzó sucesivamente profundidades de tres,
cuatro, cinco, siete, nueve y diez mil metros, y el resulta-do definitivo de sus experimentos
fue que, bajo todas las la-titudes, el mar, a una profundidad de mil metros, presentaba una
temperatura constante de cuatro grados y medio.
Yo seguía tales estudios con el más vivo interés. El capitán Nemo ponía en ellos una
verdadera pasión. A menudo me preguntaba yo con qué fin procedía él a esas
observaciones. ¿Las hacía en beneficio de sus semejantes? No era probable que así fuera,
pues, un día u otro, los resultados de sus traba-jos debían perecer con él en algún mar
ignorado. A menos que me destinara a mí el resultado de sus estudios. Pero eso significaría
admitir que mi extraño viaje tendría un térmi-no, y ese término yo no lo veía.
Fuera como fuese, el capitán Nemo me dio a conocer al-gunos datos por él obtenidos acerca
de las densidades del agua en los principales mares del Globo. De tal comunica-ción deduje
yo algo interesante a título personal, que no te-nía carácter científico.
Fue en la mañana del 15 de enero, cuando me hallaba pa-seando con el capitán por la
plataforma. Me preguntó si conocía las diferentes densidades de las aguas marítimas. Le
respondí negativamente, precisándole que la ciencia carecía de observaciones rigurosas
sobre este punto.
Yo he efectuado esas observaciones, y puedo certificar la certeza de las mismas.
Bien, pero el Nautilus es un mundo aparte, y los secretos de los sabios no llegan a la
tierra.
Tiene usted razón, señor profesor me dijo tras algunos instantes de silencio. Es,
efectivamente, un mundo aparte. Es tan extranjero a la Tierra como a los planetas que la
acompañan en su viaje alrededor del Sol. Nunca se conoce-rán los trabajos de los sabios de
Saturno o de Júpiter. Sin em-bargo, y puesto que el azar ha ligado nuestras vidas, voy a
co-municarle el resultado de mis observaciones.
Le escucho, capitán.
Usted sabe, señor profesor, que el agua de mar es más densa que el agua dulce. Pero esta
densidad no es uniforme. En efecto, si se representara por la unidad la densidad del agua
dulce, hallaríamos uno y veintiocho milésimas para las aguas del Atlántico, uno y veintiséis
milésimas para la del Pacífico, uno y treinta milésimas para las del Mediterrá-neo…
«¡Ah! pensé, así que se aventura por el Mediterráneo!»
… uno y dieciocho milésimas para las del Jónico y uno y veintinueve milésimas para las
del Adriático.
Decididamente, el Nautilus no rehuía los mares frecuen-tados de Europa, y de ello inferí
que podría llevarnos tal vez en breve hacia continentes más civilizados. Pensé que Ned
Land acogería con gran satisfacción esta información.
Durante varios días, nuestra jornadas transcurrieron en medio de experimentos de todas
clases, tanto sobre los gra-dos de salinidad de las aguas a diferentes profundidades como
sobre su electrización, coloración y transparencia. Y en todos estos estudios el capitán
Nemo desplegó tanta in-geniosidad como amabilidad hacia,/mí. Pero luego, durante varios
días consecutivos, no volví a verle y permanecí de nuevo aislado a bordo.
El 16 de enero, el Nautilus pareció dormirse a unos me-tros tan sólo bajo la superficie. Sus
aparatos eléctricos no funcionaban, y su hélice inmóvil le dejaba errar al dictado de la
corriente. Supuse que la tripulación se ocupaba de las reparaciones interiores, hechas
necesarias por la violencia de los movimientos mecánicos de la máquina.
Mis compañeros y yo fuimos entonces testigos de un cu-rioso espectáculo. Los
observatorios del salón estaban des-cubiertos, y como el fanal del Nautilus estaba apagado
reina-ba una vaga oscuridad en medio de las aguas. El cielo, tormentoso y cubierto de
espesas nubes, daba una insufi-ciente claridad a las primeras capas del océano.
Observaba yo el estado del mar en esas condiciones, en las que los más grandes peces
aparecían como sombras apenas dibujadas, cuando el Nautilus se halló súbitamente
inunda-do de luz. Creí en un primer momento que se había encen-dido el fanal, pero una
rápida observación me hizo recono-cer mi error.
El Nautilus flotaba en medio de una capa fosforescente que, en la oscuridad, se hacía
deslumbrante. El fenómeno era producido por miriadas de animales luminosos, cuyo brillo
se acrecentaba al deslizarse sobre el casco metálico del aparato. Advertí entonces una serie
de relámpagos en medio de las capas luminosas, como coladas de plomo fundido en un
horno o masas metálicas llevadas a la incandescencia, de tal modo que, por contraste,
algunas zonas luminosas pare-cían oscuras en ese medio ígneo que abolía la oscuridad. No,
aquella luminosidad era muy diferente de la irradiación continua de nuestro alumbrado
habitual; había en ella una intensidad y un movimiento insólitos. ¡Se diría una luz viva!
Y viva era, puesto que emanaba de una infinita aglomera-ción de infusorios pelágicos, de
las noctilucas miliares, ver-daderos glóbulos de gelatina diáfana, provistos de un flagelo
filiforme, de las que se ha llegado a contar hasta veinticinco mil en treinta centímetros
cúbicos de agua. Su luminosidad se reforzaba con los resplandores propios de las medusas,
de las asterias, de las aurelias, de los dátiles y de otros zoófltos fosforescentes, impregnados
de las materias orgánicas pro-cedentes del desove de los peces y descompuestas por el mar,
y tal vez de las mucosidades secretadas por los peces.
Durante varias horas, el Nautilus se bañó en aquella luz. Nuestra fascinación se hizo aún
más intensa al ver grandes animales marinos evolucionar como salamandras. Vi allí, en
medio de ese fuego que no quema, unas marsopas rápidas y elegantes, infatigables payasos
de los mares, y unos istióforos o espadones veleros, de tres metros de longitud, de quienes
se dice que anuncian los huracanes, y que golpeaban, a veces, nuestros cristales con su
formidable espada. Aparecieron luego peces más pequeños, entre ellos variados balistes,
es-cómbridos saltadores, nasones y otros muchos que rayaban de colores fulgurantes y
zigzagueantes el agua luminosa.
Era un espectáculo prodigioso, deslumbrante el de aquel fenómeno, cuya intensidad tal vez
era acrecentada por algu-na perturbación atmosférica. ¿Se estaba desencadenando acaso
una tempestad en la superficie del océano? De ser así, el Nautilus, a unos cuantos metros de
profundidad, no sen-tía su furor y se mecía apaciblemente en medio de las aguas tranquilas.
Así proseguía nuestro viaje, siempre amenizado por algu-na nueva maravilla. Conseil
observaba y clasificaba sus zoó-fitos, sus articulados, sus moluscos y sus peces. Los días
pa-saban rápidamente y ya no los contaba yo. Por su parte, Ned se entretenía tratando de
variar la dieta de a bordo. Éramos unos verdaderos caracoles, ya acostumbrados a nuestro
ca-parazón. Por eso puedo afirmar que es fácil llegar a ser un perfecto caracol. Así
estábamos, adaptados ya a una existen-cia que había llegado a parecernos fácil y natural,
sin que apenas pudiéramos imaginar ya que existiera una vida diferente en la superficie de
la tierra, cuando sobrevino un acon-tecimiento que habría de recordarnos lo extraño de
nuestra situación.
El 18 de enero, el Nautilus se hallaba a 1050 de longitud y 150 de latitud meridional. El
tiempo estaba tormentoso y agitado y duro el mar. Soplaba con fuerza el viento del Este. En
baja desde hacía varios días, el barómetro anunciaba tempestad. Había subido yo a la
plataforma en el momento en que el segundo tomaba sus medidas de ángulos horarios.
Esperaba yo oír, como siempre, la frase cotidiana. Pero aquel día esa frase fue reemplazada
por otra no menos incom-prensible. Casi inmediatamente vi aparecer al capitán Nemo,
quien, provisto de un catalejo, escrutó el horizonte. Durante algunos minutos, el capitán
permaneció inmóvil en su contemplación. Luego, bajó su catalejo y cambió unas palabras
con su segundo, quien parecía presa de una emo-ción que se esforzaba en vano por
contener. El capitán Nemo, más dueño de sí, permanecía sereno. Daba la impre-sión de que
oponía algunas objeciones a lo que decía el se-gundo, a juzgar, al menos, por la diferencia
entre el tono y los gestos de ambos.
Por mi parte, había mirado cuidadosamente en la dirección escrutada por el capitán Nemo,
sin ver otra cosa que la nítida línea del horizonte en que se confundían el cielo y el mar.
El capitán Nemo se paseaba de un extremo a otro de la plataforma, sin mirarme, tal vez sin
verme. Su paso era se-guro, pero menos regular que de costumbre. Se detenía de vez en
cuando y, los brazos cruzados sobre el pecho, obser-vaba el mar. ¿Qué podía buscar en ese
inmenso espacio? El Nautilus se hallaba a varios centenares de millas de la costa más
cercana.
El segundo había tomado el catalejo con el que interroga-ba obstinadamente al horizonte.
Luego comenzó a ir y venir, dando muestras de una agitación nerviosa que contrastaba con
la serenidad de su jefe.
Parecía que el misterio iba a aclararse rápidamente, pues a una orden del capitán Nemo, la
máquina desarrolló una ma-yor potencia imprimiendo a la hélice una rotación más rápida.
En aquel momento, el segundo atrajo de nuevo la aten-ción del capitán. Éste suspendió su
paseo y dirigió otra vez el catalejo hacia el punto indicado, observándolo detenida-mente.
Sumamente intrigado, descendí al salón y volví provisto del catalejo que solía yo usar.
Tomando como soporte para el catalejo el saliente formado por el fanal, me disponía a
ob-servar a mi vez el punto indicado, cuando, antes incluso de que hubiera podido aplicar el
ojo al ocular, se me arrancó brutalmente el instrumento de la mano.
Al volverme vi al capitán Nemo ante mí, pero a un capitán Nemo irreconocible. Su
fisonomía se había transfigurado. Sus ojos brillaban con un fulgor sombrío bajo su ceño
frun-cido. La boca descubría a medias sus dientes apretados. Su cuerpo, tenso; sus puños,
cerrados, y su cabeza, replegada entre los hombros, denunciaban la violencia del odio que
exhalaba su persona. Estaba inmóvil. Se le había caído mi catalejo de la mano y rodado a
sus pies.
¿Era yo quien, sin querer, había provocado ese acceso de cólera? ¿Acaso creía aquel
incomprensible personaje que ha-bía sorprendido yo un secreto prohibido a los huéspedes
del Nautilus?
No. No debía ser yo el destinatario de su odio, puesto que no me miraba, y su atención
seguía concentrada obstinada-mente en aquel impenetrable punto del horizonte.
El capitán Nemo recobró por fin el dominio de sí mismo. Su fisonomía, tan profundamente
alterada, recuperó su cal-ma habitual. Tras dirigir a su segundo algunas palabras en su
idioma incomprensible, se volvió hacia mí y me dijo en un tono bastante imperioso:
Señor Aronnax, voy a reclamar de usted el cumplimien-to de uno de los compromisos
que ha contraído conmigo.
¿De qué se trata, capitán?
Tanto usted como sus compañeros deben aceptar que les encierre hasta el momento en
que yo juzgue conveniente de-volverles la libertad.
Estamos en sus manos le respondí, mirándole fijamente. Pero ¿puedo hacerle una
pregunta?
Ninguna, señor.
Ante esta respuesta, no cabía discutir, sino obedecer, puesto que toda resistencia hubiera
sido imposible.
Descendí al camarote de Ned Land y de Conseil y les informé de la determinación del
capitán. Fácil es imaginar la reacción del canadiense a esta comunicación. Pero ni tan
siquiera hubo tiempo para explicaciones. Cuatro hombres de la tripulación nos esperaban a
la puerta y nos condujeron a la celda en que habíamos pasado nuestra primera noche a
bordo del Nautilus.
Ned Land quiso protestar, pero la puerta se cerró tras él por toda respuesta.
¿Podría explicarnos el señor a qué se debe esto y por qué? preguntó Conseil.
Referí a mis compañeros lo ocurrido, lo que les sorpren-dió tanto como a mí y les dejó a
dos velas.
No podía apartar de mi mente el recuerdo de la extraña fi-sonomía del capitán Nemo y,
sumido en un abismo de refle-xiones, me perdía en las más absurdas hipótesis, incapaz de
reunir dos ideas lógicas, cuando Ned Land me sacó de mi concentración al decir, con tono
de sorpresa, que el almuer-zo estaba servido.
En efecto, la mesa estaba puesta, lo que probaba que el ca-pitán Nemo había ordenado
servirla al mismo tiempo que hacía acelerar la marcha del Nautilus.
¿Me permitiría el señor darle un consejo? dijo Conseil.
Sí, muchacho.
El de que coma. Es prudente hacerlo, porque no sabe-mos lo que puede ocurrir.
-Tienes razón, Conseil.
Desgraciadamente dijo Ned Land nos han dado el menú de a bordo.
Amigo Ned replicó Conseil, ¡qué diría entonces si nos hubieran dejado en ayunas!
Este razonamiento bastó para acallar al arponero.
Nos sentamos a la mesa y comimos en silencio. Yo comí muy poco. Conseil se forzó a
hacerlo, por prudencia, y Ned Land, pese a sus protestas, no perdió bocado. Apenas
había-mos terminado de almorzar, cuando se apagó el globo lumi-noso sumiéndonos en una
oscuridad total.
Ned Land no tardó en dormirse, y, con gran sorpresa mía, Conseil cayó también en un
profundo sopor. Me pregunta-ba qué era lo que había podido provocar en él esa imperiosa
necesidad de dormir cuando me sentí yo invadido por una pesada somnolencia, que me
hacía cerrar los ojos contra mi voluntad. Me sentía presa de una extraña alucinación.
Era evidente que se nos había puesto en la comida alguna sustancia soporífera. Así pues, no
bastaba infligirnos la pri-sión para ocultarnos los proyectos del capitán Nemo, sino que
además había que narcotizarnos.
Oí el ruido de las escotillas al cerrarse. Poco después cesa-ba el ligero movimiento de
balanceo producido por las olas, lo que parecía indicar que el Nautilus se había sumergido.
Imposible me fue resistir al sueño. Mi respiración se debi-litaba. Sentí un frío mortal helar
mis miembros cada vez más pesados, como paralizados. Mis párpados, pesados como el
plomo, se cerraron sobre los ojos. Un sueño mórbido, po-blado de alucinaciones, se
apoderó de todo mi ser. Poco a poco fueron desapareciendo las visiones, y me quedé
sumi-do en un total anonadamiento.
24. El reino del coral
Al día siguiente, me desperté con la cabeza singularmen-te despejada, y vi con sorpresa que
me hallaba en mi cama-rote. Mis compañeros debían haber sido también reintegra-dos al
suyo sin darse cuenta, como yo. Como yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para
desvelar el misterio, sólo po-día confiar en el azar de lo porvenir.
La idea de salir del camarote me llevó a preguntarme si me hallaría preso o libre
nuevamente. Libre por completo. Abrí la puerta, recorrí los pasillos y subí la escalera
central. Las escotillas, cerradas la víspera, estaban abiertas. Llegué a la plataforma, donde
ya estaban, esperándome, Ned y Con-seil. A mis preguntas respondieron diciendo que no
sabían nada. Les había sorprendido hallarse en su camarote, al des-pertarse de un pesado
sueño que no había dejado en ellos re-cuerdo alguno.
El Nautilus estaba tan tranquilo y tan misterioso como siempre, navegando por la superficie
de las olas a una mar-cha moderada. Nada parecía haber cambiado a bordo.
Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No había nada a la vista. El
canadiense no señaló nada nuevo en el horizonte, ni vela ni tierra.
Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en largas olas, sometiendo al
Nautilus a un sensible ba-lanceo.
Tras haber renovado su aire, el Nautilus se sumergió a una profundidad media de quince
metros, al objeto, al parecer, de poder emerger rápidamente a la superficie, operación que,
contra toda costumbre, se practicó en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de
enero. En todas ellas, el segundo subía a la plataforma y pronunciaba su frase habi-tual.
El capitán Nemo no apareció durante toda la mañana. El único miembro de la tripulación a
quien vi fue al steward, que me sirvió la comida con su exactitud y mutismo de cos-tumbre.
Hacia las dos de la tarde me hallaba en el salón, ocupado en clasificar mis notas, cuando
apareció el capitán. A mi sa-ludo respondió con una inclinación casi impercetible, sin
dirigirme la palabra. Volví a mi trabajo, esperando que me diera quizá alguna explicación
sobre los acontecimientos de la noche anterior, pero no me dijo nada. Le miré. Su rostro
denunciaba la fatiga, sus ojos enrojecidos no habían sido re-frescados por el sueño. Toda su
fisonomía expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y venía,
se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en seguida, consultaba sus
instrumentos sin to-mar notas como solía, y parecía no poder estar quieto ni un instante.
Al fin se acercó a mí y me dijo:
¿Es usted médico, señor Aronnax?
Era tan inesperada su pregunta, que me quedé mirándole sin responder.
¿Es usted médico? repitió. Sé que algunos de sus cole-gas han hecho estudios de
medicina, como Gratiolet, Mo-quinTandon y otros.
En efecto dije. Soy médico y he practicado durante varios años como interno de
hospitales, antes de entrar en el Museo.
Bien, muy bien.
Mi respuesta satisfizo evidentemente al capitán Nemo.
Ignorando cuáles pudieran ser sus intenciones, esperé que me hiciera nuevas preguntas,
reservándome para res-ponderle según las circunstancias.
Señor Aronnax, ¿aceptaría usted asistir a uno de mis hombres?
¿Tiene usted un enfermo?
Sí.
Estoy a su disposición.
Sígame.
Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo una cierta conexión entre la
enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la víspera, y este miste-rio
me preocupaba casi tanto como el enfermo.
El capitán Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo entrar en un camarote en el
que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta años de edad, de aspecto enérgico.
Era un verdadero prototipo del anglosajón.
Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un en-fermo, sino un herido. Su cabeza,
envuelta en vendajes san-guinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retiré el
vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.
La herida era horrible. El cráneo, machacado por un ins-trumento contundente, dejaba el
cerebro al descubierto. La sustancia cerebral había sufrido una profunda atrición y se
habían producido unos cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del
vino. Había a la vez contusión y conmocion cerebrales. La respiración del enfermo era
lenta. Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La flegmasía
cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad y del movimiento.
El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a en-friarse las extremidades del cuerpo.
Comprendí que la muer-te se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedir-lo. Tras
haber vendado al herido, me dirigí al capitán Nemo.
-¿Cómo se ha producido esta herida?
¿Qué puede importar eso? respondió evasivamente el capitán. Un choque del Nautílus
ha roto una de las palan-cas de la maquinaria y herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo
está?
Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:
Puede usted hablar libremente. Este hombre no com-prende el francés.
Miré nuevamente al herido y respondí:
Va a morir de aquí a dos horas.
¿No hay nada que hacer?
Nada.
Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y cómo brotaban las lágrimas de
sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para llorar.
Durante algunos momentos seguí observando al agoni-zante, cuya palidez iba aumentando
bajo la luz eléctrica que iluminaba su lecho mortal. Miraba su rostro inteligente, sur-cado
de prematuras arrugas labradas tal vez hacía tiempo por la desgracia, si no por la miseria.
Trataba de sorprender el secreto de su vida en las últimas palabras que pudieran dejar
escapar sus labios.
Puede usted retirarse, señor Aronnax me dijo el capi-tán Nemo.
Dejé al capitán en el camarote del agonizante y volví al mío, muy emocionado por aquella
escena. Durante todo el día me sentí agitado por siniestros presentimientos. Dormí mal
aquella noche, y en los momentos de duermevela creí oír lejanos suspiros, y algo así como
una fúnebre salmodia. ¿Sería aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no
podía comprender?
Al día siguiente, por la mañana, cuando subí al puente ha-llé allí al capitán Nemo. Nada
más verme me dijo:
-Señor profesor, ¿desea hacer hoy una excursión subma-rina?
¿Con mis compañeros?
Si quieren.
Estamos a sus órdenes, capitán.
-Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.
Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned Land y a Conseil, a quienes
participé la proposición del capitán Nemo. Conseil se apresuró a aceptar y, esta vez, el
canadiense se mostró muy dispuesto a seguirnos.
Eran las ocho de la mañana. Media hora después estába-mos ya vestidos para ese nuevo
paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y de respiración. Se abrió la doble
puerta, y, acompañados del capitán Nemo, al que seguían doce hombres de la tripulación,
pusimos el pie a una profun-didad de diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el
Nautilus.
Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidenta-do, a una profundidad de unas
quince brazas. Aquel fondo difería mucho del que había visitado durante mi primera
ex-cursión bajo las aguas del océano Pacífico. Ni arena fina, ni praderas submarinas, ni
bosques pelágicos. Reconocí inme-diatamente la maravillosa región a que nos conducía
aquel día el capitán Nemo. Era el reino del coral.
Entre los zoófltos y en la clase de los alcionarios figura el orden de los gorgónidos, que
incluye a las gorgonias, las isis y los coralarios. Es a este último grupo al que pertenece el
coral, curiosa sustancia que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y
animal. Utilizada como re-medio por los antiguos y como joya ornamental por los
mo-dernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés Peysonnel,
data tan sólo de 1694.
El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un polípero calcáreo y
ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los
produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de te-ner una existencia propia. Es,
pues, una especie de socialis-mo natural.
Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al
arborizarse, según la muy atina-da observación de los naturalistas, y nada podía tener
mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha
plantado en el fondo del mar.
Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, camina-mos a lo largo de un banco de
coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano
índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el
entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de
estrella. Pero a dife-rencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fija-das a las
rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.
La luz producía maravillosos efectos entre aquellos rama-jes tan vivamente coloreados.
Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y
ci-líndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados
tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pa-sar
como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como
sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replega-ban en
sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba
en un bloque pétreo.
El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito.
Aquel coral era tan valio-so como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las
costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos
nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.
El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el ki-logramo, y el que allí tenía ante
mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia,
mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos con-juntos inextricables y compactos
que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admira-bles
especímenes de coral rosa.
Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose
ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fan-tástica.
El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo lar-go de una suave pendiente que nos
condujo a una profundi-dad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces
mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que
semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral
vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de
coralinas, unas ver-des y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a
las que los naturalistas han alojado definitiva-mente, tras largas discusiones, en el reino
vegetal. Un pensa-dor ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida
empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo
punto de par-tida».
Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos
metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el ais-lado
«matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el do-minio del bosque inmenso, de las
grandes vegetaciones mi-nerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por
guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices
de color y sus destellos fosfo-rescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes
per-didos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las
meandrinas, las astreas, las fungias, las ca-riófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de
gemas res-plandecientes.
¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comuni-car nuestras sensaciones!
¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para
comuni-carnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos pe-ces que pueblan el
líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden
recorrer al albe-drío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!
Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había
detenido, con sus hombres for-mando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me
di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.
Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones
arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una
espe-cie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el
suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro
centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.
Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña
escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas
protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.
En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas grosera-mente amontonadas, se erguía una
cruz de coral cuyos lar-gos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petri-ficada.
A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres y, a algunos pasos de la
cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que había desatado de su cinturón.
Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un ce-menterio, el agujero, una tumba, y el
objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo
y los suyos habían venido a enterrar a su com-pañero en esa última residencia común, en el
fondo inacce-sible del océano!
¡No! ¡Nunca mi espíritu se había sentido tan sobrecogido como en aquel momento! ¡Jamás
me había sentido embar-gado por una emoción tan impresionante como aquélla! ¡No quería
ver lo que estaban viendo mis ojos!
Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresal-tados, huían los peces de aquí y de
allá. Se oía resonar el hie-rro del pico sobre el suelo calcáreo y de vez en cuando sobre
algún sílex perdido en el fondo de las aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y
pronto se convirtió en una fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.
Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en un tejido de biso blanco,
descendió a su húmeda tum-ba. El capitán Nemo, los brazos cruzados sobre el pecho, y
todos los demás, se arrodillaron en la actitud de la plega-ria… Mis dos compañeros y yo nos
inclinamos religiosa-mente.
Se recubrió la tumba con los restos arrancados al suelo, formando una ligera protuberancia.
El capitán Nemo y sus hombres se reincorporaron y, acer-cándose a la tumba, extendieron
sus manos en un gesto de suprema despedida.
La fúnebre comitiva emprendió entonces el camino de re-greso al Nautilus, bajo los arcos
del bosque, a través de los matorrales y a lo largo de las plantas de coral, en un ascenso
continuo.
Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron nues-tros últimos pasos. A la una, ya
estábamos a bordo.
Nada más despojarme de mi escafandra, subí a la plata-forma donde, Presa de una terrible
confusión de ideas. fui a sentarme cerca del fanal. Pronto se unió a mí el capitán Nemo. Me
levanté y le dije:
Así, pues, tal y como había pronosticado, ese hombre murió anoche.
Sí, señor Aronnax.
Y ahora está reposando junto a sus compañeros en ese cementerio de coral.
-Sí, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros ca-vamos las tumbas y los pólipos se
encargan de sellar en ellas a nuestros muertos para toda la eternidad.
Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos crispadas, el capitán trató vanamente
de contener un sollo-zo. Luego, dijo:
Ése es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de pies bajo la superficie del
mar.
Sus muertos duermen en él tranquilos, capitán, fuera del alcance de los tiburones.
Sí, señor respondió gravemente el capitán Nemo, fue-ra del alcance de los tiburones y
de los hombres.
FIN DE LA PRIMERA PARTE
Segunda parte
1. El océano índico
Aquí comienza la segunda parte de este viaje bajo los mares. Terminó la primera con la
conmovedora escena del cementerio de coral que tan profunda impresión ha dejado en mi
ánimo.
Así, pues, el capitán Nemo no solamente vivía su vida en el seno de los mares, sino que
también había elegido en ellos domicilio para su muerte, en ese cementerio que había
pre-parado en el más impenetrable de sus abismos. Ningún monstruo del océano podría
perturbar el último sueño de los habitantes del Nautilus, de aquellos hombres que se
ha-bían encadenado entre sí para la vida y para la muerte. «Nin-gún hombre, tampoco»,
había añadido el capitán, con unas palabras y un tono que confirmaban su feroz e
implacable desconfianza hacia la sociedad humana.
Había algo que me inducía a descartar la hipótesis sus-tentada por Conseil, quien persistía
en considerar al co-mandante del Nautilus como uno de esos sabios descono-cidos que
responden con el desprecio a la indiferencia de la humanidad. Para Conseil, el capitán
Nemo era un genio in-comprendido que, cansado de las decepciones terrestres, había
debido refugiarse en ese medio inaccesible en el que ejercía libremente sus instintos. Pero,
en mi opinión, tal hi-pótesis no explicaba más que una de las facetas del capitán Nemo.
El misterio de la noche en que se nos había recluido y nar-cotizado, el violento gesto del
capitán al arrancarme el ca-talejo con el que me disponía a escrutar el horizonte, y la herida
mortal de aquel hombre causada por un choque inexplicable del Nautilus, eran datos que
me llevaban a plan-tearme el problema en otros términos. ¡No! ¡El capitán Nemo no se
limitaba a rehuir a los hombres! ¡Su formidable aparato no era solamente un vehículo para
sus instintos de libertad, sino también, tal vez, un instrumento puesto al ser-vicio de no sé
qué terribles represalias!
Nada, sin embargo, es evidente para mí en este momento, en el que sólo me es dado
entrever algún atisbo de luz en las tinieblas, por lo que debo limitarme a escribir, por así
decir-lo, al dictado de los acontecimientos.
Nada nos liga al capitán Nemo, por otra parte. Él sabe que escaparse del Nautilus es
imposible. Ningún compromiso de honor nos encadena a él, no habiendo empeñado nuestra
palabra. No somos más que cautivos, sus prisioneros, aun-que por cortesía él nos designe
con el nombre de huéspedes.
Ned Land no ha renunciado a la esperanza de recobrar su libertad. Es seguro que ha de
aprovechar la primera ocasión que pueda depararle el azar. Sin duda, yo haré como él. Y,
sin embargo, sé que no podría llevarme sin un cierto pesar lo que la generosidad del capitán
nos ha permitido conocer de los misterios del Nautilus. Pues, en último término, ¿hay que
odiar o admirar a este hombre? ¿Es una víctima o un verdu-go? Y, además, para ser franco,
antes de abandonarle para siempre yo querría haber realizado esta vuelta al mundo bajo los
mares, cuyos inicios han sido tan magníficos. Yo querría haber visto lo que ningún hombre
ha visto todavía, aun cuando debiera pagar con mi vida esta insaciable nece-sidad de
aprender. ¿Qué he descubierto hasta ahora? Nada, o casi nada, pues aún no hemos recorrido
más que seis mil leguas a través del Pacífico.
Sin embargo, sé que el Nautilus se aproxima a costas habi-tadas, y sé también que si se nos
ofreciera alguna oportuni-dad de salvación sería cruel sacrificar a mis compañeros a mi
pasión por lo desconocido. No tendré más remedio que seguirles, tal vez guiarles. Pero ¿se
presentará alguna vez tal ocasión? El hombre, privado por la fuerza de su libre albe-drío, la
desea, pero el científico, el curioso, la teme.
A mediodía de aquella jornada, la del 21 de enero de 1868, el segundo de a bordo subió a la
plataforma a tomar la altura del sol. Yo encendí un cigarro y me entretuve en observar sus
operaciones. Me pareció evidente que aquel hombre no comprendía el francés, pues
permaneció mudo e impasible tantas veces cuantas yo expresé en voz alta mis comentarios,
que, de haberlos comprendido, no habrían dejado de provo-car en él algún signo
involuntario de atención.
Mientras él efectuaba sus observaciones por medio del sex-tante, uno de los marineros del
Nautilus el mismo que nos había acompañado en nuestra excursión submarina a la isla de
Crespo vino a limpiar los cristales del fanal. Eso me hizo observar con atención la
instalación del aparato cuya poten-cia se centuplicaba gracias a los anillos lenticulares,
dispues-tos como los de los faros, que mantenían su luz en la orienta-ción adecuada. La
lámpara eléctrica estaba concebida para su máximo rendimiento posible. En efecto, su luz
se producía en el vacío, lo que aseguraba su regularidad a la vez que su inten-sidad. El
vacío economizaba también el deterioro de los fila-mentos de grafito sobre los que va
montado el arco luminoso. Y esa economía era importante para el capitán Nemo, que no
hubiera podido renovar con facilidad sus filamentos. El dete-rioro de éstos en esas
condiciones era mínimo.
Al disponerse el Nautilus a practicar su inmersión, des-cendí al salón. Se cerraron las
escotillas y se puso rumbo di-recto al Oeste.
Estábamos surcando las aguas del océano Indico, vasta llanura líquida de una extensión de
quinientos cincuenta millones de hectáreas, cuya transparencia es tan grande que da vértigo
a quien se asoma a su superficie.
Durante varios días, el Nautilus navegó entre cien y dos-cientos metros de profundidad.
A cualquier otro se le hubieran hecho largas y monótonas las horas. Pero a mí, poseído de
un inmenso amor al mar, los paseos cotidianos por la plataforma al aire vivificante del
océano, el espectáculo fascinante de las aguas a través de los cristales del salón, la lectura
de los libros de la biblioteca y la redacción de mis memorias, ocupaban todo mi tiempo sin
dejarme ni un momento de cansancio o de aburrimiento.
La salud de todos se mantenía en un estado muy satisfac-torio. La dieta de a bordo era
perfectamente adecuada a nuestras necesidades, y yo me habría pasado muy bien sin las
variantes que en ella introducía Ned Land por espíritu de protesta. Además, en aquella
temperatura constante no ha-bía que temer el más mínimo catarro. Por otra parte, la
den-drofilia, ese madrepórico que se conoce en Provenza con el nombre de «hinojo
marino», de la que había una buena re-serva a bordo, habría suministrado, con la carne de
sus póli-pos, una pasta excelente para la tos.
Durante algunos días vimos una gran cantidad de aves acuáticas, palmípedas y gaviotas.
Algunas de ellas pasaron a la cocina para ofrecernos una aceptable variación a los me-nús
marinos que constituían nuestro régimen. Entre los grandes veleros, que se alejan de tierra a
distancias conside-rables y descansan sobre el agua de la fatiga del vuelo, vi magníficos
albatros, aves pertenecientes a la familia de las longipennes y que se caracterizan por sus
gritos discordan-tes como el rebuzno de un asno. La familia de las pelecani-formes estaba
representada por rápidas fragatas que pesca-ban con gran ligereza los peces de la superficie
y por numerosos faetones, entre ellos el de manchitas rojas, del tamaño de una paloma,
cuyo blanco plumaje está matizado de colores rosáceos que contrastan vivamente con el
color ne-gro de las alas.
Las redes del Nautilus nos ofrecieron algunos careys, tor-tugas marinas cuya concha es
muy estimada. Estos reptiles se sumergen muy fácilmente y pueden mantenerse largo
tiempo bajo el agua cerrando la válvula carnosa que tienen en el orificio externo de su canal
nasal. A algunos de ellos se les cogió cuando dormían bajo su caparazón, al abrigo de los
animales marinos. La carne de aquellas tortugas era bas-tante mediocre, pero sus huevos
eran un excelente manjar.
Los peces continuaban sumiéndonos en la mayor admi-ración, cuando a través de los
cristales del Nautilus sorpren-díamos los secretos de su vida acuática. Vi algunas especies
que no me había sido dado poder observar hasta entonces. Entre ellas citaré los ostracios,
habitantes del mar Rojo, de las aguas del Indico y de las que bañan las costas de la
Amé-rica equinoccial. Estos peces, al igual que las tortugas, los ar-madiros, los erizos de
mar y los crustáceos, se protegen bajo una coraza que no es pétrea ni cretácea, sino
verdaderamen-te ósea. Algunos de estos ostracios o pecescofre tienen una forma
triangular y otros cuadrangular. Entre los triangula-res, había algunos de medio decímetro
de longitud, de una carne excelente, marrones en la cola y amarillos en las aletas, cuya
aclimatación a las aguas dulces yo recomendaría. Hay un cierto número de peces marinos
que pueden acostum-brarse fácilmente al agua dulce. Citaré también ostracios
cuadrangulares, de cuyo dorso sobresalían cuatro grandes tubérculos, y otros con manchitas
blancas en la parte infe-rior, que son tan domesticables como los pájaros; trigones,
provistos de aguijones formados por la prolongación de sus placas óseas, a los que su
singular gruñido les ha ganado el nombre de «cerdos marinos», y los llamados dromedarios
por sus gruesas gibas en forma de cono, cuya carne es dura y coriácea.
En las notas diariamente redactadas por «el profesor» Conseil veo también constancia de
algunos peces del género de los tetrodones, propios de estos mares, espenglerianos con el
dorso rojo y el vientre blanco, que se distinguen por tres hileras longitudinales de
filamentos, y eléctricos orna-dos de vivos colores, de unas siete pulgadas de longitud.
También, como muestras de otros géneros, ovoides, así Ha-mados por su semejanza con un
huevo, de color marrón os-curo surcado de franjas blancas y desprovistos de cola;
dio-dones, verdaderos puercoespines del mar, que pueden hincharse como una pelota de
erizadas púas; hipocampos, comunes a todos los océanos; pegasos volantes de hocico
alargado, cuyas aletas pectorales, muy extendidas y dispues-tas en forma de alas, les
permiten si no volar, sí, al menos, saltar por el aire; pegasos espatulados, con la cola
cubierta por numerosos anillos escamosos; macrognatos, así llama-dos por sus grandes
mandíbulas, de unos veinticinco centí-metros de longitud, de hermosos y muy brillantes
colores, y cuya carne es muy apreciada; caliónimos hvidos, de cabeza rugosa; miríadas de
blenios saltadores, rayados de negro, que con sus largas aletas pectorales se deslizan por la
super-ficie del agua con una prodigiosa rapidez; deliciosos peces veleros que levantan sus
aletas como velas desplegadas a las corrientes favorables; espléndidos kurtos engalanados
por la naturaleza con el amarillo, azul celeste, plata y oro; tricóp-teros, cuyas alas están
formadas por radios filamentosos; los cotos, siempre manchados de cieno, que producen un
cierto zumbido; las triglas, cuyo hígado es considerado venenoso; los serranos, con una
especie de anteojeras sobre los ojos, y, por último, esos quetodontes de hocico alargado y
tubular llamados arqueros, verdaderos papamoscas marinos que, armados de un fusil no
inventado por los Chassepot o por los Remington, matan a los insectos disparándoles una
sim-ple gota de agua.
En el octogesimonono género de la clasificación ictiológica de Lacepède, dentro de la
segunda subclase de los óseos, caracterizados por un opérculo y una membrana branquial,
figura la escorpena, en la que pude observar su cabeza ar-mada de fuertes púas y su única
aleta dorsal. Los escorpéni-dos están revestidos o privados de pequeñas escamas, según el
subgénero al que pertenezcan. Al segundo subgénero co-rrespondían los ejemplares de
didáctilos que pudimos ver, rayados de amarillo, de tres a cuatro decímetros tan sólo de
longitud, pero con una cabeza de aspecto realmente fantás-tico. En cuanto al primer
subgénero, pudimos ver varios ejemplares de ese extrañísimo pez justamente llamado «sapo
de mar», con una cabeza enorme y deformada tanto por profundas depresiones como por
grandes protuberan-cias; erizado de púas y sembrado de tubérculos, tiene unos cuernos
irregulares, de aspecto horroroso; su cuerpo y su cola están llenos de callosidades; sus púas
causan heridas muy peligrosas. Es un pez realmente horrible, repugnante.
Del 21 al 23 de enero, el Nautilus navegó a razón de dos-cientas cincuenta leguas diarias, o
sea, quinientas cuarenta millas, a una velocidad media de veintidós millas por hora. Nuestra
observación, al paso, de las diferentes variedades de peces era posible porque, atraídos
éstos por la luz eléctrica, trataban de acompañarnos. La mayor parte quedaban rápi-damente
distanciados por la velocidad del Nautilus, pero los había, sin embargo, que conseguían
mantenerse algún tiem-po en su compañía.
En la mañana del 24, nos hallábamos a 120 5′ de latitud Sur y 940 33’de longitud, en las
proximidades de la isla Kee-ling, de edificación madrepórica, plantada de magníficos
cocoteros, que fue visitada por Darwin y el capitán FitzRoy. El Nautilus navegó a escasa
distancia de esa isla desierta. Sus dragas hicieron una buena captura de pólipos,
equinoder-mos y conchas de moluscos. Los tesoros del capitán Nemo se incrementaron con
algunos preciosos ejemplares de la espe-cie de las delfinulas, a las que añadí una astrea
puntífera, especie de polípero parásito que se fija a menudo en una con-cha.
Pronto desapareció del horizonte la isla Keeling y se puso rumbo al Noroeste, hacia la
punta de la península india.
Tierras civilizadas me dijo aquel día Ned Land, mejo-res que las de esas islas de la
Papuasia en las que se encuen-tra uno más salvajes que venados. En esas tierras de la India,
señor profesor, hay carreteras, ferrocarriles, ciudades ingle-sas, francesas y asiáticas. No se
pueden recorrer cinco millas sin encontrar un compatriota. ¿No cree usted que ha llegado el
momento de despedirnos del capitán Nemo?
No, Ned. No le respondí tajantemente. El Nautilus se está acercando a los continentes
habitados. Vuelve a Europa, deje usted que nos lleve allí. Una vez llegados a nuestros
ma-res, veremos lo que podamos hacer. Por otra parte, no creo yo que el capitán Nemo nos
permitiera ir de caza por las cos-tas de Malabar o de Coromandel, como en las selvas de
Nue-va Guinea.
¿Es que necesitamos acaso de su permiso?
No respondí al canadiense. No quería discutir. En el fon-do, lo que yo deseaba de todo
corazón era recorrer hasta el fin los caminos del azar, del destino que me había llevado a
bordo del Nautilus.
A partir de la isla Keeling, nuestra marcha se tornó más lenta y más caprichosa, con
frecuentes incursiones por las grandes profundidades. En efecto, se hizo uso en varias
oca-siones de los planos inclinados por medio de palancas inte-riores que los disponían
oblicuamente a la línea de flotación. Descendimos así hasta dos y tres kilómetros, pero sin
llegar a tocar fondo en esos mares en los que se han hecho sondeos de hasta trece mil
metros sin poder alcanzarlo. En cuanto a la temperatura de las capas bajas, el termómetro
indicó in-variablemente cuatro grados sobre cero en todos los descen-sos. Pude observar
que, en las capas superiores, el agua esta-ba siempre más fría sobre los altos fondos que en
alta mar.
El 25 de enero, el océano estaba absolutamente desierto. El Nautilus pasó toda la jornada en
la superficie batiendo con su potente hélice las olas que hacía saltar a gran altura. ¿Quién al
verlo así no lo hubiera tomado por un gigantesco cetáceo?
Pasé las tres cuartas partes de aquella jornada sobre la plataforma, contemplando el mar.
Nada en el horizonte, con la unica excepción de un vapor al que avisté hacia las cuatro de la
tarde navegando hacia el Oeste. Su arboladura fue visi-ble un instante, pero su tripulación
no podía ver al Nautilus, demasiado a ras de agua. Yo supuse que el vapor debía
per-tenecer a la línea Peninsular y Oriental que cubre el servicio de Ceilán a Sidney, con
escalas en la punta del Rey George y en Melbourne.
Hacia las cinco de la tarde, antes de ese rapidísimo cre-púsculo que apenas separa el día de
la noche en esas zonas tropicales, Conseil y yo tuvimos ocasión de presenciar,
ma-ravillados, un curioso espectáculo.
Hay un gracioso animal cuyo encuentro presagiaba para los antiguos venturosas
perspectivas. Aristóteles, Ateneo, Plinio y Opiano estudiaron su comportamiento y
volcaron en sus descripciones todo el lirismo de que eran capaces los sabios de Grecia y de
Italia. Lo llamaron Nautilus y Pompi-lius, denominación no ratificada por la ciencia
moderna que ha aplicado a este molusco la de argonauta.
Quien hubiera consultado a Conseil habría sabido que los moluscos se dividen en cinco
clases, la primera de las cuales, la de los cefalópodos, en sus dos variedades de desnudos y
de testáceos, comprende a su vez dos familias: la de los di-branquios y la de los
tetrabranquios, en función de su nú-mero de branquias. Hubiera sabido asimismo que la
familia de los dibranquios contiene tres géneros: el argonauta, el ca-lamar y la jibia, en
tanto que la de los tetrabranquios tiene uno sólo: el nautilo. Si después de esta explicación
de no-menclatura, un entendimiento rebelde confundiera al argonauta, que es acetabulífero,
es decir, portador de ventosas con el nautdo, que es tentaculífero, es decir, portador de ten
táculos, no tendría perdón.
Eran argonautas, y en una cantidad de varios centenares, los que acompañaban al Nautilus.
Pertenecían a la especie de los argonautas tuberculados, propia de los mares de la India.
Los graciosos moluscos se movían a reculones por medio de su tubo locomotor a través del
cual expulsaban el agua que habían aspirado. De sus ocho brazos, seis, finos y alar-gados,
flotaban en el agua, mientras los dos restantes, redon-deados, se tendían al viento como una
vela ligera. Veía yo perfectamente su concha espiraliforme y ondulada que Cu-vier ha
comparado a una elegante chalupa. Y es, en efecto, un verdadero barquito que transporta al
animal que lo ha secretado, sin adherencia entre ambos.
El argonauta es libre de abandonar su concha le dije a Conseil, pero nunca lo hace.
Lo mismo que el capitán Nemo respondió atinada mente Conseil. Por eso hubiera
hecho mejor en llamar a su navío El Argonauta.
Durante casi una hora navegó el Nautilus en medio de aquellos moluscos, hasta que,
súbitamente, espantados, al parecer, por algo que ignoro, y como respondiendo a una
se-ñal, arriaron las velas, replegaron los brazos, contrajeron los cuerpos y cambiaron el
centro de gravedad al invertir la po-sición de las conchas. En un instante, toda la flotilla
desapa-reció bajo las olas con una simultaneidad y acompasamiento nunca igualados por
los navíos de una escuadra.
La desaparición de los argonautas coincidió con la súbita caída de la noche. Las olas,
apenas levantadas por la brisa, golpeaban los flancos del Nautilus.
Al día siguiente, 26 de enero, cortábamos el ecuador por el meridiano noventa y
regresábamos al hemisferio boreal.
Durante aquel día tuvimos por cortejo una formidable tropa de escualos, terribles animales
que pululan en estos mares haciéndolos muy peligrosos. Eran escualos filipos de lomo
oscuro y vientre blancuzco, armados de once hileras de dientes; escualos ojeteados con el
cuello marcado por una gran mancha negra rodeada de blanco que parece un ojo; isabelos
de hocico redondeado y manchado de puntos oscu-ros. De vez en cuando, los potentes
tiburones se precipita-ban contra el cristal de nuestro observatorio con una violen-cia
inquietante, que ponía fuera de sí a Ned Land. Quería subir a la superficie y arponear a los
monstruos, sobre todo a algunos emisoles con la boca empedrada de dientes dispues-tos
como un mosaico, y a los tigres, de cinco metros de lon-gitud, que le provocaban con una
particular insistencia. Pero el Nautilus aumentó su velocidad y no tardó en dejar rezagados
a los más rápidos de aquellos tiburones.
El 27 de enero, a la entrada del vasto golfo de Bengala, pu-dimos ver en varias ocasiones el
siniestro espectáculo de ca-dáveres flotantes. Eran los muertos de las ciudades de la India
llevados a alta mar por la corriente del Ganges, ya devorados a medias por los buitres, los
únicos sepultureros del país. Pero no faltaban allí escualos para ayudarles en su fúnebre
tarea.
Hacia las siete de la tarde, el Nautilus, navegando a flor de agua, se halló en medio de un
mar blanquecino que se diría de leche.
El extraño efecto no se debía a los rayos lunares, pues la luna apenas se había levantado aún
en el horizonte. Todo el cielo, aunque iluminado por la radiación sideral, parecía ne-gro por
contraste con la blancura de las aguas.
Conseil no podía dar crédito a sus ojos y me interrogó so-bre las causas del singular
fenómeno.
Es lo que se llama un mar de leche le respondí, una vasta extensión de olas blancas
que puede verse frecuente-mente en las costas de Amboine y en estos parajes.
Pero ¿puede decirme el señor cuál es la causa de este sin-gular efecto? Porque no creo yo
que el agua se haya transfor-mado en leche.
Claro que no. Esta blancura que tanto te sorprende es debida a la presencia de miríadas de
infusorios, una especie de gusanillos luminosos, incoloros y gelatinosos, del grosor de un
cabello y con una longitud que no pasa de la quinta parte de un milímetro. Estos infusorios
se adhieren entre sí formando una masa que se extiende sobre varias leguas.
¿Leguas? ¿Es posible?
Sí, muchacho, y te recomiendo que no trates de calcular el número de infusorios. Nunca
lo conseguirías, pues, si no me equivoco, algunos navegantes han flotado sobre estos mares
de leche durante más de cuarenta millas.
No sé si Conseil tuvo o no en cuenta mi recomendación, pero la profunda concentración en
que se quedó sumido pa-recía indicar que se hallaba calculando cuántos quintos de
milímetro pueden contener cuarenta millas cuadradas, mientras yo continuaba observando
el fenómeno.
Durante varias horas, el Nautilus cortó con su espolón aquella agua blancuzca, deslizándose
sin ruido por el agua jabonosa, como si estuviera flotando en los remolinos de espuma que
forman las corrientes y contracorrientes de las bahías.
Hacia media noche, el mar recuperó súbitamente su as-pecto ordinario, pero detrás de
nosotros, y hasta los límites del horizonte, el cielo, reflejando la blancura del agua, pare-ció
durante largo tiempo acoger los vagos fulgores de una aurora boreal.
2. Una nueva proposición del capitán Nemo
El 28 de febrero, al emerger el Nautilus a la superficie, a mediodía, nos hallábamos, a 90
4’de latitud Norte, ala vista de tierra, a unas ocho millas al Oeste. Vi una aglomeración de
montañas, de unos dos mil pies de altura, modeladas en formas muy caprichosas. Una vez
fijada la posición, volví al salón donde al consultar el mapa reconocí que nos hallába-mos
en presencia de la isla de Ceilán, esa perla que pende del lóbulo inferior de la península
indostánica.
Fui a la biblioteca a buscar algún libro sobre la isla, una de las más fértiles del mundo, y
hallé un volumen de Sirr H. C., Esq., titulado Ceylan and the Cingalese. En el salón, tomé
nota de la situación y extensión de Ceilán, a la que la Anti-güedad dio nombres tan
diversos. Está entre 50 55’y 90 49′ de latitud Norte y entre 790 42′ y 820 y 4′, de longitud al
Este del meridiano de Greenwich. Tiene doscientas setenta y cin-co millas de longitud y
ciento cincuenta de anchura máxi-ma; su circunferencia, novecientas millas, y su superficie,
veinticuatro mil cuatrocientas cuarenta y ocho millas, es de-cir, un poco inferior a la de
Irlanda.
El capitán Nemo y su segundo entraron en el salón. El ca-pitán echó una ojeada al mapa y
luego se volvió hacia mí.
La isla de Ceilán dijo, una tierra célebre por sus pes-querías de perlas. ¿Le gustaría
visitar una de esas pesque-rías, señor Aronnax?
Naturalmente que sí, capitán.
Bien, pues nada más fácil. Veremos las pesquerías, pero no a los pescadores. Todavía no
ha empezado la explotación del año. Voy a ordenar, pues, que nos adentremos en el golfo
de Manaar, al que llegaremos esta noche.
El capitán dijo algo a su segundo, que salió en seguida. Pronto el Nautilus se sumergió
nuevamente, a una profundi-dad de treinta pies, según indicó el manómetro.
Busqué el golfo de Manaar en el mapa y lo hallé en el nove-no paralelo, en la costa
occidental de Ceilán. Está formado por la alargada línea de la pequeña isla de Manaar. Para
llegar a él había que costear toda la parte occidental de la isla.
Señor profesor dijo el capitán Nemo, la pesca de per-las se efectúa en el golfo de
Bengala, en el mar de las Indias, en los mares de China y del Japón, en aguas de América
del Sur, en el golfo de Panamá y en el de California, pero es en Ceilán donde se hace con
más provecho. Llegamos un poco pronto, cierto. Los pescadores no se concentran en el
golfo de Manaar hasta el mes de marzo. En ese tiempo y durante treinta días sus trescientos
barcos se entregan a esta lucrativa explotación de los tesoros del mar. Cada barco tiene una
do-tación de diez remeros y diez pescadores. Éstos, divididos en dos grupos, bucean
alternativamente descendiendo hasta una profundidad de doce metros por medio de una
pesada piedra entre sus pies, que una cuerda liga al barco.
-¿Continúan usando ese medio tan primitivo?
-Así es respondió el capitán Nemo, pese a que estas pesquerías pertenezcan al pueblo
más industrioso del mun-do, a los ingleses, a quienes fueron cedidas por el tratado de
Amiens en 1802.
Creo que la escafandra, tal como usted la usa, sería de gran utilidad en estas faenas.
-Sí, ya que estos pobres pescadores no pueden resistir mucho tiempo bajo el agua. El inglés
Perceval, en la descrip-ción de su viaje a Ceilán, habla de un cafre que resistía cinco
minutos bajo el agua, pero esto no es digno de crédito. Sé que algunos llegan a resistir hasta
cincuenta y siete segun-dos, e incluso los hay que permanecen ochenta y siete segun-dos.
Pero son muy pocos los que pueden aguantar tanto, y cuando salen echan sangre por la
nariz y los oídos. Yo creo que la media de tiempo que los pescadores pueden soportar es de
treinta segundos. Durante ese tiempo, se apresuran a meter en una pequeña red todas las
ostras perlíferas que pueden arrancar. Pero generalmente estos pescadores no lle-gan a
viejos. Su vista se debilita y sus ojos se ulceran, sus cuerpos se cubren de llagas. Y con
frecuencia sufren ataques de apoplejía bajo el agua.
Sí, es un triste oficio, y tanto más cuanto que sólo sirve a satisfacer los caprichos de
algunos. Pero, dígame, capitán, ¿qué cantidad de ostras puede pescar un barco al día?
De cuarenta a cincuenta mil. Se dice que, en 1814, el go-bierno inglés acometió por su
cuenta la explotación y, en veinte días de trabajo, sus buceadores cogieron setenta y seis
millones de ostras.
¿Están bien retribuidos, al menos, estos pescadores?
-Apenas, señor profesor. En Panamá, sólo ganan un dólar a la semana. Se les paga un sol
por cada ostra que contenga una perla. Imagínese el número de ostras que recogen sin
perlas.
Es odioso que se pueda pagar así a esas pobres gentes que enriquecen a sus patronos.
Bien, señor profesor, visitarán usted y sus compañeros el banco de Manaar, y si por
casualidad encontramos allí algún pescador madrugador le veremos operar.
-De acuerdo, capitán.
A propósito, señor Aronnax, espero que no tenga usted miedo a los tiburones.
¿Tiburones?
La pregunta me pareció a mí mismo ociosa.
¿Y bien?
Debo confesarle, capitán, que todavía no estoy muy fa-miliarizado con esta clase de
peces.
Nosotros sí lo estamos, como lo estará usted con el tiem-po. Además, iremos armados y
quizá podamos cazar alguno por el camino. Es una caza interesante. Así, pues, hasta
ma-ñana. Habrá que madrugar mucho, señor profesor.
Dicho eso, con la mayor naturalidad, el capitán Nemo sa-lió del salón.
Cualquiera a quien se le invitara a una cacería de osos en las montañas de Suiza, diría
naturalmente: «Muy bien, ma-ñana vamos a cazar osos». Si la invitación fuera a cazar
leo-nes en las llanuras del Atlas o tigres en las junglas de la India, diría no menos
naturalmente: «¡Ah! Parece que vamos a ca-zar leones o tigres». Pero cualquiera a quien se
le invitara a cazar tiburones en su elemento natural solicitaría un tiempo de reflexión antes
de aceptar la invitación.
Hube de pasarme la mano por la frente para secarme unas gotas de sudor frío.
«Reflexionemos me dije y tomémoslo con calma. Pase aún lo de ir a cazar nutrias en
los bosques submarinos, como hicimos en la isla Crespo. Pero eso de ir al fondo del mar
con la seguridad de encontrar tiburones es harina de otro costal. Ya sé que en determinados
lugares, como en las islas Anda-menas, los negros no vacilan en atacar al tiburón, con un
pu-ñal en una mano y un lazo en la otra, pero también sé que muchos de los que afrontan a
esos formidables animales no vuelven nunca. Además, yo no soy un negro, y aunque lo
fuera, creo que la duda no está desplazada.»
Y heme aquí con la mente llena de tiburones, pensando en esas terribles mandíbulas
armadas de múltiples hileras de dientes capaces de cortar a un hombre en dos. Creo que
lle-gué a sentir el dolor en los riñones. Y, además, me era difícil digerir la naturalidad con
que el capitán me había hecho esa deplorable invitación. Cualquiera hubiese dicho que se
tra-taba simplemente de cazar un inofensivo zorro en el bosque.
«Bueno pensé, de todos modos, Conseil no querrá ve-nir, lo que me dispensará de
acompañar al capitán.»
No estaba yo tan seguro de la cordura de Ned Land. Cual-quier peligro, por grande que
fuese, ejercía una invencible atracción sobre su naturaleza combativa.
Intenté continuar la lectura del libro de Sirr, pero sin po-der hacer otra cosa que hojearlo
maquinalmente. Veía en-tre las líneas las formidables mandilbulas abiertas de los es-cualos.
En aquel momento, entraron Conseil y el canadiense. Ve-nían tranquilos e incluso alegres.
No sabían lo que les espe-raba.
Oiga me dijo Ned Land, su capitán Nemo (que el dia-blo se lleve) acaba de hacernos
una amable invitación.
¡Ah!, entonces ya sabéis lo que…
El comandante del Nautilus dijo Conseil nos ha invi-tado a visitar mañana, en
compañía del señor, las magníficas pesquerías de Ceilán. Y lo ha hecho en los términos
más amables, como un verdadero gentleman.
¿No os ha dicho nada más?
Nada, sino que ya le había hablado al señor de este pe-queño paseo.
En efecto, pero no os ha dado ningún detalle sobre…
Ninguno, señor naturalista. Nos acompañará usted, ¿no?
-Yo …. sin duda, Ned. Pero veo que le apetece a usted.
Sí, será curioso, muy curioso.
Peligroso tal vez añadí con un tono insinuante.
¿Peligrosa una simple excursión por un banco de ostras ?
Decididamente, el capitán Nemo había juzgado inútil ha-blarles de los tiburones. Yo les
miraba, turbado, como si ya les faltara algún miembro. ¿Debía advertirles? Sí, sin duda,
pero no sabía cómo hacerlo.
¿Querría el señor darnos algunos detalles sobre la pesca de perlas?
¿Sobre la pesca en sí misma, o sobre los incidentes que pueden … ?
Sobre la pesca respondió el canadiense. Bueno es co-nocer el terreno antes de
adentrarse en él.
Pues bien, sentaos, amigos míos, y os enseñaré todo lo que el inglés Sirr acaba de
enseñarme sobre esto.
Ned y Conseil se sentaron en el diván. Antes de que co-menzara a explicarles, preguntó el
canadiense:
¿Qué es exactamente una perla?
Amigo Ned, para el poeta, la perla es una lágrima del mar; para los orientales, es una gota
de rocío solidificada; para las damas, es una joya de forma oblonga, de brillo hiali-no, de
una materia nacarada, que ellas llevan en los dedos, en el cuello o en las orejas; para el
químico, es una mezcla de fosfato y de carbonato cálcico con un poco de gelatina, y, por
último, para el naturalista, es una simple secreción enfermi-za del órgano que produce el
nácar en algunos bivalvos.
Rama de los moluscos dijo Conseil, clase de los aréfa-los, orden de los testáceos.
Precisamente, sabio Conseil. Ahora bien, entre estos tes-táceos, la oreja de mar iris, los
turbos, las tridacnas, las pin-nas, en una palabra, todos los que secretan nácar, es decir, esta
sustancia azul, azulada, violeta o blanca que tapiza el in-terior de sus valvas, son
susceptibles de producir perlas.
¿Las almejas también? preguntó el canadiense.
Sí, las almejas de algunos ríos de Escocia, del País de Ga-les, de Irlanda, de Sajonia, de
Bohemia y de Francia.
Habrá que estar atentos de ahora en adelante -respondió el canadiense.
Pero el molusco por excelencia que destila la perla es la madreperla, la Meleagrina
margaritifera, la preciosa pinta-dina. La perla no es más que una concreción nacarada de
forma globulosa, que se adhiere a la concha de la ostra o se incrusta en los pliegues del
animal. Cuando se aloja en las valvas, la perla es adherente; cuando lo hace en la carne, está
suelta. Siempre tiene por núcleo un pequeño cuerpo duro, ya sea un óvulo estéril, ya un
grano de arena, en torno al cual va depositándose la materia nacarada a lo largo de varios
años, sucesivamente y en capas finas y concéntricas.
¿Puede haber varias perlas en una misma ostra?
Sí, hay algunas madreperlas que son un verdadero joye-ro. Se ha hablado de un ejemplar
que contenía, annque yo me permito dudarlo, nada menos que ciento cincuenta tibu-rones.
¿Ciento cincuenta tiburones? exclamó Ned Land.
¿Dije tiburones? Quería decir perlas. Tiburones… no tendría sentido.
En efecto -dijo Conseil, pero tal vez el señor quiera de-cirnos ahora cómo se extraen
esas perlas.
Se procede de varios modos. Cuando las perlas están ad-heridas a las valvas se arrancan
incluso con pinzas. Pero lo corriente es que se depositen las madreperlas en unas esteri-llas
sobre el suelo. Mueren así al aire libre, y al cabo de diez días se hallan en un estado
satisfactorio de putrefacción. Se meten entonces en grandes depósitos Henos de agua de
mar, y luego se abren y se lavan. Se procede después a un doble trabajo. Primero, se
separan las placas de nácar conocidas en el comercio con los nombres de franca plateada,
bastarda blanca y bastarda negra, que se entregan en cajas de ciento veinticinco a ciento
cincuenta kilos. Luego quitan el parén-quima de la ostra, lo ponen a hervir y lo tamizan
para extraer hasta las más pequeñas perlas.
¿Depende el precio del tamaño? preguntó Conseil.
No sólo de su tamaño, sino también de su forma, de su agua, es decir, de su color, y de su
oriente, es decir, de ese bri-llo suave de visos cambiantes que las hace tan agradables a la
vista. Las más bellas perlas son llamadas perlas vírgenes o parangones. Son las que se
forman aisladamente en el tejido del molusco; son blancas, generalmente opacas, aunque a
veces tienen una transparencia opalina, y suelen ser esféri-cas o piriformes. Las esféricas
son comúnmente utilizadas para collares y brazaletes; las piriformes, para pendientes, y por
ser las más preciosas se venden por unidades. Las otras, las que se adhieren a la concha de
la ostra, son más irregula-res y se venden al peso. Por último, en un orden inferior se
clasifican las pequeñas perlas conocidas con el nombre de aljófar, que se venden por
medidas y que sirven especial-mente para realizar bordados sobre los ornamentos
ecle-siásticos.
Debe ser muy laboriosa la separación de las perlas por su tamaño dijo el canadiense.
No. Ese trabajo se hace por medio de once tamices o cribas con un número variable de
agujeros. Las perlas que quedan en los tamices que tienen de veinte a ochenta aguje-ros son
las de primer orden. Las que no escapan a las cribas perforadas por cien a ochocientos
agujeros son las de se-gundo orden. Por último, aquellas con las que se emplean tamices de
novecientos a mil agujeros son las que forman el aljófar.
Es muy ingeniosa esa clasificación mecánica de las per-las dijo Conseil. ¿Podría
decirnos el señor lo que produce la explotación de los bancos de madreperlas?
Si nos atenemos al libro de Sirr respondí, las pesque-rías de Ceilán están arrendadas
por una suma anual de tres millones de escualos.
De francos dijo Conseil.
Sí, de francos. Tres millones de francos. Pero yo creo que estas pesquerías no producen
ya tanto como en otro tiempo Lo mismo ocurre con las pesquerías americanas, que, bajo e
reinado de Carlos V, producían cuatro millones de francos en tanto que ahora no pasan de
los dos tercios. En suma puede evaluarse en nueve millones de francos el rendimien-to
general de la explotación de las perlas.
Se ha hablado de algunas perlas célebres cotizadas a muy altos precios dijo Conseil.
En efecto. Se ha dicho que César ofreció a Servilia una perla estimada en ciento veinte
mil francos de nuestra mo-neda.
Yo he oído contar dijo el canadiense que hubo una dama de la Antigüedad que bebía
perlas con vinagre.
Cleopatra dijo Conseil.
Eso debía tener muy mal gusto añadió Ned Land.
Detestable, Ned respondió Conseil, pero un vasito de vinagre al precio de mil
quinientos francos hay que apre-ciarlo.
Siento no haberme casado con esa señora dijo el cana-diense a la vez que hacía un gesto
de amenaza.
¡Ned Land esposo de Cleopatra! exclamó Conseil.
Pues aquí donde me ve, Conseil, estuve a punto de casar-me dijo el canadiense muy en
serio, y no fue culpa mía que la cosa no saliera bien. Y ahora recuerdo que a mi novia,
Kat Tender, que luego se casó con otro, le regalé un collar de perlas. Pues bien, aquel collar
no me costó más de un dólar, y, sin embargo, puede creerme el señor profesor, las perlas
que lo formaban no hubieran pasado por el tamiz de veinte agujeros.
Mi buen Ned le dije, riendo, eran perlas artificiales, simples glóbulos huecos de vidrio
delgado interiormente revestido de la llamada esencia de perlas o esencia de Oriente.
Pero esa esencia de perlas dijo el canadiense debe cos-tar cara.
Prácticamente nada. No es otra cosa que el albeto, la sus-tancia plateada de las escamas
del alburno, conservado en amoníaco. No tiene valor alguno.
Quizá fuera por eso por lo que Kat Tender se casó con otro dijo filosóficamente Ned
Land.
Pero, volviendo a las perlas de muy alto valor dije, no creo que jamás soberano
alguno haya poseído una superior a la del capitán Nemo.
-Ésta dijo Consed, mostrando una magnífica perla en la vitrina.
Estoy seguro de no equivocarme al asignarle como mí-nimo un valor de dos millones
de…
De francos dijo vivamente Conseil.
Sí dije, dos millones de francos, sin que le haya costa-do seguramente más trabajo
que recogerla.
¿Quién nos dice que no podamos mañana encontrar otra de tanto valor? dijo Ned Land.
¡Bah! exclamó Conseil.
¿Y por qué no?
¿Para qué nos servirían esos millones, a bordo del Nauti-lus?
A bordo, para nada dijo Ned Land; pero… fuera…
¡Oh! ¡Fuera de aquí! exclamó Conseil, moviendo la ca-beza.
Ned Land tiene razón dije, y si volvemos alguna vez a Europa o a América con una
perla millonaria, tendremos algo que dará una gran autenticidad y al mismo tiempo un alto
precio al relato de nuestras aventuras.
Ya lo creo dijo el canadiense.
Pero Conseil, atraído siempre por el lado instructivo de las cosas, preguntó:
¿Es peligrosa la pesca de perlas?
No respondí vivamente, sobre todo, si se toman cier-tas precauciones.
¿Qué puede arriesgarse en ese oficio? ¿Tragar unas cuan-tas bocanadas de agua salada?
dijo Ned Land.
-Tiene usted razón, Ned. A propósito dije, tratando de remedar la naturalidad del capitán
Nemo, ¿no tiene usted miedo de los tiburones?
-¿Yo? ¿Miedo yo, un arponero profesional? Mi oficio es burlarme de ellos.
Es que no se trata de arponearlos, de izarlos al puente de un barco, de despedazarlos, de
abrirles el vientre y arrancar-les el corazón para luego echarlos al mar.
Entonces, de lo que se trata es de…
Sí.
¿En el agua?
En el agua.
Bien, ¡con un buen arpón! ¿Sabe usted, señor profesor? Los tiburones tienen un defecto, y
es que necesitan ponerse tripa arriba para clavarle los dientes, y mientras tanto…
Daba escalofríos la forma con que Ned Land dijo eso de «clavarle los dientes».
-Y tú, Conseil, ¿qué piensas de esto?
Yo seré franco con el señor.
«¡Vaya! ¡Menos mal!», pensé.
Si el señor afronta a los tiburones, no veo por qué su fiel sirviente no lo haría con él.
3. Una perla de diez millones
No pude apenas dormir aquella noche. Los escualos atra-vesaban mis sueños. Me parecía
tan justa como injusta a la vez esa etimología que hace proceder la palabra francesa con que
se designa al tiburón, requin, de la palabra requiem.
A las cuatro de la mañana me despertó el steward que el capitán Nemo había puesto
especialmente a mi servicio. Me levanté rápidamente, me vestí y pasé al salón, donde ya se
hallaba el capitán Nemo.
¿Está usted dispuesto, señor Aronnax?
Lo estoy, capitán.
Entonces, sígame.
¿Y mis compañeros?
Nos están esperando ya.
-¿No vamos a ponernos las escafandras?
Todavía no. No he acercado el Nautilus a la costa, y esta-mos bastante lejos del banco de
Manaar. Pero he hecho pre-parar la canoa, que nos conducirá al punto preciso de
de-sembarco evitándonos un largo trayecto. Nos equiparemos con los trajes de buzo en el
momento de dar comienzo a esta exploración submarina.
El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central, cu-yos peldaños terminaban en la
plataforma. Ned y Conseil es-taban ya allí, visiblemente contentos de la «placentera
expe-dición» que se preparaba.
Cinco marineros nos esperaban en la canoa adosada al flanco del Nautilus.
Aún era de noche. Las nubes cubrían el cielo, dejando apenas entrever algunas estrellas.
Dirigí la mirada a tierra, pero no vi más que una línea confusa que cerraba las tres cuartas
partes del horizonte del Sudoeste al Noroeste. El Nautilus había costeado durante la noche
la región occiden-tal de Ceilán y se hallaba al Oeste de la bahía, o más bien del golfo que
forma con ese país la isla de Manaar. Allí, bajo sus oscuras aguas, se extendía el banco de
madreperlas sobre más de veinte millas de longitud.
El capitán Nemo, Conseil, Ned Land y yo nos instalamos a popa. Un marinero se puso al
timón, mientras los otros cua-tro tomaban los remos. Se largó la boza y nos alejamos del
Nautilus, con rumbo Sur. Los remeros trabajaban sin prisa. Observé que sus vigorosos
movimientos se sucedían cada diez segundos, según el método generalmente usado por las
marinas de guerra.
Mientras corría la embarcación por su derrotero, las go-tas líquidas golpeaban a los remos
crepitando como esquir-las de plomo fundido. Un ligero oleaje imprimía a la canoa un
pequeño balanceo, y las crestas de algunas olas chapotea-ban en la proa.
Íbamos silenciosos. ¿En qué pensaba el capitán Nemo? Tal vez en esa tierra hacia la que se
aproximaba y que debía pa-recerle excesivamente cercana, al contrario que al canadien-se,
para quien debía estar excesivamente lejana. Conseil iba como un simple curioso.
Hacia las cinco y media empezó a acusarse más netamen-te en el horizonte la línea superior
de la costa. Bastante llana por el Este, se elevaba un poco hacia el Sur. Cinco millas nos
separaban todavía de ella y su perfil se confundía aún con las aguas brumosas. Entre la
costa y nosotros, el mar desierto. Ni un barco, ni un buceador. Soledad profunda en este
lugar de cita de los pescadores de perlas. Tal como había dicho el capitán Nemo,
llegábamos a estos parajes con un mes de an-ticipación.
A las seis, se hizo súbitamente de día, con esa rapidez pe-culiar de las regiones tropicales,
que no conocen ni la aurora ni el crepúsculo. Los rayos solares atravesaron la cortina de
nubes amontonadas en el horizonte oriental y el astro ra-diante se elevó rápidamente.
Vi entonces con toda claridad la tierra sobre la que se ele-vaban algunos árboles dispersos.
La canoa avanzó hacia la isla de Manaar que tomaba una forma redondeada por el Sur. El
capitán Nemo se puso en pie y observó el mar. A una señal suya, se echó el ancla. La
cadena corrió apenas, pues el fondo no estaba a más de un metro en aquel lugar, uno de los
más elevados del banco de madreperlas. La canoa giró en seguida en torno a su ancla, por
el empuje del reflujo.
Ya hemos llegado, señor Aronnax dijo el capitán Nemo-. En esta cerrada bahía, dentro
de un mes se reunirán los numerosos barcos de los pescadores y los buceadores se
sumergirán audazmente en su rudo trabajo. La disposición de la bahía es magnífica para
este tipo de pesca, al hallarse abrigada de los vientos. El oleaje no es nunca demasiado
fuer-te, lo que favorece el trabajo de los buceadores. Vamos a po-nernos las escafandras,
para comenzar nuestra expedición.
No respondí, y sin dejar de mirar aquellas aguas sospe-chosas, comencé a ponerme mi
pesado traje marino, ayuda-do por los marineros. El capitán Nemo y mis dos compañe-ros
se estaban vistiendo también. Ninguno de los hombres del Nautilus iba a acompañarnos en
esta nueva excursión.
No tardamos en hallarnos aprisionados hasta el cuello en los trajes de caucho, con los
aparatos de aire fijados a la es-palda por los tirantes.
En esa ocasión no eran necesarios los aparatos Ruhm-korff. Antes de introducir mi cabeza
en la cápsula de cobre, se lo había preguntado al capitán.
No nos serían de ninguna utilidad me había respondi-do el capitán Nemo. No iremos
a grandes profundidades y nos iluminará la luz del sol. Además, no es prudente llevar bajo
estas aguas una linterna eléctrica, que podría atraer inopinadamente a algún peligroso
habitante.
Al decir esto el capitán Nemo, me volví hacia Conseil y Ned Land, pero éstos, embutidos
ya en su casco metálico, no podían ni oír ni responder.
Me quedaba por hacer una última pregunta al capitán Nemo.
¿Y nuestras armas? ¿Los fusiles?
¿Para qué? ¿No atacan los montañeses al oso con un pu-ñal? ¿No es más seguro el acero
que el plomo? He aquí un buen cuchillo. Póngaselo en su cinturón y partamos.
Miré a mis compañeros y les vi armados como nosotros. Sólo que, además, Ned Land
esgrimía un enorme arpón que había depositado en la canoa antes de abandonar el
Nau-tilus.
Luego, siguiendo el ejemplo del capitán, me dejé poner la pesada esfera de cobre sobre la
cabeza.
Nuestros depósitos de aire entraron inmediatamente en actividad.
Un instante después, los marineros nos desembarcaron uno tras otro, y tocamos pie a metro
y medio de profundi-dad, sobre una arena compacta. El capitán Nemo nos hizo señal de
seguirle y por una suave pendiente desaparecimos bajo el agua.
Una vez allí, me abandonaron inmediatamente las ideas que atormentaban a mi cerebro, y
me hallé completamente tranquilo. La facilidad de mis movimientos aumentó mi
con-fianza, mientras la rareza del espectáculo cautivaba mi ima-ginación.
La luz solar penetraba con suficiente claridad para hace visibles los menores objetos.
Al cabo de unos diez minutos de marcha, nos hallábamo a una profundidad de cinco metros
y el fondo iba haciéndo se llano.
A nuestro paso, como una bandada de chochas en una la-guna, levantaban el «vuelo» unos
curiosos peces del género de los monópteros, sin otra aleta que la de la cola. Reconocí al
javanés, verdadera serpiente de unos ocho decímetros de longitud, de vientre lívido, al que
se le confundiría fácilmen-te con el congrio de no ser por las rayas doradas de sus flan-cos.
En el género de los estromateos, cuyo cuerpo es ovalado y muy comprimido, vi fiatolas de
brillantes colores y con una aleta dorsal como una hoz, peces comestibles que una vez secos
y puestos en adobo sirven para la preparación de un plato excelente llamado karawade;
«tranquebars», pertene-cientes al género de los apsiforoides, con el cuerpo recubier-to de
una coraza escamosa dividida en ocho partes longitu-dinales.
La progresiva elevación del sol aumentaba la claridad en el agua. El suelo iba cambiando
poco a poco. A la arena fina su-cedía una verdadera calzada de rocas redondeadas,
revesti-das de un tapiz de moluscos y de zoófitos. Entre las numero-sas muestras de estas
dos ramas, observé placenos de valvas finas y desiguales, especie de ostráceos propios del
mar Rojo y del océano índico; lucinas anaranjadas de concha orbicu-lar; tarazas; algunas de
esas púrpuras persas que proveían al Nautilus de un tinte admirable; múrices de quince
centíme-tros de largo que se erguían bajo el agua como manos dis-puestas a hacer presa; las
turbinelas, vulgarmente llamadas dientes de perro, erizadas de espinas; língulas anatinas,
con-chas comestibles que alimentan los mercados del Indostán; pelagias panópiras,
ligeramente luminosas, y admirables oculinas fiabeliformes, magníficos abanicos que
forman una de las más ricas arborizaciones de estos mares.
En medio de estas plantas vivas y bajo los ramajes de los hidrófitos corrían legiones de
torpes articulados: raninas dentadas con sus caparazones en forma de triángulo un poco
redondeado; birgos propios de estos parajes y horri-bles partenopes de aspecto
verdaderamente repugnante. No menos horroroso era el enorme cangrejo que encontré
va-rias veces, el mismo que fuera observado y descrito por Dar-win. Un cangrejo enorme al
que la naturaleza ha dado el ins-tinto y la fuerza necesarios para alimentarse de nueces de
coco; trepa por los árboles de la orilla y hace caer los cocos que se rajan con el golpe y, ya
en el suelo, los abre con sus po-derosas pinzas. Bajo el agua, el cangrejo corría con una
gran agilidad que contrastaba con el lento desplazamiento entre las rocas de los quelonios
que abundan en estas aguas del Malabar.
Hacia las siete llegábamos por fin al banco de madreper-las en que éstas se reproducen por
millones. Estos preciosos moluscos se adherían fuertemente a las rocas por ese biso de
color oscuro que les impide desplazarse. En esto, las ostras son inferiores a las almejas, a
las que la naturaleza no ha rehusado toda facultad de locomoción.
La meleagrina o madreperla, cuyas valvas son casi igua-les, se presenta bajo la forma de
una concha redondeada, de paredes muy espesas y muy rugosas por fuera. Algunas de ellas
estaban formadas por varias capas y surcadas de ban-das verduzcas irradiadas desde la
punta. Eran ostras jóve-nes. Las otras, de superficie ruda y negra, que medían hasta quince
centímetros de anchura, tenían diez años y aún más edad.
El capitán Nemo me indicó con la mano ese prodigioso amontonamiento de madreperlas,
una mina verdaderamen-te inagotable, pues la fuerza creadora de la naturaleza supera al
instinto destructivo del hombre. Fiel a ese instinto, Ned Land se apresuraba a llenar con los
más hermosos ejempla-res un saquito que había tomado consigo.
Pero no podíamos detenernos. Había que seguir al capi-tán, que parecía dirigirse por
senderos tan sólo por él cono-cidos. El suelo ascendía sensiblemente y a veces al elevar el
brazo lo sacaba por encima de la superficie del agua. Luego, el nivel del banco descendió
de nuevo caprichosamente. A menudo debíamos contornear altas rocas de formas
pira-midales. En sus oscuras anfractuosidades, grandes crustáce-os, apostados sobre sus
altas patas como máquinas de gue-rra, nos miraban con sus ojos fijos, y bajo nuestros pies
reptaban diversas clases de nereidos alargando desmesura-damente sus antenas y sus cirros
tentaculares.
De repente se abrió ante nosotros una vasta gruta excava-da en un pintoresco conglomerado
de rocas tapizadas de flo-ra submarina. En un primer momento, la gruta me pareció
profundamente oscura. Los rayos solares parecían apagarse en ella por degradaciones
sucesivas. Su vaga transparencia no era ya más que luz ahogada. El capitán Nemo entró en
ella y nosotros le seguimos. Mis ojos se acostumbraron pronto a esas tinieblas relativas.
Distinguí los arranques de la bóveda, muy caprichosamente torneados, sobre pilares
naturales sólidamente sustentados en su base granítica, como las pesadas columnas de la
arquitectura toscana.
¿Por qué razón nuestro incomprensible guía nos llevaba al fondo de aquella cripta
submarina? Pronto iba a saberlo.
Tras descender una pendiente bastante pronunciada lle-gamos al fondo de una especie de
pozo circular. Allí se detu-vo el capitán Nemo y nos hizo una indicación con la mano. Lo
indicado era una ostra de una dimensión extraordinaria, una tridacna gigantesca, una pila
que habría podido conte-ner un lago de agua bendita, un pilón de más de dos metros de
anchura y, consecuentemente, más grande que la que adornaba el salón del Nautilus.
Me acerqué a aquel molusco fenomenal. Estaba adherido por su biso a una gran piedra
granítica, y se desarrollaba ais-ladamente allí en las aguas tranquilas de la gruta. Estimé el
peso de esa tridacna en no menos de trescientos kilos. Una ostra semejante debe contener
unos quince kilos de carne y haría falta el estómago de un Gargantúa para comerse unas
cuantas docenas.
El capitán Nemo conocía evidentemente la existencia de la ostra. No era la primera vez que
la visitaba. Yo pensé que al conducirnos a ese lugar quería mostrarnos simplemente una
curiosidad natural. Me equivocaba. El capitán Nemo te-nía un interés particular por
comprobar el estado actual de la tridacna.
Las dos valvas del molusco estaban entreabiertas. El capi-tán se aproximó e introdujo su
puñal entre las conchas para impedir que se cerraran; luego, con la mano, levantó la túni-ca
membranosa con franjas en los bordes que formaban el manto del animal. Entre los
pliegues foliáceos vi una perla li-bre del tamaño de un coco. Su forma globular, su perfecta
limpidez, su admirable oriente hacían de ella una joya de un precio inestimable. Llevado de
la curiosidad, extendí la mano para cogerla, para sopesarla, para palparla. Pero el ca-pitán
Nemo me contuvo con un gesto negativo, y retirando su cuchillo con un rápido gesto dejó
que las valvas se cerra-ran súbitamente.
Comprendí entonces que el designio del capitán Nemo al dejar la perla era la de permitirle
aumentar su tamaño. Cada año, la secreción del molusco añadía nuevas capas
concén-tricas. Sólo el capitán Nemo conocía la gruta en la que «ma-duraba» ese admirable
fruto de la naturaleza. El capitán Nemo la criaba, por así decirlo, a fin de trasladarla un día
a su precioso museo. Tal vez, incluso, siguiendo el ejemplo de los chinos y de los indios,
había determinado él la produc-ción de esa perla introduciendo bajo los pliegues del
molus-co algún trozo de vidrio o de metal recubierto poco a poco por la materia nacarada.
En todo caso, la comparación de esa perla con las que yo conocía, y con las que brillaban
en la colección del capitán, me daba un valor no inferior a diez millones de francos.
Soberbia curiosidad natural y no joya de lujo, pues no había orejas femeninas que pudieran
con ella.
La visita a la opulenta ostra había terminado. El capitán Nemo salió de la gruta y tras él
ascendimos al banco de ma-dreperlas, en medio de la claridad del agua no turbada aún por
el trabajo de los buceadores.
Íbamos cada uno por nuestro lado, paseándonos, dete-niéndonos o alejándonos a capricho.
Yo iba ya absolutamen-te despreocupado de los peligros que mi imaginación había
exagerado tan ridículamente. Los fondos se acercaban sen-siblemente a la superficie, hasta
que mi cabeza emergió del agua. Conseil se unio a mi y pegando su esfera metálica a la mía
me saludó amistosamente con los ojos.
Pero la elevación del fondo se limitaba a unas cuantas toe-sas y pronto nos hallamos
nuevamente en nuestro elemento. Pues creo tener ya el derecho de denominarlo así.
Apenas habrían pasado diez minutos, cuando el capitán Nemo se detuvo súbitamente. Creí
que hacía alto para vol-ver, pero no fue así.
Con un gesto nos ordenó que nos situáramos a su lado, en el fondo de una amplia
anfractuosidad. Su mano nos indicó algo en la masa líquida. Miré atentamente y vi a unos
cinco metros de distancia una sombra que descendía hacia el fon-do. La inquietante idea de
los tiburones volvió a pasar por mi mente. Pero me equivocaba, no teníamos que
habérnos-las con esos monstruos del océano. Era un hombre, un hom-bre vivo, un indio, un
negro, un pescador, un pobre diablo, sin duda, que venía a la rebusca antes de la cosecha.
Vi la qui-lla de su bote a algunos pies por encima de su cabeza. El hombre se sumergía y
ascendía sucesivamente. Una piedra entre los pies ligada a su bote por una cuerda constituía
todo su equipamiento técnico para descender más rápidamente al fondo del mar. Una vez
llegado al fondo, a unos cinco me-tros de profundidad, se precipitaba a coger, de rodillas, y
a llenar su bolsa de todas las madreperlas que podía. Luego, se remontaba, vaciaba su bolsa
y recomenzaba su operación, que no duraba más que treinta segundos.
No podía vernos el buceador por hurtarnos a sus miradas la sombra de la roca. Por otra
parte, ¿cómo hubiera podido sospechar ese pobre indio que unos hombres, sus semejan-tes,
pudiesen estar allí, bajo el agua espiando sus movimien-tos sin perder un detalle de su
pesca?
No recogía más de una decena de madreperlas a cada in-mersión, pues había que
arrancarlas del banco al que se aga-rraban por su fuerte biso. ¡Y cuántas de aquellas ostras
por las que arriesgaba su vida estaban privadas de perlas!
Yo le observaba con una profunda atención. Realizaba sus maniobras con gran regularidad
desde hacía ya media hora, sin que ningún peligro pareciera amenazarle. Iba yo
familia-rizándome con el espectáculo de su actividad, cuando, de repente, en un momento
en que se hallaba arrodillado en el suelo, le vi hacer un gesto de espanto, levantarse y tomar
im-pulso para subir a la superficie.
La sombra gigantesca que apareció por encima del bucea-dor me hizo comprender su
espanto. Era la de un tiburón de gran envergadura que avanzaba diagonalmente, con la
mi-rada encendida y las mandíbulas abiertas.
Me sentí sobrecogido de horror, incapaz de todo movi-miento.
El voraz animal se lanzó hacia el indio, quien se echó a un lado y pudo evitar así la
mordedura del tiburón pero no su coletazo, que le golpeó en el pecho y le derribó al suelo.
Apenas había durado unos segundos la terrible escena. El tiburón se revolvió y se disponía
a cortar al indio en dos, cuando sentí al capitán Nemo erguirse a mi lado y avanzar
directamente hacia el monstruo, puñal en mano, dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con él.
En el momento en que iba a despedazar al desgraciado pescador, el escualo advirtió la
presencia de su adversario y se dirigió derecho hacia él.
Aún estoy viendo la postura del capitán Nemo. Replega-do en sí mismo, esperaba con
extraordinaria sangre fría la acometida del formidable escualo. Cuando éste se precipitó
contra él, el capitán se echó a un lado con una prodigiosa agilidad, evitó el choque y le
hundió su puñal en el vientre. Pero con ese golpe no acabó sino que comenzó el combate.
Un combate terrible.
El tiburón había rugido, si se puede decir así. Salía a olea-das la sangre de su herida. El mar
se tiñó de rojo y no vi nada más a través de ese líquido opaco. Nada más hasta que, en el
momento en que se aclaró algo el agua, hallamos al audaz capitán agarrado a una de las
aletas del animal, luchando cuerpo a cuerpo, asestándole una serie de puñaladas al vien-tre,
pero sin poder darle el golpe definitivo, es decir, alcan-zarle en pleno corazón. Al debatirse,
el escualo agitaba fu-riosamente el agua y las trombas que producía estuvieron a punto de
derribarme.
Yo hubiera querido socorrer al capitán, pero el espanto me clavaba al suelo. Miraba
despavorido y veía modificarse las fases de la lucha. Derribado por la fuerza inmensa de
aquella masa, el capitán cayó al suelo. Las mandíbulas del ti-burón se abrieron
desmesuradamente como una guillotina, y en ellas hubiera acabado el capitán si, rápido
como el rayo, Ned Land, arpón en mano, no hubiera golpeado con él al ti-burón.
El agua se ahogó en una masa de sangre agitada con un indescriptible furor por los
movimientos del escualo. Ned Land no había fallado el golpe. Eran los estertores del
mons-truo. Golpeado en el corazón, se debatía en unos espasmos espantosos que
convulsionaban el agua con una violencia tal que Conseil cayó al suelo.
Mientras tanto, Ned Land ayudaba a incorporarse al capi-tán, que estaba indemne. El
capitán Nemo se dirigió inme-diatamente hacia el indio, cortó la cuerda que le ataba a la
piedra, lo tomó en sus brazos y de un vigoroso golpe de talón ascendió a la superficie del
mar, seguido de nosotros tres. En algunos instantes, milagrosamente salvados, alcan-zamos
la barca del pescador.
El primer cuidado del capitán Nemo fue el de reanimar al infortunado pescador. No sabía
yo si lo lograría, aunque así lo esperaba porque su inmersión no había sido demasiado
larga. Pero el coletazo del tiburón podía haberle herido de muerte.
Afortunadamente, vi como poco a poco iba reanimándo-se bajo las vigorosas fricciones de
Conseil y del capitán. El hombre abrió los ojos. ¡Cuán grande debió ser su sorpresa, incluso
su espanto, al ver las cuatro cabezas de cobre que se inclinaban sobre él! ¿Y qué pudo
pensar cuando el capitán Nemo le puso en la mano un saquito de perlas que había sa-cado
de un bolsillo de su traje? El pobre indio de Ceilán aceptó con una mano temblorosa la
magnífica limosna del hombre de las aguas. Sus ojos desencajados indicaban que no sabían
a qué seres sobrehumanos debía a la vez la fortu-na y la vida.
A una señal del capitán, nos sumergimos nuevamente y, siguiendo el camino ya recorrido,
al cabo de media hora de marcha encontramos el ancla que fijaba al suelo la canoa del
Nautilus.
Una vez embarcados, nos desembarazamos de nuestras escafandras con la ayuda de los
marineros.
Las primeras palabras del capitán Nemo fueron para el canadiense.
Gracias, señor Land.
Es mi desquite, capitán respondió Ned Land. Se lo de-bía.
Un asomo de sonrisa afloró a los labios del capitán. Eso fue todo.
Al Nautilus ordenó.
La embarcación se deslizaba rápidamente. Algunos mi-nutos después, vimos el cadáver del
tiburón flotando sobre el agua. Por el color negro de la extremidad de sus aletas re-conocí
al terrible melanóptero del mar de las Indias, de la es-pecie de los tiburones propiamente
dichos. Su longitud so-brepasaba los veinticinco pies; su enorme boca ocupaba el tercio de
su cuerpo. Era un adulto, como se veía por las seis hileras de dientes en forma de triángulos
isósceles sobre la mandílula superior.
Conseil le miraba con un interés científico, y estoy seguro de que lo clasificaba, no sin
razón, en la clase de los cartilagi-nosos, orden de los condropterigios de branquias fijas,
fa-milia de los selacios, género de los escualos.
Mientras miraba yo aquella masa inerte, una docena de esos voraces melanópteros apareció
de repente en torno a nuestra embarcación. Pero sin preocuparse de nosotros, se lanzaron
sobre el cadáver y se disputaron sus pedazos y has-ta sus jirones.
A las ocho y media estábamos ya de regreso a bordo del Nautilus.
Allí pude reflexionar ya con calma sobre los incidentes de nuestra excursión al banco de
Manaar. Dos conclusiones se derivaban inevitablemente de esos incidentes: la
demostra-ción por el capitán Nemo de su audacia sin igual, por una parte, y, por otra, la de
su abnegación por un ser humano, por uno de los representantes de la especie de la que él
huía bajo los mares. Dijera lo que dijese, ese hombre extraño no había conseguido matar en
él sus sentimientos, su humani-dad.
Al hacerle esta observación, él me respondió con estas pa-labras no exentas de una cierta
emoción:
Ese indio, señor profesor, es un habitante del país de los oprimidos, y yo soy aún, y lo
seré hasta mi muerte, de ese país.
4. El mar Rojo
Durante la jornada del 29 de enero, la isla de Ceilán de-sapareció del horizonte, y el
Nautilus, a una velocidad de veinte millas por hora, se deslizó por el laberinto de cana-les
que separan las Maldivas de las Laquedivas. Costeó la isla de Kittan, tierra de origen
madrepórico descubier-ta en 1499 por Vasco de Gama, una de las principales is-las del
archipiélago de las Laquedivas, situado entre 100 y 140 30 ‘de latitud septentrional y 690 y
500 72’ de longitud oriental.
Habíamos recorrido en ese momento dieciséis mil dos-cientas veinte millas o siete mil
quinientas leguas desde nuestro punto de partida en los mares del Japón.
Al día siguiente, 30 de enero, no había ninguna tierra a la vista cuando el Nautilus emergió
a la superficie, en su ruta NorteNoroeste hacia el mar de Omán, que se extiende entre las
penínsulas arábiga e indostánica y sirve de desemboca-dura al Golfo Pérsico.
¿Hacia qué nos conducía esa ruta sin salida? ¿Adónde nos llevaba el capitán Nemo? No lo
sabía, y eso no satisfizo nada al canadiense.
-Vamos, Ned, a donde nos lleve el capricho del capitán.
Pero ese capricho no puede llevarnos lejos respondió el canadiense. El Golfo Pérsico
no tiene salida y si nos aden-tramos en él no tardaremos en volver sobre nuestros pasos.
Pues bien, volveremos, y si después del Golfo Pérsico el Nautilus quiere visitar el mar
Rojo, ahí está el estrecho de Bab el Mandeb para abrirle paso.
No le enseñaré nada, señor, si le digo que el mar Rojo no está menos cerrado que el golfo,
puesto que el istmo de Suez no está aún horadado, y que aunque lo estuviese ya un barco
misterioso como el nuestro no se arriesgaría en sus canales cortados por las esclusas. Luego
el mar Rojo no puede ser to-davía el camino que nos lleve a Europa.
-Yo no he dicho que volvamos a Europa.
-Entonces ¿qué es lo que usted supone?
Yo supongo que tras haber visitado estos curiosos para-jes de Arabia y Egipto, el
Nautilus volverá a descender por el océano Indico, quizá a través del canal de Mozambique,
qui-zá a lo largo de las Mascareñas, hacia el cabo de Buena Espe-ranza.
¿Y una vez en el cabo de Buena Esperanza? preguntó el canadiense con una insistencia
muy particular.
Bien, entonces penetraremos por vez primera en el Atlántico. Pero, dígame, amigo Ned,
¿es que está cansado ya de este viaje submarino? ¿Acaso le hastía el espectáculo siempre
cambiante de estas maravillas submarinas? En cuanto a mí, debo decirle que me disgustaría
ahora dar por terminado un viaje que a tan pocos hombres les ha sido dado poder hacer.
Pero ¿se da usted cuenta, señor Aronnax, que hace ya tres meses que estamos
aprisionados a bordo de este Nautilus?
-No, Ned, no quiero darme cuenta, yo no cuento los días ni las horas.
¿Y cuándo va a acabar esta situación?
La conclusión vendrá a su tiempo. Además, no podemos hacer nada, y estamos
discutiendo inútilmente. Si viniera usted a decirme: «Se nos ofrece una oportunidad de
eva-sión», la discutiría con usted. Pero no es éste el caso, y para hablarle con toda
franqueza, no creo que el capitán Nemo se aventure nunca por los mares europeos.
Tan breve diálogo hará ver que, fanático del Nautilus, ha-bía llegado yo a encarnarme en la
piel de su comandante.
Ned Land terminó esa conversación rezongando estas pa-labras que se decía a sí mismo:
Todo eso está muy bien, pero para mí, donde hay coer-ción, no hay placer posible.
Durante cuatro días, hasta el 3 de febrero, el Nautilus visi-tó el mar de Omán, a diversas
velocidades y a diferentes pro-fundidades. Parecía navegar al azar, como si dudara de la
ruta a seguir, pero no sobrepasó el trópico de Cáncer.
Al abandonar el mar de Omán avistamos por un instante Mascate, la más importante ciudad
del país de Omán. Me admiró su extraño aspecto en medio de las negras rocas que la
rodean en contraste con sus blancas casas y sus fuertes. Vi las cúpulas redondeadas de sus
mezquitas, la punta elegante de sus alminares, sus frescas y verdes terrazas. Pero no fue
más que una rápida visión, tras la cual el Nautilus se sumer-gió nuevamente en las aguas
oscuras de esos parajes.
Navegó luego a una distancia de seis millas a lo largo de las costas arábigas de Mahrah y de
Hadramaut, con su línea ondulada de montañas en las que se veían algunas antiguas ruinas.
El 5 de febrero entrábamos en el golfo de Aden, verdadero embudo introducido en ese
cuello de botella que es el estre-cho de Bab el Mandeb por el que pasan las aguas del Indico
al mar Rojo.
El 6 de febrero, el Nautilus se hallaba a la vista de Aden, situada en lo alto de un
promontorio que un estrecho ist-mo une al continente. Aden es una especie de Gibraltar
inaccesible, con sus fortificaciones que han restaurado los ingleses tras su conquista en
1839. Pude entrever los alminares octogonales de esta ciudad que fue antiguamente, según
el historiador Edrisi, el centro comercial más rico de la costa.
Llegados a tal punto, yo creí que el capitán Nemo iba a re-troceder, pero me equivocaba y,
con gran sorpresa por mi parte, no lo hizo.
Al día siguiente, 7 de febrero, embocábamos el estrecho de Bab el Mandeb, nombre que en
lengua árabe significa ‘la puerta de las lágrimas’. De veinte millas de anchura, su lon-gitud
no excede de cincuenta y dos kilómetros. Para el Nau-tilus, lanzado a toda velocidad, su
travesía fue apenas asunto de una hora. Pero no pude ver nada, ni tan siquiera la isla de
Perim, fortificada por el gobierno británico para mejor pro-teger Aden. Eran demasiados los
vapores ingleses o france-ses, de las líneas de Suez a Bombay, a Calcuta, a Melburne, a
Bourbon y a Mauricio, que surcaban aquel estrecho paso, para que el Nautilus tratara de
mostrarse. Ello hizo que se mantuviera prudentemente entre dos aguas. A mediodía
es-tábamos ya surcando las aguas del mar Rojo.
El mar Rojo, lago célebre de tradiciones bíblicas, no re-frescado apenas por las lluvias ni
regado por ningún río im-portante, está sometido a una excesiva evaporación que le hace
perder anualmente una masa líquida de metro y medio de altura. Singular golfo este, que,
cerrado, en las condicio-nes de un lago, quedaría tal vez enteramente desecado. Tiene
menos recursos a este respecto que sus vecinos, el Caspio y el mar Muerto, cuyos niveles
han descendido solamente has-ta el punto en que su evaporación ha igualado el caudal de
las aguas que reciben.
El mar Rojo tiene una longitud de dos mil seiscientos ki-lómetros y una anchura media de
doscientos cuarenta. En tiempos de los Ptolomeos y de los emperadores romanos fue la
gran arteria comercial del mundo. La horadación del ist-mo habrá de restituirle su antigua
importancia, ya recupera-da en parte por el ferrocarril de Suez.
Ni tan siquiera traté yo de comprender la razón del capri-cho que había inducido al capitán
Nemo a meternos en ese golfo, pero aprobé sin reservas que lo hiciera. El Nautilus se
desplazaba con una velocidad media, ya manteniéndose en la superficie ya sumergiéndose
para evitar a los navíos, y así pude yo observar el interior y el exterior de ese mar tan
cu-rioso.
El 8 de febrero, en la madrugada, avistamos Moka, ciudad ahora en ruinas con unas
murallas que se desmoronan al solo ruido de un cañonazo y que apenas si dan protección a
unas verdes palmeras. Ciudad importante en otro tiempo, con seis mercados públicos,
veintisiete mezquitas y unas mura-llas, entonces defendidas por catorce fuertes, que
formaban un cinturón de tres kilómetros.
El Nautilus se aproximó luego a las orillas africanas, don-de la profundidad del mar es más
considerable. Allí, entre dos aguas de una limpidez cristalina, pudimos ver, por nues-tros
cristales, admirables «matorrales» de brillantes corales y vastos muros rocosos revestidos
de un espléndido tapiz verde de algas y de fucos. ¡Qué indescriptible espectáculo y qué
variedad de paisajes en las rasaduras de esas rocas y de esas islas volcánicas que confinan
con las costas libias! Pero fue en las orillas orientales, a las que no tardó en llegar el
Nautilus, donde las arborescencias aparecieron en toda su belleza, en las costas del Tehama,
pues allí esas exhibiciones de zoófitos no solamente florecían bajo el mar, sino que
for-maban también pintorescos entrelazamientos que se desa-rrollaban a diez brazas por
encima, más caprichosos pero menos coloreados que aquéllos cuyo frescor era mantenido
por la húmeda vitalidad de las aguas.
¡Cuántas horas maravillosas pasé así en el observatorio del salón! ¡Cuántas muestras
nuevas de la flora y de la fauna submarinas pude admirar a la luz de nuestro fanal eléctrico!
Fungias agariciformes, actinias de color pizarroso, entre otras la thalassianthus aster,
tubíporas dispuestas como flautas a la espera del soplo del dios Pan, conchas propias de
este mar, que se establecen en las excavaciones madrepóri-cas, con la base contorneada en
una breve espiral, y mil es-pecímenes de un polípero que aún no había observado, la vulgar
esponja.
La clase de los espongiarios, primera del grupo de los pó-lipos, ha sido creada precisamente
por ese curioso producto de utilidad indiscutible. La esponja no es un vegetal como creen
aún algunos naturalistas, sino un animal de último or-den, un polípero inferior al del coral.
Su animalidad no es dudosa, y ni tan siquiera es ya admisible la opinión de los antiguos que
la consideraban como un ser intermedio entre la planta y el animal. Debo decir, sin
embargo, que los natu-ralistas no se han puesto de acuerdo sobre el modo de orga-nización
de la esponja. Para unos, es un polípero, y para otros, como, por ejemplo, MilneEdwards,
es un individuo aislado y único.
La clase de los espongiarios contiene unas trescientas es-pecies que se encuentran en un
gran número de mares e in-cluso en algunos ríos, lo que les da el nombre de fluviátiles.
Pero sus aguas predilectas son las del Mediterráneo, archi-piélago griego, costa siria y mar
Rojo. Allí se reproducen y se desarrollan esas esponjas finas y suaves cuyo valor se eleva
hasta ciento cincuenta francos, la esponja rubia de Siria, la dura de Berbería, etc. Pero como
no podía esperar estudiar esos zoófitos en el Mediterráneo, del que nos separaba el
in-franqueable istmo de Suez, me contenté con observarlos en el mar Rojo.
Llamé a Conseil a mi lado y ambos nos pusimos a obser-var, mientras el Nautilus se
deslizaba lentamente a ras de las rocas de la costa oriental, a una profundidad media de
ocho a nueve metros.
Crecían allí esponjas de todas las formas: pediculadas, fo-liáceas, globulares y digitadas.
Esas formas justificaban con bastante exactitud esos nombres de canastillas, cálices, ruecas,
asta de ciervo, pata de león, cola de pavo real, guante de Neptuno, que les han atribuido los
pescadores, más poéticos que los sabios. De su tejido fibroso, impregnado de una sus-tancia
gelatinosa semifluida, manaban incesantemente cho-rritos de agua que, tras haber llevado la
vida a cada célula, eran expulsados por un movimiento contráctd. Esa sustan-cia desaparece
tras la muerte del pólipo, y se pudre liberan-do amoníaco. Entonces no quedan más que las
fibras cór-neas o gelatinosas con un tinte rojizo de que se compone la esponja doméstica,
empleada para usos diversos según su grado de elasticidad, permeabilidad o resistencia a la
mace-ración.
Los políperos se adherían a las rocas, a las conchas de los moluscos, e incluso a los tallos
de los hidrófitos. Guarnecían las más pequeñas anfractuosidades, irguiéndose unos y
col-gando otros, como excrecencias coralígenas. Le informé a Conseil de las técnicas de
pesca de las esponjas, ya efectuada con dragas ya a mano. Este último método, muy similar
al usado con las perlas, también con buceadores, es preferible, pues al respetar el tejido del
polípero le deja un valor muy superior.
Los otros zoófitos que pululaban cerca de los espongla-rios consistían principalmente en
medusas de una especie muy elegante. Los moluscos estaban principalmente repre-sentados
por diversas variedades de calamares, que, según D’Orbigny, son de un tipo específico del
mar Rojo, y los rep-tiles, por tortugas virgata, pertenecientes al género de los quelonios,
que proporcionaron a nuestra mesa un plato sano y delicado.
Numerosos eran también los peces, y muchos de ellos muy notables. Las redes del Nautilus
subían frecuentemente a bordo rayas, entre ellas unas de forma ovalada y de color
ladrilloso, con el cuerpo lleno de manchas azules desiguales, reconocibles por su doble
aguijón dentado; arnacks de dor-so plateado; pastinacas de cola en forma de sierra; mantas
de dos metros de largo que ondulaban entre las aguas; aodon-tes, así llamados por su
absoluta carencia de dientes, cartila-ginosos próximos a los escualos;
ostraciosdromedarios, cuya giba terminaba en un aguijón curvado de un pie y me-dio de
longitud; ofidios, verdaderas murenas de cola platea-da, lomo azulado y pectorales oscuros
bordeados por una estría grisácea; un escómbrido parecido al rodaballo, lista-do de rayas de
oro y ornado de los tres colores de Francia; soberbios carángidos, decorados con siete
bandas transver-sales de un negro magnífico, de azules y amarillos en las ale-tas, y de
escamas de oro y plata; centropodos; salmonetes ro-jizos y dorados con la cabeza amarilla;
escaros, labros, balistes, gobios, etc., y muchos otros comunes a los océanos que habíamos
atravesado ya.
El 9 de febrero, el Nautilus se hallaba en la parte más an-cha del mar Rojo, la comprendida
entre Suakin, en la costa occidental, y Quonfodah, en la oriental, separadas por cien-to
noventa millas. Al mediodía, el capitán Nemo subió a la plataforma donde ya me hallaba
yo. Me había prometido a mí mismo que no le dejaría descender sin antes haberle
pre-guntado cuáles eran sus proyectos. Pero nada más verme se dirigió a mí y me ofreció
amablemente un cigarro.
Y bien, señor profesor, ¿le gusta el mar Rojo? ¿Ha podi-do usted observar las maravillas
que recubre, sus peces y sus zoófitos, sus parterres de esponjas y sus bosques de coral? ¿Ha
entrevisto usted las ciudades ribereñas?
Sí, capitán Nemo, y el Nautilus se ha prestado maravi-llosamente a estas observaciones.
¡Ah! ¡Es un barco inteli-gente!
-Sí, señor, inteligente, audaz e invulnerable. No teme ni a las terribles tempestades del mar
Rojo, ni a sus corrientes, ni a sus escollos.
En efecto, este mar ha sido calificado como uno de los peores, y si no recuerdo mal, en
tiempos de los antiguos su reputación era detestable.
Detestable, en efecto, señor Aronnax. Los historiadores griegos y latinos no hablaban
muy bien de él, y Estrabón dijo que era particularmente duro en las épocas de los vientos
etesios y de la estación de lluvias. El árabe Edrisi, que lo des-cribió bajo el nombre de
Colzum, cuenta que los navíos se destrozaban en gran número en sus bancos de arena y que
nadie se arriesgaba a navegar de noche. Es, decía, un mar so-metido a terribles huracanes,
sembrado de islas inhóspitas y que no «ofrece nada bueno» ni en sus profundidades ni en su
superficie. Y tal es la opinión también de Arriano, Agatár-quides y Artemidoro.
Bien claro está que estos historiadores no navegaron a bordo del Nautilus.
Ciertamente respondió sonriente el capitán, y a este respecto, los modernos no están
más adelantados que los antiguos. Han sido necesarios siglos para descubrir la po-tencia
mecánica del vapor. ¡Quién sabe si de aquí a cien años podrá verse un segundo Nautilus!
¡Los progresos son tan lentos, señor Aronnax!
Es cierto. Su nave se adelanta en un siglo, en varios, tal vez, a su época. ¡Qué lástima que
semejante invento deba pe-recer con su creador!
El capitán Nemo no respondió. Tras algunos minutos de silencio, dijo:
Hablaba usted antes de la opinión de los historiadores de la Antigüedad sobre los peligros
de la navegación por el mar Rojo…
Así es, pero ¿no eran un poco exagerados sus temores?
Sí y no, señor Aronnax me respondió el capitán Nemo, que parecía conocer a fondo «su
mar Rojo». Lo que ya no es peligroso para un navío moderno, bien aparejado y
sólida-mente construido, dueño de su dirección gracias al dócil va-por, se presentaba lleno
de riesgos para los barcos de los antiguos. Hay que imaginarse lo que era para aquellos
nave-gantes aventurarse en el mar con barcas hechas de planchas unidas con cuerdas de
palmeras, calafateadas con resina y con grasa de perro marino. No tenían ni siquiera
instru-mentos Para orientarse y navegaban a la estima, en medio de corrientes que apenas
conocían. En tales condiciones, los naufragios eran y debían ser numerosos. Pero en nuestra
época, los vapores que hacen servicio entre Suez y los mares del Sur no tienen ya nada que
temer de la violencia de este golfo, pese a los monzones contrarios. Sus capitanes y sus
pasajeros no tienen que hacer ya sacrificios propiciatorios al partir, ni ir al templo más
próximo, al regreso, a dar las gra-cias a los dioses.
Convengo en ello -dije y en que el vapor parece haber matado el agradecimiento en el
corazón de los marinos. Pero, capitán, puesto que parece que ha estudiado usted a fondo
este mar, ¿podría decirme cuál es el origen de su nombre?
Hay numerosas explicaciones a este respecto, señor Aronna.x. ¿Quiere conocer la opinión
de un cronista del si-glo XIV?
-Dígame.
-Pretende dicho visionario que este mar recibió su nom-bre tras el paso de los israelitas,
cuando el faraón pereció en las aguas que habían vuelto a cerrarse a la orden de Moisés:
Como signo delportento,
roja tornóse la mar,
y le dieron cognomento
de bermeja, roja mar
-Explicación de poeta, capitán Nemo, que no puede satis-facerme. Le pido su opinión
personal.
Mi opinión personal, señor Aronnax, es la de que hay que ver en esta denominación de
mar Rojo una traducción de la palabra hebrea Edrom, y si los antiguos le dieron tal nombre
fue a causa de la coloración particular de sus aguas.
-Hasta ahora, sin embargo, no he visto más que agua lím-pida, sin coloración alguna.
Así es, pero al avanzar hacia el fondo del golfo verá usted el fenómeno. Yo recuerdo
haber visto la bahía de Tor com-pletamente roja, como un lago de sangre.
-Y ese color ¿lo atribuye usted a la presencia de un alga microscópica?
Sí. Es una materia inucilaginosa, de color púrpura, pro-ducída por esas algas filamentosas
llamadas Tricodesmias, tan diminutas que cuarenta mil de ellas apenas ocupan el es-pacio
de un milímetro cuadrado. Tal vez pueda verlas cuan-do lleguemos a Tor.
No es ésta, pues, la primera vez que recorre el mar Rojo a bordo del Nautilus.
No.
Puesto que antes se refería usted al paso de los israelitas y a la catástrofe de los egipcios,
le preguntaré si ha reconocido usted bajo el agua algún vestigio de ese hecho histórico.
No, señor profesor, y ello por una sólida razón.
¿Cuál?
La de que el lugar por el que pasó Moisés con todo su pueblo está hoy tan enarenado que
los camellos apenas pue-den bañarse las patas. Comprenderá usted que mi Nautilus no tiene
agua suficiente.
¿Dónde está ese lugar?
Un poco más arriba de Suez, en ese brazo que formaba an-tiguamente un profundo
estuario, cuando el mar Rojo se ex-tendía hasta los lagos Amargos. Fuese milagroso o no el
paso, lo cierto es que los israelitas ganaron por allí la Tierra Prome-tida, y allí fue donde
pereció el ejército del faraón. Yo creo que si se hicieran excavaciones en esos arenales se
descubriría una gran cantidad de armas y de instrumentos de origen egipcio.
Es evidente respondí, y hay que esperar que los ar-queólogos realicen algún día esas
excavacíones cuando se erijan nuevas ciudades en el istmo tras la apertura del canal de
Suez. Un canal inútil, por cierto, para un navío como el Nautilus.
-Pero de gran utilidad para el mundo entero dijo el capi-tán Nemo. Los antiguos
comprendieron la utilidad para su tráfico comercial de establecer una comunicación entre el
mar Rojo y el Mediterráneo, pero no pensaron en abrir un canal di-recto y tomaron el Nilo
como intermediario. Muy probable-mente, el canal que unía al Nilo con el mar Rojo fue
comenza-do bajo Sesostris, de creer a la tradición. Lo que es seguro es que, seiscientos
quince años antes de Jesucristo, Necos em-prendió las obras de un canal alimentado por las
aguas del Nilo, a través de la llanura de Egipto que mira a Arabia. Se re-corría el canal en
cuatro días, y su anchura era suficiente para dejar paso a dos trirremes. Fue continuado por
Darío, hijo de Hystaspo, y acabado probablemente por Ptolomeo II. Estra-bón lo vio
empleado en la navegación. Pero la escasa pendiente entre su punto de partida, cerca de
Bubastis, y el mar Rojo lo hacía apto para la navegación tan sólo durante algunos meses al
año. El canal sirvió al comercio hasta el siglo de los Antoni-nos. Abandonado, se cubrió de
arena hasta que el califa Omar ordenó su restablecimiento. Fue definitivamente cegado en
el año 761 ó 762 por el califa Almanzor, para impedir que le lle-garan por él víveres a
Mohamed ben Abdallah, que se había su-blevado contra él. Durante su expedición a Egipto
el general Bonaparte encontró vestigios del canal en el desierto de Suez, donde,
sorprendido por la marea, estuvo a punto de perecer unas horas antes de llegar a Hadjaroth,
el lugar mismo en que Moisés había acampado tres mil trescientos años antes que él.
Pues bien, capitán, lo que no osaron emprender los anti-guos, esta unión entre los dos
mares, que acortará en nueve mil kilómetros la travesía desde Cádiz a la India, lo ha hecho
el señor Lesseps, quien dentro de muy poco va a convertir a África en una inmensa isla.
Así es, señor Aronnax, y puede usted sentirse orgulloso de su compatriota. Es un hombre
que honra tanto a una nación como sus más grandes capitanes. Como tantos otros, ha
comenzado hallando dificultades e incomprensión, pero ha triunfado de todo por poseer el
genio de la voluntad. Es triste pensar que esta obra, que hubiera debido ser interna-cional,
que habría bastado por sí sola para ilustrar a un rei-no, no hallará culminación más que por
la energía de un solo hombre. ¡Gloria, pues, al señor de Lesseps!
Sí, ¡gloria a este gran ciudadano! respondí, sorprendi-do por el tono con que el capitán
Nemo acababa de hablar.
Desgraciadamente continuó diciendo no puedo con-ducirle a través de ese canal de
Suez, pero podrá usted ver los largos muelles de PortSaid, pasado mañana, cuando
este-mos en el Mediterráneo.
¡En el Mediterráneo! exclamé.
Sí, señor profesor. ¿Le asombra?
Lo que me asombra es pensar que podamos llegar pasa-do mañana.
¿De veras?
Sí, capitán, aunque ya debería estar acostumbrado a no sorprenderme ante nada desde que
estoy con usted.
Pero ¿qué es lo que le sorprende tanto?
¿Qué va a ser? La increíble velocidad que deberá usted exigir al Nautilus para que pueda
estar pasado mañana en el Mediterráneo tras haber dado la vuelta a África y doblado el
cabo de Buena Esperanza.
Pero ¿quién le ha dicho que vamos a dar la vuelta a Áfri-ca? ¿Quién ha hablado del cabo
de Buena Esperanza?
¡Pero … ! A menos que el Nautilus pase por encima del ist-mo, navegando por tierra
firme…
O por debajo, señor Aronnax.
¿Por debajo?
Sí respondió tranquilamente el capitán Nemo. Desde hace mucho tiempo, la
naturaleza ha hecho bajo esta lengua de tierra lo que los hombres están haciendo hoy en su
super-ficie.
¡Cómo! ¿Hay un paso?
-Sí, un paso subterráneo al que yo he dado el nombre de Túnel Arábigo, y que partiendo
desde un poco más abajo de Suez acaba en el golfo de Pelusa.
-Pero ¿no está compuesto el istmo de arenas movedizas?
Sólo hasta una cierta profundidad. A cincuenta metros hay una sólida base de roca.
Cada vez más sorprendido, pregunté:
¿Es el azar el que le ha permitido descubrir ese paso?
El azar y el razonamiento, y diría que más el razona-miento que el azar.
Capitán, le escucho, pero mis oídos se resisten a oír lo que oyen.
¡Ah! Aures habent et non audíent, siempre ha sido así. Bien, no sólo existe el paso, sino
que yo lo he atravesado varias veces. Si no, no me hubiera aventurado hoy en el mar Rojo.
¿Sería indiscreto preguntarle cómo descubrió ese túnel?
-No puede haber nada secreto entre hombres que no de-ben separarse nunca.
Haciendo caso omiso de su insinuación, esperé el relato del capitán Nemo.
Señor profesor, fue un simple razonamiento de natura-lista lo que me condujo a descubrir
este paso, que soy el úni-co en conocer. Yo había observado que en el mar Rojo y en el
Mediterráneo existían peces de especies absolutamente idénticas: ofídidos, pércidos,
aterínidos, exocétidos, budio-nes, larnpugas, etc. Convencido de este hecho, me pregunté si
no existiría una comunicación entre los dos mares. Pesqué un gran número de peces en las
cercanías de Suez, les puse en la cola un anillo de cobre y los devolví al mar. Algunos
meses más tarde, en las costas de Siria pesqué varios peces anillados. Estaba demostrada la
comunicación entre ambos mares. La busqué con mi Nautilus, la descubrí, y me aventu-ré
por ella. Y dentro de muy poco usted también habrá fran-queado mi túnel arábigo, señor
profesor.
5. «Arabian Tunnel»
Aquel mismo día referí a Conseil y a Ned Land cuanto de aquella conversación podía
interesarles directamente. Al in-formarles de que dentro de dos días estaríamos en aguas del
Mediterráneo, Conseil palmoteó de contento, pero el cana-diense se alzó de hombros.
¡Un túnel submarino! ¡Una comunicación entre los dos mares! ¿Quién ha oído hablar de
tal cosa?
Amigo Ned respondió Conseil-, ¿había oído usted ha-blar alguna vez del Nautilus? No,
y, sin embargo, existe. Lue-go, no se alce de hombros tan a la ligera, y no rechace nada
bajo pretexto de que nunca ha oído hablar de ello.
Ya veremos replicó Ned Land, moviendo la cabeza. Después de todo, nadie desea
más que yo creer en la existen-cia de ese paso, y haga el cielo que el capitán nos conduzca
al Mediterráneo.
Aquella misma tarde, a 210 30’ de latitud Norte, el Nauti-lus, navegando en superficie, se
aproximó a la costa árabe. Pude ver Yidda, importante factoría comercial para Egipto, Siria,
Turquía y la India. Distinguí claramente el conjunto de sus construcciones, los navíos
amarrados a lo largo de los muelles y los fondeados en la rada por su excesivo calado. El
sol, ya muy bajo en el horizonte, deba de lleno en las casas de la ciudad, haciendo resaltar
su blancura. En los arrabales, las cabañas de madera o de cañas indicaban las zonas
habitadas por los beduinos.
Pronto Yidda se esfumó en las sombras crepusculares, y el Nautilus se sumergió en las
aguas, ligeramente fosforescentes.
Al día siguiente, 10 de febrero, aparecieron varios barcos que llevaban rumbo opuesto al
nuestro, y el Nautilus volvió a sumergirse, pero a mediodía, hallándose desierto el mar,
emergió nuevamente a la superficie.
Acompañado de Ned Land y de Conseil fui a sentarme en la plataforma. La costa se
dibujaba al Este como una masa esfumada en la bruma.
Adosados al costado de la canoa, hablábamos de unas co-sas y otras, cuando Ned Land, con
la mano tendida hacia un punto del mar, me dijo:
¿No ve usted nada, allí, señor profesor?
No, Ned, pero ya sabe usted que yo no tengo su vista.
Mire bien, allí, por estribor, casi a la altura del fanal. ¿No ve una masa que parece
moverse?
En efecto dije, tras una atenta observación, parece un largo cuerpo negruzco en la
superficie del agua.
¿Tal vez otro Nautilus? dijo Conseil.
No respondió el canadiense, o mucho me equivoco o es un animal marino.
¿Hay ballenas en el mar Rojo? pregunto Conseil.
Sí, muchacho, se ven a veces.
No es una ballena dijo Ned Land, que no perdía de vista el objeto señalado. Las
ballenas y yo somos viejos conoci-dos, y no puedo confundirme.
Esperemos un poco dijo Conseil. El Nautilus se dirige hacia allá y dentro de poco
sabremos a qué atenernos.
Pronto el objeto negruzco estuvo a una milla de distancia. Parecía un gran escollo, pero
¿qué era? No podía pronun-ciarme aún.
¡Ah! ¡Se mueve, se sumerge! exclamó Ned Land. ¡Mil diantres! ¿Qué animal puede
ser? No tiene la cola bifurcada como las de las ballenas o los cachalotes, y sus aletas
parecen miembros troncados.
Pero entonces… es…
¡Miren! dijo el canadiense, se ha vuelto de espalda y enseña las mamas.
Es una sirena, una verdadera sirena, diga lo que diga el señor dijo Conseil.
El nombre de sirena me puso en la vía, y comprendí que aquel animal pertenecía a ese
orden de seres marinos que han dado nacimiento al mito de las sirenas, mitad muje-res y
mitad peces.
No, no es una sirena, sino un curioso ser del que apenas quedan algunos ejemplares en el
mar Rojo. Es un dugongo.
Orden de los sirenios, grupo de los pisciformes, subdase de los monodelfos, clase de los
mamíferos, rama de los ver-tebrados.
Y cuando Conseil hablaba así, no había más que decir.
Ned Land continuaba mirando, con los ojos brillantes de codicia. Su mano parecía
dispuesta al manejo del arpón. Se hubiese dicho que esperaba el momento de lanzarse al
mar para atacarlo en su elemento.
¡Oh! exclamó, con una voz trémula de emoción-. ¡ja-mas he matado eso!
En esa frase estaba expresado todo el arponero.
En aquel momento, apareció el capitán Nemo. Vio al du-gongo y comprendió la actitud del
canadiense. Dirigiéndose a él, dijo:
Señor Land, si tuviera usted un arpón ¿no le quemaría la mano?
Usted lo ha dicho, señor.
¿Le desagradaría recuperar por un momento su oficio de arponero y añadir ese cetáceo a
la lista de los que ha golpeado?
Puede creer que no.
Bien, pues haga la prueba.
Gracias, capitán respondió Ned Land, cuyos ojos bri-llaban de alegría.
Pero le recomiendo muy vivamente -añadió el capitán, y en su propio interés, que no
falle.
¿Es que es peligrosa la caza del dugongo? pregunté, a la vez que el canadiense se
alzaba de hombros.
Sí, a veces respondió el capitán, porque el animal se revuelve contra sus atacantes, y
en sus embestidas logra, fre-cuentemente, hacer zozobrar las barcas. Pero con el buen ojo y
mejor brazo del señor Land no cabe temer ese peligro. Si le recomiendo que no falle es
porque el dugongo está conside-rado, y con justicia, como una pieza gastronómica, y yo sé
que el señor Land es aficionado a la buena mesa.
¡Ah! dijo el canadiense, así que esa bestia se permite también el lujo de ser apetitosa
en la mesa…
Así es, señor Land. Su carne, que es verdadera carne, goza de gran estimación, hasta el
punto de que en toda la Malasia está reservada a la mesa de los príncipes. Por eso se le ha
he-cho víctima y objeto de una caza tan encarnizada que, al igual que su congénere, el
manatí, va escaseando cada vez más.
Entonces, capitán dijo Conseil, si por casualidad éste fuera el último de su especie,
convendría dejarle con vida, en interés de la ciencia.
Tal vez replicó el canadiense, pero en interés de la co-cina, más vale cazarle.
Adelante, pues, señor Land respondió el capitán Nemo.
Siete hombres de la tripulación, tan mudos e impasibles como siempre, aparecieron en la
plataforma. Uno de ellos llevaba un arpón y una cuerda semejante a las utilizadas por los
pescadores de ballenas. Se retiró el puente de la canoa, se arrancó ésta a su alvéolo y se
botó al mar. Seis remeros se instalaron en sus bancos y otro se puso al timón. Ned, Con-seil
y yo nos instalamos a popa.
¿No viene usted, capitán? le pregunté.
No. Les deseo buena caza, señores.
Impulsado por sus seis remeros, el bote se dirigió rápida-mente hacia el dugongo, que
flotaba a unas dos millas del Nautilus.
Llegado a algunos cables del cetáceo, el bote aminoró su marcha hasta que los remos
descansaron en las aguas tran-quilas. Ned Land, arpón en mano, se colocó a proa.
El arpón con que se golpea a la ballena está ordinariamen-te sujeto a una cuerda muy larga
que se desenrolla rápida-mente cuando el animal herido la arrastra consigo. Pero la cuerda
que iba a manejar Ned Land en esa ocasión no medía más de una decena de brazas, y su
extremidad estaba fijada a un barrilito que, al flotar, debía indicar la marcha del dugon-go
bajo el agua.
Puesto en pie, observaba yo al adversario del canadiense, que se parecía mucho al manatí.
Su cuerpo oblongo termina-ba en una cola muy alargada, y sus aletas laterales en
verdade-ros dedos. Se diferenciaba del manatí en que su mandíbula superior estaba armada
de dos dientes largos y puntiagudos que formaban a cada lado defensas divergentes. Tenía
dimen-siones colosales, su longitud sobrepasaba casi los siete me-tros. No se movía y
parecía dormir en la superficie del agua, lo que hacía más fácil su captura.
El bote se aproximó prudentemente a unas tres brazas del animal, manteniéndose a dicha
distancia, con los remos in-movilizados.
Ned Land, con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, blandía su arpón con mano
experta.
De repente se oyó un silbido y el dugongo desapareció. El arpón, lanzado con gran fuerza,
había debido herir el agua únicamente.
¡Mil diablos! exclamó, furioso, el canadiense. ¡Erré el golpe!
No le dije, el animal está herido, mire la sangre, pero el arpón no le ha quedado en el
cuerpo.
¡Mi arpón! ¡Mi arpón! gritó Ned Land.
Los marineros comenzaron a remar, y el timonel dirigió el bote hacia el barril flotante.
Repescado el arpón, la canoa se lanzó a la persecución del cetáceo, que emergía de vez en
cuando para respirar. Su he-rida no había debido debilitarle, pues se desplazaba con una
extremada rapidez. El bote, impulsado por brazos vigoro-sos, corría tras él. Varias veces
consiguió acercarse a unas cuantas brazas y entonces el canadiense intentaba golpearle,
pero el dugongo se sumergía frustrando las intenciones del arponero, cuya natural
impaciencia se sobreexcitaba con la ira. Ned Land obsequiaba al desgraciado animal con
las más enérgicas palabrotas de la lengua inglesa. Por mi parte, úni-camente sentía un cierto
despecho cada vez que veía cómo el dugongo burlaba todas nuestras maniobras.
Llevábamos ya una hora persiguiéndole sin descanso, y comenzaba ya a creer que no
podríamos apoderarnos de él, cuando el animal tuvo la inoportuna inspiración de vengar-se,
inspiración de la que habría de arrepentirse. En efecto, el animal pasó al ataque en dirección
a la canoa.
Su maniobra no escapó a la atención del arponero.
¡Cuidado! gritó.
El timonel pronunció unas palabras en su extraña lengua, alertando sin duda a sus
compañeros para que se mantuvie-ran en guardia.
Llegado a unos veinte pies de la canoa, el digongo se detu-vo, olfateó bruscamente el aire
con sus anchas narices aguje-readas no en la extremidad sino en la parte superior de su
hocico y luego, tomando impulso, se precipitó contra noso-tros. La canoa no pudo evitar el
choque y, volcada a medias embarcó una o dos toneladas de agua que hubo que achicar,
pero abordada al bies y no de lleno, gracias a la habilidad de patrón, no zozobró.
Ned Land acribillaba a golpes de arpón al gigantesco ani-mal, que, incrustados sus dientes
en la borda, levantaba la embarcación fuera del agua con tanta fuerza como la de un león
con un cervatillo en sus fauces. Sus embates nos habían derribado a unos sobre otros, y no
sé cómo hubiera termina-do la aventura si el canadiense, en su feroz encarnizamiento, no
hubiese golpeado, por fin, a la bestia en el corazón.
Oí el rechinar de sus dientes contra la embarcación antes de que el dugongo desapareciera
en el agua, arrastrando consigo el arpón. Pero pronto retornó el barril a la superfi-cie y,
unos instantes después, apareció el cuerpo del animal vuelto de espalda. El bote se acercó y
se lo llevó a remolque hacia el Nautilus.
Hubo de emplearse palancas de gran potencia para izar al dugongo a la plataforma. Pesaba
casi cinco mil kilogramos. Se le despedazó bajo los ojos del canadiense, que no quiso
perderse ningún detalle de la operación.
El mismo día, el steward me sirvió en la cena algunas ro-dajas de esta carne,
magníficamente preparada por el coci-nero. Tenía un gusto excelente, superior incluso a la
de ter-nera, si no a la del buey.
Al día siguiente, 11 de febrero, la despensa del Nautilus se enriqueció con otro delicado
manjar, al abatirse sobre él una bandada de golondrinas de mar, palmípedas de la especie
Sterna Nilótica, propia de Egipto, que tienen el pico negro, la cabeza gris con manchitas, el
ojo rodeado de puntos blan-cos, el dorso, las alas y la cola grisáceas, el vientre y el cuello
blancos y las patas rojas. Cazamos también unas docenas de patos del Nilo, aves salvajes
con el cuello y la cabeza blancos moteados de puntos negros, que eran muy sabrosos.
El Nautilus se desplazaba a una velocidad muy moderada, de paseo, por decirlo así.
Observé que el agua del mar Rojo iba haciéndose menos salada a medida que nos
aproximába-mos a Suez.
Hacia las cinco de la tarde avistamos, al Norte, el cabo de Ras Mohammed, que forma la
extremidad de la Arabia Pé-trea, comprendida entre el golfo de Suez y el golfo de Aqaba.
El Nautílus penetró en el estrecho de jubal, que conduce al golfo de Suez. Pude ver con
claridad la alta montaña que do-mina entre los dos golfos el Ras Mohammed. Era el monte
Horeb, ese Sinaí en cuya cima Moisés vio a Dios cara a cara, y al que la imaginación
corona siempre de incesantes relám-pagos.
A las seis, el Nautilus, alternativamente sumergido y en superficie, pasó ante Tor, alojada
en el fondo de una bahía cuyas aguas parecían teñidas de rojo, observación ya efec-tuada
por el capitán Nemo.
Se hizo de noche, en medio de un pesado silencio, roto a veces por los gritos de los
pelícanos y de algunos pájaros nocturnos, por el rumor de la resaca batiendo en las rocas o
por el lejano zumbido de un vapor golpeando con sus héli-ces las aguas del golfo.
Desde las ocho a las nueve, el Nautilus navegó sumergido a muy pocos metros de la
superficie. Debíamos estar ya muy cerca de Suez, según mis cálculos. A través de los
cristales del salón, veía los fondos de roca vivamente iluminados por nuestra luz eléctrica.
Me parecía que el estrecho iba cerrán-dose cada vez más.
A las nueve y cuarto emergió nuevamente el Nautilus. Im-paciente por franquear el túnel
del capitán Nemo, no podía yo estarme quieto y subí a la plataforma a respirar el aire fresco
de la noche.
En la oscuridad vi una pálida luz que brillaba, atenuada por la bruma, a una milla de
distancia.
Un faro flotante dijo alguien cerca de mí.
Me volví y reconocí al capitán.
Es el faro flotante de Suez añadió. No tardaremos en llegar al túnel.
Supongo que la entrada no debe ser fácil.
No. Por eso, soy yo quien asegura la dirección del barco tomando el timón. Y ahora le
ruego que baje, señor Aron-nax, pues el Nautilus va a sumergirse para no reaparecer a la
superficie hasta después de haber atravesado el Arabian Tunnel.
Seguí al capitán Nemo. Se cerró la escotilla, se llenaron de agua los depósitos y el navío se
sumergió una decena de me-tros.
En el momento en que me disponía a volver a mi camaro-te, el capitán me detuvo.
-¿Le gustaría acompañarme en la cabina del piloto, señor profesor?
No me atrevía a pedírselo respondí.
Venga, pues. Así verá todo lo que puede verse en esta na-vegación a la vez submarina y
subterránea.
El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central. A media rampa, abrió una puerta, se
introdujo por los corre-dores superiores y llegó a la cabina del piloto que se elevaba en la
extremidad de la plataforma. Las dimensiones de la cabina eran de unos seis pies por cada
lado, y era muy semejante a la de los steamboats del Mississippi o del Hudson. En el centro
es-taba la rueda, dispuesta verticalmente, engranada en los guar-dines del timón que corrían
hasta la popa del Nautilus. Cuatro portillas de cristales lenticulares encajadas en las paredes
de la cabina daban visibilidad al timonel en todas direcciones.
Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de la ca-bina y vi al piloto, un hombre
vigoroso que manejaba la rue-da. El mar estaba vivamente iluminado por el foco del fanal
situado más atrás de la cabina, en el otro extremo de la plata-forma.
Ahora dijo el capitán busquemos nuestro paso.
Una serie de cables eléctricos unían la cabina del timonel con la sala de máquinas, y desde
allí el capitán podía comu-nicar simultáneamente dirección y movimiento a su Nauti-lus. El
capitán Nemo oprimió un botón metálico, y al instan-te disminuyó la velocidad de rotación
de la hélice.
En silencio, yo miraba la alta y escarpada muralla ante la que íbamos pasando, basamento
inquebrantable del macizo arenoso de la costa. Continuamos así durante una hora, a unos
metros de distancia tan sólo. El capitán Nemo no per-día de vista la brújula, y a cada gesto
que hacía, el timonel modificaba instantáneamente la dirección del Nautilus.
Yo me había colocado ante la portilla de babor, y por ello veía magníficas aglomeraciones
de corales y zoófitos, algas y crustáceos que agitaban sus patas enormes entre las
an-fractuosidades de la roca.
A las diez y cuarto, el capitán Nemo se puso él mismo al ti-món. Ante nosotros se abría una
larga galería, negra y pro-funda. El Nautilus se adentró audazmente por ella. Oí un ruido
insólito en sus flancos. Eran las aguas del mar Rojo que la pendiente del túnel precipitaba
hacia el Mediterráneo. El Nautilus se confió al torrente, rápido como una flecha, a pesar de
los esfuerzos de su maquinaria que, para resistir, batía el agua a contrahélice.
A lo largo de las estrechas murallas del paso, no veía más que rayas brillantes, líneas rectas,
surcos luminosos traza-dos por la velocidad bajo el resplandor de la electricidad. Mi
corazón latía con fuerza y yo sujetaba sus latidos con la mano.
A las diez treinta y cinco, el capitán Nemo abandonó la rueda del gobernalle y volviéndose
hacia mí, dijo:
El Mediterráneo.
En menos de veinte minutos, arrastrado por el torrente, el Nautilus había franqueado el
istmo de Suez.
6. El archipiélago griego
Al día siguiente, 12 de febrero, al despuntar el día, el Nauti-lus emergió a la superficie. Yo
me precipité a la plataforma. A tres millas, al Sur, se dibujaba vagamente la silueta de
Pelusa.
Un torrente nos había llevado de un mar a otro. Pero ese túnel, de fácil descenso, debía ser
impracticable en sentido opuesto.
Hacia las siete de la mañana, Ned y Conseil se unieron a mí en la plataforma. Los dos
inseparables compañeros ha-bían dormido tranquilamente, sin preocuparse de las proe-zas
realizadas mientras tanto por el Nautilus.
El canadiense se dirigió a mí y me preguntó con un tono burlón:
¿Qué, señor naturalista, y ese Mediterráneo?
Estamos flotando en su superficie, amigo Ned.
¡Cómo! ¡Así que esta misma noche! exclamó Conseil.
-Sí, esta misma noche, en algunos minutos, hemos fran-queado ese istmo infranqueable.
No me lo creo respondió el canadiense.
Pues se equivoca, señor Land. Esa costa baja que se re-dondea hacia el Sur es la costa
egipcia.
A otro con ésas, señor replicó el testarudo canadiense.
-Puesto que el señor lo afirma, Ned, hay que creer al se-ñor.
Además, Ned, el capitán Nemo me hizo el honor de invi-tarme a ver su túnel. Estuve a su
lado, en la cabina del timo-nel, mientras él mismo dirigía al Nautilus a través del estre-cho
paso.
¿Oye usted, Ned? dijo Conseil.
Usted, que tiene tan buena vista añadí; puede ver desde aquí las escolleras de
PortSaid que se internan mar adentro.
El canadiense miró atentamente.
En efecto, tiene usted razón, señor profesor, y su capitán es un hombre extraordinario.
Estamos en el Mediterráneo. Bien. Charlemos, pues, si le parece, de nuestros asuntos, pero
sin que nadie pueda oírnos.
Comprendí la intención del canadiense. En todo caso, pensé que más valía hablar, puesto
que así lo deseaba, y nos fuimos los tres a sentarnos cerca del fanal, donde estaríamos
menos expuestos a las salpicaduras de las olas.
Le escuchamos, Ned le dije, ¿qué es lo que tiene usted que comunicarnos?
Lo que tengo que comunicarles es muy sencillo. Estamos en Europa, y antes de que los
caprichos del capitán nos lle-ven al fondo de los mares polares o de nuevo a Oceanía,
de-bemos abandonar el Nautilus.
Debo confesar que continuaba resultándome embarazo-sa esa discusión con el canadiense.
Yo no quería de ninguna forma coartar la libertad de mis compañeros, y sin embargo no
tenía el menor deseo de dejar al capitán Nemo. Gracias a él, gracias a su aparato, iba yo
completando cada día mis es-tudios oceanográficos y reescribiendo mi libro sobre los
fondos submarinos en el seno mismo de su elemento. Cier-tamente, jamás volvería a tener
una ocasión semejante de observar las maravillas del océano. Yo no podía, pues, ha-cerme
a la idea de abandonar el Nautilus antes de haber completado el ciclo de mis
investigaciones.
Amigo Ned, respóndame francamente. ¿Se aburre usted a bordo? ¿Lamenta que el destino
le haya lanzado en manos del capitán Nemo?
Durante algunos instantes, el canadiense guardó silencio. Luego, cruzándose de brazos,
dijo:
Francamente, no me pesa este viaje bajo el mar. Y me sentiré contento de haberlo hecho.
Pero para haberlo hecho, menester es que haya terminado. Ésa es mi opinión.
Terminará, Ned.
¿Dónde y cuándo?
¿Dónde? No lo sé. ¿Cuándo? No puedo decirlo. Supongo que acabará cuando estos mares
no tengan ya nada que en-señarnos. Todo lo que tiene comienzo tiene forzosamente fin en
este mundo.
Yo pienso como el señor dijo Conseil-, y es muy posi-ble que tras haber recorrido todos
los mares del Globo, el ca-pitán Nemo nos dé el vuelo a los tres.
¡El vuelo! exclamó el canadiense ¿Un voleo, quiere decir?
No exageremos, señor Land. No tenemos nada que te-mer del capitán Nemo, pero
tampoco comparto la esperan-za de Conseil. Conocemos los secretos del Nautilus, y no
creo que su comandante tome el riesgo de verlos correr por el mundo, por darnos la
libertad.
Pero, entonces, ¿a qué espera usted? preguntó el cana-diense.
A que se presenten circunstancias favorables, que podre-mos y deberemos aprovechar, ya
sea ahora ya dentro de seis meses.
¡Ya, ya! dijo Ned Land. ¿Y dónde cree que estaremos dentro de seis meses, señor
naturalista?
Tal vez aquí, tal vez en China. Usted sabe cómo corre el Nautilus. Atraviesa los océanos
como una golondrina el aire o un exprés los continentes. No rehúye los mares
frecuenta-dos. ¿Quién nos dice que no va a aproximarse a las costas de Francia, de
Inglaterra o de América, en las que podríamos intentarla evasión tan ventajosamente como
aquí?
Señor Aronnax, sus argumentos se caen por la base. Ha-bla usted en futuro: «Estaremos
allí… estaremos allá … ». Yo hablo en presente: «Ahora estamos aquí, y hay que
aprove-char la ocasión».
Puesto contra el muro por la lógica de Ned Land y sintién-dome batido en ese terreno, no
sabía ya a qué argumentos apelar.
Oiga, supongamos, por imposible que sea, que el capitán Nemo le ofreciera hoy mismo la
libertad. ¿Qué haría usted?
No lo sé le respondí.
Y si añadiera que esa oferta no volvería a hacérsela nun-ca más, ¿aceptaría usted?
No respondí.
¿Y qué es lo que piensa el amigo Conseil? preguntó Ned Land.
El amigo Conseil respondió plácidamente el interroga-do no tiene nada que decir.
Está absolutamente desintere-sado. Al igual que el señor y que su camarada Ned, es soltero.
Ni mujer, ni hijos, ni parientes le esperan. Está al servicio del señor, piensa como el señor,
habla como él, y por eso, y sin-tiéndolo mucho, no debe contarse con él para formar
mayo-ría. Dos personas tan sólo están en presencia: el señor, de un lado, y Ned Land, de
otro. Dicho esto, el amigo Conseil escu-cha y está dispuesto a marcar los tantos.
No pude impedirme sonreír al ver cómo Conseil aniqui-laba por completo su personalidad.
En el fondo, el canadien-se debía estar encantado de no tenerlo contra él.
Entonces, señor Aronnax, puesto que Conseil no existe, discutámoslo entre los dos. Yo he
hablado ya y usted me ha oído. ¿Qué tiene que responder?
Era evidente que había que concluir y me repugnaba re-currir a más evasivas.
Amigo Ned, he aquí mi respuesta. Tiene usted razón, y mis argumentos no resisten a los
suyos. No podemos contar con la buena volunta del capitán Nemo. La más elemental
prudencia le prohibe ponernos en libertad. Por el contrario, la prudencia exige que
aprovechemos la primera ocasión de evadirnos del Nautilus.
Bien, señor Aronnax, eso es hablar razonablemente.
Sin embargo, quiero hacer una observación, una sola. Es menester que la ocasión sea
seria. Es preciso que nuestra primera tentativa de evasión tenga éxito, pues si se aborta, no
tendremos la oportunidad de hallar una segunda oca-sión, y el capitán Nemo no nos
perdonará.
Eso es muy sensato respondió el canadiense-. Pero su observación es aplicable a toda
tentativa de huida, ya sea dentro de dos años o de dos días. Luego la cuestión continúa
siendo ésta; si se presenta una ocasión favorable, hay que aprovecharla.
De acuerdo. Y ahora, dígame, Ned, ¿qué es lo que entien-de usted por una ocasión
favorable?
La que nos depararía la proximidad del Nautilus a una costa europea en una noche oscura.
¿Y trataría usted de escapar a nado?
Sí, si estuviéramos a escasa distancia de la orilla y si el navío flotara en la superficie. No,
si estuviéramos demasia-do alejados y con el barco entre dos aguas.
¿Y en ese caso?
En ese caso, trataría de apoderarme de la canoa. Sé cómo hay que maniobrar para ello.
Nos introduciríamos en el interior, y una vez quitados los tornillos, remontaríamos a la
superficie sin que tan siquiera el timonel, situado a proa, se diera cuenta de nuestra huida.
Bien, Ned. Pues aceche esa ocasión, pero no olvide que un fracaso sería nuestra
perdición.
No lo olvidaré, créame.
Y ahora, Ned, ¿quiere conocer mi opinión sobre su pro-yecto?
Naturalmente, señor Aronnax.
Pues bien, pienso (no digo espero) que esa ocasión favo-rable no va a presentarse.
¿Por qué?
Porque el capitán Nemo no puede ignorar que no hemos renunciado a la esperanza de
recuperar nuestra libertad, y por tanto se mantendrá en guardia, sobre todo en las
proxi-midades de las costas europeas.
Estoy de acuerdo con el señor dijo Conseil.
Ya veremos -respondió Ned Land, que movía la cabeza en un gesto de determinación.
Y ahora, Ned, dejemos esto. Ni una palabra más sobre ello. El día que esté usted
dispuesto, nos lo dirá y nosotros le seguiremos. Lo dejo en sus manos.
Así terminó esta conversación, que habría de tener más tarde tan graves consecuencias.
Debo decir que los hechos parecieron confirmar mis previsiones, para desesperación del
canadiense. ¿Desconfiaba de nosotros el capitán Nemo en esos mares tan frecuentados, o
queria simplemente no ofrecerse a la vista de los numerosos barcos de todas las
na-cionalidades que surcan el Mediterráneo? Lo ignoro, pero lo cierto es que se mantuvo la
mayor parte del tiempo en in-mersión y a gran distancia de la costa. Cuando emergía, lo
hacía tan sólo mínimamente, asomando la cabina del timo-nel, pero con más frecuencia se
sumergía a grandes profun-didades, pues entre el archipiélago griego y el Asia Menor no
hallábamos fondo a dos mil metros.
Así, sólo supe de la proximidad de la isla de Cárpatos, una de las Espórades, por el verso de
Virgilio que me recitó el ca-pitán Nemo al tiempo que posaba su dedo en un punto del
planisferio:
Est in Carpathio Neptuni gurgite vates
Caeruleus Proteus…
Era, en efecto, la antigua residencia de Proteo, el viejo pastor de los rebaños de Neptuno, y
la actual isla de Escar-panto, situada entre Rodas y Creta. Tan sólo pude ver su ba-samento
granítico a través de los cristales del salón.
Al día siguiente, 14 de febrero, decidí emplear algunas ho-ras en estudiar los peces del
archipiélago, pero por un moti-vo desconocido las portillas permanecieron herméticamen-te
cerradas. Por la dirección del Nautilus observé que marchaba hacia Candía, la antigua isla
de Creta. En el mo-mento en que embarqué abordo del Abraham Lincoln, la po-blación de
la isla acababa de sublevarse contra el despotismo turco. Ignoraba absolutamente lo que
hubiera acontecido con esa insurrección, y no era el capitán Nemo, privado de toda
comunicación con tierra firme, quien hubiera podido informarme. No hice, pues, ninguna
alusión a tal aconteci-miento cuando, por la tarde, me hallé a solas con él en el sa-lón. Por
otra parte, me pareció taciturno y preocupado. Lue-go, contrariamente a sus costumbres,
ordenó abrir las dos portillas del salón y yendo de una a otra observó atentamen-te el mar.
¿Con qué fin? Era algo que no podía yo adivinar, y por mi parte me puse a observar los
peces que pasaban ante mis ojos.
Entre otros muchos vi esos gobios citados por Aristóteles y vulgarmente conocidos con el
nombre de lochas de mar, que se encuentran particularmente en las aguas saladas pró-ximas
al delta del Nilo. Cerca de ellos evolucionaban pagros semifosforescentes, especie de
esparos a los que los egipcios colocaban entre los animales sagrados, y cuya llegada a las
aguas del río, anunciadora de su fecundo desbordamiento, era celebrada con ceremonias
religiosas. Vi también unos déntalos de tres decímetros de longitud, peces óseos de
es-camas transparentes, de un color lívido mezclado con man-chas rojas; son grandes
devoradores de vegetales marinos, lo que les da ese gusto exquisito tan apreciado por los
gastró-nomos de la antigua Roma, que los pagaban a alto precio.
Sus entrañas, mezcladas con el licor seminal de las murenas, los sesos de pavo real y las
lenguas de los fenicópteros, com-ponían ese plato divino que tanto gustaba al emperador
Vi-telio.
Otro habitante de esos mares atrajo mi atención y me hizo rememorar la Antigüedad. Era la
rémora, que viaja adherida al vientre de los tiburones. Al decir de los antiguos, este
pe-queño pez, adosado por su ventosa a la quilla de un navío, po-día detener su marcha, y
uno de ellos, al retener así la nave de Antonio durante la batalla de Actium, facilitó la
victoria de Augusto. ¡De lo que depende el destino de las naciones!
Vi también admirables antias, pertenecientes a la familia de los pércidos, peces sagrados
para los griegos, que les atri-buyen el poder de expulsar a los monstruos marinos de las
aguas que frecuentaban; su nombre significa ‘flor’, y lo jus-tificaban por sus colores
bellísimos, que recorrían toda la gama del rojo, desde el rosa pálido hasta el brillo del rubí,
y los fugitivos reflejos que tornasolaban su aleta dorsal.
Mis ojos no podían apartarse de esas maravillas del mar, cuando súbitamente vieron una
insólita aparición. La de un hombre en medio de las aguas, un hombre con una bolsa de
cuero en su cintura. No era un cuerpo abandonado al mar, era un hombre vivo que nadaba
vigorosamente. El hombre apareció y desapareció varias veces. Ascendía para respirar en la
superficie y buceaba nuevamente.
Me volví hacia el capitán Nemo, emocionado:
¡Un hombre! ¡Un náufrago! ¡Hay que salvarle a toda costa!
El capitán no me respondió y se acercó al cristal.
El hombre se había aproximado también y, con la cara pe-gada al cristal, nos miraba.
Profundamente estupefacto, vi cómo el capitán Nemo le hacía una señal.
El buceador le respondió con un gesto de la mano, ascen-dió inmediatamente a la superficie
y ya no volvió más.
-No se inquiete me dijo el capitán. Es Nicolás, del cabo Matapán, apodado «El Pez». Es
muy conocido en todas las Cícladas. Un audaz buceador. El agua es su elemento. Vive más
en el agua que en tierra, yendo sin cesar de una isla a otra y hasta a Creta.
¿Le conoce usted, capitán?
¿Por qué no, señor Aronnax?
Dicho eso, el capitán Nemo se dirigió hacia un mueble si-tuado a la izquierda del salón. Al
lado del mueble había un cofre de hierro cuya tapa tenía una placa de cobre con la ini-cial
del Nautilus grabada, así como su divisa Mobilis in mo-bile.
Sin preocuparse de mi presencia, el capitán abrió el mue-ble, une especie de caja fuerte, que
contenía un gran número de lingotes.
Eran lingotes de oro. ¿De dónde procedían esos lingotes que representaban una fortuna
enorme? ¿Dónde había obte-nido ese oro el capitán y qué iba a hacer con él?
Sin pronunciar una palabra, le miraba. El capitán Nemo cogió uno a uno los lingotes y los
colocó metódicamente en el cofre de hierro hasta llenarlo por completo. Yo evalué su peso
en más de mil kilogramos de oro, es decir, en unos cin-co millones de francos.
Una vez hubo cerrado el cofre, el capitán Nemo escribió sobre su tapa unas palabras que
por sus caracteres de-bían pertenecer al griego moderno. Hecho esto, el capitán Nemo pulsó
un timbre. Poco después, aparecieron cuatro hombres. No sin esfuerzo, se llevaron el cofre
del salón. Lue-go oí cómo lo izaban por medio de palancas por la escalera de hierro.
El capitán Nemo se volvió hacia mí:
¿Decía usted, señor profesor?
No decía nada, capitán.
Entonces, permítame desearle una buena noche.
El capitán Nemo salió.
Yo volví a mi camarote, muy intrigado, como puede supo-nerse. Traté en vano de dormir.
Buscaba una relación entre la aparición del buceador y ese cofre lleno de oro. Luego, por
los movimientos de balanceo y de cabeceo que hacía el Nau-tilus, me di cuenta de que
había emergido a la superficie. Oí un ruido de pasos sobre la plataforma y supuse que
estaban botando la canoa al mar. Se oyó el ruido del bote al chocar con el flanco del
Nautilus, y luego fue el silencio.
Dos horas después, se reprodujeron los mismos ruidos, las mismas ¡das y venidas. La
embarcación, izada a bordo, había sido encajada en su alvéolo, y el Nautilus volvió a
su-mergirse.
Así, pues, esos millones habían sido transportados a su destino. ¿A qué lugar del
continente? ¿Quién era el corres-ponsal del capitán Nemo?
Al día siguiente, conté a Conseil y al canadiense los acon-tecimientos de aquella noche que
tanto sobreexcitaban mi curiosidad. Mis compañeros se manifestaron no menos
sor-prendidos que yo.
Pero ¿de dónde saca esos millones? preguntó Ned Land.
No había respuesta posible a esa pregunta. Me dirigí al sa-lón, después de haber
desayunado, y me puse a trabajar. Hasta las cinco de la tarde estuve redactando mis notas.
En aquel momento sentí un calor extremo, y atribuyéndolo a una disposición personal, me
quité mis ropas de biso. Era incomprensible, en las latitudes en que nos hallábamos, y
además, el Nautilus en inmersión no debía experimentar ninguna elevación de temperatura.
Miré el manómetro y vi que marcaba una profundidad de sesenta pies, inalcanzable para el
calor atmosférico.
Continué trabajando, pero la temperatura se elevó hasta hacerse intolerable.
«¿Habrá fuego a bordo?», me pregunté. Iba a salir del sa-lón, cuando entró el capitán
Nemo. Se acercó al termóme-tro, lo consultó y se volvió hacia mí.
-Cuarenta y dos grados dijo.
-Ya me doy cuenta, capitán, y si este calor aumenta no po-dremos soportarlo.
¡Oh!, señor profesor, que el calor aumente depende de nosotros.
¿Puede usted moderarlo a voluntad?
-No, pero puedo alejarme del foco que lo produce.
¿Es, pues, exterior?
Sí. Estamos en una corriente de agua hirviente.
¿Es posible?
Mire.
Se abrieron las portillas y vi el mar completamente blanco en torno al Nautilus. Un
torbellino de vapores sulfurosos se desarrollaba en medio de las aguas que hervían como si
es-tuvieran en una caldera. Apoyé la mano en uno de los crista-les, pero el calor era tan
intenso que hube de retirarla.
¿Dónde estamos?
Cerca de la isla Santorin, señor profesor me respondió el capitán, y precisamente en el
canal que separa la Nea Ka-menni de la Palea Kamenni. He querido ofrecerle el curioso
espectáculo de una erupción submarina.
-Yo creía que la formación de estas nuevas islas había ter-minado.
Nada está nunca terminado en los parajes volcánicos respondió el capitán Nemo-. El
Globo está siempre siendo remodelado por los fuegos subterráneos. Ya en el año 19 de
nuestra era, según Casiodoro y Plinio, apareció una isla nue-va, Theia la divina, en el lugar
mismo en que se han forma-do estos islotes. Se hundió luego en el mar para reaparecer en
el año 69, hasta que se hundió definitivamente. Desde en-tonces a nuestros días el trabajo
plutónico quedó interrum-pido. Pero el 3 de febrero de 1866, emergió un nuevo islote, al
que se dio el nombre de George, en medio de vapores sul-furosos, cerca de Nea Kamenni, a
la que quedó unida el 6 del mismo mes. Siete días después, el 13 de febrero, apareció el
islote Afroesa, creando entre él y Nea Kamenni un canal de diez metros de anchura. Yo
estaba por aquí cuando se pro-dujo el fenómeno y pude observar todas sus fases. El islote
Afroesa, de forma redondeada, medía trescientos pies de diámetro y tenía una altura de
treinta pies. Estaba compues-to por lavas negras y vítreas, con fragmentos feldespáticos. El
10 de marzo, un islote más pequeño, llamado Reka, apa-reció junto a Nea Kamenni, y
desde entonces, los tres islotes, soldados entre sí, no forman más que una sola isla.
-¿Y este canal en el que estamos ahora?
Véalo aquí me respondió el capitán Nemo, mostrándo-me un mapa del archipiélago.
Como ve, he inscrito en él los nuevos islotes.
Pero este canal acabará colmándose un día, ¿no?
Es probable, señor Aronnax, pues desde 1866 han surgi-do ya ocho pequeños islotes de
lava frente al puerto San Ni-colás de Palca Kamenni. Es, pues, evidente, que Nea y Palea se
reunirán un día no lejano. Si en medio del Pacífico son los infusorios los que forman los
continentes, aquí son los fenó-menos eruptivos. Mire usted el trabajo que está realizándose
bajo el mar.
Volví al cristal. El Nautilus parecía inmóvil. El calor era ya intolerable. Del blanco el mar
había pasado al rojo, coloración debida a la presencia de una sal de hierro. Pese a que el
salón estaba herméticamente cerrado, había sido invadido por un olor sulfuroso
absolutamente insoportable. Veía llamas escar-latas cuya vivacidad apagaba el brillo de la
electricidad.
Estaba sudando a mares, me asfixiaba, iba a cocerme. Sí, me sentía literalmente cocido.
No podemos permanecer en esta agua hirviente dije al capitán.
No, no sería prudente respondió el impasible capitán.
A una orden del capitán Nemo, el Nautilus viró de bordo y se alejó de aquel horno al que
no podía desafiar impune-mente por más tiempo. Un cuarto de hora después, respirábamos
el aire libre, en la superficie del mar. Se me ocurrió pensar entonces que si Ned hubiera
escogido esos parajes como escenario de nuestra fuga no habríamos podido salir vivos de
ese mar de fuego.
Al día siguiente, 16 de febrero, abandonamos aquella re-gión que, entre Rodas y
Alejandría, tiene fondos marinos de tres mil metros. Tras pasar a lo largo de Cerigo y
doblar el cabo Matapán, el Nautilus dejaba atrás el archipiélago griego.
7. El mediterráneo en cuarenta y ocho horas
El Mediterráneo, el mar azul por excelencia, el «gran mar» de los hebreos, el «mar» de los
griegos, el mare nostrum de los romanos; bordeado de naranjos, de áloes, de cactos, de
pinos marítimos; embalsamado por el perfume de los mirtos; rodeado de montañas;
saturado de un aire puro y transparente, pero incesantemente agitado por los fuegos
te-lúricos, es un verdadero campo de batalla en el que Neptuno y Plutón se disputan todavía
el imperio del mundo. En él, en sus aguas y en sus orillas, dijo Michelet, el hombre se
revigo-riza en uno de los más poderosos climas de la Tierra.
Pero apenas me fue dada la oportunidad de observar la belleza de esta cuenca de dos
millones de kilómetros cua-drados de superficie. Tampoco pude contar con los
conoci-mientos personales del capitán Nemo, pues el enigmático personaje no apareció ni
una sola vez en el salón durante una travesía efectuada a gran velocidad. Estimo en unas
seiscientas leguas el camino recorrido por el Nautilus bajo la superficie del Mediterráneo y
en un tiempo de cuarenta y ocho horas. Habíamos abandonado los parajes de Grecia en la
mañana del 16 de febrero y al salir el sol el 18 ya habíamos atravesado el estrecho de
Gibraltar.
Fue evidente para mí que ese mar, cercado por todas par-tes por la tierra firme de la que
huía, no agradaba al capitán Nemo. Sus aguas y sus brisas debían traerle muchos recuer-dos
y tal vez pesadumbres. En el Mediterráneo no tenía esa libertad de marcha y esa
independencia de maniobras que le dejaban los océanos, y su Nautilus debía sentirse
incómodo entre las costas demasiado cercanas de África y de Europa.
Navegamos, pues, a una velocidad de veinticinco millas por hora, lo que equivale a doce
leguas de cuatro kilómetros. Obvio es decir que Ned Land, muy a su pesar, debió renun-ciar
a sus proyectos de evasión, en la imposibilidad de ser-virse de un bote llevado a una
marcha de doce o trece metros por segundo. Salir del Nautilus en esas condiciones hubiera
sido una maniobra tan imprudente como saltar en marcha de un tren a esa velocidad.
Además, nuestro submarino no emergió a la superficie más que por la noche, a fin de
reno-var su provisión de aire, confiando la dirección de su rumbo a las solas indicaciones
de la brújula y de la corredera.
Del interior del Mediterráneo pude ver tan sólo lo que le es dado presenciar al viajero de un
tren expreso del paisaje que huye ante sus ojos, es decir, los horizontes lejanos, y no los
primeros planos que pasan como un relámpago. Sin embar-go, Conseil y yo pudimos
observar algunos de esos peces me-diterráneos que por la potencia de sus aletas conseguían
mantenerse algunos instantes en las aguas del Nautilus. Per-manecimos mucho tiempo al
acecho ante los cristales del sa-lón, y nuestras notas me permiten ahora resumir en pocas
pa-labras nuestra visión ictiológica de ese mar. De los diversos peces que lo habitan, sin
hablar de todos aquellos que la velo-cidad del Nautílus hartó a mis ojos, puedo decir que vi
algu-nos y apenas entreví otros. Permítaseme, pues, presentarlos en una clasificación que
será caprichosa, sin duda, pero que, al menos, reflejará con fidelidad mis rápidas
observaciones.
Entre las aguas vivamente iluminadas por nuestra luz eléctrica serpenteaban algunas
lampreas, de un metro de longitud, comunes a casi todas las zonas dimáticas. Algunas rayas
de cinco pies de ancho, de vientre blanco y dorso gris ceniza con manchas, evolucionaban
como grandes chales llevados por la corriente. Otras rayas pasaban tan rápida-mente que no
pude reconocer si merecían ese nombre de águilas que les dieron los griegos, o las
calificaciones de rata, de sapo o de murciélago que les dan los pescadores marinos.
Escualos milandros, de doce pies de longitud, tan temidos por los buceadores, competían en
velocidad entre ellos. Como grandes sombras azuladas vimos zorras marinas, animales
dotados de una extremada finura de olfato, de unos ocho pies de longitud. Las doradas, del
género esparo, mostraban sus tonos de plata y de azul cruzados por franjas que contrastaban
con lo oscuro de sus aletas; peces consa-grados a Venus, con el ojo engastado en un anillo
de oro; es-pecie preciosa, amiga de todas las aguas, dulces o saladas, que habita ríos, lagos
y océanos, bajo todos los climas, so-portando todas las temperaturas, y cuya raza, que
remonta sus orígenes a las épocas geológicas de la Tierra, ha conser-vado la belleza de sus
primeros días. Magníficos esturiones, de nueve a diez metros de largo, dotados de gran
velocidad, golpeaban con su cola poderosa los cristales de nuestro ob-servatorio y nos
mostraban su lomo azulado con manchas marrones; se parecen a los escualos, cuya fuerza
no igualan, sin embargo; se encuentran en todos los mares, y en la pri-mavera remontan los
grandes ríos, en lucha contra las co-rrientes del Volga, del Danubio, del Po, del Rin, del
Loira, del Oder … y se alimentan de arenques, caballas, salmones y gá-didos; aunque
pertenezcan a la clase de los cartilaginosos, son delicados; se comen frescos, en salazón,
escabechados, y, en otro tiempo, eran llevados en triunfo a las mesas de los Lúculos.
Pero entre todos estos diversos habitantes del Mediterrá-neo, los que pude observar más
útilmente, cuando el Nauti-lus se aproximaba a la superficie, fueron los pertenecientes al
sexagesimotercer género de la clasificación de los peces óseos: los atunes, escómbridos con
el lomo azul negruzco y vientre plateado, cuyos radios dorsales desprendían reflejos
dorados. Tienen fama de seguir a los barcos, cuya sombra fresca buscan bajo los ardores
del cielo tropical, y no la des-mintieron con el Nautilus, al que siguieron como en otro
tiempo acompañando a los navíos de La Pérousse. Durante algunas horas compitieron en
velocidad con nuestro subma-rino. Yo no me cansaba de admirar a estos animales
verda-deramente diseñados para la carrera, con su pequeña ca-beza, su cuerpo liso y
fusiforme que en algunos de ellos sobrepasaba los tres metros, sus aletas pectorales dotadas
de extraordinario vigor y las caudales en forma de horquilla. Nadaban en triángulo, como
suelen hacerlo algunos pájaros cuya rapidez igualan, lo que hacía decir a los antiguos que la
geometría y la estrategia no les eran ajenas. Y, sin embargo, ese supuesto conocimiento de
la estrategia no les hace esca-par a las persecuciones de los provenzales, que los estiman
tanto como antaño los habitantes de la Propóntide y de Ita-lia, y como ciegos y aturdidos se
lanzan y perecen por milla-res en las almadrabas marsellesas.
Entre los peces que entrevimos apenas Conseil y yo, citaré a título de inventario los
blanquecinos fierasfers, que pasa-ban como inaprehensibles vapores; los congrios y
morenas, serpientes de tres o cuatro metros, ornadas de verde, de azul y de amarillo; las
merluzas, de tres pies de largo, cuyo hígado ofrece un plato delicado; las cepolas
tenioideas, que flotaban como finas algas; las triglas, que los poetas llaman peceslira y los
marinos peces silbantes, cuyos hocicos se adornan con dos láminas triangulares y dentadas
que se asemejan al ins-trumento tañido por el viejo Homero, y triglas golondrinas que
nadaban con la rapidez del pájaro del que han tomado su nombre; holocentros de cabeza
roja y con la aleta dorsal guarnecida de filamentos; sábalos, salpicados de manchas negras,
grises, marrones, azules, verdes y amarillas, que son sensibles al sonido argentino de las
campanillas; espléndi-dos rodaballos, esos faisanes del mar, con forma de rombo, aletas
amarillentas con puntitos oscuros y cuya parte supe-rior, la del lado izquierdo, está
generalmente veteada de ma-rrón y de amarillo; y, por último, verdaderas bandadas de
salmonetes, la versión marítima tal vez de las aves del paraí-so, los mismos que en otro
tiempo pagaban los romanos hasta diez mil sestercios por pieza, y que hacían morir a la
mesa para seguir con mirada cruel sus cambios de color, desde el rojo cinabrio de la vida
hasta la palidez de la muerte.
Y si no pude observar ni rayas de espejos, ni balistes, ni tetrodones, ni hipocampos, ni
centriscos, ni blenios, ni la-bros, ni eperlanos, ni exocetos, ni pageles, ni bogas, ni or-flos,
ni los principales representantes del orden de los pleuronectos, los lenguados, los gallos, las
platijas, comu-nes al Atlántico y al Mediterráneo, fue debido a la vertigi-nosa velocidad a
que navegaba el Nautilus por esas aguas opulentas.
En cuanto a los mamíferos marinos, creo haber reconoci-do al pasar ante la bocana del
Adriático dos o tres cachalotes que por su aleta dorsal parecían pertenecer al género de los
fisetéridos, algunos delfines del género de los globicéfalos, propios del Mediterráneo, cuya
cabeza, en su parte anterior, está surcada de unas rayas claras, así como una docena de
focas de vientre blanco y pelaje negro, de las llamadas frailes por su parecido con los
dominicos, de unos tres metros de longitud.
Por su parte, Conseil creyó haber visto una tortuga de unos seis pies de anchura, con tres
aristas salientes orienta-das longitudinalmente. Sentí no haberla visto, pues por la
descripción que de ella me hizo Conseil, debía de pertenecer a esa rara especie conocida
con el nombre de laúd. Yo tan sólo pude ver algunas cacuanas de caparazón alargado. En
cuanto a los zoófitos, vi durante algunos instantes una ad-mirable galeolaria anaranjada que
se pegó al cristal de la portilla de babor. Era un largo y tenue filamento que se com-plicaba
en arabescos arborescentes cuyas finas ramas termi-naban en el más delicado encaje que
hayan hilado jamás las rivales de Aracne. Desgraciadamente, no pude pescar esa admirable
muestra, y ningún otro zoóflto mediterráneo se habría presentado ante mis ojos de no haber
disminuido singularmente su velocidad el Nautilus en la tarde del 16, y en las
circunstancias que describo seguidamente.
Nos hallábamos a la sazón entre Sicilia y la costa de Tú-nez. En ese espacio delimitado por
el cabo Bon y el estrecho de Mesina, el fondo del mar sube bruscamente formando una
verdadera cresta a diecisiete metros de la superficie, mientras que a ambos lados de la
misma la profundidad es de ciento setenta metros. El Nautilus hubo de maniobrar con
prudencia para no chocar con la barrera submarina.
Mostré a Conseil en el mapa del Mediterráneo el empla-zamiento del largo arrecife.
Pero dijo Conseil, ¡si es un verdadero istmo que une a Europa y África!
Sí, muchacho, cierra por completo el estrecho de Libia. Los sondeos hechos por Smith
han probado que los dos con-tinentes estuvieron unidos en otro tiempo, entre los cabos
Boco y Furina.
Lo creo respondió Conseil.
Una barrera semejante añadí existe entre Gibraltar y Ceuta, que en los tiempos
geológicos cerraba completamen-te el Mediterráneo.
¡Mire que si un empuje volcánico levantara un día estas dos barreras por encima de la
superficie del mar! Entonces…
Es muy poco probable que eso suceda, Conseil.
Permftame el señor acabar lo que iba a decir, y es que si se produjera ese fenómeno, lo
sentiría por el señor de Les-seps que tanto se está esforzando por abrir su istmo.
De acuerdo, pero te repito, Conseil, que ese fenómeno no se producirá. La violencia de
las fuerzas subterráneas va decreciendo cada vez más. Los volcanes, tan numerosos en los
primeros días del mundo, se apagan poco a poco. El ca-lor interno se debilita, y la
temperatura de las capas inferio-res subterráneas va reduciéndose siglo a siglo en una
apre-ciable proporción, y ello en detrimento de nuestro planeta, pues ese calor es su vida.
Sin embargo, el sol…
El sol es insuficiente, Conseil. ¿Puede el sol dar calor a un cadáver?
No, que yo sepa.
Pues bien, la Tierra será algún día ese cadáver frío. Será inhabitable y estará deshabitada
como la Luna, que desde hace mucho tiempo ha perdido su calor vital.
¿Dentro de cuántos siglos? preguntó Conseil.
Dentro de algunos centenares de millares de años.
Entonces, tenemos tiempo de acabar nuestro viaje, con el permiso de Ned Land.
Y Conseil, tranquilizado, se concentró en la observación del alto fondo que el Nautilus iba
casi rozando a una mode-rada velocidad.
Sobre aquel suelo rocoso y volcánico se desplegaba toda una fauniflora viviente: esponjas;
holoturias; cidípidos hia-linos con cirros rojizos que emitían una ligera fosforescen-cia;
beroes, vulgarmente conocidos como cohombros de mar, bañados en las irisaciones del
espectro solar; comátu-las ambulantes, de un metro de anchura, cuya púrpura en-rojecía el
agua; euriales arborescentes de gran belleza; pavo-narias de largos tallos; un gran número
de erizos de mar comestibles, de variadas especies, y actinias verdes de tron-co grisáceo,
con el disco oscuro, que se perdían en su cabe-llera olivácea de tentáculos.
Conseil se había ocupado más particularmente de obser-var los moluscos y los articulados,
y aunque su nomenclatu-ra sea un poco árida, no quiero ofender al buen muchacho
omitiendo sus observaciones personales.
En sus notas, cita entre los moluscos numerosos pectúncu-los pectiniformes; espóndilos
amontonados unos sobre otros; donácidos o coquinas triangulares; hiálidos tridenta-dos,
con parápodos amarillos y conchas transparentes; pleurobranquios anaranjados; óvulas
cubiertas de puntitos verdosos; aplisias, también conocidas con el nombre de lie-bres de
mar; dolios; áceras carnosas; umbrelas, propias del Mediterráneo; orejas de mar, cuyas
conchas producen un nácar muy estimado; pectúnculos apenachados; anomias, más
estimadas que las ostras por los del Languedoc; alme-jas, tan preciadas por los marselleses;
venus verrucosas blancas y grasas; esas almejas del género mercenaria de las que tanto
consumo se hace en Nueva York; pechinas opercu-lares o volandeiras de variados colores;
litodomos o dátiles hundidos en sus agujeros, cuyo fuerte sabor aprecio yo mu-cho;
venericárdidos surcados con nervaduras salientes en la cima abombada de la concha; cintias
erizadas de tubérculos escarlatas; carneiros de punta curvada, semejantes a ligeras
góndolas; férolas coronadas; atlantas, de conchas espirali-formes; tetis grises con manchas
blancas, recubiertas por su manto festoneado; eólidas, semejantes a pequeñas limazas
cavolinias rampando sobre el dorso; aurículas, y entre ellas la aurícula miosotis de concha
ovalada; escalarias rojas; lito-rinas, janturias, peonzas, petrícolas, lamelarias, gorros de
Neptuno, pandoras, etc.
En sus notas, Conseil había dividido, muy acertadamen-te, en seis clases a los articulados,
de las cuales tres pertene-cen al mundo marino. Son los crustáceos, los cirrópodos y los
anélidos.
Los crustáceos se subdividen en nueve órdenes, el prime-ro de los cuales comprende a los
decápodos, es decir, a los animales cuya cabeza está soldada al tórax, y cuyo aparato bucal
se compone de varios pares de miembros, y que po-seen cuatro, cinco o seis pares de patas
torácicas o ambula-torias. Conseil había seguido el método de nuestro maestro
MilneEdwards, que divide en tres secciones a los decápo-dos: los braquiuros, los
macruros y los anomuros, nombres tan bárbaros como justos y precisos. Entre los
braquiuros, Conseil cita un oxirrinco, el amatías, armado de dos grandes puntas divergentes
a modo de cuernos; el inaco escorpión que, no sé por qué, simbolizaba la sabiduría entre los
grie-gos; lambromassena y lambro espinoso, probablemente ex-traviados en tan altos
fondos puesto que generalmente viven a grandes profundidades; xantos; pilumnos;
romboides; ca-lapas granulosos de fácil digestión, anota Conseil; coris-tos desdentados;
ebalias; cimopolios, cangrejos aterciopela-dos de Sicilia; dorripos lanudos, etc. Entre los
macruros, subdivididos en cinco familias, los acorazados, los cavado-res, los astácidos, los
eucáridos y los oquizópodos, cita las langostas comunes, de carne tan apreciada, sobre todo
en las hembras; cigalas, camarones ribereños y toda clase de espe-cies comestibles, pero no
dice nada de la subdivisión de los astácidos, en los que está incluido el bogavante, pues las
lan-gostas son los únicos bogavantes del Mediterráneo. En fin, entre los anomuros, cita las
drocinas comunes, abrigadas en las conchas abandonadas de las que se apoderan, homolas
espinosas, ermitaños, porcelanas, etc.
Ahí se detenía el trabajo de Conseil. Le había faltado tiempo para completar la clase de los
crustáceos con el exa-men de los estomatópodos, anfípodos, homópodos, isópo-dos,
trilobites, branquiápodos, ostrácodos y entomostrá-ceos. Y para terminar el estudio de los
articulados marinos habría debido citar la clase de los cirrópodos, en la que se in-cluyen los
cídopes y los árgulos, y la de los anélidos que no hubiera dejado de dividir en tubícolas y en
dorsibranquios. Pero es que el Nautilus, al dejar atrás el alto fondo del estre-cho de Libia,
había recuperado su velocidad habitual. Por eso, no fue posible ya ver ni moluscos, ni
articulados ni zoó-fitos, apenas algunos grandes peces que pasaban como som-bras.
Durante la noche del 16 al 17 de febrero, entramos en esa otra zona del Mediterráneo cuyas
mayores profundidades se sitúan a tres mil metros.
Impulsado por su hélice y deslizándose a lo largo de sus planos inclinados, el Nautilus se
hundió hasta las últimas ca-pas del mar.
A falta de las maravillas naturales, el mar ofreció allí a mis miradas escenas emocionantes y
terribles. Nos hallábamos surcando, en efecto, esa parte del Mediterráneo tan fecunda en
naufragios. ¡Cuántos son los barcos que han naufragado y desaparecido entre las costas
argelinas y las provenzales! El Mediterráneo no es más que un lago, si se le compara con la
vasta extensión abierta del Pacífico, pero un lago capricho-so y voluble, hoy propicio y
acariciante para la frágil tartana que parece flotar entreel doble azul del mar y del cielo,
ma-ñana furioso y atormentado, descompuesto por los vientos, destrozando los más sólidos
navíos con los golpes violentos de sus olas.
Así, a nuestro rápido paso por esas capas profundas, vi un gran número de restos en el
fondo, unos recubiertos ya por los corales y otros revestidos de una capa de orín; áncoras,
cañones, obuses, piezas de hierro, paletas de hélices, piezas de máquinas, cilindros rotos,
calderas destrozadas, cascos de buque flotando entre dos aguas, unos hacia abajo y otros
ha-cia arriba.
Todos estos navíos habían naufragado o por colisiones entre ellos o por choques con
escollos de granito. Había allí algunos que se habían ido a pique, y que, con su arbola-dura
enhiesta y sus aparejos intactos, parecían estar fon-deados en una inmensa rada, esperando
el momento de zarpar. Cuando pasaba entre ellos el Nautilus, iluminán-dolos con su luz
eléctrica, parecía que esos navíos fueran a saludarle con su pabellón y darle su número de
orden. Pero sólo el silencio y la muerte reinaban en ese campo de catástrofes.
Observé que los restos de naufragios en los fondos medi-terráneos iban siendo más
numerosos a medida que el Nau-tilus se acercaba al estrecho de Gibraltar. Las costas de
África y de Europa van estrechándose y las colisiones en tan estre-cho espacio son más
frecuentes. Vi numerosas carenas de hierro, ruinas fantásticas de barcos de vapor, en pie
unos y tumbados otros, semejantes a formidables animales. Uno de ellos, con los flancos
abiertos, su timón separado del codaste y retenido aún por una cadena de hierro, con la
popa corroí-da por las sales marinas, me produjo una impresión terrible. ¡Cuántas
existencias rotas, cuántas víctimas había debido provocar su naufragio! ¿Habría
sobrevivido algún marinero para contar el terrible desastre? No sé por qué me vino la idea
de que ese barco pudiera ser el Atlas, desaparecido des-de hacía veinte años sin que nadie
haya podido oír la menor explicación. ¡Qué siniestra historia la que podría hacerse con
estos fondos mediterráneos, con este vasto osario en el que se han perdido tantas riquezas y
en el que tantas vícti-mas han hallado la muerte!
Rápido e indiferente, el Nautilus pasaba a toda máquina en medio de esas ruinas. Hacia las
tres de la mañana del 18 de febrero, se presentaba en la entrada del estrecho de Gi-braltar.
Existen allí dos corrientes, una superior, reconocida des-de hace tiempo, que lleva las aguas
del océano a la cuenca mediterránea, y otra más profunda, una contracorriente cuya
existencia ha sido demostrada por el razonamiento. En efecto, la suma de las aguas del
Mediterráneo, incesante-mente acrecentada por las del Atlántico y por los ríos que en él se
sumen, tendría que elevar cada año el nivel de este mar, pues su evaporación es insuficiente
para restablecer el equi-librio. Del hecho de que así no ocurra se ha inferido natu-ralmente
la existencia de esa corriente inferior que por el es-trecho de Gibraltar vierte en el Atlántico
ese excedente de agua.
Suposición exacta, en efecto. Es esa contracorriente la que aprovechó el Nautilus para
avanzar rápidamente por el es-trecho paso. Durante unos instantes pude entrever las
admi-rables ruinas del templo de Hércules, hundido, según Plinio y Avieno, con la isla baja
que le servía de sustentación, y al-gunos minutos más tarde, nos hallábamos en aguas del
Atlántico.
8. La bahía de Vigo
¡El Atlántico! Una vasta extensión de agua cuya superfi-cie cubre veinticinco millones de
millas cuadradas, con una longitud de nueve mil millas y una anchura media de dos mil
setecientas millas. Mar importante, casi ignorado de los antiguos, salvo, quizá, de los
cartagineses, esos holandeses de la Antigüedad, que en sus peregrinaciones comerciales
costeaban el occidente de Europa y de África. Océano cuyas orillas de sinuosidades
paralelas acotan un perímetro in-menso, regado por los más grandes ríos del mundo, el San
Lorenzo, el Mississippi, el Amazonas, el Plata, el Orinoco, el Níger, el Senegal, el Elba, el
Loira, el Rin, que le ofrendan las aguas de los países más civilizados y de las comarcas más
salvajes. Llanura magnífica incesantemente surcada por na-víos bajo pabellón de todas las
naciones, acabada en esas dos puntas terribles, temidas de todos los navegantes, del cabo de
Hornos y del cabo de las Tempestades.
El Nautilus rompía sus aguas con el espolón, tras haber recorrido cerca de diez mil leguas
en tres meses y medio, dis-tancia superior a la de los grandes círculos de la Tierra.
¿Adónde ibamos ahora y qué es lo que nos reservaba el fu-turo?
Al salir del estrecho de Gibraltar, el Nautilus se había adentrado en alta mar. Su retorno a la
superficie del mar nos devolvió nuestros diarios paseos por la plataforma.
Subí acompañado de Ned y de Conseil. A una distancia de doce millas se veía vagamente el
cabo de San Vicente que forma la punta sudoccidental de la península hispánica. El viento
soplaba fuerte del Sur. La mar, gruesa y dura, impri-mía un violento balanceo al Nautilus.
Era casi imposible mantenerse en pie sobre la plataforma batida por el oleaje. Hubimos de
bajar en seguida tras haber aspirado algunas bocanadas de aire.
Me dirigí a mi camarote y Conseil al suyo, pero el cana-diense, que parecía estar muy
preocupado, me siguió. Nues-tra rápida travesía del Mediterráneo no le había permitido dar
ejecución a sus proyectos de evasión y no se molestaba en disimular su enojo.
Tras cerrar la puerta de mi camarote, se sentó y me miró en silencio.
Le comprendo, amigo mío, pero no tiene nada que re-procharse. Tratar de abandonar el
Nautilus, en las condicio-nes en que navegaba, hubiera sido una locura.
No me respondió Ned Land. Sus labios apretados y su ceño fruncido indicaban en él la
coercitiva obsesión de la idea fija.
Veamos, Ned, nada está aún perdido. Estamos cerca de las costas de Portugal. No están
muy lejos de Francia ni In-glaterra, donde podríamos hallar fácilmente refugio. Si el
Nautilus hubiera puesto rumbo al Sur, al salir del estrecho de Gibraltar, yo compartiría su
inquietud. Pero sabemos ya que el capitán Nemo no rehúye los mares civilizados. Dentro de
unos días podrá actuar usted con alguna segu-ridad.
Ned Land me miró con mayor fijeza aún y por fin despegó los labios.
Será esta noche dijo.
Di un respingo, al oírle eso. No estaba yo preparado, lo confieso, para semejante
comunicación. Hubiera querido responderle, pero me faltaron las palabras.
Habíamos convenido esperar una circunstancia favora-ble dijo Ned Land. Esa
circunstancia ha llegado. Esta no-che estaremos a unas pocas millas de la costa española.
La noche será oscura y el viento favorable. Tengo su palabra, se-ñor Aronnax, y cuento con
usted.
Yo continuaba callado. El canadiense se levantó y se acer-co a mí.
-Esta noche a las nueve dijo. He avisado ya a Conseil. A esa hora el capitán Nemo
estará encerrado en su camarote y probablemente acostado. Ni los mecánicos ni los
hombres de la tripulación podrán vernos. Conseil y yo iremos a la es-calera central. Usted,
señor Aronnax, permanecerá en la bi-blioteca, a dos pasos de nosotros, a la espera de mi
señal. Los remos, el mástil y la vela están ya en la canoa, donde tengo ya incluso algunos
víveres. Me he procurado una llave inglesa para quitar las tuercas que fijan el bote al casco
del Nautílus. Todo está, pues, dispuesto. Hasta la noche.
La mar está muy dura dije.
Sí , es cierto, pero habrá que arriesgarse. Ése será el pre-cio de la libertad y hay que
pagarlo. Vale la pena. Además, la embarcación es sólida y unas pocas millas, con el viento
a nuestro favor, no serán un obstáculo de monta. ¿Quién sabe si mañana el Nautilus estará a
cien millas, en alta mar? Si las circunstancias nos favorecen, entre las diez y las once
estare-mos en tierra firme, o habremos muerto. Así, pues, a la gra-cia de Dios y hasta esta
noche.
El canadiense se retiró, dejándome aturdido. Yo había pensado que cuando llegara el
momento tendría tiempo de reflexionar y de discutir. Pero mi obstinado compañero no me
lo permitía. Después de todo, ¿qué hubiera podido de-cirle? Ned Land tenía sobrada razón
de querer aprovechar la oportunidad. ¿Podía yo faltar a mi palabra y asumir la
responsabilidad de comprometer el porvenir de mis com-pañeros por mi interés personal?
¿No era acaso muy proba-ble que el capitán Nemo nos llevara al día siguiente lejos de toda
tierra?
Un fuerte silbido me anunció en aquel momento que se estaban llenando los depósitos y
que el Nautilus se sumergía.
Permanecí en mi camarote. Deseaba evitar al capitán para ocultar a sus ojos la emoción que
me embargaba. Triste jornada la que así pasé, entre el deseo de recuperar la pose-sión de mi
libre arbitrio y el pesar de abandonar ese maravi-lloso Nautilus y de dejar inacabados mis
estudios submari-nos. ¡Dejar así ese océano, «mi Atlántico», como yo me complacía en
llamarle, sin haber observado sus fondos, sin robarle esos secretos que me habían revelado
los mares de la India y del Pacífico! Mi novela caía de mis manos en el pri-mer volumen,
mi sueño se interrumpía en el mejor momen-to. ¡Qué difíciles fueron las horas que pasé así,
ya viéndome sano y salvo, en tierra, con mis compañeros, ya deseando, contra toda razón,
que alguna circunstancia imprevista im-pidiera la realización de los proyectos de Ned
Land!
Por dos veces fui al salón para consultar el compás. Que-ría ver si la dirección del Nautilus
nos acercaba a la costa o nos alejaba de ella. Seguíamos en aguas portuguesas, rumbo al
Norte.
Había que decidirse y disponerse a partir. Bien ligero era mi equipaje. Mis notas,
únicamente.
Me preguntaba yo qué pensaría el capitán Nemo de nues-tra evasión, qué inquietudes y qué
perjuicios le causaría tal vez, así como lo que haría en el doble caso de que resultara
descubierta o fallida. No podía yo quejarme de él, muy al contrario. ¿Dónde hubiera podido
hallar una hospitalidad más franca que la suya? Cierto es que al abandonarle no po-día
acusárseme de ingratitud. Ningún juramento nos ligaba a él. No era con nuestra palabra con
lo que él contaba para tenernos siempre junto a sí, sino con la fuerza de las cosas. Pero esa
declarada pretensión de retenernos a bordo eter-namente, como prisioneros, justificaba
todas nuestras ten-tativas.
No había vuelto a ver al capitán desde nuestra visita a la isla de Santorin. ¿Me pondría el
azar en su presencia antes de nuestra partida? Lo deseaba y lo temía a la vez. Me puse a la
escucha de todo ruido procedente de su camarote, contiguo al mío, pero no oí nada. Su
camarote debía estar vacío.
Se me ocurrió pensar entonces si se hallaría a bordo el ex-traño personaje. Desde aquella
noche en que la canoa había abandonado al Nautilus en una misteriosa expedición, mis
ideas sobre él se habían modificado ligeramente. Después de aquello, pensaba que el
capitán Nemo, dijera lo que dije-se, debía haber conservado con la tierra algunas relaciones.
¿Sería cierto que no abandonaba nunca el Nautilus? Habían pasado semanas enteras sin que
yo le viera. ¿Qué hacía du-rante ese tiempo? Mientras yo le había creído presa de un acceso
de misantropía, ¿no habría estado realizando, lejos de allí, alguna acción secreta cuya
naturaleza me era total-mente desconocida?
Estas y otras muchas ideas me asaltaron a la vez. En la ex-traña situación en que me
hallaba, el campo de conjeturas era infinito. Sentía yo un malestar insoportable. La espera
me parecía eterna. Las horas pasaban demasiado lentamen-te para mi impaciencia.
Me sirvieron, como siempre, la cena en mi camarote, y comí mal, por estar demasiado
preocupado. Me levanté de la mesa a las siete. Ciento veinte minutos que habría de
con-tar uno a uno me separaban aún del momento en que debía unirme a Ned Land. Mi
agitación crecía y me latían los pul-sos con fuerza. No podía permanecer inmóvil. Iba y
venía, esperando calmar mi turbación con el movimiento. La idea de sucumbir en nuestra
temeraria empresa era la menor de mis preocupaciones. Lo que me hacía estremecerme, lo
que agitaba los latidos de mi corazón, era el temor de ver descubierto nuestro proyecto
antes de dejar el Nautilus o la idea de vernos llevados ante el capitán Nemo, irritado o, lo
que hu-biera sido peor, entristecido por mi abandono.
Quise ver el salón por última vez. Me adentré por el corre-dor y llegué al museo en que
había pasado tantas horas, tan agradables como útiles. Miré todas aquellas riquezas, todos
aquellos tesoros, como un hombre en vísperas de un exilio eterno, que parte para nunca más
volver. Iba yo a abandonar para siempre aquellas maravillas de la naturaleza y aquellas
obras maestras del arte entre las que había vivido tantos días. Hubiera querido hundir mis
miradas en el Atlántico a través de los cristales, pero los paneles de acero los recubrían
herméticamente, separándome de ese océano que no cono-cía aún.
Recorrí el salón y llegué cerca de la puerta que lo comuni-caba con el camarote del capitán.
Vi con sorpresa que la puerta estaba entreabierta. Retrocedí instintivamente. Si el capitán
Nemo se hallaba en su camarote podía verme. Pero al no oír ningún ruido me acerqué. El
camarote estaba vacío. Empujé la puerta y pasé al interior, que presentaba como siempre el
mismo aspecto severo, cenobial.
Llamaron mi atención unos aguafuertes colgados en la pared que no había observado
durante mi primera visita. Eran retratos, retratos de esos grandes hombres históricos cuya
existencia no ha sido más que una permanente y abne-gada entrega a un gran ideal:
Kosciusko, el héroe caído al grito de Finis Poloniae; Botzaris, el Leónidas de la Grecia
moderna; O’Connell, el defensor de Irlanda; Washington, el fundador de la Unión
americana; Manin, el patriota italia-no; Lincoln, asesinado a tiros por un esclavista, y, por
últi-mo, el mártir de la liberación de la raza negra, John Brown, colgado en la horca, tal
como lo dibujó tan terriblemente el lápiz de Victor Hugo.
¿Qué lazo existía entre aquellas almas heroicas y la del ca-pitán Nemo? ¿Desvelaba tal vez
aquella colección de retratos el misterio de su existencia? ¿Era tal vez el capitán Nemo un
campeón de los pueblos oprimidos, un liberador de las razas esclavas? ¿Había participado
en las últimas conmociones políticas y sociales del siglo? ¿Había sido tal vez uno de los
héroes de la terrible guerra americana, guerra lamentable y para siempre gloriosa?
Sonaron las ocho en el reloj, y el primer golpe sobre el timbre me arrancó a mis
pensamientos. Me sobresalté como si un ojo invisible hubiese penetrado en lo más
profundo de mi ser, y me precipité fuera del camarote.
Mi mirada se detuvo en la brújula. Nuestra dirección con-tinuaba siendo el Norte. La
corredera indicaba una veloci-dad moderada, y el manómetro una profundidad de unos
sesenta pies. Las circunstancias favorecían, pues, los proyec-tos del canadiense.
Regresé a mi camarote. Me vestí con la casaca de biso fo-rrada de piel de foca y el gorro de
piel de nutria y me puse las botas de mar. Ya dispuesto, esperé. Tan sólo el rumor de la
hélice rompía el profundo silencio que reinaba a bordo. Yo tendía la oreja, a la escucha, al
acecho de alguna voz que pu-diera indicar el descubrimiento del plan de evasión de Ned
Land. Me sobrecogía una inquietud mortal. En vano trataba de recuperar mi sangre fría.
A las nueve menos unos minutos me puse a la escucha del camarote del capitán. No oí el
más mínimo ruido. Salí de mi camarote y fui al salón, que estaba vacío y en
semipe-numbra.
Abrí la puerta que comunicaba con la biblioteca. Ésta se hallaba también vacía y en la
misma penumbra. Me aposté cerca de la puerta que daba a la caja de la escalera central, y
allí esperé la señal de Ned Land. En aquel momento, el ru-mor de la hélice disminuyó
sensiblemente hasta cesar por completo. ¿Cuál era la causa de ese cambio en la marcha del
Nautilus? No me era posible saber si aquella parada favore-cía o perjudicaba a los designios
de Ned Land.
Tan sólo los latidos de mi corazón turbaban ya el silencio. Súbitamente, se sintió un ligero
choque, que me hizo com-prender que el Nautilus acababa de tocar fondo. Mi inquie-tud se
redobló en intensidad. No me Regaba la señal del ca-nadiense. Sentí el deseo de hablar con
Ned Land para instarle a aplazar su tentativa. Me daba cuenta de que nuestra nave-gación
no se hacía ya en condiciones normales.
En aquel momento se abrió la puerta del gran salón para dar paso al capitán Nemo. Al
verme, y sin más preámbulos, me dijo:
¡Ah!, señor profesor, le estaba buscando. ¿Conoce usted la historia de España?
Aun conociendo a fondo la historia de su propio país, en las circunstancias en que yo me
hallaba, turbado el espíritu y perdida la cabeza, imposible hubiera sido citar una sola
palabra.
¿Me ha oído? dijo el capitán Nemo. Le he preguntado si conoce la historia de España.
Poco y mal respondí.
Así son los sabios. No saben. Bien, siéntese, que le voy a contar un curioso episodio de
esa historia.
El capitán se sentó en un diván y, maquinalmente, me ins-talé a su lado, en la penumbra.
Señor profesor, escúcheme bien, pues esta historia le in-teresará en algún aspecto, por
responder a una cuestión que sin duda no ha podido usted resolver.
Le escucho, capitán le dije, no sabiendo bien adónde quería ir a parar y preguntándome
si tendría aquello rela-ción con nuestro proyecto de evasión.
Señor profesor, si no le parece mal nos remontaremos a 1702. No ignora usted que en esa
época, vuestro rey Luis XIV, creyendo que bastaba con un gesto de potentado para ente-rrar
los Pirineos, había impuesto a los españoles a su nieto el duque de Anjou. Este príncipe,
que reinó más o menos mal bajo el nombre de Felipe V, tuvo que hacer frente a graves
dificultades exteriores. En efecto, el año anterior, las casas rea-les de Holanda, de Austria y
de Inglaterra habían concerta-do en La Haya un tratado de alianza, con el fin de arrancar la
corona de España a Felipe V para depositarla en la cabeza de un archiduque al que
prematuramente habían dado el nom-bre de Carlos III. España hubo de resistir a esa
coalición, casi desprovista de soldados y de marinos. Pero no le faltaba el dinero, a
condición, sin embargo, de que sus galeones, car-gados del oro y la plata de América,
pudiesen entrar en sus puertos.
»Hacia el fin de 1702, España esperaba un rico convoy que Francia hizo escoltar por una
flota de veintitrés navíos bajo el mando del almirante CháteauRenault, para protegerlo de
las correrías por el Atlántico de las armadas de la coalición. El convoy debía ir a Cádiz,
pero el almirante, conocedor de que la flota inglesa surcaba esos parajes, decidió dirigirlo a
un puerto de Francia. Tal decisión suscitó la oposición de los marinos españoles, que
deseaban dirigirse a un puerto de su país, y que propusieron, a falta de Cádiz, ir a la bahía
de Vigo, al noroeste de España, que no se hallaba bloqueada. El almirante de
CháteauRenault tuvo la debilidad de plegarse a esta imposición, y los galeones entraron
en la bahía de Vigo. Desgraciadamente, esta bahía forma una rada abierta y sin defensa.
Necesario era, pues, apresurarse a descargar los galeones antes de que pudieran llegar las
flotas coaliga-das, y no hubiera faltado el tiempo para el desembarque si no hubiera
estallado una miserable cuestión de rivalidades. ¿Va siguiendo usted el encadenamiento de
los hechos?
Perfectamente respondí, no sabiendo aún con qué mo-tivos me estaba dando esa lección
de historia.
Continúo, pues. He aquí lo que ocurrió. Los comercian-tes de Cádiz tenían el privilegio
de ser los destinatarios de todas las mercancías procedentes de las Indias occidentales.
Desembarcar los lingotes de los galeones en el puerto de Vigo era ir contra su derecho. Por
ello, se quejaron en Madrid y obtuvieron del débil Felipe V que el convoy, sin pro-ceder a
su descarga, permaneciera embargado en la rada de Vigo hasta que se hubieran alejado las
flotas enemigas. Pero, mientras se tomaba esa decisión, la flota inglesa hacía su aparición
en la bahía de Vigo el 22 de octubre de 1702. Pese a su inferioridad material, el almirante
de CháteauRenault se batió valientemente. Pero cuando vio que las riquezas del convoy
iban a caer entre las manos del enemigo, incendió y hundió los galeones, que se
sumergieron con sus inmensos tesoros.
El capitán Nemo pareció haber concluido su relato que, lo confieso, no veía yo en qué
podía interesarme.
¿Y bien? le pregunté.
Pues bien, señor Aronnax, estamos en la bahía de Vigo, y sólo de usted depende que
pueda conocer sus secretos.
El capitán se levantó y me rogó que le siguiera. Le obede-cí, ya recuperada mi sangre fría.
El salón estaba oscuro, pero a través de los cristales transparentes refulgía el mar. Miré.
En un radio de media milla en torno al Nautilus las aguas estaban impregnadas de luz
eléctrica. Se veía neta, clara-mente el fondo arenoso. Hombres de la tripulación equipa-dos
con escafandras se ocupaban de inspeccionar toneles medio podridos, cofres desventrados
en medio de restos en-negrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingo-tes de
oro y plata, cascadas de piastras y de joyas. El fondo estaba sembrado de esos tesoros.
Cargados del precioso bo-tín, los hombres regresaban al Nautilus, depositaban en él su
carga y volvían a emprender aquella inagotable pesca de oro y de plata.
Comprendí entonces que nos hallábamos en el escenario de la batalla del 22 de octubre de
1702 y que aquél era el lu-gar en que se habían hundido los galeones fletados por el
go-bierno español. Allí era donde el capitán Nemo subvenía a sus necesidades y lastraba
con aquellos millones al Nautilus. Para él, para él sólo había entregado América sus metales
preciosos. Él era el heredero directo y único de aquellos te-soros arrancados a los incas y a
los vencidos por Hernán Cortés.
¿Podía usted imaginar, señor profesor, que el mar con-tuviera tantas riquezas?
preguntó, sonriente, el capitán Nemo.
Sabía que se evalúa en dos millones de toneladas la plata que contienen las aguas en
suspensión.
Cierto, pero su extracción arrojaría un coste superior a de su precio. Aquí, al contrario, no
tengo más que recoger lo que han perdido los hombres, y no sólo en esta bahía de Vigo sino
también en los múltiples escenarios de naufragios registrados en mis mapas de los fondos
submarinos. ¿Com-prende ahora por qué puedo disponer de miles de millones?
Sí, ahora lo comprendo, capitán. Permítame, sin embar-go, decirle que al explotar
precisamente esta bahía de Vigo no ha hecho usted más que anticiparse a los trabajos de
una sociedad rival.
-¿Cuál?
Una sociedad que ha obtenido del gobierno español el privilegio de buscar los galeones
sumergidos. Los accionis-tas están excitados por el cebo de un enorme beneficio, pues se
evalúa en quinientos millones el valor de esas riquezas naufragadas.
Quinientos millones… Los había, pero ya no.
En efecto dije. Y sería un acto de caridad prevenir a esos accionistas. Quién sabe, sin
embargo, si el aviso sería bien recibido, pues a menudo lo que los jugadores lamentan por
encima de todo es menos la pérdida de su dinero que la de sus locas esperanzas. Les
compadezco menos, después de todo, que a esos millares de desgraciados a quienes
hubieran podido aprovechar tantas riquezas bien repartidas, y que ya serán siempre estériles
para ellos.
No había terminado yo de expresar esto cuando sentí que había herido al capitán Nemo.
¡Estériles! respondió, con gran viveza. ¿Cree usted, pues, que estas riquezas están
perdidas por ser yo quien las recoja? ¿Acaso cree que es para mí por lo que me tomo el
tra-bajo de recoger estos tesoros? ¿Quién le ha dicho que no haga yo buen uso de ellos?
¿Cree usted que yo ignoro que existen seres que sufren, razas oprimidas, miserables por
ali-viar, víctimas por vengar? ¿No comprende que … ?
El capitán Nemo se contuvo, lamentando tal vez haber ha-blado demasiado. Pero yo había
comprendido. Cualesquie-ra que fuesen los motivos que le habían forzado a buscar la
independencia bajo los mares, seguía siendo ante todo un hombre. Su corazón palpitaba aún
con los sufrimientos de la humanidad y su inmensa caridad se volcaba tanto sobre las razas
esclavizadas como sobre los individuos.
Fue entonces cuando comprendí a quién estaban destina-dos los millones entregados por el
capitán Nemo, cuando el Nautilus navegaba por las aguas de la Creta insurrecta.
9. Un continente desaparecido
Al día siguiente, 19 de febrero, por la mañana, vi entrar al canadiense en mi camarote.
Esperaba yo su visita. Estaba vi-siblemente disgustado.
¿Y bien, señor? me dijo.
Y bien, Ned, el azar se puso ayer contra nosotros.
Sí. Este condenado capitán tuvo que detenerse precisa-mente a la hora en que íbamos a
fugarnos.
Sí, Ned. Estuvo tratando un negocio con su banquero.
¿Su banquero?
O más bien su casa de banca; quiero decir que su ban-quero es este océano que guarda
sus riquezas con más segu-ridad que las cajas de un Estado.
Relaté entonces al canadiense los hechos de la víspera, y lo hice con la secreta esperanza de
disuadirle de su idea de aban-donar al capitán. Pero mi relato no tuvo otro resultado que el
de llevarle a lamentar enérgicamente no haber podido hacer por su cuenta un paseo por el
campo de batalla de Vigo.
¡En fin! suspiró. No todo está perdido. No es más que un golpe de arpón en el vacío.
Lo lograremos en otra oca-sión, tal vez esta misma noche si es posible.
¿Cuál es la dirección del Nautilus? le pregunté.
Lo ignoro respondió Ned.
Bien, a mediodía lo sabremos.
El canadiense volvió junto a Conseil. Por mi parte, una vez vestido, fui al salón. El compás
no era muy tranquiliza-dor. El Nautilus navegaba con rumbo Sursudoeste. Nos
ale-jábamos de Europa.
Esperé con impaciencia que se registrara la posición en la carta de marear. Hacia las once y
media se vaciaron los de-pósitos y nuestro aparato emergió a la superficie. Me lancé hacia
la plataforma, en la que me había precedido Ned Land.
Ninguna tierra a la vista. Nada más que el mar inmenso. Algunas velas en el horizonte, de
los barcos que van a buscar hasta el cabo San Roque los vientos favorables para doblar el
cabo de Buena Esperanza. El cielo estaba cubierto, y se anunciaba un ventarrón.
Rabioso, Ned Land trataba de horadar con su mirada el horizonte brumoso, en la esperanza
de que tras la niebla se extendiera la tierra deseada.
A mediodía, el sol se asomó un instante. El segundo de a bordo aprovechó el claro para
tomar la altitud. El oleaje nos obligó a descender, y se cerró la escotilla.
Una hora después, al consultar el mapa vi que la posición del Nautilus se hallaba indicada
en él a 160 17′ de longitud y 330 22′ de latitud, a ciento cincuenta leguas de la costa más
cercana. Inútil era pensar en la fuga, y puede imaginarse la cólera del canadiense cuando le
notifiqué nuestra situación.
En cuanto a mí, no me sentí muy desconsolado, sino, an-tes bien, aliviado del peso que me
oprimía. Así pude reanu-dar, con una calma relativa, mi trabajo habitual.
Por la noche, hacia las once, recibí la inesperada visita del capitán Nemo, quien me
preguntó muy atentamente si me sentía fatigado por la velada de la noche anterior, a lo que
le respondí negativamente.
Si es así, señor Aronnax, voy a proponerle una curiosa excursión.
Le escucho, capitán.
Hasta ahora no ha visitado usted los fondos submarinos más que de día y bajo la claridad
del sol. ¿Le gustaría verlos en una noche oscura?
Naturalmente, capitán.
El paseo será duro, se lo advierto. Habrá que caminar durante largo tiempo y escalar una
montaña. Los caminos no están en muy buen estado.
Lo que me dice, capitán, redobla mi curiosidad. Estoy dispuesto a seguirle.
Venga entonces conmigo a ponerse la escafandra.
Llegado al vestuario, vi que ni mis compañeros ni ningún hombre de la tripulación debía
seguirnos en esa excursión. El capitán Nemo no me había propuesto llevar con nosotros a
Ned y a Conseil.
En algunos instantes nos hallamos equipados, con los de-pósitos de aire a nuestras espaldas,
pero sin lámparas eléc-tricas. Se lo hice observar al capitán, pero éste respondió:
Nos serían inútiles.
Creí haber oído mal, pero no pude insistir pues la cabeza del capitán había desaparecido ya
en su envoltura metálica. Acabé de vestirme, y noté que me ponían en la mano un bas-tón
con la punta de hierro. Algunos minutos después, tras la maniobra habitual, tocábamos pie
en el fondo del Atlántico, a una profundidad de trescientos metros.
Era casi medianoche. Las aguas estaban profundamente oscuras, pero el capitán Nemo me
mostró a lo lejos un punto rojizo, una especie de resplandor que brillaba a unas dos mi-llas
del Nautilus. Lo que pudiera ser aquel fuego, así como las materias que lo alimentaban y la
razón de que se revivificara en la masa líquida, era algo que escapaba por completo a mi
comprensión. En todo caso, nos iluminaba, vagamente, es cierto, pero pronto me
acostumbré a esas particulares tinie-blas, y comprendí entonces la inutilidad en esas
circunstan-cias de los aparatos Ruhmkorff.
El capitán Nemo y yo marchábamos uno junto al otro, di-rectamente hacia el fuego
señalado. El fondo llano ascendía insensiblemente. íbamos a largas zancadas, ayudándonos
con los bastones, pero nuestra marcha era lenta, pues se nos hundían con frecuencia los pies
en el fango entre algas y pie-dras lisas. Oía, mientras avanzaba, una especie de crepita-ción
por encima de mi cabeza, que redoblaba a veces de in-tensidad y producía como un
continuo chapoteo. No tardé en comprender que era el efecto de la lluvia que caía
violen-tamente sobre la superficie. Instintivamente me vino la idea de que iba a mojarme.
¡Por el agua, en medio del agua! No pude impedirme reír ante una idea tan barroca. Pero es
que hay que decir que bajo el pesado ropaje y la escafandra no se siente el líquido elemento
y uno se cree en medio de una at-mósfera un poco más densa que la terrestre.
Tras media hora de marcha, el suelo se hizo rocoso. Las medusas, los crustáceos
microscópicos, las pennátulas lo iluminaban ligeramente con sus fosforescencias. Entreví
montones de piedras que cubrían mifiones de zoófitos y ma-torrales de algas. Los pies
resbalaban a menudo sobre el vis-coso tapiz de algas y, sin mi bastón con punta de hierro,
más de una vez me hubiera caído.
Cuando me volvía, veía el blanquecino fanal del Nautilus que comenzaba a palidecer en la
lejanía.
Las aglomeraciones de piedras de que acabo de hablar esta-ban dispuestas en el fondo
oceánico según una cierta regulari-dad que no podía explicarme. Veía surcos gigantescos
que se perdían en la lejana oscuridad y cuya longitud escapaba a toda evaluación. Habría
otras particularidades de dificil interpre-tación. Me parecía que mis pesadas suelas de
plomo iban aplastando un lecho de osamentas que producían secos chas-quidos. ¿Qué era
esa vasta llanura que íbamos recorriendo? Hubiera querido interrogar al capitán, pero su
lenguaje de ges-tos que le permitía comunicarse con sus compañeros durante sus
excursiones submarinas, me era todavía incomprensible.
La rojiza claridad que nos guiaba iba aumentando e inflamaba el horizonte. Me intrigaba
poderosamente la presencia de ese foco bajo las aguas. ¿Eran efluvios eléctricos lo que allí
se manifestaba? ¿Me hallaba acaso ante un fenómeno natural aún desconocido para los
sabios de la tierra? ¿O tal vez pues reconozco que la idea atravesó mi cerebro se debía
aquella inflamación a la mano del hombre? ¿Era ésta la que atizaba el incendio? ¿Acaso iba
a encontrar, bajo esas capas profundas, a companeros, amigos del capitán Nemo,
protagonistas como él de esa extraña existencia, a los que éste iba a visitar? ¿Hallaría yo
allí una colonia de exiliados que, cansados de las miserias de la tierra, habían buscado y
hallado la indepen-dencia en lo más profundo del océano? Todas estas locas ideas, estas
inadmisibles figuraciones, me asaltaban en tro-pel, y en esa disposición de ánimo,
sobreexcitado sin cesar por la serie de maravillas que pasaban ante mis ojos, no hu-biera
encontrado sorprendente la existencia de una de esas ciudades submarinas que soñaba el
capitán Nemo.
Nuestro camino estaba cada vez más iluminado. El blan-quecino resplandor irradiaba de la
cima de una montaña de unos ochocientos pies de altura. Pero lo que yo veía no era una
simple reverberación desarrollada por las aguas cristali-nas. El foco de esa inexplicable
claridad se hallaba en la ver-tiente opuesta de la montaña.
En medio de los dédalos de piedras que surcaban el fon-do del Atlántico, el capitán Nemo
avanzaba sin vacilación. Conocía la oscura ruta. No cabía duda de que la había reco-rrido a
menudo y que no temía perderse. Yo le seguía con una confianza inquebrantable. Me
parecía ser uno de los ge-nios del mar, y al verlo andar ante mí, admiraba su alta esta-tura
que se recortaba en negro sobre el fondo luminoso del horizonte.
Era ya la una de la madrugada. Habíamos llegado a las primeras rampas de la montaña.
Pero para abordarlas había que aventurarse por los difíciles senderos de una vasta espesura.
Sí, una espesura de árboles muertos, sin hojas, sin sa-via, árboles mineralizados por la
acción del agua y de entre los que sobresalían aquí y allá algunos pinos gigantescos. Era
como una hullera aún en pie, manteniéndose por sus raíces sobre el suelo hundido, y cuyos
ramajes se dibujaban netamente sobre el techo de las aguas, a la manera de esas fi-guras
recortadas en cartulina negra. Imagínese un bosque del Harz, agarrado a los flancos de una
montaña, pero un bosque sumergido. Los senderos estaban llenos de algas y de fucos, entre
los que pululaba un mundo de crustáceos. Yo iba escalando las rocas, saltando por encima
de los troncos abatidos, rompiendo las lianas marinas que se balanceaban de un árbol a
otro, y espantando a los peces que volaban de rama en rama. Excitado, no sentía la fatiga, y
seguía a mi guía incansable.
¡Qué espectáculo tan indescriptible! ¡Cómo decir el as-pecto de esos árboles y de esas rocas
en ese medio líquido, el de sus fondos tenebrosos y el de sus cimas coloreadas de to-nos
rojizos bajo la claridad que difundía la potencia reverbe-rante de las aguas! Escalábamos
rocas que se venían en se-guida abajo con el sordo fragor de un alud. A derecha e izquierda
se abrían tenebrosas galerías por las que se perdía la mirada. De vez en cuando se abrían
vastos calveros que parecían practicados por la mano del hombre, y yo me pre-guntaba a
veces si no iba a aparecerse de repente algún habi-tante de esas regiones submarinas.
El capitán Nemo continuaba ascendiendo y yo le seguía audazmente, no queriendo
quedarme rezagado. Mi bastón me prestaba un útil concurso, pues un solo paso en falso
hu-biese sido tremendamente peligroso en aquellos estrechos pasos tallados en los flancos
de los abismos. Marchaba yo con pie firme, sin sentir la embriaguez del vértigo. Unas
ve-ces saltaba una grieta cuya profundidad me hubiese hecho retroceder en medio de los
glaciares de la tierra, y otras me aventuraba sobre el tronco vacilante de los árboles tendidos
como puentes sobre los abismos, sin mirar bajo mis pies, por no tener ojos más que para
admirar los lugares salvajes de la región. Algunas rocas monumentales, inclinadas sobre sus
bases irregularmente recortadas, parecían desafiar las leyes del equilibrio. Entre sus rodillas
de piedra, crecían árboles como surtidores sometidos a una formidable presión, que
sostenían a los que les soportaban a su vez. Torres naturales, amplios cortes tallados a pico,
como cortinas, se inclinaban bajo un ángulo que las leyes de la gravitación no habrían
au-torizado en la superficie de las regiones terrestres.
Yo mismo no sentía esa diferencia debida a la poderosa densidad del agua, cuando, pese a
mis pesados ropajes, mi esfera de cobre y mis suelas metálicas, me elevaba sobre
pen-dientes de una elevación impracticable, que iba franquean-do, por así decirlo, con la
ligereza de una gamuza.
Bien sé que no podré ser verosímil con este relato de ex-cursión bajo el agua. Yo soy el
historiador de las cosas de apariencia imposible, que sin embargo son reales,
incontes-tables. No he soñado. He visto y sentido.
A las dos horas de nuestra partida del Nautilus habíamos atravesado la línea de árboles, y
ya, a cien pies por encima de nuestras cabezas, se erguía el pico de la montaña cuya
pro-yección trazaba su sombra sobre la brillante irradiación de la vertiente opuesta.
Algunos arbustos petrificados corrían aquí y allá en ondulantes zigzags. Los peces se
levantaban en masa bajo nuestros pasos como pájaros sorprendidos en las altas hierbas. La
masa rocosa estaba torturada por impene-trables anfractuosidades, profundas grutas,
insondables agujeros en cuyos fondos oía yo removerse cosas formida-bles. La sangre me
asaltaba a torrentes el corazón cuando veía una antena enorme cerrarme la ruta o cuando
alguna pinza espantosa se cerraba ruidosamente en la sombra de las cavidades. Millares de
puntos luminosos acribillaban las ti-nieblas. Eran los ojos de crustáceos gigantescos,
agazapados en sus guaridas, de enormes bogavantes erguidos como alabarderos haciendo
resonar sus patas con un estrépito de chatarra, titánicos cangrejos apuntados como cañones
so-bre sus cureñas, y pulpos espantosos entrelazando sus ten-táculos como un matorral vivo
de serpientes.
¿Qué mundo exorbitante era ese que yo no conocía aún? ¿A qué orden pertenecían esos
articulados a los que las ro-cas daban un segundo caparazón? ¿Dónde había hallado la
naturaleza el secreto de su existencia vegetativa, y desde cuántos siglos venían viviendo así
en las últimas capas del océano?
Pero no podía yo detenerme. Familiarizado con esos te-rribles animales, el capitán Nemo
no paraba su atención en ellos. Habíamos llegado a una primera meseta, en la que me
esperaban otras sorpresas. La de unas ruinas pin-torescas que traicionaban la mano del
hombre y no la del Creador. Eran vastas aglomeraciones de piedras entre las que se
distinguían vagas formas de castillos, de templos re-vestidos de un mundo de zoófitos en
flor y a los que en vez de hiedra las algas y los fucos revestían de un espeso manto vegetal.
Pero ¿qué era esta porción del mundo sumergida por los cataclismos? ¿Quién había
dispuesto esas rocas y esas pie-dras como dólmenes de los tiempos antehistóricos? ¿Dón-de
estaba, adónde me había llevado la fantasía del capitán Nemo?
Hubiera querido interrogarle. No pudiendo hacerlo, le detuve, agarrándole del brazo. Pero
él, moviendo la cabeza, y mostrándome la última cima de la montaña, pareció decir-me:
«Ven, sigue, continúa».
Le seguí, tomando nuevo impulso, y en algunos minutos acabé de escalar el pico que
dominaba en una decena de me-tros toda esa masa rocosa.
Miré la pendiente que acabábamos de escalar. Por esa par-te, la montaña no se elevaba más
que de setecientos a ocho-cientos pies por encima de la llanura, pero por la vertiente
opuesta dominaba desde una altura doble el fondo de esa porción del Atlántico. Mi mirada
se extendía a lo lejos y abarcaba un vasto espacio iluminado por una violenta ful-guración.
En efecto, era un volcán aquella montaña. A cin-cuenta pies por debajo del pico, en medio
de una lluvia de piedras y de escorias, un ancho cráter vomitaba torrentes de lava que se
dispersaban en cascada de fuego en el seno de la masa líquida. Así situado, el volcán, como
una inmensa antorcha, iluminaba la llanura inferior hasta los últimos lí-mites del horizonte.
He dicho que el cráter submarino escupía lavas, no lla-mas. Las llamas necesitan del
oxígeno del aire y no podrían producirse bajo el agua, pero los torrentes de lava
incandes-centes pueden llegar al rojo blanco, luchar victoriosamente contra el elemento
líquido y vaporizarse a su contacto. Rápi-das corrientes arrastraban a los gases en difusión
y los to-rrentes de lava corrían hasta la base de la montaña como las deyecciones del
Vesubio sobre otra Torre del Greco.
Allí, bajo mis ojos, abismada y en ruinas, aparecía una ciudad destruida, con sus tejados
derruidos, sus templos abatidos, sus arcos dislocados, sus columnas yacentes en tie-rra. En
esas ruinas se adivinaban aún las sólidas proporcio-nes de una especie de arquitectura
toscana. Más lejos, se veían los restos de un gigantesco acueducto; en otro lugar, la
achatada elevación de una acrópolis, con las formas flotan-tes de un Partenón; allá, los
vestigios de un malecón que en otro tiempo debió abrigar en el puerto situado a orillas de
un océano desaparecido los barcos mercantes y los trirre-mes de guerra; más allá, largos
alineamientos de murallas derruidas, anchas calles desiertas, toda una Pompeya hun-dida
bajo las aguas, que el capitán Nemo resucitaba a mi mi-rada.
¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba? Quería saberlo a toda costa, quería hablar, quería
arrancarme la esfera de cobre que aprisionaba mi cabeza.
Pero el capitán Nemo vino hacia mí y me contuvo con un gesto. Luego, recogiendo un
trozo de piedra pizarrosa, se di-rigió a una roca de basalto negro y en ella trazó esta única
palabra:
ATLANTIDA
¡Qué relámpago atravesó mi mente! ¡La Atlántida! ¡La an-tigua Merópide de Teopompo, la
Atlántida de Platón, ese continente negado por Orígenes, Porfirio, Jámblico, D’An-ville,
MalteBrun, Humboldt, para quienes su desaparición era un relato legendario, y admitido
por Posidonio, Plinio, AmmienMarcellin, Tertuliano, Engel, Sherer, Tournefort, Buffon y
D’Avezac, lo tenía yo ante mis ojos, con el irrecusa-ble testimonio de la catástrofe. Ésa era,
pues, la desapareci-da región que existía fuera de Europa, del Asia, de Libia, más allá de las
columnas de Hércules. Allí era donde vivía ese pueblo poderoso de los atlantes contra el
que la antigua Gre-cia libró sus primeras guerras.
Fue el mismo Platón el historiador que consignó en sus escritos las hazañas de aquellos
tiempos heroicos. Su diálo-go de Timeo y Critias fue, por así decirlo, trazado bajo la
ins-piración de Solón, poeta y legislador.
Un día, Solón tuvo una conversación con algunos sabios ancianos de Sais, ciudad cuya
antigüedad se remontaba a más de ochocientos años, como lo testimoniaban sus anales
grabados sobre los muros sagrados de sus templos. Uno de aquellos ancianos contó la
historia de otra ciudad con miles de años de antigüedad. Esa primera ciudad ateniense, de
no-vecientos siglos de edad, había sido invadida y destruida en parte por los atlantes,
pueblo que, decía él, ocupaba un con-tinente más grande que África y Asia juntas, con una
super-ficie comprendida entre los doce y cuarenta grados de lati-tud norte. Su dominio se
extendía hasta Egipto, y quisieron imponérselo también a Grecia, pero debieron retirarse
ante la indomable resistencia de los helenos. Pasaron los siglos, hasta que se produjo un
cataclismo acompañado de inunda-ciones y de temblores de tierra. Un día y una noche
bastaron para la aniquilación de esa Atlántida, cuyas más altas cimas, Madeira, las Azores,
las Canarias y las islas del Cabo Verde emergen aún.
Tales eran los recuerdos históricos que la inscripción del capitán Nemo había despertado en
mí. Así, pues, conducido por el más extraño destino, estaba yo pisando una de las montañas
de aquel continente. Mi mano tocaba ruinas mil veces seculares y contemporáneas de las
épocas geológicas. Mis pasos se inscribían sobre los que habían dado los con-temporáneos
del primer hombre. Mis pesadas suelas aplas-taban los esqueletos de los animales de los
tiempos fabulo-sos, a los que esos árboles, ahora mineralizados, cubrían con su sombra.
¡Ah! ¡Cómo sentí que me faltara el tiempo para descender, como hubiera querido, las
pendientes abruptas de la monta-ña y recorrer completamente ese continente inmenso que,
sin duda, debió unir África y América, y visitar sus ciudades antediluvianas! Allí se
extendían tal vez Majimos, la guerre-ra, y Eusebes, la piadosa, cuyos gigantescos habitantes
vi-vían siglos enteros y a los que no faltaban las fuerzas para amontonar esos bloques que
resistían aún a la acción de las aguas. Tal vez, un día, un fenómeno eruptivo devuelva a la
superficie de las olas esas ruinas sumergidas. Numerosos volcanes han sido señalados en
esa zona del océano, y son muchos los navíos que han sentido extraordinarias sacudi-das al
pasar sobre esos fondos atormentados. Unos han oído sordos ruidos que anunciaban la
lucha profunda de los ele-mentos y otros han recogido cenizas volcánicas proyectadas fuera
del mar. Todo ese suelo, hasta el ecuador, está aún tra-bajado por las fuerzas plutónicas. Y
quién sabe si, en una época lejana, no aparecerán en la superficie del Atlántico ci-mas de
montañas ignívomas formadas por las deyecciones volcánicas y por capas sucesivas de
lava.
Mientras así soñaba yo, a la vez que trataba de fijar en mi memoria todos los detalles del
grandioso paisaje, el capitán Nemo, acodado en una estela musgosa, permanecía inmóvil y
como petrificado en un éxtasis mudo. ¿Pensaba acaso en aquellas generaciones
desaparecidas y las interrogaba sobre el misterio del destino humano? ¿Era ése el lugar al
que ese hombre extraño acudía a sumergirse en los recuerdos de la historia y a revivir la
vida antigua, él que rechazaba la vida moderna? ¡Qué no hubiera dado yo por conocer sus
pensa-mientos, por compartirlos, por comprenderlos!
Permanecimos allí durante una hora entera, contemplan-do la vasta llanura bajo el
resplandor de la lava que cobraba a veces una sorprendente intensidad. Las ebulliciones
interio-res comunicaban rápidos estremecimientos a la corteza de la montaña. Profundos
ruidos, netamente transmitidos por el medio líquido, se repercutían con una majestuosa
amplitud.
Por un instante, apareció la luna a través de la masa de las aguas y lanzó algunos pálidos
rayos sobre el continente su-mergido. No fue más que un breve resplandor, pero de un
efecto maravilloso, indescriptible.
El capitán se incorporó, dirigió una última mirada a la in-mensa llanura, y luego me hizo un
gesto con la mano invi-tándome a seguirle.
Descendimos rápidamente la montaña. Una vez pasado el bosque mineral, vi el fanal del
Nautilus que brillaba como una estrella. El capitán se dirigió en línea recta hacia él, y
cuando las primeras luces del alba blanqueaban la superficie del océano nos hallábamos ya
de regreso a bordo.
10. Las hulleras submarinas
Me desperté muy tarde al día siguiente, 20 de febrero. Las fatigas de la noche habían
prolongado mi sueño hasta las once. Me vestí con rapidez porque me apremiaba la
curiosi-dad de conocer la dirección del Nautilus. Los instrumentos me indicaron que seguía
con rumbo Sur a una velocidad de unas veinte millas por hora y a una profundidad de cien
me-tros.
Llegó Conseil y le conté nuestra expedición nocturna. Como los cristales no estaban
tapados, le fue dado ver toda-vía una parte del continente sumergido.
En efecto, el Nautilus navegaba a unos diez metros tan sólo del suelo formado por la
llanura de la Atlántida. Corría como un globo impulsado por el viento por encima de las
praderas terrestres; pero más apropiado sería decir que nos hallábamos en aquel salón como
en el vagón de un tren ex-preso. Los primeros planos que pasaban ante nuestros ojos eran
rocas fantásticamente recortadas, bosques de árboles pasados del reino vegetal al mineral y
cuyas inmóviles silue-tas parecían gesticular bajo el agua. Había también grandes masas
pétreas alfombradas de ascidias y de anémonas, entre las que ascendían largos hidrófitos
verticales, y bloques de lava extrañamente moldeados que atestiguaban el furor de las
expansiones plutónicas.
Mientras observábamos ese extraño paisaje que resplan-decía bajo la luz eléctrica, conté a
Conseil la historia de los atlantes que tantas páginas encantadoras, desde un punto de vista
puramente imaginario, inspiraron a Bailly. Le hablaba de las guerras de esos pueblos
heroicos y argumentaba la cuestión de la Atlántida como hombre a quien ya no le es
po-sible ponerla en duda. Pero Conseil, distraído, no me escu-chaba apenas, y su
indiferencia ante este tema histórico tenía una fácil explicación. En efecto, numerosos peces
atraían sus miradas, y cuando pasaban peces, Conseil, arrastrado a los abismos de la
clasificación, salía del mundo real. Obliga-do me vi a seguirle y a reanudar así con él
nuestros estudios ictiológicos.
Aquellos peces del Atlántico no diferían sensiblemente de los que habíamos observado
hasta entonces. Rayas de un ta-maño gigantesco, de cinco metros de longitud, dotadas de
una gran fuerza muscular que les permitía lanzarse por en-cima de las olas; escualos de
diversas especies, entre otros una tintorera de quince pies, de dientes triangulares y agu-dos,
cuya transparencia la hacía casi invisible en medio del agua; sagros oscuros, humantinos en
forma de prismas y acorazados con una piel con escamas en forma de tubércu-los;
esturiones, similares a los del Mediterráneo; singnatos-trompetas, de un pie y medio de
longitud, de colores amarllo y marrón, provistos de pequeñas aletas grises, sin dientes ni
lengua, que desfilaban como finas y flexibles serpientes. Entre los peces óseos, Conseil
anotó los makairas negruz-cos, de tres metros de largo y armados en su mandíbula su-perior
de una penetrante espada; peces araña de vivos colo-res, conocidos en la época de
Aristóteles con el nombre de dragones marinos, y cuyos aguijones dorsales son muy
peli-grosos; llampugas de dorso oscuro surcado por pequeñas rayas azules y con los flancos
de oro; hermosas doradas; pecesluna, como discos con reflejos azulados que se tornaban
en manchas plateadas bajo la iluminación de los rayos sola-res; pecesespada de ocho
metros de longitud, que iban en grupo, con aletas amarillentas recortadas en forma de hoces
y espadas de seis pies de longitud, animales intrépidos, más bien herbívoros que piscívoros,
que obedecían a la menor señal de sus hembras como maridos bien amaestrados.
Pero la observación de esos especímenes de la fauna ma-rina no me impedía examinar las
largas llanuras de la Atlán-tida. A veces, los caprichosos accidentes del suelo obligaban al
Nautilus a disminuir su velocidad y a deslizarse, con la pe-ricia de un cetáceo, por estrechos
pasos entre las colinas. Cuando el laberinto se hacía inextricable, el aparato se ele-vaba
como un aeróstato y, una vez franqueado el obstáculo, recuperaba su rápida marcha a
algunos metros del fondo. Admirable y magnífica navegación que recordaba las ma-niobras
de un paseo aerostático, con la diferencia de que el Nautilus obedecía sumisamente a la
mano de su timonel.
Hacia las cuatro de la tarde, el terreno, compuesto gene-ralmente de un espeso fango en el que se entremezclaban las ramas mineralizadas, comenzó a modificarse poco a poco, tornándose más pedregoso, con formaciones conglomera-das, tobas basálticas, lavas y obsidianas sulfurosas. Ello me hizo pensar que las montañas iban a suceder pronto a las lar-gas llanuras, y, en efecto, al evolucionar el Nautilus, vi el ho-rizonte meridional clausurado por una alta muralla que pa-recía cerrar toda salida. Su cima debía sobresalir de la superficie del océano. Debía ser un continente o, al menos, una isla, una de las Canarias o una del archipiélago de Cabo Verde. No habiéndose fijado la posición deliberadamente, acaso, yo la ignoraba. En todo caso, me pareció que esa muralla debía marcar el fin de la Adántida, de la que apenas habíamos recorrido una mínima porción.
La caída de la noche no interrumpió mis observaciones, que efectué solitariamente por haber regresado Conseil a su camarote. El Nautilus, a marcha reducida, revoloteaba por encima de las confusas masas del suelo, ya rozándolas cas como si hubiera querido posarse en ellas, ya remontándose caprichosamente a la superficie. Cuando esto hacía podía yo ver algunas vivas constelaciones a través del cristal de la aguas, y más precisamente cinco o seis de esas estrellas zo diacales que siguen a la cola de Orión.
Permanecí durante un buen rato aún tras el cristal admi-rando la belleza del mar y del cielo, hasta que los paneles me-tálicos taparon el cristal. En aquel momento, el Nautilus ha-bía llegado al borde de la alta muralla. Cómo iba a poder maniobrar allí era algo que yo ignoraba. Volví a mi camaro-te. El Nautilus se había inmovilizado. Me dormí con la inten-ción de levantarme muy de madrugada.
Pero eran las ocho de la mañana cuando, al día siguiente, volví al salón. La consulta al manómetro me indicó que el Nautilus flotaba en la superficie. Oí además el paso de al-guien sobre la plataforma. Sin embargo, ni el más mínimo balanceo denunciaba la ondulación del agua de la superficie.
Subí a la plataforma la escotilla estaba abierta, y en vez de la luz diurna que esperaba encontrar me vi rodeado de una profunda oscuridad. ¿Dónde estábamos? ¿Me había equivocado y era aún de noche? No. Ni una sola estrella bri-llaba en el firmamento, y nunca la noche está envuelta en ti-nieblas tan absolutas. No sabía qué pensar, cuando oí decir:
¿Es usted, señor profesor?
-¡Ah! Capitán Nemo, ¿dónde estamos?
Bajo tierra, señor profesor.
¿Bajo tierra? ¿Y el Nautilus está a flote?
Sí, continúa flotando.
No comprendo.
Espere unos instantes. Se va a encender el fanal, y si le gustan las situaciones claras va a verse satisfecho.
En pie sobre la plataforma, esperé. La oscuridad era tan completa que no podía ver tan siquiera al capitán Nemo. Sin embargo, al mirar al cenit, exactamente por encima de mi cabeza, distinguí un resplandor indeciso, una especie de cla-ridad difusa que surgía de un agujero circular. Pero en aquel momento, se encendió súbitamente el fanal y su viva luz eclipsó la vaga claridad que acababa de atisbar.
Tras haber cerrado un instante los ojos, deslumbrados por la luz eléctrica, miré en torno mío. El Nautilus estaba in-movilizado cerca de una orilla dispuesta como el malecón de un muelle. El mar en que flotaba era un lago aprisionado en un circo de murallas que medía dos millas de diámetro, o sea, unas seis millas de contorno. Su nivel así lo indicaba el manómetro no podía ser otro que el exterior, pues necesa-riamente había una comunicación entre ese lago y el mar. Las altas murallas, inclinadas sobre su base, se redondeaban en forma de bóveda figurando un inmenso embudo inverti-do cuya altura era de unos quinientos o seiscientos metros. En lo alto se abría un orificio circular, por el que había atis-bado yo esa vaga claridad, evidentemente debida a la luz diurna.
Antes de examinar más atentamente la disposición inte-rior de esa enorme caverna, antes de
preguntarme si aquello era una obra de la naturaleza o del hombre, me dirigí hacia el
capitán Nemo.
¿Dónde estamos? le pregunté.
En el centro de un volcán apagado, un volcán cuyo inte-rior ha sido invadido por el mar
tras alguna convulsión del suelo. Mientras dormía usted, señor profesor, el Nautilus ha
penetrado en esta laguna por un canal natural abierto a diez metros por debajo de la
superficie del océano. Éste es un puerto de base, un puerto seguro, cómodo, secreto,
abriga-do de todos los vientos. Dígame dónde, en sus continentes o en sus islas, puede
hallarse una rada como este refugio pro-tegido del furor de los huracanes.
En efecto respondí, aquí se halla usted en total seguri-dad, capitán Nemo. ¿Quién
podría alcanzarle en el centro de un volcán? Pero creo haber visto una abertura en su cima,
¿no?
Sí, su cráter, un cráter lleno en otro tiempo de lavas, de vapores y de llamas y que hoy da
paso a este aire vivificante que respiramos.
¿Qué montaña volcánica es ésta?
Pertenece a uno de los numerosos islotes de que está sembrada esta parte del mar. Simple
escollo para los barcos, caverna inmensa para nosotros. Me lo descubrió el azar, y muy
útilmente por cierto.
Pero ¿no sería posible descender por el orificio del cráter?
Es tan imposible descender por él como para mí ascen-der. La base interior de la montaña
es escalable hasta un cen-tenar de metros, pero por encima de esa zona las paredes caen a
pico y sus rampas son impracticables.
Veo, capitán, que la naturaleza le sirve siempre y en to-das partes. Se halla usted aquí en
total seguridad, pues nadie más que usted puede visitar estas aguas. Pero ¿para qué este
refugio? El Nautilus no tiene necesidad de puertos.
Así es, señor profesor, pero sí necesita de la electricidad para moverse, y por lo tanto, de
elementos para producirla, como el sodio, y de carbón para fabricar el sodio, y de hure-ras
para extraer el carbón. Y precisamente, aquí, el mar re-cubre bosques enteros sumergidos
en los tiempos geológi-cos, ahora mineralizados y transformados en hulla, que son para mí
una mina inagotable.
Entonces, sus hombres ¿se transforman aquí en mine-ros?
Sí. Estas minas se extienden bajo el agua como las minas de Newcastle. Revestidos de
sus escafandras y pico en mano mis hombres van a extraer esta hulla. Como ve, no necesito
tampoco de las minas de la tierra para su obtención. Al fa-bricar aquí el sodio, el humo
producido por la combustión de la hulla que escapa por el orificio del cráter debe darle a
esta montaña la apariencia de un volcán aún en actividad.
¿Podremos ver a sus hombres en actividad?
No, no esta vez, al menos, pues quiero continuar sin de-mora nuestra vuelta al mundo.
Esta vez voy a limitarme a embarcar las reservas de sodio que aquí tenemos. Las
opera-ciones de carga no nos llevarán más que un día, y luego re-emprenderemos el viaje.
Si quiere usted recorrer la caverna y dar la vuelta al lago puede aprovechar esta jornada,
señor Aronnax.
Di las gracias al capitán y fui a buscar a mis companeros, que no habían abandonado aún su
camarote. Les invité a seguirme sin decirles dónde nos hallábamos, y subieron conmigo a la
plataforma. Conseil, a quien nada asombraba nunca, vio como la cosa más natural
despertarse bajo una montaña tras haber dormido bajo el mar. En cuanto a Ned Land, no
tuvo otra idea que la de buscar si la caverna presen-taba alguna salida.
Tras haber desayunado, descendimos a la orilla hacia las diez horas.
Henos aquí de nuevo en tierra -dijo Conseil.
Yo no le llamo «tierra» a esto -replicó el canadiense. Y además no estamos encima,
sino debajo.
Entre la base de las paredes de la montaña y las aguas del lago se extendía una orilla
arenosa, que en algunos lugares llegaba a medir quinientos pies de anchura. Sobre la arena
era fácil dar la vuelta al lago. Pero la base de las altas paredes formaba un suelo
atormentado sobre el que yacían en un pintoresco amontonamiento bloques volcánicos y
enormes piedras pómez. Todas esas masas disgregadas, recubiertas de un esmalte
pulimentado por la acción de los fuegos sub-terráneos, resplandecían bajo la luz eléctrica
del fanal. La polvareda micácea que levantaban nuestros pasos sobre la orilla se dispersaba
en un revoloteo chispeante.
El suelo se elevaba sensiblemente a medida que se alejaba del manso reflujo de las olas, y
pronto llegamos a rampas lar-gas y sinuosas, empinadas cuestas que permitían elevarse
poco a poco. Pero había que andar con precaución entre aquellas conglomeraciones no
cimentadas entre sí, pues los pies resbalaban sobre las traquitas vítreas compuestas de
cristales de feldespato y de cuarzo.
La naturaleza volcánica de la enorme excavación se afir-maba por todas partes, y se lo hice
observar a mis compa-ñeros.
¿Os figuráis lo que debió ser este embudo cuando se lle-naba de lavas hirvientes y el
nivel del líquido incandescente se elevaba hasta el orificio de la montaña, como la
fundición por las paredes de un horno?
Me lo imagino perfectamente respondió Conseil. Pero, díganos el señor, por qué el
gran fundidor suspendió sus operaciones y por qué la fundición fue reemplazada por las
aguas tranquilas de un lago.
Muy probablemente, Conseil, porque alguna convulsión produjo bajo la superficie del
océano esta abertura que ha dado paso al Nautilus. Las aguas del Atlántico se precipita-ron
entonces al interior de la montaña, produciéndose una lucha terrible entre los dos
elementos, lucha que acabó con la victoria de Neptuno. Pero han pasado muchos siglos
des-de entonces, y el volcán sumergido se ha transformado en una gruta tranquila.
Muy bien dijo Ned Land. Yo acepto la explicación, pero siento mucho, por nuestro
propio interés, que la aber-tura de que habla el señor profesor no se haya producido por
encima del nivel del mar.
Pero, Ned, si ese pasaje no hubiera sido submarino, el Nautilus no habría podido entrar
dijo Conseil.
Y yo añadiré, señor Land, que las aguas no se habrían precipitado bajo la montaña y que
el volcán hubiera seguido siendo un volcán. Así que su lamentación es superflua.
Continuamos la ascención por rampas cada vez más empinadas y estrechas. De vez en
cuando había que fran-quear las profundas excavaciones que las cortaban de trecho en
trecho, y desviar la marcha ante grandes bloques cortados a pico. A veces, debíamos
marchar a gatas e inclu-so reptar sobre el vientre. Pero gracias a la habilidad de Conseil y a
la fuerza del canadiense pudimos sortear todos los obstáculos.
A unos treinta metros de altura, se modificó la naturaleza del terreno sin que por ello se
hiciera más transitable. A las conglomeraciones y a las traquitas sucedieron los basaltos
negros, unos extendidos en capas llenas de protuberancias grumosas, otros formando
prismas irregulares, dispuestos como una columnata de soporte a la inmensa bóveda,
admi-rable muestra de la arquitectura natural. Entre los basaltos serpenteaban largos ríos de
lava petrificada, incrustados de rayas bituminosas, y en algunos lugares se extendían anchos
mantos de azufre. Una luz ya más poderosa, procedente del cráter superior, inundaba de
una vaga claridad todas aque-llas deyecciones volcánicas para siempre enterradas en el
seno de la montaña apagada.
Nuestra marcha ascensional se vio interrumpida a unos doscientos cincuenta pies de altura
por obstáculos infran-queables. El arco de la bóveda interior se verticalizaba casi a esa
altura, obligándonos a cambiar la escalada por un pa-seo circular. A esa altura el reino
vegetal comenzaba a lu-char con el reino mineral. Algunos arbustos e incluso algu-nos
árboles salían de las anfractuosidades de las rocas de las paredes. Reconocí unos euforbios
que dejaban correr su jugo cáustico. Unos heliotropos, incapaces allí de justificar su
nombre por no llegar nunca a ellos los rayos solares, in-clinaban tristemente sus flores de
colores y perfumes des-vaídos. Aquí y allá algunos crisantemos crecían tímida-mente al pie
de aloes de largas hojas tristes y enfermizas. Pero entre los regueros de lava vi pequeñas
violetas, cuyo ligero perfume aspiré con delicia. El perfume es el alma de la flor y las flores
de mar, esos espléndidos hidrófitos, no tienen alma.
Habíamos llegado al pie de unos dragos robustos que se-paraban las rocas con la fuerza de
sus musculosas raíces, cuando Ned Land lanzó un grito jubiloso:
¡Mire, señor, una colinena!
¿Una colmena? dije, haciendo un gesto de pasmosa in-credulidad.
Sí, una colmena repitió el canadiense, y con abejas zumbando alrededor suyo.
Me acerqué y hube de rendirme a la evidencia. En el orifi-cio de un agujero excavado en el
tronco de un drago había millares de esos ingeniosos insectos, tan comunes en todas las
Canarias, y cuyos productos son tan estimados. Natural-mente, el canadiense quiso hacer su
provisión de miel, y mal hubiera podido yo oponerme. Mediante las chispas arranca-das a
su mechero, Ned Land quemó un montón de hojas se-cas mezcladas con azufre y comenzó
a ahumar a las abejas. Los zumbidos de la colmena fueron cesando poco a poco, y no tardó
Ned Land en llenar su mochila con unas cuantas li-bras de miel perfumada.
Con la mezcla de esta miel y de la pasta del artocarpo po-dré hacerles un pastel suculento
dijo Ned.
¡Estupendo! dijo Conseil. Será una especie de alajú.
Bienvenido sea el alajú dije, pero continuemos esta in-teresante excursión.
El lago se nos aparecía en toda su extensión, en algunos de los recodos del sendero por el
que caminábamos. El fanal iluminaba completamente la superficie de las lisas, apacibles
aguas del lago. El Nautilus estaba en una inmovilidad total. Sobre su plataforma y a sus
orillas se agitaban los hombres de su tripulación como oscuras sfluetas recortadas en la
lu-minosa atmósfera.
Al contornear la cresta más elevada de las rocas que for-maban la base de la bóveda, pude
ver que las abejas no eran los únicos representantes del reino animal en el interior del
volcán. Aves de presa planeaban y giraban en la sombra por todas partes o abandonaban sus
nidos establecidos en las ro-cas. Eran gavilanes de vientre blanco y chillones cernícalos.
Por las pendientes corrían también, con toda la rapidez de sus zancas, hermosas y gruesas
avutardas. La vista de esas suculentas piezas excitó al máximo la codicia del canadien-se,
que se lamentó de no tener un fusil a su alcance. Trató Ned Land de sustituir el plomo por
la piedra y, tras varias in-fructuosas tentativas, logró herir a una de aquellas magnífi-cas
avutardas. Veinte veces arriesgó su vida por apoderarse de ella, y tanto empeño puso en
conseguirlo que al fin logró que su pieza fuera a hacer compañía en la mochila a la
pro-visión de miel.
La impracticabilidad de la muralla nos obligó a descender hacia la orilla. Por encima de
nosotros, el agujero del cráter parecía la ancha abertura de un pozo. A través de ella
veía-mos el cielo y las nubes desmelenadas que por él corrían, al impulso del viento del
Oeste, dejando en la cima de la mon-taña una estela de brumosos jirones. Ello probaba la
escasa altura a que navegaban esas nubes, pues el volcán no se ele-vaba a más de
ochocientos pies sobre el nivel del mar.
No había transcurrido apenas media hora desde la última proeza cinegética del canadiense
cuando ya nos hallábamos en la orilla interior. Allí, la flora estaba representada por
ex-tensas alfombras de esa pequeña planta marina umbelífera, el hinojo marino, también
conocida con los nombres de per-forapiedras y pasapiedras, con la que se puede hacer un
buen confite. Conseil se hizo con unos cuantos manojos. En cuanto a la fauna, había
millares de crustáceos de todas cla-ses, bogavantes, bueyes de mar, palemones, misis,
segado-res, galateas, y un número prodigioso de conchas, porcela-nas, rocas y lapas.
Se abría en aquel lugar una magnífica gruta, en cuyo suelo de fina arena nos tendimos con
placer mis compañeros y yo. El fuego había pulido sus paredes esmaltadas y jaspeadas por
el brillo del polvo de mica.
No pude por menos de sonreír al ver a Ned Land palpar las murallas como tratando de
averiguar su espesor. La conver-sación se orientó entonces a sus eternos proyectos de
evasión, y, sin comprometerme demasiado, creí poder darle la espe-ranza de que tal vez el
capitán Nemo hubiera descendido ha-cia el Sur con el único propósito de renovar sus
provisiones de sodio. Hecho esto, podía esperarse que volviera hacia las cos-tas de Europa
y de América, lo que permitiría al canadiense reemprender con más éxito su abortada
tentativa de fuga.
Hacía ya una hora que permanecíamos tendidos en el suelo de la hermosa gruta. La
conversación, animada al principio, iba languideciendo, a medida que nos invadía una
cierta somnolencia. Como no veía razón alguna para resis-tirme al sueño, me dejé ganar por
él. Soñé entonces no se eligen los sueños que mi existencia se reducía a la vida
ve-getativa de un simple molusco. Me parecía que aquella gruta formaba la doble valva de
mi concha.
La voz de Conseil me despertó bruscamente.
¡Peligro! ¡Peligro! gritaba el muchacho.
¿Qué pasa? pregunté, incorporándome a medias.
Nos invade el agua.
Me incorporé del todo. El mar se precipitaba como un to-rrente en nuestro refugio.
Decididamente, como no éramos moluscos, había que ponerse a salvo. En unos instantes
nos hallamos en seguridad sobre la cima misma de la gruta.
¿Qué es lo que pasa? preguntó Conseil. ¿Qué nuevo fe-nómeno es éste?
Es la marea, amigos míos respondí, no es más que la marea que ha estado a punto de
sorprendernos como al hé-roe de Walter Scott. El océano se hincha fuera, y, por una ley
natural de equilibrio, el nivel del lago sube. Y lo hemos paga-do con un buen remojón.
Vayamos a cambiarnos de ropa al Nautilus.
Tardamos tres cuartos de hora en recorrer nuestro cami-no circular y en regresar a bordo,
justo al tiempo en que los hombres de la tripulación acababan de embarcar las provi-siones
de sodio.
El Nautilus estaba ya en disposición de reemprender la marcha. Sin embargo, el capitán
Nemo no dio ninguna or-den. ¿Acaso quería esperar la noche y salir secretamente por su
pasaje submarino? Tal vez.
Fuera como fuese, al día siguiente, el Nautilus, habiendo dejado su puerto, navegaba por
alta mar a algunos metros por debajo de las olas del Atlántico.
El mar de los Sargazos
El Nautilus no había modificado su rumbo. Así, pues, toda esperanza de regresar hacia los
mares europeos debía ser momentáneamente abandonada. El capitán Nemo mante-nía el
rumbo Sur. ¿Adónde nos llevaba? No me atrevía yo a imaginarlo.
Aquel día, el Nautilus atravesó una zona singular del océano Atlántico. Nadie ignora la
existencia de esa gran co-rriente de agua cálida conocida con el nombre de Gulf Stream,
que tras salir de los canales de Florida se dirige ha-cia el Spitzberg. Pero antes de penetrar
en el golfo de Méxi-co, hacia los 440 de latitud Norte, la corriente se divide en dos brazos,
el principal de los cuales se encamina hacia las costas de Irlanda y de Noruega, en tanto que
el segundo se orienta hacia el Sur a la altura de las Azores, para bañar las costas africanas y,
desde allí, tras describir un óvalo alarga-do, volver hacia las Antillas. Este segundo brazo
es más bien un collar que un brazo rodea con sus anillos de agua cálida esa zona fría del
océano, tranquila, inmóvil, que se llama el mar de los Sargazos. Verdadero lago en pleno
Atlántico, las aguas de la gran corriente no tardan menos de tres años en circunvalarlo.
El mar de los Sargazos, hablando propiamente, cubre toda la parte sumergida de la
Atlántida. Algunos autores han llegado incluso a mantener que las espesas hierbas de las
que está sembrado las ha arrancado de las praderas de ese anti-guo continente. Es más
probable, sin embargo, que esas ma-sas herbáceas, algas y fucos, arrancadas de las orillas
de Eu-ropa y América, hayan sido arrastradas hasta esa zona por el Gulf Stream. Ésa fue
una de las razones que llevaron a Colón a suponer la existencia de un nuevo mundo.
Cuando los na-víos del audaz explorador llegaron al mar de los Sargazos, navegaron no sin
dificultad en medio de estas hierbas que detenían su marcha, con gran espanto de las
tripulaciones, y perdieron tres semanas en atravesarlas.
Tal era la región que visitaba el Nautilus en aquel mo-mento. Una verdadera pradera, una
tupida alfombra de al-gas, de fucos, de uvas del trópico, tan espesa, tan compacta que la
roda de un navío no podía desgarrarla sin gran es-fuerzo.
El capitán Nemo no quiso arriesgar su hélice en esa masa herbácea y se mantuvo a algunos
metros de profundidad.
El nombre dado a esta zona del mar viene de la palabra es-pañola «sargazo» aplicada a
estas algas, que son las que prin-cipalmente forman este banco inmenso de hidrófitos, cuya
formación es explicada así por el erudito Maury, autor de la Geografía física del Globo:
«La explicación que puede darse me parece resultar de un experimento de todos conocido.
Si se colocan en un vaso fragmentos de tapones de corcho o de cualquier cuerpo flo-tante y
se imprime al agua de ese vaso un movimiento circu-lar, se verá cómo esos fragmentos
dispersos se agrupan en el centro de la superficie líquida, es decir, en el punto menos
agitado. En el fenómeno que nos ocupa, el vaso es el Atlánti-co, el Gulf Stream es la
corriente circular, y el mar de los Sar-gazos, el punto central en el que vienen a reunirse los
cuer-pos flotantes. »
He podido estudiar el fenómeno en este medio especial en el que los navíos penetran
raramente, y comparto la opinión de Maury.
Por encima de nosotros flotaban cuerpos de todo origen, amontonados en medio de las
hierbas oscuras, troncos de árboles arrancados a los Andes o a las montañas Rocosas y
transportados por el Amazonas o el Mississippi, numerosos restos de naufragios, de quillas
y carenas, tablones desgaja-dos y tan sobrecargados de conchas y de percebes que no
podían remontar a la superficie del océano. El tiempo justi-ficará algún día esta otra
opinión de Maury: la de que estas materias, así acumuladas durante siglos, se mineralizarán
bajo la acción de las aguas y formarán inagotables hulleras. Reserva preciosa que prepara la
previsora naturaleza para el momento en que los hombres hayan agotado las minas de los
continentes.
En medio de tan inextricable tejido de hierbas y de fucos observé unos hermosos alciones
estrellados de color rosa; actinias que arrastraban sus largas cabelleras de tentáculos;
medusas verdes, rojas, azules, y esos grandes rizóstomas de Cuvier, cuya ombrela azulada
está bordeada por un festón violeta.
Pasamos toda la jornada del 22 de febrero en el mar de los Sargazos, en el que los peces
hallan un abundante alimento en crustáceos y en plantas marinas.
Al día siguiente, el océano había recuperado su aspecto habitual. Desde entonces y durante
diecinueve días, del 23 de febrero al 12 de marzo, el Nautilus prosiguió su marcha en medio
del Atlántico a la velocidad constante de cien le-guas diarias. El capitán Nemo quería
evidentemente realizar su programa submarino, y yo no dudaba de que tuviera la intención,
tras haber doblado el cabo de Hornos, de volver hacia los mares australes del Pacífico.
Los temores de Ned Land estaban justificados. En estos mares privados de islas no era
posible ninguna tentativa de evasión. Ningún medio de oponerse a la voluntad del capi-tán
Nemo. No había otro partido que el de someterse. Pero lo que no cabía ya esperar de la
fuerza o de la astucia, podía obtenerse, me decía yo, por la persuasión. Terminado el via-je,
¿no accedería el capitán Nemo a devolvernos la libertad bajo el juramento de no revelar
jamás su existencia? jura-mento de honor que cumpliríamos escrupulosamente. Pero había
que tratar de esta delicada cuestión con el capitán, y ¿podía yo reclamar nuestra libertad?
¿Acaso no había decla-rado él mismo, desde el principio y muy solemnemente, que el
secreto de su vida exigía nuestro aprisionamiento a perpe-tuidad a bordo del Nautilus? Mi
silencio durante esos cuatro meses ¿no le habría parecido una tácita aceptación de la
si-tuación? Volver sobre el asunto implicaba el riesgo de hacer nacer sospechas que podrían
perjudicar a nuestros proyec-tos si más tarde se presentara alguna circunstancia favorable
para su ejecución. Sopesaba y daba vueltas en mi mente a to-das estas razones, y las
sometía a Conseil, quien no se mos-traba menos perplejo que yo. En definitiva, y aunque yo
no me desanimaba fácilmente, comprendía que las probabili-dades de volver a ver alguna
vez a mis semejantes dismi-nuían de día en día, a medida que el capitán Nemo avanzaba
temerariamente hacia el sur del Atlántico.
Durante los diecinueve días antes citados ningún inciden-te particular marcó nuestro viaje.
Veía poco al capitán. Nemo trabajaba. En la biblioteca hallaba a menudo los libros dejados
por él abiertos; eran sobre todo libros de Historia Natural. Mi obra sobre los fondos
marinos, hojeada por él, estaba cubierta de notas en los márgenes, que contradecían, a
veces, mis teorías y sistemas. Pero el capitán se limitaba a anotar así mi trabajo, y era raro
que discutiera de ello con-migo. A veces oía los sonidos melancólicos de su órgano que él
tocaba con mucho sentimiento, pero solamente de noche, en medio de la más secreta
oscuridad, cuando el Nautilus dormía en los desiertos del océano.
Durante aquella parte del viaje navegamos durante jorna-das enteras por la superficie de las
olas. El mar parecía aban-donado. Apenas unos veleros, con carga para las Indias, se
dirigían hacia el cabo de Buena Esperanza. Un día fuimos perseguidos por las
embarcaciones de un ballenero, cuyos tripulantes nos tomaron, sin duda, por una enorme
ballena de alto precio. Pero el capitán Nemo no quiso hacer perder a aquella gente su
tiempo y terminó la caza sumergiéndose bajo el agua. El incidente pareció interesar
vivamente a Ned Land. No creo equivocarme al decir que el canadiense debió lamentar que
nuestro cetáceo de acero no hubiese sido gol-peado mortalmente por el arpón de los
pescadores.
Los peces observados por Conseil y por mí durante ese período diferían poco de los que ya
habíamos estudiado bajo otras latitudes. Los principales fueron algunos especí-menes de
ese terrible género de cartilaginosos, dividido en tres subgéneros que no cuentan con menos
de treinta y dos especies: escualos de cinco metros de longitud, de cabeza deprimida y más
ancha que el cuerpo, de aleta caudal redon-deada y cuyo dorso está surcado por siete
grandes bandas negras, paralelas y longitudinales; otros escualos de color gris ceniza, con
siete aberturas branquiales y provistos de una sola aleta dorsal colocada casi en mitad del
cuerpo.
Pasaron también grandes perros marinos, peces voraces donde los haya. Puede no darse
crédito a los relatos de los pescadores, pero he aquí lo que dicen. Se han encontrado en el
cuerpo de uno de estos animales una cabeza de búfalo y un ternero entero; en otro, dos
atunes y un marinero unifor-mado; en otro, un soldado con su sable; en otro, por último, un
caballo con su caballero. Todo esto, a decir verdad, no es artículo de fe. En todo caso,
ninguno de esos animales se dejó atrapar en las redes del Nautilus y yo no pude verificar su
voracidad.
Durante días enteros nos acompañaron bandadas de ele-gantes y traviesos delfines. Iban en
grupos de cinco o seis, cazando juntos como los lobos en el campo. No son los delfi-nes
menos voraces que los perros marinos si debo creer a un profesor de Copenhague que sacó
del estómago de un delfín trece marsopas y quince focas. Era, es cierto, un ejemplar
perteneciente a la mayor especie conocida, y cuya longitud sobrepasa, a veces, los
veinticuatro pies. Esta familia de los delfinidos cuenta con diez géneros, y los que yo vi
pertene-cían al de los delfinorrincos, notables por un hocico excesi-vamente estrecho y de
una longitud cuatro veces mayor que la del cráneo. Sus cuerpos medían tres metros, y eran
negros por encima y de un blanco rosáceo por debajo sembrado de manchitas muy raras.
Debo citar también en esos mares unos curiosos especí-menes de esos peces, del orden de
los acantopterigios y de la familia de los esciénidos. Algunos autores, más poetas que
naturalistas, pretenden que estos peces cantan melodiosa-mente y que sus voces reunidas
forman un concierto que no podría igualar un coro de voces humanas. No digo que no, pero
a nosotros, y lo lamento mucho, no nos dieron ninguna serenata a nuestro paso.
Conseil pudo clasificar una gran cantidad de peces vola-dores. Nada más curioso que ver a
los delfines lanzarse a su caza con una precisión maravillosa. Cualquiera que fiiese el
alcance de su vuelo o la trayectoria que describiese, aunque fuera sobre el mismo Nautilus,
el infortunado pez acababa hallando la boca abierta del delfín para recibirle. Eran
pirá-pedos o triglasmilanos de boca luminosa, que durante la noche, tras haber trazado
rayas de fuego en el aire se hun-dían en las aguas oscuras como estrellas errantes.
Nuestra navegación continuó en esas condiciones hasta el 13 de marzo. Aquel día, se
sometió al Nautilus a diversos ex-perimentos de sondeo que me interesaron vivamente.
Habíamos recorrido cerca de trece mil leguas desde nues-tra partida de los altos mares del
Pacífico. Nos hallábamos entonces a 450 37′ de latitud Sur y a 370 53′ de longitud Oeste.
Eran los mismos parajes en los que el capitán Denham, del Herald, había largado catorce
mil metros de sonda sin hallar fondo. Los mismos también en los que el teniente Parcker,
de la fragata americana Congress, no había podido hallar los fondos submarinos a quince
mil ciento cuarenta metros.
El capitán Nemo decidió enviar su Nautílus a la más extre-ma profundidad, a fin de
controlar esos sondeos. Yo me dis-puse a anotar todos los resultados de su investigación.
Se abrieron los paneles del salón y comenzaron las maniobras necesarias para alcanzar esas
capas tan prodigiosamente profundas.
Se comprende que no se tratara de sumergirse llenando los depósitos, pues aparte de que no
habrían bastado para aumentar suficientemente el peso específico del Nautilus, al
remontarse a la superficie habría que expulsar la sobrecarga de agua y las bombas no
tendrían la potencia necesaria para vencer la presión exterior.
El capitán Nemo resolvió buscar el fondo oceánico por una diagonal suficientemente
alargada, por medio de sus planos laterales, a los que se dispuso en un ángulo de 45′. Se
llevó a la hélice a su máximo de revoluciones y su cuádruple paleta azotó el agua con una
extraordinaria violencia. Bajo esta poderosa presión, el casco del Nautilus se estremeció
como una cuerda sonora y se hundió con regularidad en las aguas. Apostados en el salón, el
capitán y yo observábamos la aguja del manómetro, que se desviaba rápidamente. Pronto
sobrepasamos la zona habitable en que residen la mayoría de los peces. Si algunos de ellos
no pueden vivir más que en la superficie de los mares o de los ríos, otros, me-nos
numerosos, se mantienen a profundidades bastante grandes. Entre éstos vi al hexanco,
especie de perro marino provisto de seis hendiduras respiratorias; al telescopio, de ojos
enormes, al malarmatacorazado, de dorsales grises y pectorales negras, protegidas por un
peto de rojas placas óseas, y, por último, al lepidópodo, que, a los mil doscientos metros de
profundidad en que vivía, soportaba una presión de ciento veinte atmósferas.
Pregunté al capitán Nemo si había visto peces a profundidades aún mayores.
¿Peces? me respondió. Raramente. Pero ¿qué se supo-ne, qué se sabe, en el estado
actual de la ciencia?
Se sabe, capitán, que al descender hacia las bajas capas del océano la vida vegetal
desaparece más rápidamente que la vida animal. Se sabe que allí donde se encuentran aún
se-res animados no vegeta ya una sola hidrófita. Se sabe que las peregrinas y las ostras
llegan a vivir a dos mil metros de pro-fundidad y que Mac Clintock, el héroe de los mares
polares, sacó una estrella viva desde una profundidad de dos mil qui-nientos metros. Se
sabe que la tripulación del BullDog, de la Marina real, pescó una asteria a dos mil
seiscientas brazas, o sea, a una profundidad de más de una legua. Pero quizá me diga usted,
capitán, que no se sabe nada.
No, señor profesor respondió el capitán, no incurriré en tal descortesía. Pero sí le
preguntaré cómo se explica us-ted que haya seres que puedan vivir a tales profundidades.
Lo explico por dos razones respondí. Ante todo, por-que las corrientes verticales,
determinadas por las diferen-cias de salinidad y de densidad de las aguas, producen un
movimiento que basta para mantener la vida rudimentaria de las encrinas y las asterias.
Muy justo dijo el capitán.
Y además, porque si el oxígeno es la base de la vida, se sabe que la cantidad de oxígeno
disuelto en el agua marina aumenta con la profundidad en lugar de disminuir, y que la
presión de las capas bajas contribuye a comprimirlo.
¡Ah! ¿Se conoce eso? dijo el capitán Nemo, con un tono ligeramente sorprendido.
Pues bien, señor profesor, eso está muy bien, porque es la pura verdad. Yo añadiré que la
vejiga natatoria de los peces pescados en la superficie contiene más ázoe que oxígeno a la
inversa de la de los peces ex-traídos de las grandes profundidades. Lo que da la razón a su
sistema. Pero continuemos nuestras observaciones.
Miré al manómetro. El instrumento indicaba una profun-didad de seis mil metros.
Llevábamos ya una hora en inmer-sión. El Nautilus continuaba descendiendo en plano
inclina-do. Las aguas eran admirablemente transparentes y de una diafanidad indescriptible.
Una hora más tarde nos hallába-mos ya a trece mil metros unas tres leguas y cuarto, y el
fondo del océano no se dejaba aún presentir.
A los catorce mil metros vi unos picos negruzcos que sur-gían en medio del agua. Pero esas
cimas podían pertenecer a montañas tan altas como el Himalaya o el Monte Blanco, o más
incluso, y la profundidad de los abismos continuaba siendo difícil de evaluar.
El Nautilus descendió aún más, pese a la poderosa presión que sufría. Yo sentía sus
planchas temblar bajo las junturas de sus tuercas; sus barrotes se arqueaban; sus tabiques
ge-mían; los cristales del salón parecían combarse bajo la pre-sión del agua. El sólido
aparato habría cedido, sin duda, si tal como había dicho su capitán no hubiese sido capaz de
resis-tir como un bloque macizo.
Al rasar las paredes de las rocas perdidas bajo las aguas pude ver aún algunas conchas,
serpulas, espios vivos y algu-nos especímenes de asterias. Pero pronto estos últimos
re-presentantes de la vida animal desaparecieron, y, por debajo de las tres leguas, el
Nautilus sobrepasó los límites de la exis-tencia submarina, como lo hace un globo que se
eleva en el aire por encima de las zonas respirables. Habíamos alcanza-do una profundidad
de dieciséis mil metros cuatro le-guas, y los flancos del Nautilus soportaban entonces
una presión de mil seiscientas atmósferas, es decir, de mil seis-cientos kilogramos por cada
centímetro cuadrado de su su-perficie.
¡Qué situación! exclamé. ¡Recorrer estas profundas regiones a las que el hombre
jamás había llegado! Mire, ca-pitán, mire esas magníficas rocas, esas grutas deshabitadas,
esos últimos receptáculos del Globo donde la vida no es ya posible. ¡Qué lástima que nos
veamos reducidos a no con-servar más que el recuerdo de estos lugares desconocidos!
-¿Le gustaría llevarse algo mejor que el recuerdo? me preguntó el capitán Nemo.
¿Qué quiere usted decir?
Quiero decir que no hay nada más fácil que tomar una vista fotográfica de esta región
submarina.
Apenas había tenido tiempo para expresar la sorpresa que me causó esta nueva proposición
cuando, a una simple or-den del capitán, se nos trajo una cámara fotográfica. A tra-vés de
los paneles, el medio líquido, iluminado eléctrica-mente, se distinguía con una claridad
perfecta. No hubiese sido el sol más favorable a una operación de esta naturaleza.
Controlado por la inclinación de sus planos y por su hélice, el Nautilus permanecía inmóvil.
Se enfocó el instrumento sobre el paisaje del fondo oceánico, y en algunos segundos
pudimos obtener un negativo de una extremada pureza. Es el positivo el que ofrezco aquí.
Se ven en él esas rocas pri-mordiales que no han conocido jamás la luz del cielo, esos
granitos inferiores que forman la fuerte base del Globo, esas grutas profundas vaciadas en
la masa pétrea, esos perfiles de una incomparable línea cuyos remates se destacan en negro
como si se debieran a los pinceles de algunos artistas fla-mencos. Luego, más allá, un
horizonte de montañas, una ad-mirable línea ondulada que compone los planos de fondo del
paisaje. Soy incapaz de describir ese conjunto de rocas li-sas, negras, bruñidas, sin ninguna
adherencia vegetal, sin una mancha, de formas extrañamente recortadas y sólida-mente
establecidas sobre una capa de arena que brillaba bajo los resplandores de la luz eléctrica.
Tras terminar su operación, el capitán Nemo me dijo.
-Ascendamos, señor profesor. No conviene abusar de la situación ni exponer por más
tiempo al Nautilus a tales pre-siones.
Subamos respondí.
Agárrese bien.
No había tenido apenas tiempo de comprender la razón de la recomendación del capitán
cuando me vi derribado al suelo.
Embragada la hélice a una señal del capitán y erguidos verticalmente sus planos, el
Nautilus se elevaba con una ra-pidez fulgurante, como un globo en el aire, y cortaba la
masa del agua con un estremecimiento sonoro. Ningún detalle era ya visible. En cuatro
minutos franqueó las cuatro leguas que le separaban de la superficie del océano, y tras
haber emer-gido como un pez volador, recayó sobre ella haciendo saltar el agua a una
prodigiosa altura.
12. Cachalotes y ballenas
Durante la noche del 13 al 14 de marzo, el Nautilus prosi-guió su derrota hacia el Sur. Yo
creía que a la altura del cabo de Hornos haría rumbo al Oeste, dirigiéndose a los ma-res del
Pacífico para acabar su vuelta al mundo, pero no lo hizo así y continuó su marcha hacia las
regiones australes. ¿Adónde quería ir? ¿Al Polo? Era, sencillamente, insensato. Empecé a
pensar que la temeridad del capitán justificaba so-bradamente los temores de Ned Land.
Desde hacía algún tiempo, el canadiense no me hablaba ya de sus proyectos de evasión. Se
había tornado menos co-municativo, casi silencioso. Veía yo cómo pesaba en él tan
prolongada reclusión y sentía cómo iba concentrándose la ira en su ánimo. Cuando se
cruzaba con el capitán en sus ojos se encendía una torva mirada. Yo vivía en el continuo
temor de que su natural violencia le llevara a cometer un de-satino.
Aquel día, el 14 de marzo, Conseil y él vinieron a buscar-me a mi camarote. A mi pregunta
sobre la razón de su visita, me dijo el canadiense:
Quisiera hacerle una simple pregunta, señor.
Dígame, Ned.
¿Cuántos hombres cree usted que hay a bordo del Nau-tilus?
No lo sé, amigo mío.
Me parece dijo Ned Landque su manejo no requiere una tripulación muy numerosa.
En efecto respondí, una decena de hombres debe bastar.
¿Por qué entonces habrían de ser más?
¿Por qué?
Miré fijamente a Ned Land, cuyas intenciones eran fáciles de adivinar.
Porque le dije si mis presentimientos son ciertos y si he comprendido bien la
existencia del capitán, el Nautilus no es sólo un navío, sino también un lugar de refugio
para los que como su comandante han roto toda relación con la tierra.
Puede que así sea dijo Conseil, pero, de todos modos, el Nautilus no puede contener
más que un número limitado de hombres. ¿No podría evaluar el señor ese máximo?
¿De qué manera, Conseil?
Por el cálculo. Dada la capacidad del navío, que le es co-nocida al señor, y,
consecuentemente, la cantidad de aire que encierra, y sabiendo, por otra parte, lo que cada
hombre gas-ta en el acto de la respiración, así como la necesidad del Nau-tilus de remontar
a la superficie cada veinticuatro horas, la comparación de estos datos…
No acabó Conseil la frase, pero comprendí adónde quería venir a parar.
Te comprendo dije, pero esos cálculos, de fácil realiza-ción, no pueden darnos más
que un resultado muy incierto.
No importa dijo Ned Land.
Bien, vayamos, pues, con el cálculo. Cada hombre gas-ta en una hora el oxígeno
contenido en cien litros de aire, o sea, en veinticuatro horas, el oxígeno contenido en dos
mil cuatrocientos litros.
Exactamente asintió Conseil.
Ahora bien proseguí, dado que la capacidad del Nautilus es de mil quinientas
toneladas, y la de la tonelada es de mil litros, el Nautilus contiene un millón quinientos mil
li-tros de aire, que divididos por dos mil cuatrocientos…
Rápidamente calculé con el lapicero:
…Arrojan un cociente de seiscientos veinticinco, lo que equivale a decir que el aire
contenido en el Nautilus podría en rigor, bastar a seiscientos veinticinco hombres durante
veinticuatro horas.
¡Seiscientos veinticinco! exclamó Ned.
Pero podemos estar seguros añadí de que entre pasa-jeros, marineros y oficiales no
llegamos ni a la décima parte de esa cifra.
Lo que resulta todavía demasiado para tres hombres murmuró Conseil.
Así que, mi pobre Ned, no puedo hacer más que aconse-jarle paciencia.
Y más aún que paciencia, resignación añadió Conseil, usando la palabra justa
Después de todo, el capitán Nemo no podrá ir eternamente hacia el Sur. Forzoso le será
dete-nerse, aunque no fuera más que por los bancos de hielo, y re-gresar hacia aguas más
civilizadas. Entonces será llegado el momento de volver a pensar en los proyectos de Ned
Land.
El canadiense movió la cabeza, se pasó la mano por la frente, y se retiró.
Permítame el señor hacerle una observación. El pobre Ned está pensando continuamente
en todas las cosas de que está privado. Toda su vida le viene a la memoria y echa de menos
todo lo que aquí nos está prohibido. Le oprimen los recuerdos y sufre. Hay que
comprenderle. ¿Qué es lo que pinta él aquí? Nada. No es un sabio como el señor y no puede
interesarse como nosotros por las cosas admirables del mar. Sería capaz de arrostrar todos
los peligros por poder entrar en una taberna de su país.
Cierto es que la monotonía de la vida a bordo debía ser in-soportable al canadiense,
acostumbrado a una existencia li-bre y activa. Raros eran allí los acontecimientos que
podían apasionarle. Sin embargo, aquel día surgió un incidente que vino a recordarle sus
buenos días de arponero.
Hacia las once de la mañana, el Nautilus, navegando en superficie, se encontró de repente
en medio de un grupo de ballenas. No me sorprendió el encuentro, pues bien sabía yo que
la persecución a ultranza de que son víctimas estos ani-males les ha llevado a refugiarse en
los mares de las altas lati-tudes.
Considerables han sido el papel y la influencia ejercidos por las ballenas en el mundo
marino y en los descubrimien-tos geográficos. Fueron ellas las que atrayendo a los vascos
primero y luego a los asturianos, ingleses y holandeses les estimularon a arrostrar los
peligros del océano y les condu-jeron de una extremidad a otra de la Tierra. Las ballenas
sue-len frecuentar los mares australes y boreales. Antiguas le-yendas pretenden incluso que
estos cetáceos atrajeron a los pescadores hasta siete leguas tan sólo del Polo Norte. Si el
hecho es falso, será verdadero algún día, porque probable-mente será la caza de la ballena
en las regiones ártica o antár-tica la que lleve a los hombres a alcanzar esos puntos
desco-nocidos del Globo que son los Polos.
Estábamos sentados sobre la plataforma. El mar estaba en bonanza. El mes de marzo,
equivalente en esas latitudes al de septiembre, nos procuraba hermosos días de otoño. Fue
el canadiense quien avistó una ballena en el horizonte, al Este. No podía él equivocarse.
Mirando atentamente, se veía el lomo negruzco de la ballena elevarse y descender
alternati-vamente sobre la superficie del mar, a unas cinco millas del Nautilus.
¡Ah! exclamó Ned Land. ¡Si estuviera yo a bordo de un ballenero, he ahí una vista
que me haría feliz! Es un animal de gran tamaño. Fíjense con qué potencia despiden sus
espiráculos columnas de aire y vapor. ¡Mil diantres! ¿Por qué he de verme encadenado a
este armatoste metálico?
Así, Nedle dije, todavía vive en usted el viejo pesca-dor..
¿Cree usted, señor, que un pescador de ballenas puede olvidar su antiguo oficio? ¿Es que
puede uno hastiarse algu-na vez de las emociones de una caza como ésa?
¿No ha pescado nunca en estos mares, Ned?
Nunca, señor. únicamente en los mares boreales, tanto en el estrecho de Bering como en
el de Davis.
-Entonces, la ballena austral le es desconocida. La que ha pescado usted hasta ahora es la
ballena franca que nunca se arriesgaría a atravesar las aguas cálidas del ecuador.
¿Qué es lo que me está usted diciendo, señor profesor? me replicó el canadiense, en un
tono que denotaba su in-credulidad.
Digo lo que es.
¿Ah, sí? Pues, mire usted, el que le está hablando, en el año 65, o sea, hace dos años y
medio, capturó, cerca de Groenlandia, una ballena que llevaba aún en su flanco el arpón
marcado de un ballenero de Bering. Pues bien, yo le pregunto cómo un animal arponeado al
oeste de América pudo venir a hacerse matar al Este sin haber franqueado el ecuador, tras
haber pasado ya sea por el cabo de Hornos, ya por el de Buena Esperanza.
Pienso lo mismo que el amigo Ned dijo Conseil y aguardo la respuesta del señor.
Pues el señor os responde, amigos míos, que las ballenas están localizadas, según sus
especies, en algunos mares que no abandonan. Si uno de estos animales ha pasado del
estre-cho de Bering al de Davis es, simplemente, porque debe existir un paso de un mar a
otro, ya sea por las costas de América o por las de Asia.
¿Hay que creerle? dijo el canadiense, a la vez que cerra-ba un ojo.
Hay que creer al señor sentenció Conseil.
Así, pues -dijo el canadiense, como nunca he pescado en estos parajes no conozco las
ballenas que los habitan, ¿no es así?
Así es, Ned.
Pues razón de más para conocerlas dijo Conseil.
¡Miren! ¡Miren! gritó el canadiense, con una voz con-movida. ¡Se acerca! ¡Viene
hacia nosotros! ¡Me está desa-fiando! ¡Sabe que no puedo nada contra ella!
Ned golpeaba la plataforma con el pie y su brazo se agita-ba blandiendo un arpón
imaginario.
¿Son tan grandes estos cetáceos como los de los mares boreales?
Casi, casi, Ned.
Es que yo he visto ballenas muy grandes, señor, ballenas que medían hasta cien pies de
longitud. Y he oído decir que la hullamock y la umgallick de las islas Aleutianas
sobrepa-san a veces los ciento cincuenta pies.
Eso me parece exagerado respondí. Esos animales no son más que balenópteros,
provistos de aletas dorsales, y, al igual que los cachalotes, son generalmente más pequeños
que la ballena franca.
La mirada del canadiense no se apartaba del océano.
¡Ah! ¡Se acerca, viene hacia el Nautilus!
Luego, reanudó la conversación.
Habla usted del cachalote como si fuera un pequeño ani-mal. Sin embargo, se ha hablado
de cachalotes gigantescos. Son unos cetáceos inteligentes. Algunos, se dice, se cubren de
algas y fucos, y se les toma entonces por islotes sobre los que se acampa y se hace fuego…
Y se edifican casas dijo Conseil.
En efecto, señor bromista respondió Ned Land. Y lue-go, un buen día, el animal se
sumerge y se lleva a todos sus habitantes al fondo del abismo.
Como en los viajes de Simbad el Marino repliqué, riendo. Parece, señor Land, que le
gustan las historias extraor-dinarias. ¡Qué cachalotes, los suyos! Espero que no se lo crea.
Muy seriamente, respondió así el canadiense:
Señor naturalista, de las ballenas hay que creérselo todo. ¡Ah, cómo marcha ésa! ¡Cómo
se desvía … ! Se dice que estos animales podrían dar la vuelta al mundo en quince días.
No diré que no.
Pero lo que seguramente no sabe usted, señor Aronnax, es que en los comienzos del
mundo las ballenas marchaban más rápidamente aún.
¿Ah, sí? ¿De veras, Ned? ¿Y por qué?
Porque entonces tenían la cola a lo ancho, como los pe-ces, es decir, que la cola,
comprimida verticalmente, batía el agua de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
Pero el Creador, al darse cuenta de que marchaban demasiado rápi-damente, les torció la
cola, y desde entonces azotan el agua de arriba a abajo, en detrimento de su velocidad.
Bien, Ned -dije, tomando una expresión del canadien-se, ¿hay que creerle?
No demasiado respondió Ned Land-, no más que si le dijera que hay ballenas de
trescientos pies de longitud y de cien mil libras de peso.
Mucho es eso, en efecto. Sin embargo, hay que admitir que algunos cetáceos adquieren
un desarrollo considerable, puesto que, al parecer, dan hasta ciento veinte toneladas de
aceite.
Eso es verdad, eso lo he visto yo dijo el canadiense.
Lo creo, Ned, como creo que hay ballenas que igualan en tamaño a cien elefantes.
Calcule usted el efecto que puede producir una masa así lanzada a toda velocidad.
¿Es verdad que pueden echar un barco a pique? pre-guntó Conseil.
No lo creo le respondí. Se cuenta, sin embargo, que en 1820, precisamente en estos
mares del Sur, una ballena se precipitó contra el Essex y le hizo retroceder a una velocidad
de cuatro metros por segundo. Las olas penetraron por la popa y el Essex se fue a pique en
seguida.
Ned me miró con un aire burlón, y dijo:
En cuanto a mí, he recibido un coletazo de ballena; en mi bote, claro. Mis compañeros y
yo nos vimos despedidos a una altura de seis metros. Pero al lado de la ballena del señor
profesor, la mía no era más que un ballenato.
¿Viven muchos años estos animales? preguntó Conseil.
Mil años respondió el canadiense, sin vacilar.
¿Cómo lo sabe usted, Ned?
Porque así se dice.
¿Y por qué se dice?
Porque se sabe.
No, Ned, eso no se sabe, se supone, y esa suposición se basa en este razonamiento. Hace
cuatrocientos años, cuan-do los pescadores se lanzaron por vez primera en persecu-ción de
las ballenas, éstas tenían un tamaño muy superior al actual. Se supone, pues, bastante
lógicamente, que la infe-rioridad de las actuales ballenas se debe a que no han tenido
tiempo de alcanzar su completo desarrollo. Esto es lo que hizo decir a Buffon que estos
cetáceos podían y debían vivir mil años. ¿Me oye usted?
Pero Ned Land no oía ni escuchaba. La ballena continua-ba acercándose y él la seguía,
devorándola con los ojos.
¡No es una ballena, son diez, veinte, es una manada en-tera! ¡Y no poder hacer nada!
¡Estar aquí, atado de pies y manos!
¿Por qué no pide permiso de caza al capitán Nemo, ami-go Ned?
No había acabado todavía Conseil de hablar, cuando ya Ned Land se precipitaba al interior
en busca del capitán.
Algunos instantes después, ambos reaparecían en la pla-taforma. El capitán Nemo observó
la manada de cetáceos que evolucionaba a una milla del Nautilus.
Son ballenas australes dijo. Hay ahí la fortuna de una flota de balleneros.
Y bien, señor dijo el canadiense, ¿no podría yo darles caza, aunque sólo fuese para no
olvidar mi antiguo oficio de arponero?
¿Para qué? respondió el capitán Nemo. ¿Cazar úni-camente por destruir? No
necesitamos aceite de ballena a bordo.
Sin embargo dijo el canadiense, en el mar Rojo usted nos autorizó a perseguir a un
dugongo.
Se trataba entonces de procurar carne fresca a mi tripu-lación. Aquí sería matar por matar.
Ya sé que es éste un privi-legio reservado al hombre, pero yo no admito estos pasa-tiempos
mortíferos. Es una acción condenable la que cometen los de su oficio, señor Land, al
destruir a estos seres buenos e inofensivos que son las ballenas, tanto la austral como la
franca. Ya han despoblado toda la bahía de Baffin y acabarán aniquilando una clase de
animales útiles. Deje, pues, tranquilos a estos desgraciados cetáceos, que bastante tienen ya
con sus enemigos naturales, los cachalotes, los es-padones y los sierra. .
Fácil es imaginar la cara del canadiense ante ese curso de moral. Emplear semejantes
razonamientos con un cazador, palabras perdidas. Ned Land miraba al capitán Nemo, y era
evidente que no comprendía lo que éste quería decirle. Tenía razón el capitán. El bárbaro,
desconsiderado encarniza-miento de los pescadores hará desaparecer un día la última
ballena del océano.
Ned Land silbó entre dientes su Yankee doodle, se metió las manos en los bolsillos y nos
volvió la espalda.
El capitán Nemo observaba la manada de cetáceos. Súbi-tamente, se dirigió a mí.
Tenía yo razón en decir que, sin contar al hombre, no le faltan a las ballenas enemigos
naturales. Dentro de poco ésas van a pasar un mal rato. ¿Distingue usted, señor Aronnax,
esos puntos negruzcos en movimiento, a unas ocho millas, a sotavento?
Sí, capitán respondí.
Son cachalotes, animales terribles que he encontrado a veces en manadas de doscientos o
trescientos. A esos ani-males crueles y dañinos, sí que está justificado extermi-narlos.
Al oír estas palabras, el canadiense se volvió con viveza.
Pues bien, capitán dije, estamos a tiempo, en interés de las ballenas.
Inútil exponerse, señor profesor. El Nautilus se basta a sí mismo para dispersar a esos
cachalotes, armado como está de un espolón de acero que, creo yo, vale tanto al menos
como el arpón del señor Land.
El canadiense no se molestó en disimular lo que pensaba, encogiéndose de hombros.
¡Atacar a golpes de espolón a los cetáceos! ¿Dónde, cuándo se había visto tal cosa?
-Espere, señor Aronnax dijo el capitán Nemo. Vamos a mostrarle una caza que no
conoce usted aún. Nada de piedad con estos feroces cetáceos. No son más que boca y
dientes.
Boca y dientes. No se podía definir mejor al cachalote ma-crocéfalo, cuyo tamaño
sobrepasa a veces los veinticinco metros. La cabeza enorme de este cetáceo ocupa casi el
ter-cio de su cuerpo. Mejor armado que la bafiena, cuya mandí-bula superior está dotada
únicamente de barbas, está pro-visto de veinticinco grandes dientes de veinte centímetros
de altura, cilíndricos y cónicos en su vértice, que pesan dos li-bras cada uno. En la parte
superior de su enorme cabeza, en grandes cavidades separadas por cartilagos, contiene de
trescientos a cuatrocientos kilogramos de ese aceite precio-so llamado «esperma de
ballena». El cachalote es un animal feo, «más renacuajo que pez», según la observación de
Fre-dol, mal construido, «malogrado», por así decirlo, en toda la parte izquierda de su
estructura y con la visión limitada ape-nas a su ojo derecho.
La monstruosa manada continuaba acercándose. Había visto ya a las ballenas y se disponía
a atacarlas. Podía prede-cirse de antemano la victoria de los cachalotes, no sólo por estar
mejor conformados para el ataque que sus inofensivos adversarios, sino también porque
pueden permanecer más tiempo bajo el agua sin subir a respirar a la superficie[L18] .
Era tiempo ya de acudir en socorro de las ballenas. El Nautilus comenzó a navegar entre
dos aguas. Conseil, Ned y yo nos apostamos en el observatorio del salón. El capitán Nemo
se dirigió a la cabina del timonel para maniobrar su aparato como un artefacto de
destrucción. Poco después sentí cómo se multiplicaban las revoluciones de la hélice y
aumentaba nuestra velocidad.
Ya había comenzado el combate entre los cachalotes y las ballenas cuando llegó el
Nautilus. La maniobra de éste se orientó a cortar la manada de macrocéfalos. Al principio,
és-tos no parecieron mostrarse temerosos a la vista del nuevo monstruo que se mezclaba en
la batalla, pero pronto hubie-ron de emplearse en esquivar sus golpes.
¡Qué lucha! El mismo Ned Land acabó batiendo palmas, entusiasmado. El Nautilus se
había tornado en un arpón for-midable, blandido por la mano de su capitán. Se lanzaba
contra las masas carnosas y las atravesaba de parte a parte, dejando tras su paso dos
movedizas mitades de cachalote. No sentía los tremendos coletazos que azotaban a sus
flan-cos ni los formidables choques. Exterminado un cachalote, corría hacia otro, viraba
rápidamente para no fallar la presa, se dirigía hacia adelante o hacia atrás, dócil al timón,
sumer-giéndose cuando el cetáceo se hundía en las capas profimdas o ascendiendo con él
cuando volvía a la superficie, golpeándole de lleno u oblicuamente, cortándole o
desgarrándole con su terrible espolón, y en todas las direcciones y a todas las velocidades.
¡Qué carnicería! ¡Qué ruido en la superficie de las aguas producían los agudos silbidos y
los ronquidos de los espan-tosos animales! En medio de aquellas aguas ordinariamente tan
bonancibles sus coletazos producían una verdadera ma-rejada.
Una hora duró aquella homérica matanza a la que no po-dían sustraerse los macrocéfalos.
En varias ocasiones, diez o doce reunidos trataron de aplastar al Nautilus bajo sus ma-sas.
A través del cristal veíamos sus grandes bocazas pavi-mentadas de dientes, sus ojos
formidables. Ned Land, que ya no era dueño de sí, les amenazaba e injuriaba. Sentíamos
que intentaban fijarse a nuestro aparato como perros que hacen presa en un jabato entre la
espesura del bosque. Pero el Nautilus, forzando su hélice, les arrastraba consigo o les
llevaba a la superficie, sin sentir en lo más mínimo su enor-me peso ni sus poderosas
convulsiones.
Al fin fue clareándose la masa de cachalotes y las aguas re-cobraron su tranquilidad. Sentí
que ascendíamos a la super-ficie. Una vez en ella, se abrió la escotilla, y nos precipitamos a
la plataforma.
El mar estaba cubierto de cadáveres mutilados. Una for-midable explosión no habría
dividido, desgarrado, descuar-tizado con mayor violencia aquellas masas carnosas.
Flotá-bamos en medio de cuerpos gigantescos, azulados por el lomo y blancuzcos por el
vientre, y sembrados todos de enormes protuberancias como jorobas. Algunos cachalotes,
espantados, huían por el horizonte. El agua estaba teñida de rojo en un espacio de varias
millas, y el Nautilus flotaba en medio de un mar de sangre.
El capitán Nemo se unió a nosotros, y dirigiéndose a Ned Land, dijo:
¿Qué le ha parecido?
El canadiense, en quien se había calmado el entusiasmo, respondió:
Pues bien, señor, ha sido un espectáculo terrible, en efecto. Pero yo no soy un carnicero,
soy un pescador, y esto no es más que una carnicería.
Es una matanza de animales dañinos respondió el ca-pitán y el Nautilus no es un
cuchillo de carnicero.
Yo prefiero mi arpón replicó el canadiense.
A cada cual sus armas dijo el capitán, mirando fija-mente a Ned Land.
Temí por un momento que éste se dejara llevar a un acto violento de deplorables
consecuencias. Pero su atención y su ira se desviaron a la vista de una ballena a la que se
acer-caba el Nautilus en ese momento. El animal no había podi-do escapar a los dientes de
los cachalotes. Reconocí la balle-na austral, de cabeza deprimida, que es enteramente negra.
Se distingue anatómicamente de la ballena blanca y del NordCaper por la soldadura de las
siete vértebras cervica-les y porque tiene dos costillas más que aquéllas.
El desgraciado cetáceo, tumbado sobre su flanco, con el vientre agujereado por las
mordeduras, estaba muerto. Del extremo de su aleta mutilada pendía aún un pequeño
balle-nato al que tampoco había podido salvar. Su boca abierta dejaba correr el agua, que
murmuraba como la resaca a tra-vés de sus barbas.
El capitán Nemo condujo al Nautilus junto al cadáver del animal. Dos de sus hombres
saltaron al flanco de la ballena. No sin asombro vi como los dos hombres retiraban de las
mamilas toda la leche que contenían, unas dos o tres tonela-das nada menos.
El capitán me ofreció una taza de esa leche aún caliente. No pude evitar hacer un gesto de
repugnancia ante ese bre-baje. Él me aseguró que esa leche era excelente y que no se
distinguía en nada de la leche de vaca. La probé y hube de compartir su opinión.
Era para nosotros una útil reserva, pues esa leche, en for-ma de mantequilla salada o de
queso, introduciría una agra-dable variación en nuestra dieta alimenticia.
Desde aquel día, observé con inquietud que la actitud de Ned Land hacia el capitán Nemo
iba tornándose cada vez más peligrosa, y decidí vigilar de cerca los actos y los gestos del
canadiense.
13. Los bancos de hielo
El Nautilus prosiguió su imperturbable rumbo Sur por el meridiano cincuenta, a una
velocidad considerable. ¿Acaso se proponía llegar al Polo? No podía yo creer que ése fuera
su propósito, pues hasta entonces habían fracasado todas las tentativas de alcanzar ese
punto del Globo. Por otra parte, estaba ya muy avanzada la estación, puesto que el 13 de
mar-zo de las tierras antárticas corresponde al 13 de septiembre de las regiones boreales, a
unos días tan sólo del comienzo del período equinoccial.
El 14 de marzo, hallándonos a 550 de latitud, vi hielos flotan-tes, apenas unos bloques
pálidos de unos veinte a veinticinco pies que se erigían como escollos contra los que
rompía el mar.
El Nautilus navegaba en superficie. La práctica de la pes-ca en los mares árticos había
familiarizado a Ned Land con el espectáculo de los icebergs. Conseil y yo lo admirábamos
por primera vez.
En la atmósfera, en el horizonte meridional, se extendía una franja blanca deslumbrante.
Los balleneros ingleses le han dado el nombre de iceblink. Ni las nubes más espesas
consiguen oscurecer ese fenómeno anunciatorio de la pre-sencia de un pack o banco de
hielo.
En efecto, no tardaron en aparecer bloques mucho más considerables, cuyo brillo cambiaba
según los caprichos de la bruma. Algunos de esos bloques mostraban vetas verdes, como si
sus onduladas líneas hubiesen sido trazadas con sulfato de cobre. Otros, semejantes a
enormes amatistas, se de-jaban penetrar por la luz y la reverberaban sobre las mil fa-cetas
de sus cristales. Aquéllos, matizados con los vivos reflejos del calcáreo, hubieran bastado a
la construcción de toda una ciudad de mármol.
Iban aumentando en número y en tamaño aquellas islas flotantes a medida que
avanzábamos hacia el Sur. Los pája-ros polares anidaban en ellas por millares. Eran
procelarias o petreles, que nos ensordecían con sus gritos. Algunas to-maban el Nautilus
por el cadáver de una ballena y se posa-ban en él y lo picoteaban sonoramente.
El capitán Nemo se mantuvo a menudo sobre la platafor-ma mientras duró la navegación
entre los hielos, en atenta observación de aquellos parajes abandonados. A veces veía yo
animarse su tranquila mirada. ¿Se decía acaso a sí mismo que en esos mares polares
prohibidos al hombre se hallaba él en sus dominios, dueño de los infranqueables espacios?
Tal vez. En todo caso, no hablaba. Permanecía inmóvil hasta que el instinto del piloto que
había en él le reclamaba. Diri-gía entonces el Nautilus con una pericia consumada; evitaba
con habilidad los choques con las grandes masas de hielo, al-gunas de las cuales medían
varias millas de longitud y de se-tenta a ochenta metros de altura. Con frecuencia el
horizon-te parecía enteramente cerrado. A la altura de los sesenta grados de latitud, todo
paso había desaparecido. Pero en su búsqueda cuidadosa no tardaba el capitán Nemo en
hallar alguna estrecha apertura por la que se metía audazmente, a sabiendas, sin embargo,
de que habría de cerrarse tras él.
Así fue como el Nautilus, guiado por tan hábil piloto, dejó tras de sí aquellos hielos,
clasificados, según su forma o su tamaño, con una precisión que encantaba a Conseil, en:
icebergs o montañas; icefields o campos unidos y sin límites; driftices o hielos
flotantes; packs o campos rotos, llamados palchs cuando son circulares, y streams cuando
están forma-dos por bloques alargados.
La temperatura era ya bastante baja. El termómetro, ex-puesto al aire exterior, marcaba dos
o tres grados bajo cero. Pero estábamos bien abrigados con pieles obtenidas a ex-pensas de
las focas y de los osos marinos. El interior del Nau-tilus, regularmente caldeado por sus
aparatos eléctricos, de-safiaba a las más bajas temperaturas. Por otra parte, bastaba que se
sumergiera unos cuantos metros para hallar una tem-peratura soportable.
Dos meses antes, habríamos podido gozar en esas latitu-des de un día sin fin, pero ya la
noche se adueñaba durante tres o cuatro horas del tiempo, anticipando la sombra que
durante seis meses debía echar sobre aquellas regiones cir-cumpolares.
El día quince de marzo sobrepasamos la latitud de las islas NewShetland y Orkney del
Sur. El capitán me informó de que en otro tiempo numerosas colonias de focas habitaron
aquellas tierras, pero los balleneros ingleses y americanos, en su furia destructora, con la
matanza de los animales adultos y de las hembras preñadas, dejaron tras ellos el silencio de
la muerte donde había reinado la animación de la vida.
El 16 de marzo, hacia las ocho de la mañana, el Nautilus, en su marcha por el meridiano
cincuenta y cinco, franqueó el Círculo Polar Antártico. Los hielos nos rodeaban por to-das
partes y cerraban el horizonte. Pero el capitán Nemo continuaba su marcha de paso en paso.
Pero ¿adónde va? preguntaba yo.
Hacia adelante respondía Conseil. Después de todo, ya parará cuando no pueda ir más
lejos.
No me atrevería yo a jurarlo.
Y debo confesar, a fuerza de franqueza, que no me disgus-taba tan aventurada excursión.
La belleza de esas regiones nuevas me maravillaba hasta lo indecible. Los hielos cobra-ban
formas soberbias. Aquí, su conjunto tomaba el aspecto de una ciudad oriental con sus
alminares y sus innumerables mezquitas. Allá, una ciudad derruida como si hubiera sido
abatida por una convulsión del suelo. Aspectos incesante-mente variados por los oblicuos
rayos del sol, o perdidos en las brumas grises en medio de los vendavales de nieve. Y por
todas partes formidables detonaciones, desmoronamientos y derrumbamientos de icebergs
que cambiaban el decorado como el paisaje de un diorama.
Cuando esas rupturas se producían en momentos en que el Nautilus estaba sumergido, se
propagaba el ruido bajo el agua con una espantosa intensidad a la vez que el
derrumba-miento de las masas de hielos creaba temibles remolinos hasta en las capas
profundas del océano. En esos momentos el Nautilus se balanceaba y cabeceaba como un
barco aban-donado a la furia de los elementos.
A menudo, al no ver ya salidas por ninguna parte, pensa-ba yo que estábamos
definitivamente apresados, pero el ca-pitán Nemo, dejándose guiar por su instinto ante el
más li-gero indicio, continuaba descubriendo pasos nuevos. jamás se equivocaba al
observar los delgados regueros de agua azulada que surcaban los témpanos. Por ello no
dudaba yo de que hubiese aventurado con anterioridad al Nautilus por los mares antárticos.
Sin embargo, aquel mismo día, 16 de marzo, el hielo nos cerró absolutamente el camino.
No era todavía la gran ban-ca, sino vastos icefields cimentados por el frío. Ese obstácu-lo
no podía detener al capitán Nemo, quien se lanzó contra él con una tremenda violencia. El
Nautilus entraba como un hacha en la masa friable y la dividía entre estallidos terribles. Era
el antiguo ariete propulsado por una potencia infinita. Los trozos de hielo, proyectados a
gran altura, recaían en granizada sobre nosotros. Por su sola fuerza de impulsión, nuestro
aparato se abría un canal. A veces, arrastrado por su impulso, subía sobre el campo de hielo
y lo aplastaba con su peso, o, en algunos momentos, incrustado bajo el icefield lo dividía
por un simple movimiento de cabeceo que producía grandes chasquidos.
Violentos chubascos nos asaltaron aquellos días, en los que las brumas eran tan espesas que
no hubiéramos podido vernos de un extremo a otro de la plataforma. El viento sal-taba
bruscamente de rumbo. La nieve se acumulaba en ca-pas tan duras que había que romperla
a golpes de pico. So-metidas a una temperatura de cinco grados bajo cero, todas las partes
exteriores del Nautilus se recubrían de hielo. Im-posible hubiera sido allí maniobrar todo
aparejo, pues los extremos de los cabos se habrían quedado prendidos en la garganta de las
poleas. Tan sólo un navío sin velas y movido por un motor eléctrico podía afrontar tan altas
latitudes.
En tales condiciones, el barómetro se mantuvo general-mente muy bajo y llegó a caer
incluso hasta 73 cms. Ningu-na garantía ofrecían ya las indicaciones de la brújula.
Enlo-quecidas, sus agujas marcaban direcciones contradictorias al acercarse al Polo Sur
magnético, que no se confunde con el geográfico. En efecto, según Hansten, el polo
magnético está situado a unos 700 de latitud y 1300 de longitud, en tanto que para
Duperrey se halla, según sus observaciones, a 1350 de longitud y 700 30’de latitud. Había
que proceder a nume-rosas observaciones en los compases instalados en diferen-tes puntos
del navío y sacar la media. Pero a menudo había que confiarse a la estima para calcular el
rumbo seguido, método poco satisfactorio en medio de aquellos pasos si-nuosos cuyos
puntos de referencia cambiaban a cada mo-mento.
El 18 de marzo, tras veinte asaltos inútiles, el Nautilus quedó definitivamente inmovilizado.
Ya no eran bloques de hielo en sus distintas formaciones streams, palchs o ice-fields,
sino una interminable e inmóvil barrera formada por montañas soldadas entre sí.
La gran banca de hielo dijo el canadiense.
Comprendí que para Ned Land, como para todos los navegantes que nos habían precedido,
aquello era el obstáculo infranqueable.
La aparición por un instante del sol, a mediodía, permitió al capitán Nemo situar con
bastante exactitud nuestra posi-ción, que era la de 51′ 30’ de longitud y 67 39’ de latitud
Sur, un punto muy avanzado ya de las regiones antárticas.
Del mar, de su superficie líquida, no quedaba ya la menor apariencia ante nosotros. Bajo el
espolón del Nautilus se ex-tendía una vasta llanura atormentada por intrincados y con-fusos
bloques, con ese caprichoso desorden que caracteriza la superficie de un río en deshielo,
pero en proporciones gi-gantescas. Aquí y allá, agudos picos, aisladas agujas se eleva-ban a
alturas de hasta doscientos pies. Más lejos, se perfila-ba una serie de acantilados cortados a
pico y revestidos de tintes grisáceos, vastos espejos que reflejaban algunos rayos de sol
semieclipsados por las brumas. En aquella desolada naturaleza reinaba un silencio ominoso,
feroz, apenas rasga-do por los aleteos de los petreles. Todo, hasta el ruido, estaba allí
congelado.
El Nautilus debió detenerse, pues, en su aventurera mar-cha por los campos de hielo.
Señor me dijo aquel día Ned Land, si su capitán llega más lejos…
¿Qué?
Será un superhombre.
¿Por qué, Ned?
Porque nadie puede atravesar la gran banca de hielo. Es muy poderoso su capitán, pero,
¡mil diantres!, no es más po-deroso que la Naturaleza, y allí donde ésta pone sus límites hay
que detenerse, quiérase o no.
Así es, Ned Land, y, sin embargo, yo hubiera querido sa-ber lo que hay detrás de esta
gran banca. Un muro, eso es lo que más me irrita.
Tiene razón el señor dijo Conseil. No se han inventa-do los muros más que para
exasperar a los sabios. No debe-ría haber muros en ninguna parte.
¡Bah! exclamó el canadiense. Lo que hay detrás es bien sabido.
¿Qué es? pregunté.
Hielo y más hielo.
Usted está seguro de eso, Ned repliqué, pero yo no lo estoy. Por eso es por lo que
querría ir a verlo.
-Pues ya puede usted ir renunciando a esa idea, señor profesor. Ha llegado usted ante la
gran banca, lo que ya está bien, y no irá usted más lejos, como tampoco su capitán Nemo ni
su Nautilus. Quiéralo él o no, tendremos que regre-sar hacia el Norte, es decir, a donde vive
la gente normal.
Debo convenir que Ned Land tenía razón, que mientras los barcos no estén hechos para
navegar sobre los campos de hielo tendrán que detenerse ante la gran banca.
En efecto, pese a sus esfuerzos, pese a los potentes medios empleados para romper los
hielos, el Nautilus se vio reduci-do a la inmovilidad. Por lo común, a quien no puede ir más
lejos le queda la solución de retroceder. Pero allí retroceder era tan imposible como
avanzar, pues los pasos se habían ce-rrado tras nosotros, y por poco tiempo que
permaneciera nuestro aparato estacionario no tardaría en quedar total-mente bloqueado. Eso
es lo que ocurrió hacia las dos de la tarde, cuando el hielo comprimió sus flancos con una
asom-brosa rapidez. La conducta del capitán Nemo me pareció so-brepasar los límites de la
imprudencia.
Me hallaba yo en la plataforma cuando el capitán, que ob-servaba la situación desde hacía
algunos instantes, me dijo:
¿Qué piensa usted de esto, señor profesor?
Creo que estamos atrapados, capitán.
¡Atrapados! ¿Por qué lo cree así?
Sencillamente, porque no podemos ir ni hacia adelante ni hacia atrás ni hacia ningún lado.
Y esto es, creo yo, lo que se llama estar «atrapados», al menos en los continentes habitados.
¿Piensa usted, pues, señor Aronnax, que el Nautilus no podrá liberarse?
Muy difícil lo veo, capitán, pues la estación está ya de-masiado avanzada para poder
esperar que se produzca el deshielo.
Siempre será usted el mismo, señor profesor respondió el capitán Nemo en un tono
irónico. No ve usted más que impedimentos y obstáculos. Pues yo le aseguro que el
Nau-tilus no sólo se liberará, sino que incluso irá aún más lejos.
¿Más lejos? ¿Hacia el Sur? le pregunté, mirándole fija-mente.
Sí, señor. Irá al Polo.
¡Al Polo! exclamé, sin poder ocultar mi incredulidad.
Sí respondió fríamente el capitán, al Polo Antártico, a ese punto desconocido en que
se cruzan todos los meridia-nos del globo. Usted sabe que yo hago con el Nautilus lo que
quiero.
Sí, lo sabía. Sabía también de su audacia, una audacia has-ta la temeridad. Pero vencer esos
obstáculos que se levantan ante el Polo Sur, más inaccesible aún que el Polo Norte toda-vía
no alcanzado por los más audaces navegantes, ¿no era una empresa absolutamente
insensata, que sólo el espíritu de un loco podía concebir?
Se me ocurrió entonces preguntarle si ya había descu-bierto ese Polo jamás hollado por el
pie de una criatura hu-mana.
No, señor me respondió, y lo descubriremos juntos. Allí donde otros han fracasado no
fracasaré yo. Nunca he llevado a mi Nautilus tan lejos por los mares australes, pero, se lo
repito, ira aún más lejos.
Quiero creerle, capitán le dije, en un tono un tanto iró-nico, y le creo. ¡Vayamos hacia
adelante! ¡No hay obstáculos para nosotros! ¡Rompamos esta masa de hielo! ¡Hagámosla
saltar! Y si resiste, démosle alas al Nautilus para que pueda pasar por encima.
¿Por encima? dijo tranquilamente el capitán Nemo. No, señor profesor, no por
encima, sino por debajo.
¡Por debajo! exclamé.
Acababa de iluminar mi mente la súbita revelación de los proyectos del capitán. Comprendí
que las maravillosas po-sibilidades del Nautilus iban a servirle una vez más en tan
sobrehumana empresa.
Veo que empezamos a entendernos, señor profesor me dijo el capitán, esbozando una
sonrisa. Ya empieza usted a entrever la posibilidad (el éxito, diré yo) de esta tentativa. Lo
que es impracticable para un navío ordinario es fácil para el Nautilus. Si el Polo se halla en
un continente, se detendrá ante ese continente, pero si, por el contrario, está bañado por el
mar libre irá hasta el mismo Polo.
Arrastrado, excitado por el razonamiento del capitán, dije:
Claro, si la superficie del mar está solidificada por los hielos, sus capas inferiores están
libres, por esa razón provi-dencial que ha colocado en un grado superior al de la
conge-lación el máximo de densidad del agua marina. Si no me equivoco, la relación entre
las masas de hielo sumergidas y las emergentes es la de cuatro a uno, ¿no es así?
Poco más o menos, señor profesor. Por cada pie por en-cima del mar, los icebergs tienen
tres debajo. Y puesto que estas montañas de hielo no sobrepasan los cien metros de al-tura,
la parte sumergida debe ser de unos trescientos me-tros. ¿Y qué son trescientos metros para
el Nautilus?
Nada.
El Nautilus podrá incluso ir a buscar a una profundidad aún mayor la temperatura
uniforme de las aguas marinas, y allí podremos desafiar impunemente los treinta o cuarenta
grados de frío de la superficie.
En efecto, así es dije, animándome cada vez más.
La única dificultad prosiguió el capitán Nemo será la de permanecer varios días
sumergidos sin poder renovar nuestra provisión de aire.
¡Si no es más que eso … ! El Nautilus tiene vastos depósi-tos. Los llenaremos y nos
proveerán de todo el oxígeno que podamos necesitar.
Bien dicho, señor Aronnax -respondió, sonriendo, el ca-pitán-. Pero no quiero que pueda
acusarme usted de temeri-dad y por eso me anticipo a someterle todas mis objeciones.
¿Le queda alguna más?
Una sola. Si el Polo Sur se halla en el mar, es posible que el mar esté enteramente
congelado y que no podamos salir a su superficie.
Capitán, olvida usted que el Nautilus está armado de un temible espolón. ¿Es que no
podremos lanzarlo diagonal-mente contra esos campos de hielo y abrirlos con la fuerza del
choque?
¡Vaya, señor profesor! Veo que hoy tiene usted ideas.
Además, capitán añadí, cada vez más ganado por el en-tusiasmo, ¿por qué no habría
de hallarse el mar libre en el Polo Sur como en el Polo Norte? Los polos del frío y los polos
terrestres no se confunden ni en el hemisferio austral ni en el boreal y, mientras no se
pruebe lo contrario, puede suponer-se que ambos puntos se hallen en un continente o en un
océano libres de hielos.
Yo lo creo también, señor Aronnax. únicamente le haré la observación de que tras haber
expresado tantas objecio-nes contra mi proyecto es usted ahora quien me abruma con sus
argumentos a favor del mismo.
Así era. ¡Había llegado yo a superar al capitán Nemo en audacia! Era yo quien le arrastraba
hacia el Polo. Me adelan-taba a él y le distanciaba… Mas, ¡no, pobre loco! El capitán Nemo
sabía mejor que tú los pros y los contras de la cues-tión, y se divertía al verte arrebatado por
los sueños de lo im-posible.
Entre tanto, no había perdido él un momento. A una señal suya, apareció el segundo. Los
dos hombres conversaron rá-pidamente en su incomprensible lengua, y fuera porque el
se-gundo hubiese sido puesto ya en antecedentes o bien porque hallase practicable el
proyecto, no manifestó sorpresa algu-na. Pero por impasible que se mostrara no lo fue más
que Conseil cuando le anuncié nuestra intención de ir hasta el Polo Sur. Un «como el señor
guste» acogió mi comunicación y eso fue todo. En cuanto a Ned Land, nadie se alzó jamás
de hombros con tanta expresividad como el canadiense.
Mire, señor me dijo, me dan lástima usted y su capi-tán Nemo.
Pero iremos al Polo, Ned.
Posible, pero no volverán.
Y tras decir esto, Ned Land se fue a su camarote para evi-tar «desahogarse haciendo una
barrabasada», me dijo al salir.
Los preparativos de la audaz empresa habían comenzado ya. Las potentes bombas del
Nautilus almacenaban el aire en los depósitos a muy alta presión. Hacia las cuatro, el
ca-pitán Nemo me anunció que iban a cerrarse las escotillas. Miré por última vez la espesa
masa de hielo que íbamos a franquear. El tiempo estaba sereno, la atmósfera bastante pura.
El frío era vivo, doce grados bajo cero, pero como el viento se había calmado, la
temperatura no era demasiado insoportable.
Una docena de hombres subieron a los flancos del Nauti-lus y, armados de picos,
rompieron el hielo en torno a su ca-rena. La operación se realizó con rapidez, ya que la
capa de hielo recién formada no era muy gruesa todavía.
Todos penetramos en el interior. Los depósitos se llena-ron del agua que la flotación había
mantenido libre. El Nau-tilus comenzó a descender.
Me instalé en el salón junto a Conseil. Por el cristal veía-mos las capas inferiores del
océano austral. El termómetro iba subiendo. La aguja del manómetro se desviaba sobre el
cuadrante.
A unos trescientos metros, tal y como había previsto el ca-pitán Nemo, flotábamos ya bajo
la superficie ondulada de la banca de hielo. Pero el Nautílus se sumergió aún más hasta
alcanzar una profundidad de ochocientos metros. A esa profundidad, la temperatura del
agua, de doce grados en la superficie, no acusaba ya más que diez. Se habían ganado dos
grados. Obvio es decir que la temperatura del Nautilus, elevada por sus aparatos de
calefacción, se mantenía a una graduación muy superior. Todas las maniobras iban
reali-zándose con una extraordinaria precisión.
Pasaremos dijo Conseil.
-Estoy seguro de ello respondí con una profunda con-vicción.
Bajo el mar libre, el Nautilus tomó directamente el cami-no del Polo, sin apartarse del
quincuagésimo segundo meri-diano. De los 670 30′ a los 900 había veintidós grados y
me-dio de latitud por recorrer, es decir, poco más de quinientas leguas. El Nautilus cobró
una velocidad media de veintiséis millas por hora -la velocidad de un tren expreso que, de
mantenerla, fijaba en cuarenta horas el tiempo necesario para alcanzar el Polo.
La novedad de la situación nos retuvo a Conseil y a mí du-rante una buena parte de la
noche ante el observatorio del salón. La irradiación eléctrica del fanal iluminaba el mar, que
aparecía desierto. Los peces no permanecían en aquellas aguas prisioneras, en las que no
hallaban más que un paso para ir del océano Antártico al mar libre del Polo. Nuestra
marcha era rápida y así se hacía sentir en los estremecimien-tos del largo casco de acero.
Hacia las dos de la mañana me fui a tomar unas horas de descanso. Conseil me imitó. No
encontré al capitán Nemo al recorrer los pasillos y supuse que debía hallarse en la cabina
del timonel.
Al día siguiente, 19 de marzo, a las cinco de la mañana, me aposté de nuevo en el salón. La
corredera eléctrica me indicó que la velocidad del Nautilus había sido reducida. Subía a la
superficie, pero con prudencia, vaciando lentamente sus de-pósitos.
Me latía con fuerza el corazón ante la incertidumbre de si podríamos salir a la superficie y
hallar la atmósfera libre del Polo. Pero no. Un choque me indicó que el Nautilus había
golpeado la superficie inferior del banco de hielo, aún muy espeso a juzgar por el sordo
ruido que produjo. En efecto, habíamos «tocado», por emplear la expresión marina, pero al
revés y a mil pies de profundidad, lo que suponía unos dos mil pies de hielo por encima de
nosotros, mil de los cuales fuera del agua. Era poco tranquilizador comprobar que la banca
de hielo presentaba una altura superior a la que había-mos estimado en sus bordes.
Durante aquel día, el Nautilus repitió varias veces la ten-tativa de salir a flote sin otro
resultado que el de chocar con la muralla que tenía encima como un techo. En algunos
mo-mentos, la encontró a novecientos metros, lo que acusaba mil doscientos metros de
espesor doscientos de los cuales se elevaban por encima de la superficie del océano. Era el
doble de la altura que habíamos estimado en el momento en el que el Nautilus se había
sumergido.
Anoté cuidadosamente las diversas profundidades y ob-tuve así el perfil submarino de la
cordillera que se extendía bajo las aguas.
Llegó la noche sin que ningún cambio hubiera alterado nuestra situación. Siempre el techo
de hielo, entre cuatro-cientos y quinientos metros de profundidad. Disminución evidente,
pero ¡qué espesor aún entre nosotros y la superfi-cie del océano!
Eran las ocho, y hacía ya cuatro horas que debería haberse renovado el aire en el interior
del Nautilus, según la diaria rutina de a bordo. No sufría yo demasiado, sin embargo,
aunque el capitán Nemo todavía no hubiese solicitado a sus depósitos un suplemento de
oxígeno.
Asaltado alternativamente por el temor y la esperanza, dormí mal aquella noche. Me
levanté varias veces. Las tenta-tivas del Nautilus continuaban. Hacia las tres de la mañana,
observé que la superficie inferior del banco de hielo se halla-ba solamente a cincuenta
metros de profundidad. Ciento cincuenta pies nos separaban entonces de la superficie del
agua. El banco iba convirtiéndose nuevamente en un ice-field y la montaña se tornaba en
una llanura.
Mis ojos no abandonaban el manómetro. Continuába-mos remontándonos, siguiendo, a lo
largo de la diagonal, la superficie resplandeciente del hielo que fulguraba bajo los rayos
eléctricos. El banco de hielo se adelgazaba de milla en milla por arriba y por abajo en
rampas alargadas.
A las seis de la mañana de aquel día memorable del 19 de marzo, se abrió la puerta del
salón y apareció el capitán Nemo.
El mar libre me dijo.
14. El Polo Suir
M e precipité a la plataforma. ¡Sí! El mar libre. Apenas algunos témpanos dispersos y
algunos icebergs móviles. A lo lejos, un mar extenso; un mundo de pájaros en el aire;
miría-das de peces bajo las aguas que, según los fondos, variaban del azul intenso al verde
oliva.
El termómetro marcaba tres grados bajo cero. Era casi una primavera, encerrada tras el
banco de hielo cuyas masas lejanas se perfilaban en el horizonte del Norte.
¿Estamos en el Polo? pregunté al capitán, con el cora-zón palpitante.
Lo ignoro me respondió. A mediodía fijaremos la po-sición.
¿Cree que se mostrará el sol a través de esta bruma? le pregunté, mirando al cielo
grisáceo.
Por poco que lo haga, me bastará respondió el capitán.
Hacia el Sur y a unas diez millas del Nautilus un islote soli-tario se elevaba hasta una altura
de unos doscientos metros. Hacia ese islote nos dirigíamos, pero prudentemente, pues el
mar podía estar sembrado de escollos.
Una hora más tarde alcanzamos el islote. Invertimos otra hora en circunvalarlo. Medía de
cuatro a cinco millas de cir-cunferencia. Un estrecho canal le separaba de una tierra de
considerable extensión, un continente tal vez cuyos límites no podíamos ver. La existencia
de esa tierra parecía dar ra-zón a las hipótesis de Maury. El ingenioso americano ha
ob-servado, en efecto, que entre el Polo Sur y el paralelo 60 el mar está cubierto de hielos
flotantes de enormes dimensio-nes que no se encuentran nunca en el Atlántico Norte. De
esa observación ha concluido que el círculo antártico encie-rra extensiones de tierra
considerables, puesto que los ice-bergs no pueden formarse en alta mar, sino únicamente en
las cercanías de las costas. Según sus cálculos, las masas de los hielos que envuelven al
Polo austral forman un vasto casquete cuya anchura debe alcanzar cuatro mil kilóme-tros.
El Nautilus, por temor a encallar, se detuvo a unos tres ca-bles de un banco de arena
dominado por un soberbio con-glomerado de rocas. Se lanzó el bote al mar y embarcamos
el capitán, dos de sus hombres, portadores de los instrumen-tos, Conseil y yo. Eran las diez
de la mañana. No había visto a Ned Land. Sin duda, el canadiense no quería aceptar el error
de su predicción sobre nuestra marcha al Polo Sur. Unos cuantos golpes de remo
condujeron al bote hasta la orilla, donde encalló en la arena.
Retuve a Conseil en el momento en que se disponía a sal-tar a tierra, y, dirigiéndome al
capitán Nemo, le dije:
-Le corresponde a usted el honor de pisar el primero esta tierra.
Sí, señor, en efecto respondió el capitán, y lo hago sin vacilación porque ningún ser
humano ha plantado hasta ahora el pie en esta tierra del Polo.
El capitán Nemo saltó con ligereza sobre la arena. Una viva emoción le aceleraba el
corazón. Escaló una roca que dominaba un pequeño promontorio y allí, con los brazos
cruzados, inmóvil, mudo, y con una mirada ardiente, per-maneció durante cinco minutos en
el éxtasis de su toma de posesión de aquellas regiones australes. Luego, se volvió ha-cia
nosotros.
Cuando usted quiera, señor profesor me gritó.
Desembarqué, seguido de Conseil, dejando a los dos hombres en el bote.
El suelo estaba cubierto por una alargada toba de color rojizo, como de ladrillo pulverizado.
Las escorias, las cola-das de lava y la piedra pómez denunciaban su origen volcá-nico. En
algunos lugares ligeras fumarolas que emanaban un olor sulfuroso atestiguaban que los
fuegos internos conser-vaban aún su poder expansivo. Sin embargo, y aunque subí a una
alta peña, no vi ningún volcán en un radio de varias mi-llas. Sabido es que en estas
comarcas antárticas halló James Ross los cráteres del Erebus y del Terror en plena
actividad, en el meridiano 167 y a 770 32’de latitud.
Extremadamente escasa era la vegetación de aquel deso-lado continente. Algunos líquenes
de la especie Usnea mela-noxantha se extendían sobre las negras rocas. Algunas plan-tas
microscópicas, diatomeas rudimentarias como alvéolos dispuestos entre dos conchas
cuarzosas, y largos fucos pur-púreos y de color carmesí, soportados por pequeñas vejigas
natatorias, arrojados a la costa por la resaca, componían la pobre flora de la región.
Las orillas están sembradas de moluscos, de pequeños mejillones, de lapas, de berberechos
lisos en forma de cora-zones, y particularmente de clíos de cuerpo oblongo y mem-branoso
cuya cabeza está formada por dos lóbulos redon-deados. Vi también miríadas de esos clíos
boreales de tres centímetros de longitud, de los que la ballena se traga un mundo a cada
bocado. Estos encantadores pterópodos, ver-daderas mariposas de mar, animaban las aguas
libres en el borde de las orillas.
Entre otros zoófitos aparecían en los altos fondos algunas arborescencias coralígenas de
esas que, según James Ross, viven en los mares antárticos hasta mil metros de profundidad;
pequeños alciones pertenecientes a la especie Procella-ria pelagica, así como un gran
número de asterias particula-res a estos climas y estrellas de mar que constelaban el suelo.
Pero donde la vida se manifestaba en sobreabundancia era en el aire. Allí volaban y
revoloteaban por millares pája-ros de variadas especies que nos ensordecían con sus gritos.
Otros, que pululaban por las rocas, nos veían pasar sin nin-gún temor y nos seguían con
familiaridad. Eran pingüinos, tan ágiles y vivaces en el agua, donde a veces se les ha
con-fundido con rápidos bonitos, como torpes y pesados son en tierra. Exhalaban gritos
barrocos y formaban asambleas nu-merosas, sobrias de gestos pero pródigas en clamores.
Entre las aves, vi unos quionis, de la familia de las zancu-das, gruesos como palomas, de
color blanco, con el pico cor-to y cónico, y los ojos enmarcados en un círculo rojo. Con-seil
hizo una buena provisión de ellos, pues estos volátiles, convenientemente preparados,
constituyen un plato agrada-ble. Por el aire pasaban albatros fuliginosos de una
enverga-dura de cuatro metros, justamente llamados los buitres del océano; petreles
gigantescos, entre ellos los quebrantahue-sos, de alas arqueadas, que son grandes
devoradores de fo-cas; los petreles del Cabo, una especie de patos pequeños con la parte
superior de su cuerpo matizada de blanco y iiegro; en fin, toda una serie de petreles, unos
azules, pro-pios de los mares antárticos, y otros blancuzcos y con los bordes de las alas de
color oscuro y tan aceitosos, dije a Con-seil, que «los habitantes de las islas Feroë se
limitan a poner- es una mecha antes de encenderlos».
Un poco más respondió Conseily serían lámparas perfectas. Pero no puede exigirse a
la Naturaleza que, enci-na, les provea de una mecha.
Habíamos recorrido ya media milla, cuando el suelo se mostró acribillado de nidos de
mancos, como madrigueras excavadas para la puesta de los huevos y de las que escapaban
numerosos pájaros. El capitán Nemo haría cazar más tarde algunos centenares, pues su
carne negra es comestible. Lanzaban gritos muy similares al rebuzno del asno. Estos
animales, del tamaño de una oca, con el cuerpo pizarroso por arriba, blanco por debajo y
con una cinta de color limón a modo de corbata, se dejaban matar a pedradas sin intentar la
huida.
Continuaba sin disiparse la bruma. A las once, no había aparecido todavía el sol. No dejaba
de inquietarme su ausen-cia. Sin el sol, no había observación posible. ¿Cómo íbamos a
poder determinar así si habíamos alcanzado el Polo?
Busqué al capitán Nemo y le hallé apoyado en una roca, silencioso y mirando el cielo.
Parecía impaciente y contra-riado. Pero ¿qué podía hacerse? El sol no obedecía como el
mar a aquel hombre audaz y poderoso.
Llegó el mediodía sin que el sol se hubiese mostrado ni un instante. Ni tan siquiera era
posible reconocer el lugar que ocupaba tras la cortina de bruma. Y al poco tiempo la
bru-ma se resolvió en nieve.
Habrá que intentarlo mañana me dijo simplemente el capitán.
Regresamos al Nautilus, envueltos en los torbellinos de la atmósfera.
Durante nuestra ausencia, se habían echado las redes. Observé con interés los peces que
acababan de subir a bor-do. Los mares antárticos sirven de refugio a un gran número de
peces migratorios que huyen de las tempestades de las zo-nas menos elevadas para caer,
cierto es, en las fauces de las marsopas y de las focas. Anoté algunos cótidos australes, de
un decímetro de longitud, cartilaginosos y blancuzcos, atra-vesados por bandas lívidas y
armados de aguijones; quime-ras antárticas, de tres pies de longitud, con el cuerpo muy
alargado, la piel blanca, plateada y lisa, la cabeza redonda, el dorso provisto de tres aletas y
el hocico terminado en una trompa encorvada hacia la boca. Probé su carne, pero la ha-llé
insípida, pese a la opinión en contra de Conseil.
La tempestad de nieve duró hasta el día siguiente. Era im-posible mantenerse en la
plataforma. Desde el salón, donde anotaba yo los incidentes de la excursión al continente
polar, oía los gritos de los petreles y los albatros que se reían de la tormenta.
El Nautilus no permaneció inmóvil. Bordeando la costa, avanzó una docena de millas hacia
el Sur, en medio de la di-fusa claridad que esparcía el sol por los bordes del horizonte.
Al día siguiente, 20 de marzo, cesó la nieve. El frío era un poco más vivo. El termómetro
marcaba dos grados bajo cero. La niebla se levantó algo y yo pude esperar que iba a ser
posible efectuar la observación.
En ausencia del capitán Nemo, Conseil y yo embarcamos en el bote y nos dirigimos a
tierra. La naturaleza del suelo era la misma, volcánica. Por todas partes, vestigios de lava,
de escorias, de basaltos, sin que se hiciera visible el cráter que los había vomitado. Allí,
como en el lugar que habíamos recorrido con anterioridad, miríadas de pájaros animaban
aquella zona del continente polar. Pero en esa parte los pája-ros compartían su imperio con
grandes manadas de mamí-feros marinos que nos miraban con sus ojos mansos. Eran focas
de diversas especies, unas extendidas sobre el sue-lo, otras echadas sobre bloques de hielo a
la deriva, mientras otras salían o entraban en el mar. Por no haber visto jamás al hombre, no
huían al acercarnos. A la vista de tan gran nú-mero calculé que allí había materia de
provisión para varios centenares de barcos.
¡Menos mal que Ned Land no nos ha acompañado! dijo Conseil.
¿Por qué dices eso?
Porque el feroz cazador habría hecho una carnicería. Habría matado todo.
Todo es mucho decir, pero creo, sí, que no hubiéramos podido impedir a nuestro amigo
arponear a algunos de es-tos magníficos cetáceos. Lo que no habría dejado de disgustar al
capitán Nemo, pues él rehúsa verter inútilmente la san-gre de los animales inofensivos.
Y tiene razón.
Claro que sí, Conseil. Pero, dime, ¿has clasificado ya es-tos soberbios especímenes de la
fauna marina?
El señor sabe muy bien que la práctica no es mi dominio. Cuando el señor me haya
enseñado el nombre de esos ani-males…
Son focas y morsas.
Dos géneros que pertenecen a la familia de los pinnípe-dos, orden de los carniceros,
grupo de los unguiculados, subclase de los monodelfos, clase de los mamíferos,
ramifi-cación de los vertebrados.
Bien, Conseil, pero estos dos géneros, focas y morsas, se dividen en especies y si no me
equivoco tendremos aquí la ocasión de observarlos. En marcha.
Eran las ocho de la mañana. Nos quedaban cuatro horas por emplear hasta el momento en
que pudiéramos efectuar con utilidad la observación solar. Dirigí mis pasos hacia una
amplia bahía que se escotaba en los graníticos acantilados de la orilla.
Desde allí y hasta los límites de la vista en torno nuestro las tierras y los témpanos estaban
invadidos por los mamífe-ros. Involuntariamente, busqué con la mirada al viejo Pro-teo, al
mitológico pastor que guardaba los inmensos reba-ños de Neptuno. Eran sobre todo focas.
Formaban grupos, machos y hembras; el padre vigilaba a la familia, la madre amamantaba
a sus crías; algunos jóvenes, ya fuertes, se emancipaban a algunos pasos. Cuando estos
mamíferos se desplazaban lo hacían a saltitos por la contracción de sus cuerpos,
ayudándose torpemente con sus imperfectas aletas que, en la vaca marina, su congénere,
forma un verdadero antebrazo. En el agua, su elemento por excelencia, estos ani-males de
espina dorsal móvil, de pelvis estrecha, de pelo raso y tupido, de pies palmeados, nadan
admirablemente.
En reposo y en tierra adoptaban posturas sumamente gra-ciosas. Por ello, los antiguos, al
observar su dulce fisonomía, la expresiva mirada de sus ojos límpidos y aterciopelados que
resiste la comparación con la más bella mirada de una mujer, sus encantadoras posturas, los
poetizaron a su mane-ra y metamorfosearon a los machos en tritones y a las hem-bras en
sirenas.
Hice observar a Conseil el considerable desarrollo de los lóbulos cerebrales en los
inteligentes cetáceos. Exceptuado el hombre, ningún mamífero tiene una materia cerebral
tan rica. Por ello, las focas son susceptibles de recibir una cierta educación; se las
domestica fácilmente, y yo creo, con algu-nos naturalistas, que convenientemente
amaestradas po-drían prestar grandes servicios como perros de pesca.
La mayor parte de las focas dormían sobre las rocas o so-bre la arena. Entre las focas
propiamente dichas que no tie-nen orejas externas difieren en eso de las otarias, que
tie-nen las orejas salientes observé algunas variedades de estenorrincos, de tres metros de
longitud, de pelo blanco, con cabezas de bulldogs, armados de diez dientes en cada
mandíbula, con cuatro incisivos arriba y abajo y dos grandes caninos recortados en forma
de flor de lis. Entre ellos había también elefantes marinos, especie de focas de trompa corta
y móvil, los gigantes de la especie, con una longitud de diez metros y una circunferencia de
veinte pies.
No hicieron ningún movimiento al acercarnos.
¿No son animales peligrosos? preguntó Conseil.
No, a menos que se les ataque. Cuando una foca defiende a sus pequeños su furor es
terrible y no es raro que acabe despedazando la embarcación de los pescadores.
Está en su derecho replicó Conseil.
No digo que no.
Dos millas más lejos, nos vimos detenidos por el promon-torio que protegía a la bahía de
los vientos del Sur. El pro-montorio caía a pico sobre el mar y espumarajeaba bajo el
oleaje. Más allá resonaban unos formidables rugidos, como sólo una manada de rumiantes
hubiese podido producir.
¿Qué es eso? ¿Un concierto de toros? preguntó Conseil.
No, un concierto de morsas.
¿Se baten?
Se baten o juegan.
Mal que le pese al señor, habría que ver eso.
Hay que verlo, Conseil.
Y henos allí franqueando las negruzcas rocas, en medio de derrumbamientos caprichosos y
caminando sobre pie-dras resbaladizas por el hielo. Más de una vez caí rodando a expensas
de mis caderas. Conseil, más prudente o más sóli-do, no tropezaba nunca. Me ayudaba a
levantarme, dicién-dome a la vez:
Si el señor tuviera la bondad de separar las piernas, con-servaría mejor el equilibrio.
Llegados a la arista superior del promontorio, vi una vasta llanura blanca cubierta de
morsas que jugaban entre sí. Eran bramidos de alegría, no de cólera.
Las morsas se parecen a las focas por la forma de sus cuer-pos y por la disposición de sus
miembros. Pero su mandíbu-la inferior carece de caninos y de incisivos, y los caninos
su-periores son dos defensas de ochenta centímetros de largo y de treinta y tres en la
circunferencia de sus alvéolos. Estos colmillos, de un marfil compacto y sin estrías, más
duros que los de los elefantes y menos susceptibles de ponerse amarillos, son muy
buscados. Por ello, las morsas son vícti-mas de una caza desconsiderada que no tardará en
llevarlas a su total aniquilación, pues los cazadores vienen abatiendo cada año más de
cuatro mil, sin respetar ni a las hembras preñadas ni a los jóvenes.
Pude examinar de cerca y a mis anchas a tan curiosos ani-males, pues nuestra presencia no
les inquietó en lo más mí-nimo. Su piel era espesa y rugosa, de un tono cobrizo ti-rando a
rojo; su pelaje, corto y ralo. Algunas tenían una longitud de cuatro metros. Más tranquilas y
menos temero-sas que sus congéneres del Norte, no confiaban a centinelas escogidos la
misión de vigilar las inmediaciones de su cam-pamento.
Tras haber examinado la población de morsas, decidí re-gresar. Eran las once, y si el
capitán Nemo se hallaba en con-diciones favorables para efectuar su observación deseaba
yo asistir a la operación. No creía yo, sin embargo, que se mos-trara el sol aquel día, oculto
como estaba tras las pesadas nu-bes que aplastaban al horizonte. Se diría que el astro,
celoso, no quería revelar a seres humanos el punto inabordable del Globo.
Emprendimos el regreso hacia el Nautílus siguiendo una estrecha pendiente que corría a lo
largo de la cima del acan-tilado. A las once y media llegamos al lugar en que habíamos
desembarcado. El bote, varado, había depositado ya al capi-tán en tierra. Le vi allí, en pie
sobre una roca basáltica, con los instrumentos a su lado, mirando fijamente al horizonte
septentrional por el que el sol iba describiendo su curva alargada.
Me situé a su lado y esperé en silencio. Llegó el mediodía sin que, al igual que la víspera,
se mostrara el sol.
Era la fatalidad. Imposible efectuar la observación. Y si ésta no podía hacerse al día
siguiente, tendríamos que re-nunciar definitivamente a fijar nuestra posición. En efec-to,
aquel día era precisamente el 20 de marzo. Y al día si-guiente, 21, el día del equinoccio,
el sol, si no teníamos en cuenta la refracción, desaparecería del horizonte por un período de
seis meses y con su desaparición comenzaría la larga noche polar. Surgido con el
equinoccio de septiem-bre por el horizonte septentrional, el sol había ido eleván-dose en
espirales alargadas hasta el 21 de diciembre. Desde ese día, solsticio de verano de las
regiones boreales, había ido descendiendo y ahora se disponía a lanzar sus últimos rayos.
Como le comunicara mis temores al capitán Nemo, éste me dijo:
Tiene usted razón, señor Aronnax. Si mañana no puedo obtener la altura del sol habrán de
transcurrir seis meses an-tes de poder intentarlo nuevamente Pero también es cierto que
precisamente porque el azar de la navegación me ha traído a estos mares el 21 de marzo
será mucho más fácil fi-jar la posición si el sol se nos muestra a mediodía.
¿Por qué, capitán?
Porque cuando el sol describe espirales tan alargadas es difícil medir exactamente su
altura en el horizonte y los ins-trumentos están expuestos a cometer graves errores.
¿Cómo procederá usted?
No emplearé más que mi cronómetro. Si mañana, 21 de marzo, a mediodía, el disco solar,
habida cuenta de la refrac-ción, se halla cortado exactamente por el horizonte del Nor-te,
estaré en el Polo Sur.
Así es, en efecto -dije. Sin embargo, su afirmación no es matemáticamente rigurosa,
porque el equinoccio no se produce necesariamente a mediodía.
Sin duda, señor, pero el error no llegará a ser ni de cien metros y eso es suficiente. Hasta
manana, pues.
El capitán Nemo regresó a bordo. Conseil y yo permane-cimos hasta las cinco recorriendo
la playa, observando y es-tudiando. No recogí ningún objeto curioso, hecha la salve-dad de
un huevo de pingüino, de un tamaño notable, por el que un aficionado habría pagado más
de mil francos. Su co-lor bayo ylas rayas y caracteres que a modo de jeroglíficos lo
decoraban hacían del huevo un raro objeto de adorno. Lo confié a las manos de Conseil y el
prudente mozo, el.de los pasos seguros, lo llevó intacto, como si se hubiera tratado de una
preciosa porcelana china, al Nautilus, donde lo deposité en una de las vitrinas del museo.
Cené aquel día con apetito un excelente trozo de hígado de foca cuyo gusto recordaba al de
la carne de cerdo. Me acosté luego, no sin antes haber invocado, como un hindú, los favores
del astro radiante.
Al día siguiente, 21 de marzo, subí a la plataforma a las cinco de la mañana y hallé al
capitán Nemo.
El tiempo se aclara un poco me dijo. Cabe la esperan-za. Después de desayunar
iremos a tierra para escoger un puesto de observación.
Convenido esto, me fui a buscar a Ned Land, al que desea-ba llevar conmigo. Pero el
obstinado canadiense rehusó. Pude darme cuenta de que su mal humor y su taciturnidad
aumentaban de día en día. Pero, después de todo, no sentí excesivamente su obstinación en
esa circunstancia, al consi-derar que había demasiadas focas en tierra y que más valía no
someter al empedernido pescador a esa tentación.
Tras desayunar, me dirigí a tierra, con el capitán Nemo, dos hombres de la tripulación y los
instrumentos, es decir, un cronómetro, un anteojo y un barómetro. El Nautilus se había
desplazado unas cuantas millas durante la noche. Se hallaba a algo más de una legua de la
costa en la que se eleva-ba un pico muy agudo de unos cuatrocientos a quinientos metros de
altura.
Durante la breve travesía, vi numerosas ballenas de las tres especies propias de los mares
australes: la ballena franca o rightwhale de los ingleses, que no tiene aleta dorsal; la
humpback, balenóptero de vientre arrugado y de grandes aletas blancuzcas que, pese a su
nombre, no forman alas, y, por último, la finback, de un marrón amarillento, el más
vi-vaz de los cetáceos. Este poderoso animal se hace oír desde muy lejos cuando proyecta a
gran altura sus columnas de aire y de vapor que semejan torbellinos de humo. Todos es-tos
mamíferos evolucionaban en grupos por las aguas tran-quilas. Era bien visible que esa zona
del Polo antártico servía de refugio a los cetáceos acosados con exceso por la persecu-ción
de los cazadores.
Vi también unas largas cadenas blancuzcas de salpas, especies de moluscos agregados, y
medusas de gran tamaño que se balanceaban entre los vaivenes de las olas.
A las nueve, pusimos pie en tierra. El cielo se aclaraba. Las nubes huían hacia el Sur y la
bruma abandonaba la superfi-cie fría de las aguas. El capitán Nemo se dirigió hacia el pico
que sin duda había elegido como observatorio. La ascensión fue penosa, sobre lavas agudas
y piedra pómez y en medio de una atmósfera a menudo saturada por las emanaciones
sulfurosas de las fumarolas. Para un hombre desacostum-brado a pisar la tierra, el capitán
escalaba las rampas más es-carpadas con una agilidad y una elasticidad que yo no podía
igualar y que hubiese envidiado un cazador de gamos. Nece-sitamos dos horas para
alcanzar la cima del pico de pórfido y de basalto. Desde allí, la vista dominaba un vasto
mar que, hacia el Norte, trazaba claramente su línea terminal sobre el fondo del cielo. A
nuestros pies, campos deslumbrantes de blancura. Sobre nosotros, un pálido azul, despejado
de bru-mas. Al Norte, el disco del sol como una bola de fuego ya recortada por el filo del
horizonte. Del seno de las aguas se elevaban en magníficos haces centenares de líquidos
surti-dores. A lo lejos, el Nautilus parecía un cetáceo dormido. Detrás de nosotros, hacia el
Sur y el Este, una tierra inmen-sa, un caótico amontonamiento de rocas y de bloques de
hielos cuyos confines no se divisaban.
Al llegar a la cima del pico, el capitán Nemo fijó cuidado-samente su altura por medio del
barómetro, pues debía te-nerla en cuenta en su observación.
A las doce menos cuarto, el sol, al que únicamente había-mos visto hasta entonces por la
refracción, se mostró como un disco de oro y dispersó sus últimos rayos sobre aquel
continente abandonado en aquellos mares no surcados ja-más por hombre alguno.
El capitán Nemo, provisto de un anteojo con retículas que por medio de un espejo corregía
la refracción, observó al as-tro que iba hundiéndose poco a poco en el horizonte según una
diagonal muy prolongada. Yo tenía el cronómetro. Me palpitaba con fuerza el corazón. Si
la desaparición del semi-disco solar coincidía con las doce en el cronómetro nos
ha-llaríamos en el mismo Polo.
¡Mediodía! grité.
¡El Polo Sur! respondió el capitán Nemo con una voz grave.
Me dio el anteojo que mostraba al astro del día precisa-mente cortado en dos porciones
iguales por el horizonte.
Vi cómo los últimos rayos coronaban el pico y cómo las sombras subían poco a poco sobre
sus rampas.
Apoyando su mano en mi hombro, el capitán Nemo dijo en aquel momento:
Señor, en 1600, el holandés Gheritk, arrastrado por las corrientes y las tempestades,
alcanzó los 640 de latitud Sur y descubrió las Nuevas Shetland. En 1773, el 17 de enero, el
ilustre Cook, siguiendo el meridiano 38, llegó a los 670 30’de latitud, y en 1774, el 30 de
enero, por el meridiano 109, alcan-zó los 710 15’de latitud. En 1819, el ruso Bellinghausen
se en-contró en el paralelo 69, y, en 1821, en el 66, a 1110 de longi-tud Oeste. En 1820, el
inglés Brunsfield se vio detenido a los 650, en tanto que en el mismo año el americano
Morrel, cu-yos relatos son dudosos, remontando el meridiano 42 descu-brió el mar libre a
los 700 14’de latitud. En 1825, el inglés Po-well no pudo sobrepasar los 620. El mismo año,
un simple pescador de focas, el inglés Weddel, se elevó hasta los 720 14′ de latitud por el
meridiano 35 y hasta 740 15’ por el 36. En 1829, el inglés Forster, capitán del Chanticler,
tomó posesión del continente antártico a 630 26′ de latitud y 660 26′ de lon-gitud. En 1831,
el inglés Biscoé descubrió, el primero de fe-brero, la tierra de Enderby a 680 50′ de latitud,
y en 1832, el 5 de febrero, la tierra de Adelaida a 670 de latitud, y el 21 de febrero, la tierra
de Graham a 640 45′ de latitud. En 1838, el francés Dumont d’Urville, detenido por la
banca de hielo a 620 57′ de latitud, descubría la tierra de Luis Felipe; dos años más tarde,
en una nueva punta al Sur, a 660 30′, nombraba el 21 de enero la tierra Adelia, y ocho días
después, a 640 40′, la costa Clarie. En 1838, el inglés Wilkes avanzó hasta el parale-lo 69
por el meridiano 100. En 1839, el inglés Balleny descu-brió la tierra Sabrina, en el límite
del círculo polar. En fin, en 1842, el inglés James Ross, al mando del Erebus y del Terror,
halló la tierra Victoria el 12 de enero, a los 760 56’de latitud y 1710 7′ de longitud Este; el
23 del mismo mes se halló en el paralelo 74, el punto más alto alcanzado hasta entonces; el
27, se halló a 760 8′; el 28, a 770 32, y el 2 de febrero, a 780 4′; y en 1842 no pudo pasar de
los 710. Pues bien, yo, el capitán Nemo, este 21 de marzo de 1868, he alcanzado el Polo
Sur, a los 900, y tomo posesión de esta zona del Globo igual a la sex-ta parte de los
continentes reconocidos.
¿En nombre de quién, capitán?
En mi propio nombre, señor.
Y mientras esto decía, el capitán Nemo desplegó una ban-dera negra con una gran N
bordada en oro en su centro. Y luego, volviéndose hacia el astro del día cuyos últimos
ra-yos lamían el horizonte del mar, dijo:
¡Adiós, Sol! ¡Desaparece, astro radiante! ¡Duerme bajo este mar libre, y deja a la noche
de seis meses extender sus sombras sobre mi nuevo dominio!
15. ¡Accidente o incidente?
Al día siguiente, 22 de marzo, comenzaron los prepara-tivos de marcha a las seis de la
mañana, cuando los últimos resplandores del crepúsculo se fundían en la noche. El frío era
muy vivo. Resplandecían las constelaciones en el cielo con una sorprendente intensidad. En
el cenit brillaba la ad-mirable Cruz del Sur, la estrella polar de las regiones antár-ticas.
El termómetro marcaba doce grados bajo cero y el viento mordía agudamente la piel. Se
multiplicaban los témpanos en el agua libre. El mar tendía a congelarse por todas partes.
Las numerosas placas negruzcas esparcidas por su superfi-cie anunciaban la próxima
formación del hielo. Evidente-mente, el mar austral, helado durante los seis meses del
in-vierno, era absolutamente inaccesible. ¿Qué hacían las ballenas durante este período?
Sin duda debían ir por debajo del banco de hielo en busca de aguas más practicables. Las
focas y las morsas, acostumbradas a vivir en los más duros climas, permanecían en aquellos
helados parajes. Estos ani-males tienen el instinto de cavar agujeros en los icefields, que
mantienen siempre abiertos y que les sirven para respi-rar. Cuando los pájaros, expulsados
por el frío, emigran ha-cia el Norte, estos mamíferos marinos quedan como los úni-co
dueños del continente polar.
Llenados ya los depósitos de agua, el Nautilus descendía lentamente. Al llegar a mil pies de
profundidad, se detuvo. Su hélice batió el agua y se dirigió al Norte a una velocidad de
quince millas por hora. Por la tarde, navegaba ya bajo el inmenso caparazón helado de la
banca.
Los paneles que recubrían los cristales del salón estaban cerrados por precaución, ya que el
casco del Nautilus podía chocar con cualquier bloque sumergido. Pasé, por tanto, aquel día
ordenando mis anotaciones. Tenía la mente em-bargada por los recuerdos del Polo.
Habíamos alcanzado ese punto inaccesible sin fatiga, sin peligro, como si nuestro va-gón
flotante se hubiese deslizado por los ralles del ferroca-rril. El retorno comenzaba
verdaderamente ahora. ¿Me re-servaría aún semejantes sorpresas? Así lo creía yo, tan
inagotable es la serie de maravillas submarinas. Desde que cinco meses y medio antes el
azar nos había embarcado allí, habíamos recorrido catorce mil leguas, y en ese trayecto,
más largo que el del ecuador terrestre, ¡cuántos curiosos o terribles incidentes habían
jalonado nuestro viaje! ¡La caza en los bosques de Crespo, el encallamiento en el estrecho
de Torres, el cementerio de coral, las pesquerías de Ceilán, el túnel arábigo, los fuegos de
Santorin, los millones de la ba-hía de Vigo, la Atlántida, el Polo Sur!
Durante la noche, todos estos recuerdos desfilando de sueño en sueño, no dejaron a mi
cerebro reposar un ins-tante.
A las tres de la mañana me despertó un choque violento. Me incorporé sobre mi lecho y me
hallaba escuchando en medio de la oscuridad cuando un nuevo golpe me precipitó
bruscamente al suelo. Evidentemente, el Nautilus había pe-gado un bandazo tras haber
tocado.
Me acerqué a la pared y me deslicé por los corredores ha-cia el salón alumbrado por su
techo luminoso. El bandazo había derribado los muebles. Afortunadamente, las vitrinas,
sólidamente fijadas en su base, habían resistido. Los cuadros adosados a estribor, ante el
desplazamiento de la vertical, se habían adherido a los tapices, en tanto que los de babor se
habían separado en un pie por lo menos de su borde inferior. El Nautilus se había acostado
a estribor y, además, se había inmovilizado por completo.
Oía ruidos de pasos y voces confusas. Pero el capitán Nemo no apareció. En el momento en
que me disponía a abandonar el salón, entraron Ned Land y Conseil.
¿Qué ha ocurrido? les pregunté.
Yo venía a preguntárselo al señor respondió Conseil.
¡Mil diantres! exclamó el canadiense, yo sí sé lo que ha pasado. El Nautilus ha tocado
y, a juzgar por su inclinación, no creo que salga de ésta como la primera vez en el estrecho
de Torres.
Pero, al menos, ¿ha vuelto a la superficie? -pregunté.
-Lo ignoramos dijo Conseil.
Es fácil averiguarlo les respondí, a la vez que consultaba el manómetro.
Sorprendido, vi que el manómetro indicaba una profun-didad de trescientos sesenta metros.
¿Qué quiere decir esto? exclamé.
Hay que interrogar al capitán Nemodijo Conseil.
Pero ¿dónde hallarle? preguntó Ned Land.
Seguidme dije a mis compañeros.
Salimos del salón. En la biblioteca, nadie. En la escalera central y en las dependencias de la
tripulación, nadie. Supuse que el capitán Nemo había debido apostarse en la cabina del
timonel. Lo mejor era esperar, y regresamos los tres al salón.
Silenciaré las recriminaciones del canadiense, que había hallado una buena ocasión para
encolerizarse. Le dejé desa-hogar su mal humor a sus anchas, sin responderle.
Llevábamos ya una veintena de minutos tratando de in-terpretar los menores ruidos que se
producían en el interior del Nautilus, cuando entró el capitán Nemo. Afectó no ver-nos. Su
fisonomía, habitualmente tan impasible, revelaba una cierta inquietud. Observó
silenciosamente la brújula y el manómetro y luego se dirigió al planisferio, en el que posó
un dedo sobre un punto de los mares australes.
No quise interrumpirle. Tan sólo algunos instantes más tarde, cuando se volvió hacia mí, le
dije, devolviéndole la ex-presión de que se había servido en el estrecho de Torres:
-¿Un incidente, capitán?
No, señor respondió, esta vez es un accidente.
¿Grave?
Tal vez.
¿Es inmediato el peligro?
No.
¿Ha encallado el Nautilus?
Sí.
¿Cómo se ha producido?
Por un capricho de la naturaleza, no por la impericia de los hombres. Ni un solo fallo se
ha cometido en nuestras ma-niobras. No obstante, no puede impedirse al equilibrio que
produzca sus efectos. Se puede desafiar a las leyes humanas, pero no resistir a las leyes
naturales.
Singular momento el escogido por el capitán Nemo para entregarse a esta reflexión
filosófica. En suma, su respuesta no me aclaraba nada.
¿Puedo saber, señor, cuál es la causa de este accidente?
Un enorme bloque de hielo, una montaña entera, ha dado un vuelco me respondió.
Cuando los icebergs están minados en su base por aguas más calientes o por reiterados
choques, su centro de gravedad asciende. Entonces vuelcan y se dan la vuelta. Eso es lo que
ha ocurrido. Uno de estos bloques al volcarse se ha abatido sobre el Nautilus, que flota-ba
bajo las aguas. Luego se ha deslizado bajo su casco y lo ha subido con una irresistible
fuerza hasta capas menos densas, sobíe las que se halla tumbado su flanco.
¿No es posible liberar al Nautilus vaciando sus depósitos para reequilibrarlo?
Es lo que está haciéndose en estos momentos, señor. Puede usted oír el ruido de las
bombas en funcionamiento. Mire la aguja del manómetro, indica que el Nautilus sube, pero
el bloque de hielo también lo hace con él, y hasta que no surja un obstáculo que detenga su
movimiento ascensional nuestra posición no cambiará.
En efecto, el Nautilus seguía tumbado a estribor. Sin duda, se levantaría cuando el bloque
que lo impulsaba se de-tuviera. Pero ¿quién sabe si entonces no habríamos chocado con la
parte superior del banco, si no nos veríamos espanto-samente comprimidos entre las dos
masas de hielo?
Meditaba yo en todas las consecuencias de la situación, mientras el capitán Nemo no
cesaba de observar el manó-metro. Desde la caída del iceberg, el Nautilus había ascendi-do
unos ciento cincuenta pies, pero continuaba haciendo el mismo ángulo con la
perpendicular.
Súbitamente se notó un ligero movimiento en el casco. El Nautilus se enderezaba un poco.
Los objetos suspendidos en el salón iban recuperando sensiblemente su posición nor-mal.
Las paredes se acercaban a la verticalidad. Permanecía-mos todos en silencio, observando,
llenos de emoción, el movimiento que hacía que el suelo fuera recuperando la
ho-rizontalidad bajo nuestros pies. Transcurrieron así diez mi-nutos.
¡Al fin exclamé, ya está!
Sí dijo el capitán Nemo, que se dirigió a la puerta del salón.
Pero ¿podrá salir a flote? le pregunté.
Sí respondió, puesto que los depósitos no están aún vacíos, y una vez vaciados, el
Nautilus se remontará a la su-perficie del mar.
Salió el capitán, y pronto pude ver que había ordenado detener la marcha ascensional del
Nautilus. De haber continuado ésta, pronto habría chocado con la parte inferior del banco
de hielo. Más valía mantenerlo entre dos aguas.
¡De buena nos hemos librado! -dijo Conseil.
Sí, podíamos haber sido aplastados entre esos bloques de hielo o, al menos, quedar
aprisionados. Y entonces, faltos de poder renovar el aire… Sí, ¡de buena nos hemos librado!
Si es que ya hemos salido de ésta murmuró Ned Land.
No quise discutir inútilmente con el canadiense, y no res-pondí. Además, en aquel
momento se corrieron los paneles y la luz exterior irrumpió en el salón a través de los
cristales.
Estábamos, como he dicho, en el agua libre, pero a cada lado del Nautilus, y a una distancia
de unos diez metros se elevaba una deslumbrante muralla de hielo. La misma muralla por
encima y por debajo. Por encima, porque la su-perficie inferior del banco se desarrollaba
como un techo inmenso. Por debajo, porque el bloque volcado había encon-trado en las
murallas laterales dos puntos de apoyo que lo mantenían en esa posición. El Nautilus estaba
aprisionado en un verdadero túnel de hielo, de unos veinte metros de an-chura, lleno de
agua tranquila. Le era, pues, fácil salir de él marchando hacia adelante o hacia atrás para
hallar luego, al-gunos centenares de metros más abajo, un libre paso bajo la banca.
Se había apagado el techo luminoso y sin embargo el sa-lón resplandecía con una luz
intensa. Era debida a la pode-rosa reverberación con que las paredes de hielo reenviaban
violentamente el haz luminoso del fanal. Era indescriptible el efecto de los rayos voltaicos
sobre los grandes bloques ca-prichosamente recortados, en los que cada ángulo, cada arista,
cada faceta despedía un resplandor diferente, según la naturaleza de las venas que corrían
por el hielo. Era una mina deslumbrante de gemas, y particularmente de zafiros que
cruzaban sus destellos azules con los verdes de las esme-raldas. Matices opalinos de una
delicadeza infinita se insi-nuaban de vez en cuando entre puntos ardientes como otros
tantos diamantes de fuego cuyo brillo centelleante no podía resistir la mirada. La potencia
del fanal se centuplicaba en el hielo, como la de una lámpara a través de las hojas
lenticula-res de un faro de primer orden.
¡Qué belleza! ¡Qué belleza! exclamó Conseil.
Sí, es realmente un espectáculo admirable. ¿No es cierto, Ned? dije.
-Sí, ¡mil diantres! replicó Ned Land. ¡Es soberbio! For-zoso me es admitirlo, mal que
me pese. Nunca se ha visto nada igual. Pero este espectáculo puede costarnos caro. Y, por
decirlo todo, creo que estamos viendo cosas que Dios ha querido prohibir al ojo humano.
Tenía razón Ned. Era demasiado bello.
De repente, un grito de Conseil me hizo volverme.
¿Qué pasa? pregunté.
¡Cierre los ojos el señor! No mire dijo Conseil, a la vez que se tapaba los párpados con
las manos.
Pero ¿qué te ocurre, muchacho?
-¡Estoy deslumbrado, estoy ciego!
Involuntariamente miré al cristal, y no pude soportar el fuego que lo inflamaba.
Comprendí lo que había ocurrido. El Nautilus acababa de ponerse en marcha a gran
velocidad, y los destellos tranqui-los de las murallas de hielo se habían tornado en rayas de
fuego, en las que se confundían los fulgores de las miríadas de diamantes. Impulsado por su
hélice, el Nautilus viajaba en un joyero de relámpagos.
Los paneles se desplazaron entonces tapando los cristales. Cubríamos con las manos
nuestros ojos, en los que danza-ban esas luces concéntricas que flotan ante la retina cuando
los rayos solares la han golpeado con violencia. Fue necesa-rio que pasara un tiempo para
que se calmaran nuestros ojos. Al fin, pudimos retirar las manos.
No hubiera podido creerlo dijo Conseil.
Y yo no puedo creerlo todavía replicó el canadiense.
Cuando volvamos a tierra añadió Conseil tras haber visto tantas maravillas de la
naturaleza, ¿qué pensaremos de esos miserables continentes y de las pequeñas obras
surgi-das de la mano del hombre? No, el mundo habitado ya no es digno de nosotros.
Tales palabras en boca de un impasible flamenco mues-tran hasta qué punto de ebullición
había llegado nuestro en-tusiasmo. Pero el canadiense no dejó de echar sobre él su ja-rro de
agua fría.
¡El mundo habitado! dijo, moviendo la cabeza. Esté tranquilo, amigo Conseil, nunca
volveremos a él.
Eran las cinco de la mañana, y justo en aquel momento se produjo un choque a proa.
Comprendí que el espolón del Nautilus acababa de adentrarse en un bloque de hielo, a
con-secuencia probablemente de una maniobra errónea, pues la navegación no era fácil en
aquel túnel submarino obstruido por los hielos. Supuse que el capitán Nemo modificaría el
rumbo para eludir los obstáculos y avanzar por las sinuosi-dades del túnel hacia adelante.
Sin embargo, contra lo que yo esperaba, el Nautilus tomó un movimiento de retroceso muy
vivo.
¿Vamos marcha atrás? preguntó Conseil.
Sí respondí. El túnel no debe tener salida por ese lado.
Entonces ¿qué … ?
Entonces dije la solución es sencilla. Retrocederemos por donde hemos venido y
saldremos por el orificio del Sur. Eso es todo.
Al hablar así, trataba yo de parecer más tranquilo de lo que realmente estaba.
El Nautilus aceleraba su movimiento de retroceso, y pron-to, marchando a contra hélice,
alcanzó una gran rapidez.
Va a suponer un retraso dijo Ned.
¡Qué importan unas horas de más o de menos, con tal que podamos salir!
Sí dijo Ned Land-, ¡con tal que podamos salir!
Me paseé durante algunos instantes del salón a la biblio-teca. Mis compañeros, sentados,
guardaban silencio. Me senté en un diván y tomé un libro, que comencé a recorrer
maquinalmente. Así pasó un cuarto de hora. Conseil se acercó amíyme dijo:
¿Es interesante lo que está leyendo el señor?
Muy interesante respondí.
Lo creo. Es el libro del señor lo que está leyendo el señor.
¿Mi libro?
En efecto, la obra que tenía en mis manos era Los Grandes Fondos Marinos. No me había
dado cuenta. Cerré el libro, me levanté y volví a pasear. Ned y Conseil se levantaron para
retirarse. Les retuve.
Quedaos aquí, amigos míos. Permanezcamos juntos hasta el momento en que salgamos
de este túnel.
Como el señor guste dijo Conseil.
Transcurrieron así varias horas, durante las cuales observé a menudo los instrumentos
adosados a la pared del salón. El manómetro indicaba que el Nautilus se mantenía a una
pro-fundidad constante de trescientos metros; la brújula, que se dirigía siempre hacia el Sur;
la corredera, que marchaba a una velocidad de veinte millas por hora, excesiva en un
espacio tan cerrado. Pero el capitán Nemo sabía que no había tiempo que perder y que los
minutos valían siglos en esa situación.
A las ocho y veinticinco se produjo un segundo choque. A popa, esta vez. Palidecí. Mis
compañeros se habían acer-cado a mí. Agarré la mano de Conseil. Nos interrogamos con
las miradas, más expresivamente de lo que hubiéramos hecho con palabras.
En aquel momento entró el capitán en el salón y yo me di-rigí a él.
¿Está cerrado el camino por el Sur? le pregunté.
Sí, señor. El iceberg, al volcarse, ha cerrado toda salida.
¿Estamos, pues, completamente bloqueados?
Sí.
16. Sin aire
Así, pues, un impenetrable muro de hielo rodeaba al Nautilus por encima y por debajo.
Éramos prisioneros de la gran banca de hielo. El canadiense expresó su furor asestan-do un
formidable puñetazo a una mesa. Conseil estaba si-lencioso. Yo miré al capitán. Su rostro
había recobrado su habitual impasibilidad. Estaba cruzado de brazos y reflexio-naba. El
Nautilus no se movía.
El capitán habló entonces:
Señores dijo con una voz tranquila, en las condiciones en que estamos hay dos
maneras de morir.
El inexplicable personaje tenía el aire de un profesor de matemáticas explicando una
lección a sus alumnos.
-La primera prosiguió es la de morir aplastados. La se-gunda, la de morir asfixiados. No
hablo de la posibilidad de morir de hambre, porque las provisiones del Nautilus dura-rán
con toda seguridad más que nosotros. Preocupémonos, pues, de las posibilidades de
aplastamiento y de asfixia.
No creo sea de temer la muerte por asfixia, capitán dije, pues nuestros depósitos están
llenos.
Sí, es cierto replicó el capitán Nemo, pero no pueden suministrarnos aire más que
para dos días. Hace ya treinta y seis horas que estamos en inmersión, y la atmósfera
rarifica-da del Nautilus exige ya renovación. Nuestras reservas ha-brán quedado agotadas
dentro de cuarenta y ocho horas.
Pues bien, capitán, tenemos cuarenta y ocho horas para liberarnos.
Al menos, lo intentaremos. Trataremos de perforar la muralla que nos rodea.
¿Por qué parte?
Eso es lo que nos dirá la sonda. Voy a varar al Nautilus sobre el banco inferior, y mis
hombres, revestidos con sus escafandras, atacarán al iceberg por su pared menos espesa.
¿Se puede abrir los paneles del salón?
No hay inconveniente, puesto que estamos inmóviles.
El capitán Nemo salió. Pronto, los silbidos que se hicieron oír me indicaron que el agua se
introducía en los depósitos. El Nautilus se hundió lentamente hasta que topó con el fon-do
de hielo a una profundidad de trescientos cincuenta me-tros.
Amigos míos dije, la situación es grave, pero cuento con vuestro valor y vuestra
energía.
El canadiense me respondió así:
Señor, no es este el momento de abrumarle con recrimi-naciones. Estoy dispuesto a hacer
lo que sea por la salvación común.
Muy bien, Ned le dije, tendiéndole la mano.
Y añadiré prosiguió que soy tan hábil manejando el pico como el arpón. Así que si
puedo serle de utilidad al capitán estoy a su disposición.
No rehusará su ayuda, Ned. Vamos.
Conduje al canadiense al camarote en que los hombres de la tripulación estaban poniéndose
las escafandras. Comuni-qué al capitán la proposición de Ned, que fue inmediata-mente
aceptada. El canadiense se endosó su traje marino y pronto estuvo tan dispuesto como sus
compañeros de traba-jo. Cada uno de ellos llevaba a la espalda el aparato Rouquayrol con
la reserva de aire extraída de los depósitos. Ex-tracción considerable, pero necesaria. Las
lámparas Ruhm-korff eran inútiles en medio de aquellas aguas luminosas y saturadas de
rayos eléctricos.
Cuando Ned estuvo vestido, regresé al salón, donde los cristales continuaban descubiertos
y, junto a Conseil, exa-miné las capas de hielo que soportaban al Nautilus. Algunos
instantes más tarde vimos una docena de hombres de la tri-pulación tomar pie en el banco
de hielo, y entre ellos a Ned Land, reconocible por su alta estatura. El capitán Nemo es-taba
con ellos.
Antes de proceder a la perforación de las murallas, el ca-pitán hizo practicar sondeos para
averiguar en qué sentido debía emprenderse el trabajo. Se hundieron largas sondas en las
paredes laterales, pero a los quince metros de penetra-ción todavía las detenía la espesa
muralla. Inútil era atacar la superficie superior, puesto que en ella topábamos con la banca
misma que medía más de cuatrocientos metros de al-tura. El capitán Nemo procedió
entonces a sondear la super-ficie inferior. Por ahí nos separaban del agua diez metros de
hielo. Tal era el espesor del icefield. A partir de ese dato, se trataba de cortar un trozo
igual en superficie a la línea de flo-tación del Nautilus. Había que arrancar, pues, unos seis
mil quinientos metros cúbicos a fin de lograr una abertura por la que poder descender hasta
situarnos por debajo del cam-po de hielo.
Se puso inmediatamente manos a la obra con un tesón in-fatigable. En lugar de excavar en
torno al Nautilus, lo que ha-bría procurado dificultades suplementarias, el capitán Nemo
hizo dibujar el gran foso a ocho metros de la línea de babor. Luego los hombres taladraron
el trazo simultánea-mente en varios puntos de su circunferencia. Los picos ata-caron
vigorosamente la compacta materia y fueron extra-yendo de ella gruesos bloques. Por un
curioso y específico efecto de la gravedad, los bloques así desprendidos, menos pesados
que el agua, volaban, por así decirlo, hacia la bóveda del túnel que cobraba por arriba el
espesor que perdía por abajo. Pero poco importaba eso con tal que la pared inferior fuera
adelgazándose.
Tras dos horas de un trabajo ímprobo, Ned Land regresó extenuado. Tanto él como sus
compañeros fueron reempla-zados por nuevos trabajadores, a los que nos unimos Con-seil
y yo, bajo la dirección del segundo del Nautilus.
El agua me pareció singularmente fría, pero pronto me calentó el manejo del pico. Mis
movimientos eran muy li-bres, pese a producirse bajo una presión de treinta atmós-feras.
Cuando regresé, tras dos horas de trabajo, para tomar un poco de alimento y de reposo,
encontré una notable diferen-cia entre el aire puro que me había suministrado el aparato
Rouquayrol y la atmósfera del Nautilus ya cargada de ácido carbónico. Hacía ya cuarenta y
ocho horas que no se renova-ba el aire y sus cualidades vivificantes se habían debilitado
considerablemente.
A las doce horas de trabajo no habíamos quitado más que una capa de hielo de un metro de
espesor, en la superficie delimitada, o sea, unos seiscientos metros cúbicos. Admi-tiendo
que cada doce horas realizáramos el mismo trabajo, harían falta cinco noches y cuatro días
para llevar a término nuestra empresa.
¡Cinco noches y cuatro días, cuando no tenemos más que dos días de aire en los
depósitos! dije a mis compa-ñeros.
Sin contar precisó Nedque una vez que estemos fuera de esta condenada trampa
estaremos aún aprisionados bajo la banca y sin comunicación posible con la atmósfera.
Reflexión justa. ¿Quién podía prever el mínimo de tiem-po necesario para nuestra
liberación? ¿No nos asfixiaríamos antes de que el Nautilus pudiera retornar a la superficie
del mar? ¿Estaba destinado a perecer en esa tumba de hielo con todos los que encerraba? La
situación era terrible, pero to-dos la habíamos mirado de frente y todos estábamos
decidi-dos a cumplir con nuestro deber hasta el final.
Según mis previsiones, durante la noche se arrancó una nueva capa de un metro de espesor
al inmenso alvéolo. Pero cuando por la mañana, revestido de mi escafandra, recorrí la masa
líquida a una temperatura de siete grados bajo cero, observé que las murallas laterales se
acercaban poco a poco. Las capas de agua alejadas del foso y del calor desprendido por el
trabajo de los hombres y de las herramientas, tendían a solidificarse. Ante este nuevo e
inminente peligro, se redu-cían aún más nuestras posibilidades de salvación. ¿Cómo
impedir la solidificación de ese medio líquido que podía ha-cer estallar las paredes del
Nautilus como si fuesen de cristal?
Me abstuve de comunicar este nuevo peligro a mis dos compañeros. ¿Para qué
desanimarles, desarmarles de esa energía que empleaban en el penoso trabajo de
salvamento? Pero cuando regresé a bordo, le hablé al capitán Nemo de tan grave
complicación.
Lo sé dijo, con ese tono tranquilo que ni las más terri-bles circunstancias lograban
modificar. Es un peligro más, pero no veo ningún otro medio de evitarlo que ir más
rápi-dos que la solidificación. La única posibilidad de salvación está en anticiparnos. Eso es
todo.
¡Anticiparnos! En fin, no hubiera debido extrañarme esa forma de hablar.
Aquel día, durante varias horas, manejé el pico con gran tesón. El trabajo me sostenía.
Además, trabajar era salir del Nautilus, era respirar el aire puro extraído de los depósitos,
era abandonar una atmósfera viciada y empobrecida.
Por la noche, habíamos ganado un metro más en el foso. Cuando regresé a bordo me sentí
sofocado por el ácido car-bónico de que estaba saturado el aire. ¡Si hubiéramos tenido los
medios químicos necesarios para expulsar ese gas dele-téreo! Pues el oxígeno no nos
faltaba, lo contenía toda esa agua en cantidades considerables, y descomponiéndolo con
nuestras poderosas pilas nos habría restituido el fluido vivi-ficante. Pensaba yo en eso, a
sabiendas de que era inútil, ya que el ácido carbónico, producto de nuestra respiración,
ha-bía invadido todas las partes del navío. Para absorberlo ha-bría que disponer de
recipientes de potasa cáustica y agitar-los continuamente, pero carecíamos de esa materia a
bordo y nada podía reemplazarla.
Aquella tarde, el capitán Nemo se vio obligado a abrir las válvulas de sus depósitos y lanzar
algunas columnas de aire puro al interior del Nautilus. De no hacerlo, no nos habría-mos
despertado al día siguiente.
El 26 de marzo reanudé mi trabajo de minero. Contra el quinto metro. Las paredes laterales
y la superficie inferior de la banca aumentaban visiblemente de espesor. Era ya evi-dente
que se unirían antes de que el Nautilus lograra liberar-se. Por un instante, se adueñó de mí
la desesperación y estu-ve a punto de soltar el pico. ¡Para qué excavar si había de morir
asfixiado y aplastado por esa agua que se hacía piedra, un suplicio que no hubiera podido
imaginar ni el más feroz de los salvajes! Me parecía estar entre las formidables man-dibulas
de un monstruo cerrándose irresistiblemente.
En aquel momento, el capitán Nemo, que dirigía el traba-jo a la vez que trabajaba él
mismo, pasó junto a mí. Le toqué con la mano y le señalé las paredes de nuestra prisión. La
muralla de estribor se había acercado a menos de cuatro me-tros del casco del Nautilus. El
capitán me comprendió y me hizo signo de seguirle. Retornamos a bordo. Me quité la
es-cafandra y le acompañé al salón.
Señor Aronnax me dijo, hay que recurrir a algún me-dio heroico. Si no, vamos a
quedarnos sellados, como en el cemento, por esta agua solidificada.
Así es dije. Pero ¿qué hacer?
¡Ah, si mi Nautilus fuera capaz de soportar esta presión sin quedar aplastado!
¿Por qué dice eso? pregunté, no comprendiendo la idea del capitán.
¿No comprende que si así fuera la congelación del agua habría de ayudarnos? ¿No se da
cuenta de que por su solidifi-cación haría estallar estos bloques de hielo que nos
aprisio-nan, al igual que hace estallar a las piedras más duras? Sería un agente de salvación
en vez de serlo de destrucción.
Sí, tal vez, capitán. Pero por mucha resistencia que pue-da ofrecer el Nautilus no es capaz
de soportar esta espantosa presión sin aplastarse como una chapa.
Lo sé, señor. No hay que contar con el socorro de la na-turaleza, sino únicamente con
nosotros mismos. Hay que oponerse a la solidificación. Hay que contenerla, frenarla. No
sólo se estrechan las paredes laterales, sino que, además, no quedan más de diez pies de
agua a proa y a popa del Nau-tilus. La congelación nos acosa por todas partes.
¿Durante cuánto tiempo nos permitirá respirar a bordo el aire de los depósitos?
El capitán me miró de frente.
-Pasado mañana, los depósitos estarán vacíos.
Me invadió un sudor frío. Y, sin embargo, su respuesta no debía asombrarme. El Nautilus
se había sumergido bajo las aguas libres del Polo el 22 de marzo y estábamos a 26. Hacía
ya cinco días que vivíamos a expensas de las reservas de a bordo. Y lo que quedaba de aire
respirable había que desti-narlo a los trabajadores. En el momento en que esto escribo, mi
impresión es aún tan viva, que un terror involuntario se apodera de todo mi ser y me parece
que el aire falta a mis pulmones.
Entretanto, el capitán Nemo, inmóvil, silencioso, refle-xionaba. Era manifiesto que una idea
agitaba su mente. Pero parecía rechazarla, responderse negativamente a sí mismo, hasta que
por fin la exteriorizó.
Agua hirviente murmuró.
¿Agua hirviente? dije sorprendido.
Sí, señor. Estamos encerrados en un espacio relativa-mente restringido. ¿No se podría
elevar la temperatura de este medio y retrasar su congelación mediante chorros de agua
hirviente proyectados por las bombas del Nautilus?
Hay que hacer la prueba dije resueltamente.
Hagámosla, señor profesor.
El termómetro registraba siete grados bajo cero en el ex-terior.
El capitán Nemo me condujo a las cocinas, donde funcio-naban grandes aparatos
destiladores que suministraban agua potable por evaporación. Se les llenó de agua y se
des-cargó sobre ella todo el calor eléctrico de las pilas a través de los serpentines bañados
por el líquido. En algunos minutos, el agua alcanzó una temperatura de cien grados y pudo
ser enviada hacia las bombas mientras iba siendo continuamen-te renovada. El calor
desarrollado por las pilas era tal que el agua fría extraída del mar llegaba ya hirviendo a los
cuerpos de las bombas tras haber atravesado los aparatos.
A las tres horas del comienzo de la operación el termóme-tro marcaba en el exterior seis
grados bajo cero. Habíamos ganado un grado. Dos horas después, el termómetro no
in-dicaba más que cuatro grados.
Lo conseguiremos dije al capitán, tras haber seguido y controlado por numerosas
observaciones los progresos de la operación.
Creo que sí me respondió. Evitaremos el aplastamien-to. Ya sólo nos queda por temer
la asfixia.
Durante la noche, la temperatura del agua subió hasta un grado bajo cero. No se pudo
elevarla más, pero como la con-gelación del agua marina no se produce más que a dos
gra-dos bajo cero, quedé definitivamente tranquilizado ante el peligro de la solidificación.
Al día siguiente, 27 de marzo, se habían arrancado ya seis metros de hielo del alvéolo y
quedaban solamente cuatro. Eso significaba cuarenta y ocho horas más de trabajo. Y el aire
no podía ya ser renovado en el interior del Nautilus, por lo que aquel día nuestra situación
fue empeorando más y más.
Me abrumaba una pesadez invencible, una sensación de angustia que alcanzó un grado de
opresión intolerable hacia las tres de la tarde. Los bostezos dislocaban mis mandibulas.
Jadeaban mis pulmones en busca del fluido comburente, in-dispensable a la respiración,
que se rarificaba cada vez más. Tendido, sin fuerzas, casi sin conocimiento, me embargaba
una torpeza física y moral. Mi buen Conseil, aquejado de los mismos síntomas, sufriendo
idénticos padecimientos que yo, no me dejaba, me apretaba la mano, me animaba. A ve-ces
le oía murmurar:
Si yo pudiera no respirar, para dejar más aire al señor.
Me venían las lágrimas a los ojos al oírle hablar así.
Nuestra situación en el interior era tan intolerable que cuando nos llegaba el turno de
revestirnos con las escafan-dras para ir a trabajar lo hacíamos con prisa y con un
senti-miento de intensa felicidad. Los picos resonaban sobre la capa helada, los brazos se
fatigaban, las manos se desollaban, pero ¡qué importaban el cansancio y las heridas! ¡Allí el
aire vital llegaba a los pulmones! ¡Se respiraba! ¡Se respiraba!
Y, sin embargo, nadie prolongaba más de lo debido su tiempo de trabajo. Cumplida su
tarea, cada uno hacía entre-ga a sus compañeros jadeantes del depósito que debía ver-terle
la vida. El capitán Nemo era el primero en dar ejemplo. Llegada la hora, cedía su aparato a
otro y regresaba a la at-mósfera viciada de a bordo, siempre tranquilo, sin un
desfa-llecimiento, sin una queja.
Aquel día se realizó con más vigor aún el trabajo habitual. Quedaban solamente por
arrancar dos metros. Dos metros de hielo nos separaban tan sólo del mar libre. Pero los
de-pósitos estaban ya casi vacíos de aire. Lo poco que quedaba debía reservarse a los
trabajadores. Ni un átomo para el Nautilus.
Cuando regresé a bordo, me sentí sofocado. ¡Qué noche! Imposible es describir tales
sufrimientos. Al día siguiente, a la opresión pulmonar y al dolor de cabeza se sumaban unos
terribles vértigos que hacían de mí un hombre ebrio. Mis compañeros padecían los mismos
síntomas. Algunos hom-bres de la tripulación emitían un ronco estertor.
Aquel día, el sexto de nuestro aprisionamiento, el capitán Nemo, estimando demasiado
lento el trabajo del pico, deci-dió aplastar la capa de hielo que nos separaba aún del agua
libre. Este hombre había conservado su sangre fría y su ener-gía, y pensaba, combinaba y
actuaba, dominando con su fuerza moral el dolor físico.
Por orden suya se desplazó al navío de la capa helada en que se sustentaba, y cuando se
halló a flote se le haló hasta si-tuarlo encima del gran foso delimitado según su línea de
flo-tación. Luego, al ir llenándose sus depósitos de agua, des-cendió hasta encajarse en el
alvéolo. Toda la tripulación subió a bordo y se cerró la doble puerta de comunicación. El
Nautilus se hallaba así sobre la capa de hielo, que no excedía de un metro de espesor y que
las sondas habían agujereado en mil puntos.
Se abrieron al máximo las válvulas de los depósitos, y cien metros cúbicos de agua se
precipitaron en ellos, aumentan-do en cien mil kilogramos el peso del Nautilus.
Olvidando nuestros sufrimientos, esperábamos, escuchá-bamos, abiertos aún a la esperanza
de la última baza a la que jugábamos nuestra salvación.
A pesar de los zumbidos que llenaban mis oídos pude oír los chasquidos que bajo el casco
del Nautilus provocó su des-nivelamiento. Inmediatamente después, el hielo estalló con un
ruido singular, semejante al del papel cuando se rasga, y el Nautilus descendió.
Hemos pasado murmuró Conseil a mi oído.
No pude responderle. Cogí su mano y se la apreté en una convulsión involuntaria.
De repente, el Nautilus, llevado por su tremenda sobre-carga, se hundió como un obús bajo
las aguas, por las que cayó como lo hubiera hecho en el vacío.
Toda la fuerza eléctrica se aplicó entonces a las bombas que inmediatamente comenzaron a
expulsar el agua de los depósitos. Al cabo de unos minutos, se consiguió detener la caída. Y
muy pronto, el manómetro indicó un movimiento ascensional. La hélice, funcionando a
toda velocidad, sacu-dió fuertemente al casco del navío hasta en sus pernos, y nos impulsó
hacia el Norte.
Pero ¿cuánto tiempo podía durar la navegación bajo el banco de hielo hasta hallar el mar
libre? ¿Tal vez un día? Yo habría muerto antes.
A medias reclinado en un diván de la biblioteca, jadeaba por la opresión pulmonar. Mi
rostro estaba amoratado, mis labios, azules, mis sentidos, abotargados. Ya no veía ni oía
nada y mis músculos no podían contraerse. Había perdido la noción del tiempo y me sería
imposible decir las horas que transcurrieron así. Pero sí tenía conciencia de que comenza-ba
la agonía, de que iba a morir..
Súbitamente, volví en mí al penetrar en mis pulmones una bocanada de aire. ¿Habíamos
emergido a la superficie del mar y dejado atrás el banco de hielo? ¡No! Eran Ned y Conseil,
mis dos buenos amigos, que se habían sacrificado para salvarme. En el fondo de un aparato
quedaban algunos átomos de aire y en vez de respirarlo lo habían conservado para mí, y
mientras ellos se asfixiaban, me vertían la vida gota a gota. Quise retirar de mí el aparato,
pero me sujetaron las manos, y durante algunos instantes respiré voluptuosa-mente.
Miré al reloj. Eran las once de la mañana. Debíamos estar a 28 de marzo. El Nautilus
navegaba a la tremenda velocidad de cuarenta millas por hora y se retorcía en el agua.
¿Dónde estaría el capitán Nemo? ¿Habrían sucumbido él y sus compañeros?
En aquel momento, el manómetro indicó que nos hallá-bamos tan sólo a veinte pies de la
superficie, separados de la atmósfera por un simple campo de hielo. ¿Sería posible
rom-perlo? Tal vez. En todo caso, el Nautilus iba a intentarlo. En efecto, pude advertir que
adoptaba una posición oblicua, in-dinando la popa y levantando su espolón. Había bastado
la introducción de agua para modificar su equilibrio. Impeli-do por su poderosa hélice atacó
al icefield por debajo como un formidable ariete. Iba reventándolo poco a poco en
suce-sivas embestidas para las que tomaba impulso de vez en cuando dando marcha atrás,
hasta que, por fm, en un movi-miento supremo se lanzó sobre la helada superficie y la
rom-pió con su empuje.
Se abrió la escotilla, o mejor, se arrancó, y el aire puro se introdujo a oleadas en el interior
del Nautilus.
17. Del cabo de Hornos al Amazonas
Imposible me sería decir cómo llegué a la plataforma. Tal vez me llevó el canadiense. Pero
estaba allí, respirando, in-halando el aire vivificante del mar: Junto a mí, mis dos
com-pañeros se embriagaban también con las frescas moléculas del aire marino.
Quienes, por desgracia, han estado demasiado tiempo privados de alimento no pueden
lanzarse sin riesgo sobre la primera comida que se les presente. Nada nos obligaba a
no-sotros, por el contrario, a moderarnos; podíamos aspirar a pleno pulmón los átomos de
la atmósfera, y era la brisa, aquella brisa, la que nos infundía una voluptuosa embria-guez.
¡Ah, qué bueno es el oxígeno! decía Conseil. Que el se-ñor respire a sus anchas, no
tema respirar, que hay aire para todo el mundo.
Ned Land no hablaba, pero en sus poderosas aspiraciones abría una boca para hacer temblar
a un tiburón. El cana-diense «tiraba» como una estufa en plena combustión.
Recobramos en breve nuestras fuerzas. Al mirar en torno mío vi que nos hallábamos solos
en la plataforma. Ningún hombre de la tripulación, ni tan siquiera el capitán Nemo, había
subido a delectarse al aire libre. Los extraños marinos del Nautilus se habían contentado
con el aire que circulaba por su interior.
Mis primeras palabras fueron para expresar a mis compa-ñeros mi gratitud. Ambos habían
prolongado mi existencia durante las últimas horas de mi larga agonía. No había grati-tud
suficiente para corresponder a tanta abnegación.
¡Bah, señor profesor!, no vale la pena hablar de eso dijo Ned Land. ¿Qué mérito hay
en ello? Ninguno. No era más que una cuestión de aritmética. Su existencia valía más que
la nuestra, luego había que conservarla.
No, Nedrespondí. No valía más. Nadie es superior a un hombre bueno y generoso, y
usted lo es.
Está bien, está bien decía, turbado, el canadiense.
Y tú, mi buen Conseil, has sufrido mucho.
Pero no demasiado, créame el señon Me faltaba un poco de aire, sí, pero creo que hubiera
ido acostumbrándome. Además, ver cómo el señor iba asfixiándose me quitaba las ganas de
respirar, como se dice, me cortaba la respi…
No acabó Conseil su frase, avergonzado de haberse desli-zado por la trivialidad.
Vivamente emocionado, les dije:
Amigos míos, estamos ligados los unos a los otros para siempre, y ambos tenéis derechos
sobre mí, que…
-De los que yo usaré y abusaré -replicó, interrumpiéndo-me, el canadiense.
¿Qué? dijo Conseil.
Sí añadió Ned Land. El derecho de arrastrarle conmi-go cuando abandone este
infernal Nautilus.
Por cierto dijo Conseil-, ¿vamos en la buena dirección?
Sí, puesto que vamos siguiendo al sol, y el sol, aquí, es el Norte -dije.
Cierto, pero está por saber si nos dirigimos al Pacífico o al Atlántico, es decir, hacia los
mares frecuentados o de-siertos.
No podía yo responder a esta observación de Ned Land, y mucho me temía que el capitán
Nemo nos llevara hacia ese vasto océano que baña a la vez las costas de Asia y de
Améri-ca. Completaría así su vuelta al mundo submarino y regre-saría a los mares en los
que el Nautilus hallaba su más total independencia. Pero si volvíamos al Pacífico, lejos de
toda tierra habitada, ¿cómo podría llevar a cabo sus proyectos Ned Land?
No tardaríamos mucho en conocer la respuesta a esta im-portante cuestión. El Nautilus
navegaba rápidamente. Pron-to dejó atrás el círculo polar y puso rumbo al cabo de Hor-nos.
El 31 de marzo, a las siete de la tarde, avistábamos la punta de América.
Habíamos olvidado ya nuestros pasados sufrimientos. Iba borrándose en nosotros el
recuerdo del aprisionamiento en los hielos. No pensábamos ya más que en lo porvenir.
El capitán Nemo no había vuelto a aparecer ni en el salón ni en la plataforma. Era el
segundo quien fijaba la posición en el planisferio, lo que me permitía saber la dirección del
Nautilus. Pues bien, aquella misma noche se hizo evidente, para satisfacción mía, que
nuestra marcha al Norte se efec-tuaba por la ruta del Atlántico.
Informé al canadiense y a Conseil del resultado de mis ob-servaciones.
Buena noticia manifestó el canadiense. Pero ¿adónde va el Nautilus?
Lo ignoro, Ned.
¿No querrá el capitán afrontar el Polo Norte, tras el Polo Sur, y volver al Pacífico por el
famoso paso del Noroeste?
No convendría desafiarle dijo Conseil.
Pues bien, le abandonaremos antes afirmó el canadiense.
En todo caso añadió Conseil, el capitán Nemo es un gran hombre, y no lamentaremos
haberle conocido.
Sobre todo cuando le hayamos dejado replicó Ned Land.
Al día siguiente, primero de abril, cuando el Nautilus emergió a la superficie, unos minutos
antes de mediodía, vi-mos tierra al Oeste. Era la Tierra del Fuego, a la que los pri-meros
navegantes dieron tal nombre al ver las numerosas humaredas que se elevaban de las
chozas de los indígenas.
La Tierra de Fuego constituye una vasta aglomeración de islas que se extienden sobre
treinta leguas de longitud y ochenta de anchura, entre los 530 y los 560 de latitud austral y
los 670 50′ y 770 15′ de longitud occidental. La costa me pa-reció baja, pero a lo lejos se
erguían altas montañas. Entre ellas me pareció entrever el monte Sarmiento, de dos mil
se-tenta metros de altura sobre el nivel del mar, un bloque pira-midal de esquisto con una
cima muy aguda, y que según esté despejada o velada por la bruma, me dijo Ned Land:
«anun-cia el buen o el mal tiempo».
Un excelente barómetro, amigo mío.
Sí, señor profesor, un barómetro natural que nunca me ha engañado cuando navegaba por
los pasos del estrecho de Magallanes.
En aquel momento el pico se mostraba nítidamente re-cortado sobre el fondo del cielo. Era
un presagio de buen tiempo. Y se confirmó.
Ya en inmersión, el Nautilus se aproximó a la costa, a lo largo de la cual navegó por
espacio de varias millas. A través de los cristales del salón vi largas lianas y fucos
gigantescos, esos varechs portaperas de los que el mar libre del Polo con-tenía algunos
especímenes; con sus filamentos viscosos y li-sos, medían hasta trescientos metros de
longitud; verdade-ros cables, más gruesos que el pulgar, y muy resistentes, sirven a menudo
de amarras a los navíos. Otras hierbas co-nocidas con el nombre de velp, de hojas de cuatro
pies de lar-go, pegadas a las concreciones coralígenas, tapizaban los fondos y servían de
nido y de alimento a miríadas de crustá-ceos y de moluscos, cangrejos y sepias. Allí, las
focas y las nutrias se daban espléndidos banquetes, mezclando la carne del pez y las
legumbres del mar, según la costumbre in-glesa.
El Nautilus pasaba con una extrema rapidez sobre aque-llos fondos grasos y lujuriantes. A
la caída del día se hallaba cerca de las islas Malvinas, cuyas ásperas cumbres pude ver al
día siguiente. La profundidad del mar era allí escasa, lo que me hizo pensar que esas dos
islas rodeadas de un gran número de islotes debieron formar parte en otro tiempo de las
tierras magallánicas. Las Malvinas fueron probable-mente descubiertas por el célebre John
Davis, que les impu-so el nombre de DavisSouthernIslands. Más tarde, Ri-chard
Hawkins las llamó Maiden-Islands, islas de la Virgen. Luego recibieron el nombre de
Malouines, al co-mienzo del siglo XVIII, por unos pescadores de SaintMalo, y, por
último, el de Falkland por los ingleses, a quienes ac-tualmente pertenecen.
Nuestras redes recogieron magníficos espécimenes de al-gas en aquellos parajes, y en
particular un cierto fuco cuyas raíces estaban cargadas de mejillones, que son los mejores
del mundo. Ocas y patos se abatieron por docenas sobre la plataforma y pasaron a ocupar
su sitio en la despensa de a bordo.
Entre los peces me llamaron particularmente la atención unos óseos pertenecientes al
género de los gobios, y otros del mismo género, de dos decímetros de largo, sembrados de
motas blancuzcas y amarillas. Admiré también numero-sas medusas, y las más bellas del
género, por cierto, las cri-saoras, propias de las aguas que bañan las Malvinas. Unas veces
parecían sombrillas semiesféricas muy lisas, surcadas por líneas de un rojo oscuro y
terminadas en doce festones regulares, y otras, parecían canastillos invertidos de los que se
escapaban graciosamente anchas hojas y largas ramitas rojas. Nadaban agitando sus cuatro
brazos foliáceos, y deja-ban flotar a la deriva sus opulentas cabelleras de tentáculos. Me
hubiera gustado conservar alguna muestra de estos delicados zoófitos, pero no son más que
nubessombras, apa-riencias, que se funden y se evaporan fuera de su elemento natal.
Cuando las últimas cumbres de las Malvinas desaparecie-ron en el horizonte, el Nautilus se
sumergió a unos veinte o veinticinco metros de profundidad y continuó bordeando la costa
americana.
El capitán Nemo continuaba sin aparecer.
No abandonamos los parajes de la Patagonia hasta el 3 de abril. Navegando
alternativamente en superficie y en inmer-sión, el Nautilus dejó atrás el ancho estuario
formado por la desembocadura del Río de la Plata, y se halló el 4 de abril frente a las costas
del Uruguay, pero a unas cincuenta millas de las mismas. Mantenía su rumbo Norte y
seguía las largas sinuosidades de la América meridional.
Habíamos recorrido ya dieciséis mil leguas desde nuestro embarque en los mares del Japón.
Hacia las once de la maña-na de aquel día, cortamos el trópico de Capricornio por el
meridiano 37 y pasamos a lo largo del cabo Frío. Para decep-ción de Ned Land, al capitán
Nemo no parecía gustarle la ve-cindad de las costas habitadas del Brasil, pues marchaba
con una velocidad vertiginosa. Ni un pez, ni un pájaro, por rápi-dos que fueran, podían
seguirnos, y en esas condiciones las curiosidades naturales de aquellos mares escaparon a
mi observación. Durante varios días se mantuvo esa rapidez, y en la tarde del 9 de abril
avistábamos la punta más oriental de América del Sur, la que forma el cabo San Roque.
Pero el Nautilus se desvió nuevamente y fue a buscar, a mayores profundidades, un valle
submarino formado entre ese cabo y Sierra Leona, en la costa africana. Ese valle se bifurca
a la altura de las Antillas y termina, al Norte, en una enorme de-presión de nueve mil
metros. En esa zona, el corte geológico del océano forma hasta las pequeñas Antillas un
acantilado de seis kilómetros cortado a pico, y otra muralla no menos considerable a la
altura de las islas del Cabo Verde, que encierran todo el continente sumergido de la
Atlántida. El fon-do del inmenso valle está accidentado por algunas montañas que
proporcionan aspectos pintorescos a esas profundida-des submarinas. Al hablar de esto lo
hago siguiendo los ma-pas manuscritos contenidos en la biblioteca del Nautilus,
evidentemente debidos a la mano del capitán Nemo y traza-dos a partir de sus
observaciones personales.
Durante dos días visitamos aquellas aguas desiertas y profundas en incursiones largas y
diagonales que llevaban al Nautilus a todas las profundidades. Pero el 11 de abril se ele-vó
súbitamente. La tierra reaparecio en la desembocadura del Amazonas, vasto estuario cuyo
caudal es tan considera-ble que desaliniza al mar en un espacio de varias leguas.
Habíamos cortado el ecuador. A veinte millas al Oeste quedaba la Guayana, tierra francesa
en la que hubiésemos hallado fácil refugio. Pero el viento soplaba con fuerza y un simple
bote no hubiera podido enfrentarse a la furia de las olas. Así debió comprenderlo Ned Land,
pues no me habló de ello. Por mi parte, no hice ninguna alusión a sus proyec-tos de fuga,
pues no quería impulsarle a una tentativa infali-blemente destinada al fracaso.
Me resarcí de este retraso con interesantes estudios. Du-rante aquellas dos jornadas del 11 y
12 de abril, el Nautilus navegó en superficie, y sus redes izaron a bordo una pesca
milagrosa de zoófitos, peces y reptiles. La barredera dragó algunos zoófitos, en su mayor
parte unas hermosas fictali-nas pertenecientes a la familia de los actínidos, y entre otras
especies la Phyctalis protexta, originaria de esa parte del océano, pequeño tronco cilíndrico
ornado de líneas vertica-les y moteado de puntos rojos que termina en un maravillo-so
despliegue de tentáculos. Los moluscos recogidos ya me eran familiares, turritelas,
olivasporfirias, de líneas regu-larmente entrecruzadas y cuyas manchas rojas destacaban
vivamente sobre el fondo de color carne; fantásticas pteró-ceras, semeiantes a escorpiones
petrificados; hialas translúcidas; argonautas; sepias de gusto excelente, y algunas espe-cies
de calamares, a los que los naturalistas de la Antigüedad clasificaban entre los peces
voladores, y que sirven princi-palmente de cebo para la pesca del bacalao.
Entre los peces de esos parajes que no había tenido aún la ocasión de estudiar, anoté
diversas especies. Entre los carti-laginosos, los petromizones, especie de anguilas de quince
pulgadas de longitud, con la cabeza verdosa, las aletas viole-tas, el dorso gris azulado, el
vientre marrón y plateado con motas de vivos colores y el iris de los ojos en un círculo de
oro, curiosos animales a los que la corriente del Amazonas había debido arrastrar hasta alta
mar, pues habitan las aguas dulces. También unas rayas tuberculadas de puntiagudo
ho-cico, de cola larga y suelta, armadas de un largo aguijón den-tado; pequeños escualos de
un metro, de piel gris y blancuz-ca, cuyos dientes, dispuestos en varias filas, se curvan
hacia atrás, yque se conocen vulgarmente con el nombre de «pan-tuflas»; lofios
vespertilios, como triángulos isósceles, roji-zos, de medio metro aproximadamente, cuyos
pectorales tienen unas prolongaciones carnosas que les dan el aspecto de murciélagos pero
a los que su apéndice córneo, situado cerca de las fosas nasales, les ha dado el nombre de
unicor-nios marinos; en fin, algunas especies de balistes, el curasa-viano, cuyos flancos
punteados brillan como el oro, y el ca-prisco, violeta claro de sedosos matices como el
cuello de una paloma.
Terminaré esta nomenclatura un tanto seca pero muy exacta con la serie de los peces óseos
que observé: apteró-notos, con el hocico muy obtuso y blanco como la nieve, en contraste
con el negro brillante del cuerpo, y que están pro-vistos de una tira carnosa muy larga y
suelta; odontognatos, con sus aguijones; sardinas de tres decímetros de largo,
res-plandecientes con sus tonos plateados; escómbridos guaros, provistos de dos aletas
anales; centronotos negros de tintes muy oscuros, que se pescan con hachones, peces de dos
metros de longitud, de carne grasa, blanca y firme, que cuando están frescos tienen el gusto
de la anguila, y secos el del sal-món ahumado; labros semirrojos, revestidos de escamas
únicamente en la base de las aletas dorsales y anales; crisóp-teros, en los que el oro y la
plata mezclan sus brillos con los del rubí y el topacio; esparos de cola dorada, cuya carne es
extremadamente delicada y a los que sus propiedades fosfo-rescentes traicionan en medio
del agua; esparospobs, de lengua fina, con colores anaranjados; esciénidoscoro con las
aletas caudales doradas, acanturos negros, anableps de Surinam, etc.
Este «etcétera» no me impedirá citar un pez del que Con-seil se acordará durante mucho
tiempo y con razón. Una de nuestras redes había capturado una especie de raya muy
aplastada que, si se le hubiese cortado la cola, habría forma-do un disco perfecto, y que
pesaba una veintena de kilos. Era blanca por debajo y rojiza por encima, con grandes
manchas redondas de un azul oscuro y rodeadas de negro, muy lisa de piel y terminada en
una aleta bilobulada. Extendida sobre la plataforma, se debatía, trataba de volverse con
movimientos convulsivos y hacía tantos esfuerzos que un último sobresal-to estuvo a punto
de precipitarla al mar. Pero Conseil, que no quería privarse de la raya, se arrojó sobre ella y
antes de que yo pudiese retenerle la cogió con las manos. Tocarla y caer derribado, los pies
por el aire y con el cuerpo semiparaliza-do, fue todo uno.
¡Señor! ¡ Señor! ¡ Socórrame!
Era la primera vez que el pobre muchacho abandonaba «la tercera persona» para dirigirse a
mí.
El canadiense y yo le levantamos y le friccionamos el cuer-po vigorosamente. Cuando
volvió en sí, oímos al empeder-nido clasificador, todavía medio inconsciente, murmurar
entrecortadamente: «Clase de los cartilaginosos, orden de los condropterigios, de branquias
fijas, suborden de los se-lacios, familia de las rayas, género de los torpedos».
En efecto, amigo mío, es un torpedo el que te ha sumido en tan deplorable estado.
Puede creerme el señor que me vengaré de este animal.
¿Cómo?
Comiéndomelo.
Es lo que hizo aquella misma tarde, pero por pura repre-salia, pues, francamente, la carne
era más bien coriácea.
El infortunado Conseil se las había visto con un torpedo de la más peligrosa especie, la
cumana. Este extraño animal, en un medio conductor como es el agua, fulmina a los peces a
varios metros de distancia, tan grande es la potencia de su órgano eléctrico cuyas dos
superficies principales no miden menos de veintisiete pies cuadrados.
Al día siguiente, 12 de abril, durante el día, el Nautilus se aproximó a la costa holandesa,
hacia la desembocadura del Maroni. Vivían en esa zona, en familia, varios grupos de va-cas
marinas. Eran manatís que, como el dugongo y el estele-ro, pertenecen al orden de los
sirénidos. Estos hermosos animales, apacibles e inofensivos, de seis a siete metros de largo,
debían pesar por lo menos cuatro mil kilogramos. Les hablé a Ned Land y a Conseil del
importante papel que la previsora Naturaleza había asignado a estos mamíferos. Son ellos,
en efecto, los que, como las focas, pacen en las prade-ras submarinas y destruyen así las
aglomeraciones de hier-bas que obstruyen la desembocadura de los ríos tropicales.
-¿Sabéis lo que ha ocurrido desde que los hombres han aniquilado casi enteramente a estos
útiles animales? Pues que las hierbas se han podrido y han envenenado el aire. Y ese aire
envenenado ha hecho reinar la fiebre amarilla en estas magníficas comarcas. Las
vegetaciones venenosas se han multiplicado bajo estos mares tórridos y el mal se ha
de-sarrollado irresistiblemente desde la desembocadura del Río de la Plata hasta la Florida.
Y de creer a Toussenel este azote no es nada en compara-ción con el que golpeará a
nuestros descendientes cuando los mares estén despoblados de focas y de ballenas.
Enton-ces, llenos de pulpos, de medusas, de calamares, se tornarán en grandes focos de
infección al haber perdido «esos vastos estómagos a los que Dios había dado la misión de
limpiar los mares».
Sin por ello desdeñar esas teorías, la tripulación del Nau-tilus se apoderó de media docena
de manatís para aprovisio-nar la despensa de una carne excelente, superior a la del buey y
la ternera. La caza no fue interesante porque los manatís se dejaban cazar sin defenderse. Se
almacenaron a bordo va-rios millares de kilos de carne para desecarla.
En aquellas aguas tan ricas de vida, el Nautilus aumen-tó sus reservas de víveres aquel día
con una pesca singu-larmente realizada. La barredera apresó en sus mallas un cierto número
de peces cuya cabeza termina en una placa ovalada con rebordes carnosos. Eran equeneis,
de la ter-cera familia de los malacopterigios subbranquiales. Su disco aplastado se
compone de láminas cartilaginosas transversales móviles, entre las que el animal puede
ope-rar el vacío, lo que le permite adherirse a los objetos como una ventosa.
A esta especie pertenece la rémora, que yo había observa-do en el Mediterráneo. Pero la
que habíamos embarcado era la de los equeneis osteóqueros, propia de esas aguas.
Nues-tros marinos iban depositándolos en tinas llenas de agua a medida que los cogían.
El Nautilus se aproximó a la costa, hacia un lugar donde vimos un cierto número de
tortugas marinas durmiendo en la superficie. Muy dificil hubiese sido apoderarse de esos
preciosos reptiles, que se despiertan al menor ruido y cuyo sólido caparazón les hace
invulnerables al arpón. Pero los equeneis debían operar esa captura con una seguridad y una
precisión extraordinarias. Este animal es, en efecto, un anzuelo vivo cuya posesión
aseguraría la felicidad y la fortuna del sencillo pescador de caña.
Los hombres del Nautilus fijaron a la cola de estos peces un anillo suficientemente ancho
para no molestar sus movi-mientos y al anillo una larga cuerda amarrada a bordo por el otro
extremo. Lanzados al mar, los equeneis comenzaron in-mediatamente a desempeñar su
papel y fueron a adherirse a la concha de las tortugas. Su tenacidad era tal que se hubie-ran
dejado destruir antes de soltar su presa. Les halamos a bordo, y con ellos a las tortugas a las
que se habían adherido. Nos apoderamos así de varias tortugas de un metro de largo, que
pesaban doscientos kilos. Su caparazón, cubierto de grandes placas córneas, delgadas,
transparentes, marrones con motas blancas y amarillas, hacía de ellas un animal pre-cioso.
Eran excelentes, además, desde el punto de vista co-mestible, tan exquisitas como las
tortugas francas.
Con aquella pesca terminó nuestra permanencia en los parajes del Amazonas. Llegada la
noche, el Nautilus se aden-tró en alta mar.
18. Los pulpos
Durante algunos días, el Nautilus se mantuvo constante-mente apartado de la costa
americana. Era evidente que su capitán quería evitar las aguas del golfo de México y del
mar de las Antillas. No era por temor a que le faltase el agua bajo la quilla, pues la
profundidad media de esos mares es de mil ochocientos metros, sino porque esos parajes,
sembrados de islas y constantemente surcados por vapores, no convenían al capitán Nemo.
El 16 de abril avistamos la Martinica y la Guadalupe a una distancia de unas treinta millas.
Vi por un instante sus eleva-dos picos.
El canadiense, que esperaba poder realizar en el golfo sus proyectos de evasión, ya fuese
poniendo pie en tierra ya en uno de los numerosos barcos que enlazan las islas, se sintió
enormemente frustrado. La huida habría sido allí fácilmente practicable si Ned Land
hubiera logrado apoderarse del bote sin que, se diera cuenta el capitán, pero en pleno
océano ha-bía que renunciar a la idea.
El canadiense, Conseil y yo mantuvimos una larga con-versación al respecto. Llevábamos
ya seis meses como pri-sioneros a bordo del Nautilus. Habíamos recorrido ya dieci-siete
mil leguas y no había razón, como decía Ned Land, para que eso no continuara
indefinidamente. Me hizo en-tonces una proposición inesperada, la de plantear
categóri-camente al capitán Nemo esta cuestión: ¿es que pensaba re-tenernos
indefinidamente abordo?
Me repugnaba la sola idea de efectuar esa gestión, que, además, yo consideraba inútil de
antemano. No había nada que esperar del comandante del Nautilus, debíamos contar
exclusivamente con nosotros mismos. Por otra parte, desde hacía algún tiempo, ese hombre
se había tornado más som-brío, más retraído, menos sociable. Parecía evitarme. Ya no me
lo encontraba sino muy raras veces. Antes, se complacía en explicarme las maravillas
submarinas; ahora, me aban-donaba a mis estudios y no venía al salón. ¿Qué cambio se
había producido en él? ¿Por qué causa? No tenía yo nada que reprocharme. ¿Tal vez se le
hacía insoportable nuestra pre-sencia a bordo? Pero aunque así fuera, no cabía esperar de él
que nos devolviera la libertad.
Rogué, pues, a Ned que me dejara reflexionar antes de ac-tuar. Si la gestión no daba ningún
resultado, podía reavivar sus sospechas, hacer más penosa nuestra situación y dificul-tar los
proyectos del canadiense.
En modo alguno podía yo aducir razones de salud, pues si se exceptúa la ruda prueba
sufrida bajo la banca del Polo Sur, jamás nos habíamos hallado mejor cualquiera de los tres.
La sana alimentación, la atmósfera salubre, la regulari-dad de nuestra existencia, la
uniformidad de la temperatura no daban juego a las enfermedades.
Yo podía comprender esa forma de existencia para un hombre en quien los recuerdos de la
tierra no suscitaban la más mínima nostalgia, para un capitán Nemo que allí se sentía en su
casa, que iba a donde quería, que por vías miste-riosas para otros pero no para él, marchaba
hacia su objeti-vo. Pero nosotros no habíamos roto con la humanidad. Y en lo que a mí
concernía, no quería yo sepultar conmigo mis nuevos y curiosos estudios. Tenía yo el
derecho de escribir el verdadero libro del mar, y antes o después, más bien antes, quería yo
que ese libro pudiera ver la luz.
Allí mismo, en aguas de las Antillas, a diez metros de pro-fundidad, ¡cuántas cosas
interesantes pude registrar en mis notas cotidianas! Entre otros zoófitos, las galeras,
conocidas con el nombre de fisalias pelágicas, unas gruesas vejigas oblongas con reflejos
nacarados, tendiendo sus membranas al viento y dejando flotar sus tentáculos azules como
hüos de seda, encantadoras medusas para la vista y verdaderas orti-gas para el tacto, con el
líquido corrosivo que destilan. Entre los articulados, vi unos anélidos de un metro de largo,
arma-dos de una trompa rosa y provistos de mil setecientos órga-nos locomotores, que
serpenteaban bajo el agua exhalando al paso todos los colores del espectro solar. Entre los
peces, rayasmolubars, enormes cartilaginosos de diez pies de lar-go y seiscientas libras de
peso, con la aleta pectoral triangu-lar y el centro del dorso abombado, con los ojos fijados a
las extremidades de la parte anterior de la cabeza, y que se apli-caban a veces como una
opaca contraventana sobre nuestros cristales. Había también balistes americanos para los
que la naturaleza sólo ha combinado el blanco y el negro. Y gobios plumeros, alargados y
carnosos, con aletas amarillas, y mandíbula prominente. Y escómbridos de dieciséis
decíme-tros, de dientes cortos y agudos, cubiertos de pequeñas esca-mas, pertenecientes a
la familia de las albacoras. Por banda-das aparecían de vez en cuando salmonetes surcados
por rayas doradas de la cabeza a la cola, agitando sus resplande-cientes aletas, verdaderas
obras maestras de joyeria, peces en otro tiempo consagrados a Diana, particularmente
bus-cados por los ricos romanos y de los que el proverbio decía que «no los come quien los
coge». También unos pomacan-tos dorados, ornados de unas fajas de color esmeralda,
vesti-dos de seda y de terciopelo, pasaron ante nuestros ojos como grandes señores del
Veronese. Esparos con espolón se eclipsaban bajo su rápida aleta torácica. Los clupeinos,
de quince pulgadas, se envolvían en sus resplandores fosforescentes. Los múgiles batían el
mar con sus gruesas colas carnosas. Rojos corégonos parecían segar las olas con su afilada
aleta pectoral y pecesluna plateados dignos de su nombre se le-vantaban sobre el agua
como otras tantas lunas con reflejos blancos.
¡Cuántos nuevos y maravillosos especímenes habría po-dido observar aún si el Nautilus no
se hubiese adentrado más y más en las capas profundas! Sus planos inclinados le llevaron
hasta fondos de dos mil y tres mil quinientos me-tros. Allí la vida animal estaba ya sólo
representada por las encrinas, estrellas de mar, magníficos pentacrinos con cabe-za de
medusa, cuyos tallos rectos soportaban un pequeño cáliz; trocos, neritias sanguinolentas,
fisurelas y grandes moluscos litorales.
El 20 de abril nos mantuvimos a una profundidad media de mil quinientos metros. Las
tierras más próximas eran las del archipiélago de las Lucayas, islas diseminadas como un
montón de adoquines en la superficie del mar. Se elevaban allí altos acantilados
submarinos, murallas rectas formadas por bloques desgastados dispuestos en largas hiladas,
entre los que se abrían profundos agujeros negros que nuestros rayos eléctricos no
conseguían iluminar hasta el fondo. Esas rocas estaban tapizadas de grandes hierbas, de
laminarias gigantescas, de fucos enormes. Era una verdadera espaldera de hidrófitos digna
de un mundo de titanes.
Estas plantas colosales nos llevaron naturalmente a Con-seil, a Ned y a mí a hablar de los
animales gigantescos del mar, pues aquéllas están evidentemente destinadas a alimen-tar a
éstos. Sin embargo, a través de los cristales del Nautilus, entonces casi inmóvil, no vi sobre
los largos filamentos de esas plantas otras variedades que los principales articulados de la
división de los braquiuros, lambros de largas patas, can-izreios violáceos v clíos vrovios del
mar de las Antillas.
Era alrededor de las once cuando Ned Land atrajo mi atención sobre un formidable
hormigueo que se producía a través de las grandes algas.
Son verdaderas cavernas de pulpos dije y no me extra-ñaría ver a algunos de esos
monstruos.
¿Qué? ¿Calamares? ¿Simples calamares, de la clase de los cefalópodos? dijo Conseil.
No, pulpos de grandes dimensiones. Pero el amigo Land ha debido equivocarse, pues yo
no veo nada añadí.
Lo siento dijo Conseil-, pues me gustaría mucho ver cara a cara a uno de esos pulpos de
los que tanto he oído ha-blar y que pueden llevarse a los barcos hasta el fondo del abismo.
A esas bestias les llaman kra…
-Cra … cuentoschinos querrá decir le interrumpió el ca-nadiense, irónicamente.
Krakens prosiguió Conseil, acabando su frase sin pre-ocuparse de la broma de su
compañero.
Jamás se me hará creer que existen tales animales.
¿Por qué no? respondió Conseil. Nosotros llegamos a creer en el narval del señor.
Y nos equivocamos, Conseil.
Sin duda, pero los demás siguen creyendo en él.
Es probable, Conseil, pero lo que es yo no admitiré la existencia de esos monstruos hasta
que los haya disecado con mis propias manos.
Así que el señor ¿tampoco cree en los pulpos gigantes-cos?
¿Y quién diablos ha creído en ellos? dijo el canadiense.
Mucha gente, Ned.
No serán pescadores. Los sabios, tal vez.
Perdón, Ned. Pescadores y sabios.
-Pues yo dijo Conseil en un tono de absoluta seriedad-me acuerdo perfectamente de haber
visto una gran embar-cación arrastrada al fondo del mar por los brazos de un ce-falópodo.
¿Usted vio eso?
Sí, Ned.
¿Con sus propios ojos?
Con mis propios ojos.
¿Y dónde, por favor?
En SaintMalo afirmó imperturbablemente Conseil.
¡Ah! ¿En el puerto? preguntó Ned Land irónicamente.
No, en una iglesia.
-¡En una iglesia!
Sí, amigo Ned. Era un cuadro que representaba al pulpo en cuestión.
¡Ah! ¡Vaya! exclamó Ned Land, rompiendo a reír. El señor Conseil me estaba
tomando el pelo.
De hecho, tiene razón intervine yo. He oído hablar de ese cuadro, pero el tema que
representa está sacado de una leyenda, y ya sabéis lo que hay que pensar de las leyendas en
materia de Historia Natural. Además, cuando se trata de monstruos, la imaginación no
conoce límites. No solamente se ha pretendido que esos pulpos podían llevarse a los
bar-cos, sino que incluso un tal Olaus Magnus habló de un cefa-lópodo, de una milla de
largo, que se parecía más a una isla que a un animal. Se cuenta también que el obispo de
Nidros elevó un día un altar sobre una inmensa roca. Terminada su misa, la roca se puso en
marcha y regresó al mar. La roca era un pulpo.
¿Y eso es todo? preguntó el canadiense.
No. Otro obispo, Pontoppidan de Berghem, habla igual-mente de un pulpo sobre el que
podía maniobrar un regi-miento de caballería.
Pues sí que estaban bien de la cabeza los obispos de an-tes dijo Ned Land.
En fin, los naturalistas de la Antigüedad citan mons-truos cuya boca parecía un golfo y
que eran demasiado grandes para poder pasar por el estrecho de Gibraltar.
¡Vaya, hombre! dijo el canadiense.
¿Y qué puede haber de cierto en todos esos relatos? pre-guntó Conseil.
Nada, nada en todo cuanto pasa de los límites de la vero-similitud para desbordarse en la
fábula o la leyenda. No obs-tante, la imaginación de los que cuentan estas historias
re-quiere si no una causa, al menos un pretexto. No puede negarse que existen pulpos y
calamares de gran tamaño, aunque inferior sin embargo al de los cetáceos. Aristóteles
comprobó las dimensiones de un calamar que medía tres metros diez. Nuestros pescadores
ven con frecuencia piezas de una longitud superior a un metro ochenta. Los museos de
Trieste y de Montpellier conservan esqueletos de pulpos que miden dos metros. Además,
según el cálculo de los natura-listas, uno de estos animales, de seis pies de largo, debería
te-ner tentáculos de veintisiete metros, lo que basta y sobra pará hacer de ellos unos
monstruos formidables.
¿Se pescan de esta clase en nuestros días? -preguntó Conseil.
Si no se pescan, los marinos los ven, al menos. Uno de mis amigos, el capitán Paul Bos,
del Havre, me ha afirmado a menudo que él había encontrado uno de esos monstruos de
tamaño colosal en los mares de la India. Pero el hecho más asombroso, que no permite ya
negar la existencia de estos animales gigantescos, se produjo hace unos años, en 1861.
¿Qué hecho es ése? preguntó Ned Land.
A ello voy. En 1861, al nordeste de Tenerife, poco más o menos a la latitud en la que
ahora nos hallamos, la tripulación del Alecton vio un monstruoso calamar. El comandante
Bou-guer se acercó al animal y lo atacó a golpes de arpón y a tiros de fusil, sin gran
eficacia, pues balas y arpones atravesaban sus carnes blandas como si fuera una gelatina sin
consistencia. Tras varias infructuosas tentativas, la tripulación logró pasar un nudo
corredizo alrededor del cuerpo del molusco. El nudo resbaló hasta las aletas caudales y se
paró allí. Se trató enton-ces de izar al monstruo a bordo, pero su peso era tan considerable
que se separó de la cola bajo la tracción de la cuerda y, privado de este ornamento,
desapareció bajo el agua.
Bien, ése sí es un hecho manifestó Ned Land.
Un hecho indiscutible, mi buen Ned. Se ha propuesto llamar a ese pulpo «calamar de
Bouguer».
-¿Y cuál era su longitud? preguntó el canadiense.
¿No medía unos seis metros? dijo Conseil, que, aposta-do ante el cristal, examinaba de
nuevo las anfractuosidades del acantilado submarino.
Precisamente respondí.
¿No tenía la cabeza prosiguió Conseilcoronada de ocho tentáculos que se agitaban en
el agua como una nidada de serpientes?
Precisamente.
¿Los ojos eran enormes?
Sí, Conseil.
¿Y no era su boca un verdadero pico de loro, pero un pico formidable?
En efecto, Conseil.
Pues bien, créame el señor, si no es el calamar de Bou-guer éste es, al menos, uno de sus
hermanos.
Miré a Conseil, mientras Ned Land se precipitaba hacia el cristal.
¡Qué espantoso animal! exclamó.
Miré a mi vez, y no pude reprimir un gesto de repulsión. Ante mis ojos se agitaba un
monstruo horrible, digno de fi-gurar en las leyendas teratológicas.
Era un calamar de colosales dimensiones, de ocho metros de largo, que marchaba hacia
atrás con gran rapidez, en di-rección del Nautilus. Tenía unos enormes ojos fijos de tonos
glaucos. Sus ocho brazos, o por mejor decir sus ocho pies, implantados en la cabeza, lo que
les ha valido a estos anima-les el nombre de cefalópodos, tenían una longitud doble que la
del cuerpo y se retorcían como la cabellera de las Furias. Se veían claramente las doscientas
cincuenta ventosas dispuestas sobre la faz interna de los tentáculos bajo forma de cápsulas
semiesféricas. De vez en cuando el animal aplicaba sus ventosas al cristal del salón
haciendo en él el vacío. La boca del monstruo un pico córneo como el de un loro se
abría y cerraba verticalmente. Su lengua, también de sustan-cia córnea armada de varias
hileras de agudos dientes, salía agitada de esa verdadera cizalla. ¡Qué fantasía de la
natura-leza un pico de pájaro en un molusco! Su cuerpo, fusiforme e hinchado en su parte
media, formaba una masa carnosa que debía pesar de veinte a veinticinco mil kilos. Su
color incons-tante, cambiante con una extrema rapidez según la irrita-ción del animal,
pasaba sucesivamente del gris lívido al ma-rrón rojizo.
¿Qué era lo que irritaba al molusco? Sin duda alguna, la sola presencia del Nautilus, más
formidable que él, sobre el que no podían hacer presa sus brazos succionantes ni sus
mandíbulas. Y, sin embargo, ¡qué monstruos estos pulpos, qué vitalidad les ha dado el
Creador, qué vigor el de sus mo-vimientos gracias a los tres corazones que poseen[L19] !.
El azar nos había puesto en presencia de ese calamar y no quise perder la ocasión de
estudiar detenidamente ese espé-cimen de los cefalópodos. Conseguí dominar el horror que
me inspiraba su aspecto y comencé a dibujarlo.
Quizá sea el mismo que el del Alectondijo Conseil.
No respondió el canadiense, porque éste está entero y aquél perdió la cola.
No es una prueba dije, porque los brazos y la cola de estos animales se reforman y
vuelven a crecer, y desde hace siete años la cola del calamar de Bouguer ha tenido tiempo
para reconstituirse.
-Bueno -dijo Ned, pues si no es éste tal vez lo sea uno de ésos.
En efecto, otros pulpos aparecían a estribor. Conté siete. Hacían cortejo al Nautilus.
Oíamos los ruidos que hacían sus picos sobre el casco. Estábamos servidos.
Continué mi trabajo. Los monstruos se mantenían a nuestro lado con tal obstinación que
parecían inmóviles, hasta el punto de que hubiera podido calcarlos sobre el cris-tal. Nuestra
marcha era, además, muy moderada.
De repente, el Nautilus se detuvo, al tiempo que un cho-que estremecía toda su armazón.
¿Hemos tocado? pregunté.
Si, así es respondió el canadiense, ya nos hemos zafa-do porque flotamos.
El Nautilus flotaba, pero no marchaba. Las paletas de su hélice no batían el agua.
Un minuto después, el capitán Nemo y su segundo entra-ban en el salón. Hacía bastante
tiempo que no le había visto. Sin hablarnos, sin vernos tal vez, se dirigió al cristal, miró a
los pulpos y dijo unas palabras a su segundo. Éste salió in-mediatamente. Poco después, se
taparon los cristales y el te-cho se iluminó.
Me dirigí al capitán, y le dije, con el tono desenfadado que usaría un aficionado ante el
cristal de un acuario.
Una curiosa colección de pulpos.
En efecto, señor naturalista me respondió, y vamos a combatirlos cuerpo a cuerpo.
Creí no haber oído bien y miré al capitán.
¿Cuerpo a cuerpo?
Sí, señor. La hélice está parada. Creo que las mandíbulas córneas de uno de estos
calamares han debido bloquear las aspas, y esto es lo que nos impide la marcha.
¿Y qué va usted a hacer?
Subir a la superficie y acabar con ellos.
Empresa difícil.
Sí. Las balas eléctricas son impotentes contra sus carnes blandas, en las que no hallan
suficiente resistencia para esta-llar. Pero los atacaremos a hachazos.
Y a arponazos, señor dijo el canadiense, si no rehúsa usted mi ayuda.
La acepto, señor Land.
Les acompañaremos dije, y siguiendo al capitán Nemo nos dirigimos a la escalera
central.
Allí se hallaba ya una decena de hombres armados con hachas de abordaje y dispuestos al
ataque. Conseil y yo to-mamos dos hachas y Ned Land un arpón.
El Nautilus estaba ya en la superficie. Uno de los marinos, situado en uno de los últimos
escalones, desatornillaba los pernos de la escotilla. Pero apenas había acabado la opera-ción
cuando la escotilla se elevó con gran violencia, eviden-temente «succionada» por las
ventosas de los tentáculos de un pulpo. Inmediatamente, uno de estos largos tentáculos se
introdujo como una serpiente por la abertura mientras otros veinte se agitaban por encima.
De un hachazo, el capi-tán Nemo cortó el formidable tentáculo, que cayó por los peldaños
retorciéndose.
En el momento en que nos oprimíamos unos contra otros para subir a la plataforma, otros
dos tentáculos cayeron so-bre el marino colocado ante el capitán Nemo y se lo llevaron con
una violencia irresistible. El capitán Nemo lanzó un gri-to y se lanzó hacia afuera, seguido
de todos nosotros.
¡Qué escena! El desgraciado, asido por el tentáculo y pe-gado a sus ventosas, se balanceaba
al capricho de aquella enorme trompa. jadeaba sofocado, ygritaba «¡Socorro! ¡So-corro!».
Esos gritos, pronunciados enfrancés, me causaron un profundo estupor. Tenía yo, pues, un
compatriota a bor-do, varios tal vez. Durante toda mi vida resonará en mí esa llamada
desgarradora.
El desgraciado estaba perdido. ¿Quién podría arrancarle a ese poderoso abrazo? El capitán
Nemo se precipitó, sin embargo, contra el pulpo, al que de un hachazo le cortó otro brazo.
Su segundo luchaba con rabia contra otros mons-truos que se encaramaban por los flancos
del Nautilus. La tripulación se batía a hachazos. El canadiense, Conseil y yo hundíamos
nuestras armas en las masas carnosas. Un fuerte olor de almizcle apestaba la atmósfera.
Por un momento creí que el desgraciado que había sido enlazado por el pulpo podría ser
arrancado a la poderosa succión de éste. Siete de sus ocho brazos habían sido ya cortados.
Sólo le quedaba uno, el que blandiendo a la víc-tima como una pluma, se retorcía en el aire.
Pero en el momento en que el capitán Nemo y su segundo se preci-pitaban hacia él, el
animal lanzó una columna de un líqui-do negruzco, secretado por una bolsa alojada en su
abdo-men, y nos cegó. Cuando se disipó la nube de tinta, el calamar había desaparecido y
con él mi infortunado com-patriota.
Una rabia incontenible nos azuzó entonces contra los monstruos, diez o doce de los cuales
habían invadido la pla-taforma y los flancos del Nautilus. Rodábamos entremezcla-dos en
medio de aquellos haces de serpientes que azotaban la plataforma entre oleadas de sangre y
de tinta negra. Se hu-biera dicho que aquellos viscosos tentáculos renacían como las
cabezas de la hidra. El arpón de Ned Land se hundía a cada golpe en los ojos glaucos de los
calamares y los reventa-ba. Pero mi audaz compañero fue súbitamente derribado por los
tentáculos de un monstruo al que no había podido evitar.
No sé cómo no se me rompió el corazón de emoción y de horror. El formidable pico del
calamar se abrió sobre Ned Land, dispuesto a cortarlo en dos. Yo me precipité en su
ayu-da, pero se me anticipó el capitán Nemo. El hacha de éste desapareció entre las dos
enormes mandíbulas. Milagrosa-mente salvado, el canadiense se levantó y hundió
comple-tamente su arpón hasta el triple corazón del pulpo.
Me debía a mí mismo este desquite dijo el capitán Nemo al canadiense.
Ned se inclinó, sin responderle.
Un cuarto de hora había durado el combate. Vencidos, mutilados, mortalmente heridos, los
monstruos desapare-cieron bajo el agua.
Rojo de sangre, inmóvil, cerca del fanal, el capitán Nemo miraba el mar que se había
tragado a uno de sus compañe-ros, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos.
19. El Gulf Stream
Ninguno de nosotros podrá olvidar jamás aquella terri-ble escena del 20 de abril. La he
escrito bajo el imperio de una violenta emoción. He repasado luego mi relato, y se lo he
leído a Conseil y al canadiense. Lo han encontrado lleno de exactitud en los hechos, pero
insuficiente en su expresivi-dad. Y es que para describir tales cuadros haría falta la plu-ma
del más ilustre de nuestros poetas, el autor de Los traba-jadores del mar[L20] .
He dicho que el capitán Nemo lloraba mirando al mar. In-menso fue su dolor. Era el
segundo compañero que perdía desde nuestra llegada a bordo. ¡Y qué muerte! Aquel
amigo, aplastado, asfixiado, roto por el formidable brazo de un pul-po, triturado por sus
mandíbulas de hierro, no debía repo-sar con sus compañeros en las apacibles aguas del
cemente-rio de coral.
Lo que me había desgarrado el corazón, en medio de aquella lucha, fue el grito de
desesperación del desgraciado, ese pobre francés que olvidando su lenguaje de convención
había recuperado la lengua de su país y de su madre en su llamamiento supremo. Tenía yo,
pues, un compatriota entre la tripulación del Nautilus, asociada en cuerpo y alma al ca-pitán
Nemo, que como éste huía del contacto con los hom-bres. ¿Sería el único que representara
a Francia en esa miste-riosa asociación, evidentemente compuesta de individuos de
nacionalidades diversas? Éste era otro de los insolubles problemas que me planteaba sin
cesar.
El capitán Nemo retornó a su camarote, y durante bastan-te tiempo no volví a verle. De su
tristeza, desesperación e irresolución cabía hacerse una idea por la conducta del na-vío de
quien él era el alma y al que comunicaba todas sus im-presiones. El Nautilus no seguía ya
ninguna dirección deter-minada; iba, venía y flotaba como un cadáver a merced de las olas.
La hélice estaba ya liberada, pero apenas se servía de ella. Navegaba al azar. Parecía no
poder arrancarse al es-cenario de su última lucha, a ese mar que había devorado a uno de
los suyos.
Diez días transcurrieron así, hasta el 1 de mayo. Ese día, el Nautilus reemprendió su marcha
al Norte, tras haber avista-do las Lucayas, ante la abertura del canal de las Bahamas.
Se-guimos entonces la corriente del mayor río marino, que tie-ne sus orillas, sus peces y su
temperatura propias. Hablo del Gulf Stream.
Es un río, en efecto. Corre libremente por el Atlántico, y sus aguas no se mezclan con las
oceánicas. Es un río salado, más salado que el mar que le rodea. Su profundidad media es
de tres mil pies y su anchura media de sesenta millas. En algunos lugares, su corriente
marcha a la velocidad de cua-tro kilómetros por hora. El invariable volumen de sus aguas
es más considerable que el de todos los ríos del Globo.
La verdadera fuente del Gulf Stream, reconocida por el comandante Maury, o su punto de
partida, si se prefiere, está situada en el golfo de Gascuña. Allí, sus aguas, aún débiles de
temperatura y de color, comienzan a formarse. Descien-de al Sur, costea el África
ecuatorial, calienta sus aguas con los rayos solares de la zona tórrida, atraviesa el Atlántico,
al-canza el cabo San Roque en la costa brasileña y se bifurca en dos brazos, uno de los
cuales va a saturarse de las calientes moléculas del mar de las Antillas. Entonces, el Gulf
Stream, encargado de restablecer el equilibrio entre las temperaturas y de mezclar las aguas
de los trópicos con las aguas boreales, comienza a desempeñar su papel de compensador.
Se ca-lienta fuertemente en el golfo de México y luego se eleva al Norte a lo largo de las
costas americanas hasta llegar a Terra-nova, donde se desvía por el empuje de la corriente
fría del estrecho de Davis y reemprende la ruta del océano siguien-do sobre uno de los
grandes círculos del Globo la línea loxo-drómica; hacia el grado 43 se divide en dos brazos,
uno de los cuales, ayudado por el alisio del Nordeste, vuelve hacia las Azores y el golfo de
Gascuña, mientras el otro, tras templar las costas de Irlanda y de Noruega, llega más allá de
las Spitz-berg, donde su temperatura desciende a cuatro grados, para formar el mar libre del
Polo.
Por ese río oceánico era por el que navegaba entonces el Nautilus. A su salida del canal de
las Bahamas, el Gulf Stream, con catorce leguas de anchura y trescientos cincuen-ta metros
de profundidad, marcha a ocho kilómetros por hora. Esta rapidez decrece a medida que
avanza hacia el Norte. Es de desear que persista esta regularidad, pues si, como se ha creído
notar, se modificaran su velocidad y su di-rección, los climas europeos se verían sometidos
a perturba-ciones de incalculables consecuencias.
Hacia mediodía me hallaba en la plataforma con Conseil, a quien explicaba las
particularidades del Gulf Stream. Ter-minada mi explicación, le invité a meter las manos en
la co-rriente. Al hacerlo así, Conseil se quedó muy sorprendido de no experimentar ninguna
sensación de frío o calor.
Ello se debe le dije a que la temperatura del Gulf Stream al salir del golfo de México
es poco diferente de la de la sangre. El Gulf Stream es una gran estufa que hace posible a
las costas de Europa adornarse de un verdor perenne. De creer a Maury, si se pudiera
utilizar totalmente el calor de esta corriente se obtendría el suficiente para mantener en
fu-sión a un río de hierro tan grande como el Amazonas o el Missouri.
En aquellos momentos, la velocidad del Gulf Stream era de dos metros veinticinco por
segundo. Su corriente es tan distinta del mar que la rodea que sus aguas comprimidas
forman una especie de relieve y se opera un desnivelamiento entre ellas y las aguas frías.
Oscuras y muy ricas en materias salinas, destacan por su azul puro de las aguas verdosas
que las rodean. Tan neta es la línea de demarcación que el Nauti-lus, a la altura de las
Carolinas, cortó con su espolón las aguas del Gulf Stream mientras su hélice batía aún las
del océano.
La corriente arrastraba con ella a todo un mundo de seres vivos. Los argonautas, tan
comunes en el Mediterráneo, via-jaban por ella en gran número. Entre los cartilaginosos,
los más notables eran las rayas, cuya cola, muy suelta, constituía casi la tercera parte de un
cuerpo que tomaba la forma de un gran rombo de veinticinco pies de largo. Había también
pe-queños escualos, de un metro, con la cabeza grande, el hoci-co corto y redondeado,
puntiagudos dientes dispuestos en varias hileras, y cuyos cuerpos parecían cubiertos de
es-camas.
Entre los peces óseos, anoté unos labros grises propios de esos mares; esparos sinágridos
cuyo iris resplandecía como el fuego; escienas de un metro de largo, con una ancha boca
eri-zada de pequeños dientes, que emitían un ligero grito; cen-tronotos negros, de los que
ya he hablado; corífenas azules con destellos de oro y plata; escaros, verdaderos arcoiris
del océano que rivalizan en colores con los más bellos pájaros de los trópicos; rombos
azulados desprovistos de escarnas; bá-tracos recubiertos de una faja amarilla y transversal
semejan-te a una t griega; enjambres de pequeños gobios moteados de manchitas pardas;
dipterodones de cabeza plateada y de cola amarilla; diversos ejemplares de salmones;
mugilómoros de cuerpo esbelto y de un brillo suave, como los que Lacepéde ha consagrado
a la amable compañera de su vida, y, por último, un hermoso pez, el «caballero americano»,
que, condecorado con todas las órdenes y recamado de todos los galones, fre-cuenta las
orillas de esa gran nación que en tan poca estima tiene a los galones y a las
condecoraciones.
Por la noche, las aguas fosforescentes del Gulf Stream ri-valizaban con el resplandor
eléctrico de nuestro fanal, sobre todo cuando amenazaba tormenta como ocurría
frecuente-mente en aquellos días.
El 8 de mayo nos hallábamos aún frente al cabo Hatteras, a la altura de la Carolina del
Norte. La anchura allí del Gulf Stream es de setenta y cinco millas y su profundidad es de
doscientos diez metros. El Nautilus continuaba errando a la aventura. Toda vigilancia
parecía haber cesado a bordo. En tales condiciones, debo convenir que podía intentarse la
evasión, con posibilidades de éxito. En efecto, las costas ha-bitadas ofrecían en todas partes
fáciles accesos. Además po-díamos esperar ser recogidos por algunos de los numerosos
vapores que surcaban incesantemente aquellos parajes ase-gurando el servicio entre Nueva
York o Boston y el golfo de México, o por cualquiera de las pequeñas goletas que
reali-zaban el transporte de cabotaje por los diversos puntos de la costa norteamericana.
Era, pues, una ocasión favorable, a pesar de las treinta millas que separaban al Nautilus de
las costas de la Unión.
Pero una circunstancia adversa contrariaba absolutamen-te los proyectos del canadiense. El
tiempo era muy malo. Nos aproximábamos a parajes en los que las tormentas son
frecuentes, a esa patria de las trombas y de los ciclones, en-gendrados precisamente por la
corriente del Golfo. Desafiar a bordo de un frágil bote a un mar tan frecuentemente
em-bravecido era correr a una pérdida segura, y el mismo Ned Land convenía en ello Por
eso, tascaba el freno, embargado de una furiosa nostalgia que sólo la huida hubiese podido
curar.
Señor me dijo aquel día, esto debe terminar. Voy a ha-blarle francamente. Su Nemo
se aparta de tierra y sube hacia el Norte. Le digo a usted que ya tengo bastante con el Polo
Sur y que no le seguiré al Polo Norte.
Pero, Ned, ¿qué podemos hacer, puesto que la huida es impracticable en estos momentos?
Vuelvo a mi idea. Hay que hablar con el capitán. Usted no le dijo nada cuando estuvimos
en los mares de su país. Yo quiero hablar, ahora que estamos en los mares del mío. ¡Cuando
pienso que, dentro de unos días, el Nautilus va a encontrarse a la altura de la Nueva
Escocia, y que allí, hacia Terranova, se abre una ancha bahía, que en esa bahía desem-boca
el San Lorenzo, mi río, el río de Quebec, mi ciudad natal! ¡Cuando pienso en eso me
enfurezco y se me ponen los pelos de punta! Mire, señor, creo que voy a terminar
ti-rándome al mar. No me quedaré aquí. No aguanto más. Me asfixio aquí.
El canadiense había llegado evidentemente al límite de la paciencia. Su vigorosa naturaleza
no podía acomodarse a tan prolongado aprisionamiento. Su fisonomía se alteraba de día en
día. Su carácter se tornaba cada vez más sombrío. Yo comprendía sus sufrimientos, pues
también a mí me em-bargaba la nostalgia. Casi siete meses habían pasado sin que
tuviésemos noticia de la tierra. Además, el aislamiento del capitán Nemo, su cambio de
humor, sobre todo desde el combate con los pulpos, su taciturnidad, me hacían ver las cosas
de un modo diferente y ya no sentía el entusiasmo de los primeros tiempos. Había que ser
un flamenco como Conseil para aceptar esa situación en ese medio reservado a los cetáceos
y a otros habitantes del mar. Verdaderamente, si el buen Conseil hubiera tenido branquias
en vez de pulmo-nes habría sido un pez distinguido.
Y bien, señor, ¿qué dice usted? -añadió Ned Land, al ver que yo no respondía.
Bueno, Ned, ¿lo que usted quiere es que pregunte al ca-pitán Nemo cuáles son sus
intenciones para con nosotros? ¿Es eso?
Sí, señor.
Y eso ¿aunque ya nos las haya dado a conocer?
Sí. Por última vez, quiero saber a qué atenerme. Si usted quiere, hable por mí solo, en mi
nombre únicamente.
-El caso es que le encuentro muy raramente. Parece evi-tarme.
Razón de más para ir a verle.
Sea, le interrogaré, Ned.
¿Cuándo?
Cuando le encuentre.
Señor Aronnax, ¿quiere usted que vaya yo mismo a bus-carle?
No, déjeme hacer a mí. Mañana…
Hoy mismo.
Sea, le veré hoy respondí al canadiense, para evitar que actuara por sí mismo y lo
comprometiera todo.
Me quedé solo. Decidida así la gestión, resolví llevarla a cabo inmediatamente. Yo prefiero
lo hecho a lo por hacer. Volví a mi camarote. Desde allí, oí ruido de pasos en el del capitán
Nemo. No debía dejar pasar la ocasión de encontrar-le. Llamé a su puerta, sin obtener
contestación. Llamé nue-vamente y luego giré el picaporte. Abrí la puerta y entré. Allí
estaba el capitán. Inclinado sobre su mesa de trabajo, pare-cía no haberme oído. Resuelto a
no salir sin haberle interro-gado, me acerqué a él. Entonces levantó bruscamente la ca-beza,
frunció las cejas y me dijo en un tono bastante rudo:
-¿Qué hace usted aquí? ¿Qué quiere de mí?
Quiero hablar con usted, capitán.
-Estoy ocupado, señor, estoy trabajando. La libertad que le dejo a usted de aislarse, ¿no
existe para mí?
La recepción no era muy estimulante, que digamos. Pero yo estaba decidido a oír cualquier
cosa con tal de hablar con él.
Señor le dije fríamente, tengo que hablarle de un asunto que no me es posible aplazar.
¿Cuál, señor? respondió irónicamente. ¿Ha hecho us-ted algún descubrimiento que
me haya escapado? ¿Le ha en-tregado el mar nuevos secretos?
Muy lejos estábamos del caso. Pero antes de que hubiese podido yo responderle, me dijo en
un tono más grave, mien-tras me mostraba un manuscrito abierto sobre su mesa:
He aquí, señor Aronnax, un manuscrito escrito en varias lenguas. Contiene el resumen de
mis estudios sobre el mar y, si Dios quiere, no perecerá conmigo. Este manuscrito, fir-mado
con mi nombre, completado con la historia de mi vida, será encerrado en un pequeño
aparato insumergible. El último superviviente de todos nosotros a bordo del Nau-tilus
lanzará ese aparato al mar. Irá a donde quieran llevarle las olas.
¡El nombre de ese hombre! ¡Su historia, escrita por sí mis-mo! ¿Quedaría, pues, desvelado
su misterio un día? Pero en aquel momento yo no vi en esa comunicación más que una
entrada en materia.
Capitán, no puedo sino aprobar esa idea. El fruto de sus estudios no debe perderse. Pero
el medio que piensa em-plear me parece primitivo y arriesgado. ¿Quién sabe adónde los
vientos llevarán ese aparato y en qué manos caerá? ¿No podría usted idear algo mejor? ¿No
podría usted o uno de los suyos … ?
Jamás, señor dijo vivamente el capitán, interrumpién-dome.
Yo y mis compañeros estaríamos dispuestos a guardar ese manuscrito en reserva, y si
usted nos devuelve la liber-tad…
¡La libertad! dijo el capitán Nemo, a la vez que se levan-taba.
Sí, señor, y lo que quería decirle es a propósito de esto. Llevamos ya siete meses a bordo
de su navío, y le pregunto hoy, tanto en nombre de mis compañeros como en el mío propio,
si tiene usted la intención de retenernos aquí para siempre.
Señor Aronnax, le respondo hoy lo que le respondí hace siete meses. Quien entra en el
Nautilus es para no abando-narlo nunca.
Lo que usted nos impone es pura y simplemente la escla-vitud.
Déle usted el nombre que quiera.
En todas partes, el esclavo conserva el derecho de reco-brar su libertad y de usar de los
medios que se le ofrezcan a tal fin, cualesquiera que sean.
¿Quién le ha denegado ese derecho? Yo no le he encade-nado a un juramento me dijo el
capitán, mirándome y cru-zado de brazos.
Señor le dije, hablar por segunda vez de este asunto no puede ser de su agrado ni del
mío, pero puesto que lo hemos abordado vayamos hasta el fin. Se lo repito, no se trata tan
sólo de mi persona. Para mí, el estudio es una ayuda, una po-derosa diversión, un gran
aliciente, una pasión que puede hacerme olvidar todo. Como usted, soy un hombre capaz de
vivir ignorado, oscuramente, en la frágil esperanza de le-gar un día al futuro el resultado de
mis trabajos, por medio de un aparato hipotético confiado al azar de las olas y los vientos.
En una palabra, yo puedo admirarle, seguirle a gus-to en un destino que comprendo en
algunos puntos…, aun-que hay otros aspectos de su vida que me la hacen entrever rodeada
de complicaciones y de misterios de los que, mis compañeros y yo, somos los únicos de
aquí que estamos ex-cluidos. Incluso cuando nuestros corazones han podido la-tir por usted,
emocionados por sus dolores o conmovidos por sus actos de genio o de valor, hemos
debido sofocar en nosotros hasta el más mínimo testimonio de esa simpatía que hace nacer
la vista de lo que es bueno y noble, ya proven-ga del amigo o del enemigo. Pues bien, es
este sentimiento de ser ext-años a todo lo que le concierne a usted lo que hace de nuestra
situación algo inaceptable, imposible, incluso para mí, pero sobre todo para Ned Land.
Todo hombre, por el solo y mero hecho de serlo, merece consideración. ¿Ha con-siderado
usted los proyectos de venganza que el amor por la libertad y el odio a la esclavitud pueden
engendrar en un ca-rácter como el del canadiense? ¿Se ha preguntado usted lo que él puede
pensar, intentar, llevar a cabo … ?
Que Ned Land piense o intente lo que quiera, ¿qué me importa a mí? No soy yo quien ha
ido a buscarle. No le reten-go a bordo por gusto. En cuanto a usted, señor Aronnax…, usted
es de los que pueden comprender todo, incluso el si-lencio. No tengo más que decirle.
Salvo que esta primera vez que ha abordado el tema sea también la última, pues si vuel-ve a
repetirse no podré escucharle.
Me retiré. Y a partir de aquel día nuestra situación se hizo muy tensa. Al informar a mis
compañeros de la conversa-ción, Ned Land dijo:
Ahora sabemos que no hay nada que esperar de este hombre. El Nautilus se acerca a
Long Island. Huiremos, haga el tiempo que haga.
Pero el cielo se tornaba cada vez más amenazador. Se manifestaban los síntomas de un
huracán. La atmósfera es-taba blanca, lechosa. A los cirros en haces sueltos sucedían en el
horizonte capas de nimbocúmulus. Otras nubes ba-jas huían rápidamente. La mar, ya muy
gruesa, se hinchaba en largas olas. Desaparecían las aves, con excepción de esos petreles
que anuncian las tempestades. El barómetro baja-ba muy acusadamente e indicaba en el
aire una extremada tensión de los vapores. La mezcla del stormglass se descom-ponía bajo
la influencia de la electricidad que saturaba la atmósfera. La lucha de los elementos se
anunciaba ya pró-xima.
La tempestad estalló en la jornada del 18 de mayo, preci-samente cuando el Nautilus
navegaba a la altura de Long Island, a algunas millas de los pasos de Nueva York. Puedo
describir esta lucha de los elementos porque, por un capri-cho inexplicable, el capitán
Nemo, en vez de evitarla en las profundidades, decidió afrontarla en la superficie.
El viento soplaba del Sudoeste a una velocidad de quince metros por segundo, que hacia las
tres de la tarde pasó a la de veinticinco metros. Ésta es la cifra de las tempestades.
Firme frente a las ráfagas, el capitán Nemo se hallaba en la plataforma. Se había amarrado a
la cintura para poder resis-tir el embate de las monstruosas olas que azotaban al Nauti-lus.
Yo hice lo mismo. La tempestad y aquel hombre incom-parable que la retaba se disputaban
mi admiración.
Grandes jirones de nubes que parecían surgir del agua ba-rrían la superficie convulsa del
mar. Ya no eran visibles las pequeñas olas que se forman a intervalos en el fondo de las
depresiones creadas por las grandes olas. únicamente se veían largas ondulaciones
fuliginosas, tan compactas que sus crestas no reventaban. Aumentaba más y más su altura,
como si se excitaran entre sí. El Nautilus, ya caído de costa-do, ya erguido como un mástil,
cabeceaba y se balanceaba espantosamente.
Hacia las cinco de la tarde se desplomó una lluvia torren-cial que no abatió ni al viento ni a
la mar. El huracán se de-sencadenó a una velocidad de cuarenta y cinco metros por
segundo, o sea, a unas cuarenta leguas por hora. Había al-canzado esa fuerza que le lleva a
derribar las casas, a clavar las tejas de los tejados en las puertas, a romper las verjas de
hierro y a desplazar cañones del veinticuatro. Y, sin embar-go, el Nautilus estaba allí,
justificando en medio de la tor-menta la afirmación de un sabio ingeniero de que «no hay
casco bien construido que no pueda desafiar a la mar». No era una roca resistente, a la que
aquellas olas hubieran de-molido, sino un huso de acero, obediente y móvil, sin aparejos ni
mástiles, lo que desafiaba impunemente al furor del huracán.
Examinaba yo entretanto las desencadenadas olas. Me-dían hasta quince metros de altura
sobre una longitud de ciento cincuenta a ciento setenta y cinco metros, y su velo-cidad de
propagación era de quince metros por segundo. Su volumen y su potencia aumentaban con
la profundidad del agua. Comprendí entonces la función de esas olas que aprisionan el aire
en sus flancos y lo envían a los fondos marinos, a los que con ese oxígeno llevan la vida. Su
extre-ma fuerza de presión ha sido calculada puede elevarse hasta tres mil kilos por pie
cuadrado de la superficie que baten. Fueron olas como éstas las que en las Hébridas
des-plazaron un bloque de piedra que pesaba ochenta y cuatro mil libras. Las que, en la
tempestad del 23 de diciembre de 1864, tras haber destruido una parte de la ciudad de
Yeddo, en el Japón, se desplazaron a setecientos kilóme-tros por hora para romperse el
mismo día en las costas de América.
La intensidad de la tempestad se acrecentó durante la no-che. El barómetro cayó a 710
milímetros, como en 1860, en la isla de la Reunión, durante un ciclón.
A la caída del día había visto pasar un barco que luchaba penosamente. Capeaba a bajo
vapor para resistir a las olas. Debía ser uno de los vapores de las líneas de Nueva York a
Liverpool o al Havre. Desapareció pronto en la oscuridad.
Hacia las diez de la noche, el cielo era de fuego. Violentos relámpagos surcaban la
atmósfera. Yo no podía resistir sus deslumbrantes fogonazos. El capitán Nemo, en cambio,
los miraba de frente; parecía aspirar con todo su ser el alma de la tempestad. Un fragor
terrible retumbaba en el aire, un rui-do complejo que integraba el estrépito de las olas
aplastadas, los mugidos del viento y los estampidos del trueno. El viento saltaba de un
punto a otro del horizonte, y el ciclón, proce-dente del Este, volvía a él tras pasar por el
Norte, el Oeste y el Sur, en sentido inverso de las tempestades giratorias del he-misferio
austral.
¡Ah! Bien justificaba el Gulf Stream su nombre de rey de las tormentas. Es la corriente del
Golfo la que crea estos for-midables ciclones por la diferencia de temperatura de las ca-pas
de aire superpuestas a sus aguas.
A la lluvia sucedió un chaparrón de fuego. Las gotas de agua se transformaron en chispas
fulminantes. Se hubiese dicho que el capitán Nemo, en busca de una muerte digna de él,
quisiera hacerse matar por el rayo.
En cierto momento, el Nautilus, presa de un formidable movimiento de cabeceo, levantó al
aire su espolón de acero, como la vara de un pararrayos, y vi cómo del espolón sur-gían
numerosas chispas.
Roto, extenuado, repté hacia la escotilla, la abrí y descendí al salón. El temporal alcanzaba
entonces su máxima intensi-dad. Era imposible mantenerse en pie en el interior del
Nau-tilus.
El capitán Nemo descendió hacia la medianoche. Oí lue-go el ruido de los depósitos que se
llenaban poco a poco, y el Nautilus se sumergió lentamente.
Por los cristales descubiertos del salón vi algunos grandes peces pasar como fantasmas por
el agua en fuego. ¡El rayo golpeó a algunos bajo mis ojos!
El Nautilus continuó descendiendo. Yo pensaba que ha-llaría la calma a una profundidad de
quince metros. No. Las capas superiores estaban demasiado violentamente agita-das. Hubo
que descender hasta cincuenta metros en las en-trañas del mar para hallar el reposo. Allí,
¡qué tranquili-dad!, ¡qué silencio!, ¡qué paz! ¿Quién hubiese dicho que un terrible huracán
se desencadenaba entonces en la superficie del océano?
20. A 470 24′ de latitud y l70 28′ de longitud
La tempestad nos había rechazado hacia el Este. Toda es-peranza de evadirse en las cercanías de Nueva York o del San Lorenzo se había desvanecido. El pobre Ned,
desesperado, se aisló como el capitán Nemo. Conseil y yo no nos dejába-mos nunca.
Dije que el Nautilus se había desviado al Este, pero hubie-ra debido decir más exactamente al Nordeste. Durante algu-nos días, cuando navegaba en superficie, erró en medio de las brumas de esos parajes tan peligrosas para los navegan-tes. Esas brumas se deben principalmente a la fundición de los hielos, que mantiene una elevada humedad en la atmós-fera. ¡Cuántos navíos se han perdido en esos parajes, en bus-ca de los inciertos faros de la costa! ¡Cuántos naufragios de-bidos a la extraordinaria opacidad de esas nieblas!
¡Cuántos choques con los escollos en los que el ruido de la resaca es sofocado por el del
viento! ¡Cuántas colisiones entre barcos, a pesar de sus luces de posición, de las
advertencias de sus pitos y de sus campanas de alarma!
Así, el fondo de esos mares ofrecía el aspecto de un campo de batalla, en el que yacían
todos los vencidos del océano; unos, viejos e incrustados ya; otros, jóvenes, cuyos herrajes
y carenas de cobre brillaban bajo la luz de nuestro fanal. ¡Cuántos barcos perdidos, con sus
tripulaciones, su mundo de emigrantes y sus cargamentos, en los puntos peligrosos que
señalan las estadísticas: el cabo Race, la isla San Pablo, el estrecho de Belle Isle, el estuario
del San Lorenzo! Y desde hacía un año tan sólo, ¡cuántas víctimas suministradas a esos
fúnebres anales por las líneas del RoyalMail, de In-mann, de Montreal … ! El Solway, el
Isis, el Paramatta, el Hun-garian, el Canadian, el Anglosaxon, el Humboldt, el United
States, todos encallados. El Articy el Lyonnais, hundidos por colisión. El President, el
Pacific, el City of glasgow, desapare-cidos por causas ignoradas. Todos ellos no eran ya
más que restos, entre los que navegaba el Nautilus como si presencia-ra un desfile de
muertos.
El 15 de mayo, nos encontrábamos en la extremidad me-ridional del banco de Terranova.
Este banco es producto de los aluviones marinos, un considerable conglomerado de detritus
orgánicos transportados desde el ecuador por la co-rriente del Golfo y desde el polo boreal
por la contracorrien-te de agua fría que corre a lo largo de la costa americana. Allí se
amontonan también los bloques errantes que derivan de la ruptura de los hielos. En el banco
se ha formado un vasto «osario» de peces, de moluscos y de zoófitos que perecen en él por
millares.
La profundidad no es considerable en el banco de Terra-nova, algunos centenares de brazas
a lo sumo. Pero hacia el Sur se abre súbitamente una profunda depresión, una sima de tres
mil metros. Ahí es donde se ensancha el Gulf Stream desparramando sus aguas para
convertirse en un mar, al precio de la pérdida de velocidad y de temperatura.
Entre los peces que el Nautilus asustó a su paso, citaré al ci-clóptero, de un metro de largo,
de dorso negruzco y vientre anaranjado, que da a sus congéneres un ejemplo poco segui-do
de fidelidad conyugal; un unernack de gran tamaño, pare-cido a la morena, de color
esmeralda y de un gusto excelente; unos karraks de gruesos ojos, cuyas cabezas tienen
algún pa-recido con la del perro; blenios, ovovivíparos como las ser-pientes; gobios negros
de dos decímetros; macruros de larga cola y de brillos plateados, peces muy rápidos que se
habían aventurado lejos de los mares hiperbóreos.
Las redes recogieron un pez audaz y vigoroso, armado de púas en la cabeza y de aguijones
en las aletas, un verdadero escorpión de dos a tres metros, encarnizado enemigo de los
blenios, de los gados y de los salmones. Era el coto de los ma-res septentrionales, de cuerpo
tuberculado, de color pardo y rojo en las aletas. Los hombres del Nautilus tuvieron alguna
dificultad en apoderarse de ese pez que, gracias a la confor-mación de sus opérculos,
preserva sus órganos respiratorios del contacto desecante del aire y por ello puede vivir
algún tiempo fuera del agua.
Debo dejar constancia también de los bosquianos, peque-ños peces que acompañan a los
navíos por los mares borea-les; de los ableos oxirrincos, propios del Atlántico
septen-trional, y de los rascacios, antes de llegar a los gádidos y, principalmente, los del
inagotable banco de Terranova.
Puede decirse que el bacalao es un pez de la montaña, pues Terranova no es más que una
montaña submarina. Cuando el Nautilus se abrió camino a través de sus apretadas falanges,
Conseil no pudo retener una exclamación:
¡Eso es el bacalao! ¡Y yo que creía que era plano como los gallos y los lenguados!
¡Qué ingenuidad! El bacalao no es plano más que en las tiendas de comestibles donde lo
muestran abierto y extendi-do. En el agua, es un pez fusiforme como el sargo y
perfecta-mente conformado para la marcha.
No tengo más remedio que creer al señor. ¡Qué nube! ¡Qué hormiguero!
Y muchos más habría de no ser por sus enemigos, los rascacios y los hombres. ¿Sabes
cuántos huevos han podido contarse en una sola hembra?
Seamos generosos. Digamos quinientos mil.
Once millones, amigo mío.
Once millones… Eso es algo que no admitiré nunca, a menos que los cuente yo mismo.
Cuéntalos, Conseil. Pero terminarás antes creyéndome. Además, los franceses, los
ingleses, los americanos, los da-neses, los noruegos, pescan los abadejos por millares. Se
consume en cantidades prodigiosas, y si no fuera por la asombrosa fecundidad de estos
peces los mares se verían pronto despoblados de ellos. Solamente en Inglaterra y en
Estados Unidos setenta y cinco mil marineros y cinco mil barcos se dedican a la pesca del
bacalao. Cada barco captura como promedio unos cuarenta mil, lo que hace unos
veinti-cinco millones[L21] . En las costas de Noruega, lo mismo.
Bien, creeré al señor y no los contaré.
¿Qué es lo que no contarás?
Los once millones de huevos. Pero haré una observa-ción.
¿Cuál?
La de que si todos los huevos se lograran bastaría con cuatro bacalaos para alimentar a
Inglaterra, a América y a Noruega.
Mientras recorríamos los fondos del banco de Terranova vi perfectamente las largas líneas
armadas de doscientos an-zuelos que cada barco tiende por docenas. Cada línea, arras-trada
por un extremo mediante un pequeño rezón, quedaba retenida en la superficie por un
orinque fijado a una boya de corcho. El Nautilus debió maniobrar con pericia en medio de
esa red submarina. Pero no permaneció por mucho tiem-po en esos parajes tan
frecuentados. Se elevó hasta el gra-do 42 de latitud, a la altura de San Juan de Terranova y
de Heart’s Content, donde termina el cable transatlántico.
En vez de continuar su marcha al Norte, el Nautilus puso rumbo al Este, como si quisiera
seguir la llanura telegráfica en la que reposa el cable y cuyo relieve ha sido revelado con
gran exactitud por los múltiples sondeos realizados.
Fue el 17 de mayo, a unas quinientas millas de Heart’s Content y a dos mil ochocientos
metros de profundidad, cuando vi el cable yacente sobre el fondo. Conseil, a quien no le
había yo prevenido, lo tomó en un primer momento por una gigantesca serpiente de mar y
se dispuso a clasificarla se-gún su método habitual. Hube de desengañar al digno
mu-chacho y, para consolarle de su chasco, le referí algunas de las vicisitudes que había
registrado la colocación del cable.
Se tendió el primer cable durante los años 1857 y 1858, pero tras haber transmitido unos
cuatrocientos telegramas cesó de funcionar. En 1863, los ingenieros construyeron un nuevo
cable, de tres mil cuatrocientos kilómetros de longi-tud y de cuatro mil quinientas toneladas
de peso, que se em-barcó a bordo del Great Eastern. Pero esta tentativa fracasó.
Precisamente, el 25 de mayo, el Nautilus, sumergido a tres mil ochocientos treinta y seis
metros de profundidad, se ha-lló en el lugar mismo en que se produjo la ruptura del cable
que arruinó a la empresa. Ese lugar distaba seiscientas trein-ta y ocho millas de las costas
de Irlanda. A las dos de la tarde se dieron cuenta de que acababan de interrumpirse las
co-municaciones con Europa. Los electricistas de a bordo deci-dieron cortar el cable y no
repescarlo, y a las once de la no-che lograron apoderarse de la parte averiada. Se hizo el
empalme cosiendo los chicotes de los dos cabos, y se sumer-gió de nuevo el cable. Pero
unos días más tarde, volvía a romperse sin que se lograra extraerlo de las profundidades del
océano.
Los americanos no se desanimaron. El audaz promotor de la empresa, Cyrus Field, que
arriesgaba en ella toda su fortuna, abrió una nueva suscripción, que quedó inmedia-tamente
cubierta. Se construyó otro cable en mejores condiciones. Se protegió bajo una almohadilla
de materias texti-les, contenida en una armadura metálica, el haz de hilos conductores
aislados por una funda de gutapercha. El Great Eastern, con el nuevo cable, volvió a
hacerse a la mar el 13 de julio de 1866.
La operación marchó bien, pese a que en el transcurso de la misma fuera objeto de un
sabotaje. En varias ocasiones observaron los electricistas, al desenrollar el cable, que tenía
plantados varios clavos. El capitán Anderson, sus oficiales y sus ingenieros se reunieron,
deliberaron sobre el asunto y fi-nalmente anunciaron que si se sorprendía al culpable a
bor-do se le lanzaría al mar sin otro juicio. La criminal tentativa no se reprodujo.
El 23 de julio, cuando el Great Eastern se hallaba tan sólo a ochocientos kilómetros de
Terranova, se le telegrafió desde Irlanda la noticia del armisticio concertado por Prusia y
Australia, tras lo de Sadowa. El día 27 avistaba entre la bru-ma el puerto de Heart’s
Content. La empresa había culmina-do felizmente, y en su primer despacho, la joven
América di-rigía a la vieja Europa estas sensatas palabras tan raramente comprendidas:
«Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
No me esperaba hallar el cable eléctrico en su estado pri-mitivo, tal como salió de los
talleres de fabricación. La larga serpiente, recubierta de restos de conchas y erizada de
fora-miníferos, estaba incrustada en una pasta pedregosa que la protegía de los moluscos
perforantes. Yacía tranquilamente, al abrigo de los movimientos del mar y bajo una presión
fa-vorable a la transmisión de la corriente eléctrica que pasa de América a Europa en treinta
y dos centésimas de segundo. La duración del cable será infinita, sin duda, pues se ha
ob-servado que la funda de gutapercha mejora con su perma-nencia en el agua marina. Por
otra parte, en esa llanura tan juiciosamente escogida, el cable no se halla a profundidades
tan grandes como para provocar su ruptura.
El Nautilus lo siguió hasta su fondo más bajo, situado a cuatro mil cuatrocientos treinta y
un metros, y allí reposaba todavía sin sufrir ningún esfuerzo de tracción. Luego, nos
aproximamos al lugar en que se había verificado el accidente de 1863.
El fondo oceánico formaba un ancho valle de ciento vein-te kilómetros, en el que hubiera
podido colocarse al Mont Blanc sin que su cima emergiera del agua. El valle está cerra-do
al Este por una muralla de dos mil metros cortada a pico. Llegamos allí el 28 de mayo. En
ese momento, el Nautilus no estaba más que a ciento cincuenta kilómetros de Irlanda.
¿Iba el capitán Nemo a aproximarse a las islas Británicas? No. Con gran sorpresa mía,
descendió hacia el Sur y se di-rigió hacia los mares europeos. Al contornear la isla de la
Esmeralda, vi por un instante el cabo Clear y el faro de Fastenet que ilumina a los millares
de navíos que salen de Glasgow o de Liverpool.
Una importante cuestión se debatía en mi mente. ¿Osaría el Nautilus adentrarse en el canal
de la Mancha? Ned Land, que había reaparecido desde que nos hallamos en la proxi-midad
de la tierra, no cesaba de interrogarme. ¿Qué podía yo responderle? El capitán Nemo
continuaba siendo invisi-ble. Tras haber dejado entrever al canadiense las orillas de
América, ¿iba a mostrarme las costas de Francia?
El Nautílus continuaba descendiendo hacia el Sur. El 30 de mayo pasaba por delante del Lands End, entre la punta extre-ma de Inglaterra y las islas Sorlingas, a las que dejó a estribor.
Si el capitán Nemo quería entrar en la Mancha tenía que poner rumbo al Este. No lo hizo.
Durante toda la jornada del 31 de mayo, el Nautilus des-cribió en su trayectoria una serie de
círculos que me intriga-ron vivamente. Parecía estar buscando un lugar de difícil
lo-calización. A mediodía, el capitán Nemo subió en persona a fijar la posición. No me
dirigió la palabra. Me pareció más sombrío que nunca. ¿Qué era lo que podía entristecerle
así?
¿Era la proximidad de las costas de Europa? ¿Algún recuer-do de su abandonado país?
¿Qué sentía? ¿Pesar o remordi-mientos? Durante mucho tiempo estos interrogantes me
acosaron. Tuve el presentimiento de que el azar no tardaría en traicionar los secretos del
capitán.
Al día siguiente, primero de junio, el Nautilus evolucionó como en la víspera. Era evidente
que trataba de reconocer un punto preciso del océano. El capitán Nemo subió tam-bién ese
día a tomar la altura del sol. La mar estaba en calma y puro el cielo. A unas ocho millas al
Este, un gran buque de vapor se dibujaba en la línea del horizonte. No pude recono-cer su
nacionalidad, en la ausencia de todo pabellón.
Unos minutos antes de que el sol pasara por el meridiano, el capitán Nemo tomó el sextante
y se puso a observar con una extremada atención. La calma absoluta de la mar facili-taba su
operación. El Nautilus, inmóvil, no sufría ni cabeceo nibalanceo.
Yo estaba en aquel momento sobre la plataforma. Cuando hubo terminado su observación,
el capitán pronunció estas palabras:
Es aquí.
Descendió inmediatamente por la escotilla. ¿Habría visto al barco que modificaba su
marcha y parecía dirigirse hacia nosotros? No podría yo asegurarlo.
Volví al salón. Se cerró la escotilla y oí el zumbido del agua al penetrar en los depósitos. El
Nautílus comenzó a descen-der verticalmente, pues su hélice no le comunicaba ningún
movimiento. Se detuvo unos minutos más tarde, a una pro-fundidad de ochocientos treinta
y tres metros, en el fondo. Se apagó entonces el techo luminoso del salón, y al descorrer los
paneles que tapaban los cristales vi el agua vivamente ilu-minada por el fanal en un radio
de una media milla. A babor no se veía más que la inmensidad del agua tranquila. A
estri-bor, al fondo, apareció una pronunciada extumescencia que atrajo mi atención. Se
hubiese dicho unas ruinas sepultadas bajo un conglomerado de conchas blancuzcas como
un manto de nieve. Al examinar más detenidamente aquella masa creí reconocer las formas
espesas de un navío sin más-tiles, que debía haberse hundido por la proa. Su hundimien-to
debía datar de hacía muchísimos años, como lo atesti-guaba su incrustación en las materias
calizas del fondo oceánico. ¿Qué barco podía ser ése? ¿Por qué había ido el Nautílus a
visitar su tumba? ¿No era, pues, un naufragio lo que le había llevado bajo el agua? No sabía
yo qué pensar, cuando, cerca de mí, oí al capitán Nemo decir lentamente:
En otro tiempo ese navío se llamó el Marsellés. Tenía se-tenta y cuatro cañones y lo
botaron en 1762. En 1778, el 13 de agosto, bajo el mando de La PoypeVertrieux, se batió
audaz-mente contra el Preston. El 4 de julio de 1779, participó con la escuadra del
almirante D’Estaing en la conquista de la Grana-da. En 1781, el 5 de septiembre, tomó parte
en el combate del conde de Grasse, en la bahía de Chesapeake. En 1794, la Re-pública
francesa le cambió el nombre. El 16 de abril del mis-mo año, se unió en Brest a la escuadra
de VillaretJoyeuse, en-cargada de escoltar un convoy de trigo que venía de América, bajo
el mando del almirante Van Stabel. El 11 y el 12 pradial, año II, esa escuadra se encontró
con los navíos ingleses. Se-ñor, hoy es el 13 pradial, el primero de junio de 1868. Hoy hace
setenta y cuatro años, día a día, que en este mismo lugar, a 47′ 24′ de latitud y 17′ 28′ de
longitud, este barco, tras un combate heroico, perdidos sus tres palos, con el agua en sus
bodegas y la tercera parte de su tripulación fuera de combate, prefirió hundirse con sus
trescientos cincuenta y seis marinos que rendirse. Y fijando su pabellón a la popa,
desapareció bajo el agua al grito de « ¡Viva la República! »
¡Le Vengeur[L22] exclamé.
Sí, señor, Le Vengeur. Un hermoso nombre -murmuró el capitán Nemo, cruzado de
brazos.
21. Una hecatombe
Esa manera de hablar, lo imprevisto de la escena, la histo-ria del barco patriota y la
emoción con que el extraño perso-naje había pronunciado la últimas palabras, ese nombre
de Vengeur, cuya significación no podía escaparme, me impre-sionaron profundamente. No
podía dejar de mirar al capi-tán que, con las manos extendidas hacia el mar, contempla-ba,
fascinado, los gloriosos restos. Quizá no debiera yo saber jamás quién era, de dónde venía,
adónde iba, pero cada vez veía con más claridad al hombre liberarse del sabio. No era una
misantropía común la que había encerrado en el Nauti-lus al capitán Nemo y a sus hombres,
sino un odio mons-truoso o sublime que el tiempo no podía debilitar.
¿Buscaba ese odio la venganza? El futuro debía darme pronto la respuesta.
El Nautilus ascendía ya lentamente hacia la superficie, y poco a poco vi desaparecer las
formas confusas del Vengeur. Pronto, un ligero balanceo me indicó que flotábamos en la
superficie.
En aquel momento, se oyó una sorda detonación. Miré al capitán. Éste no se había movido.
¡Capitán!
No respondió.
Le dejé y subí a la plataforma. Conseil y Ned Land me ha bían precedido.
¿De dónde viene esa detonación? pregunté.
Un cañonazo respondió Ned Land.
Miré en la dirección del navío que había visto. Se acercaba al Nautilus y se veía que
forzaba el vapor. Seis millas le sepa-raban de nosotros.
¿Qué barco es ése, Ned?
Por su aparejo y por la altura de sus masteleros -respon-dió el canadiense apostaría a
que es un barco de guerra. ¡Ojalá pueda llegar hasta nosotros y echar a pique a este
con-denado Nautilus!
¿Y qué daño podría hacerle al Nautilus, Ned? dijo Con-seil. ¿Puede atacarle bajo el
agua, cañonearle en el fondo del mar?
Dígame, Ned, ¿puede usted reconocer la nacionalidad de ese barco?
El canadiense frunció las cejas, plegó los párpados, guiñó los ojos y miró fijamente durante
algunos instantes al barco con toda la potencia de su mirada.
-No, señor. No puedo reconocer la nación a la que perte-nece. No lleva izado el pabellón.
Pero sí puedo afirmar que es un barco de guerra, porque en lo alto de su palo mayor ondea
un gallardete.
Durante un cuarto de hora continuamos observando al barco que se dirigía hacia nosotros.
Yo no podía admitir, sin embargo, que hubieran podido reconocer al Nautilus a esa
distancia y aún menos que supiesen lo que era este ingenio submarino.
No tardó el canadiense en precisar que se trataba de un buque de guerra acorazado de dos
puentes. Sus dos chime-neas escupían una espesa humareda negra. Sus velas plega-das se
confundían con las líneas de las vergas, y a popa no llevaba izado el pabellón. La distancia
impedía aún distinguir los colores de su gallardete que flotaba como una delga-da cinta.
Avanzaba rápidamente. Si el capitán Nemo le deja-ba acercarse se abriría ante nosotros una
posibilidad de sal-vación.
Señor dijo Ned Land, como pase a una milla de noso-tros me tiro al mar, y les
exhorto a hacer como yo.
No respondí a la proposición del canadiense, y continué observando al barco, que
aumentaba de tamaño a medida que se acercaba. Ya fuese inglés, francés, americano o ruso,
era seguro que nos acogerían si podíamos acercarnos a él.
El señor haría bien en recordar dijo entonces Conseil– que ya tenemos alguna
experiencia de la natación. Puede confiar en que yo le remolcaré si decide seguir al amigo
Ned.
Iba a responderle, cuando un vapor blanco surgió a proa del navío de guerra. Algunos
segundos después, el agua, perturbada por la caída de un cuerpo pesado, salpicó la popa del
Nautilus. Inmediatamente se escuchó una detona-ción.
¡Vaya! ¡Nos cañonean! exclamé.
¡Buena gente! murmuró el canadiense.
No nos toman, pues, por náufragos aferrados a una tabla.
Mal que le pese al señor.. Bueno -dijo Conseil, sacu-diéndose el agua que un nuevo obús
había hecho saltar so-bre él, decía que han debido reconocer al narval y lo están
canoneando.
Pero deberían ver repuse que están tirando contra hombres.
Tal vez sea por eso respondió Ned Land, mirándome.
Sus palabras me hicieron comprender. Sin duda, se sabía a qué atenerse ya sobre la
existencia del supuesto monstruo. Sin duda, en su colisión con el Abraham Lincoln cuando
el canadiense le golpeó con su arpón, el comandante Farragut había reconocido en el narval
a un barco submarino, más peligroso que un sobrenatural cetáceo. Sí, eso debía ser, y era
seguro que en todos los mares se perseguía a ese terrible in genio de destrucción. Terrible,
en efecto, si, como podía su ponerse, el capitán Nemo empleara al Nautilus en una obra de
venganza. ¿No habría atacado a algún navío aquella noche, en medio del océano Índico,
cuando nos encerró en la celda? ¿Aquel hombre enterrado en el cementerio de cora no
habría sido víctima del choque provocado por el Nauti-lus? Sí, lo repito, así debía ser. Eso
desvelaba una parte de la misteriosa existencia del capitán Nemo. Y aunque su identi-dad
no fuera conocida, las naciones, coaligadas contra él perseguían no ya a un ser quimérico,
sino a un hombre que las odiaba implacablemente. En un momento, entreví ese pasado
formidable, y me di cuenta de que en vez de encon-trar amigos en ese navío que se
acercaba no podríamos sino hallar enemigos sin piedad.
Los obuses se multiplicaban en torno nuestro. Algunos, tras golpear la superficie líquida, se
alejaban por rebotes a distancias considerables. Pero ninguno alcanzó al Nautilus.
El buque acorazado no estaba ya más que a tres millas. Pese al violento cañoneo, el capitán
Nemo no había apareci-do en la plataforma. Y, sin embargo, cualquiera de esos obu-ses
cónicos que hubiera golpeado al casco del Nautilus le hu-biera sido fatal.
Señor -me dijo entonces el canadiense, debemos inten-tarlo todo para salir de este mal
paso. Hagámosles señales. ¡Mil diantres! Tal vez entiendan que somos gente honrada.
Y diciendo esto, Ned Land sacó su pañuelo para agitarlo en el aire. Pero apenas lo había
desplegado cuando caía so-bre el puente, derribado por un brazo de hierro, pese a su fuerza
prodigiosa.
¡Miserable! rugió el capitán. ¿Es que quieres que te en-sarte en el espolón del Nautilus antes de que lo lance contra ese buque?
Si terrible fue oír al capitán Nemo lo que había dicho, más terrible aún era verlo. Su rostro palideció a consecuencia de los espasmos de su corazón, que había debido cesar de latir un
instante. Sus ojos se habían contraído espantosamente. Su voz era un rugido. Inclinado
hacia adelante, sus manos retorcían los hombros del canadiense. Luego le abandonó, y
volviéndose hacia el buque de guerra cuyos obuses llovían en torno suyo, le increpó así:
¡Ah! ¿Sabes quién soy yo, barco de una nación maldita? Yo no necesito ver tus colores
para reconocerte. ¡Mira! ¡Voy a mostrarte los míos!
Y el capitán Nemo desplegó sobre la parte anterior de la plataforma un pabellón negro,
igual al que había plantado en el Polo Sur.
En aquel momento, un obús rozó oblicuamente el casco del Nautilus sin dañarlo, y pasó de
rebote cerca del capitán antes de perderse en el mar. El capitán Nemo se alzó de hom-bros.
Luego se dirigió a mí:
¡Descienda! me dijo en un tono imperativo. ¡Baje con sus compañeros!
Señor, ¿va usted a atacar a ese buque?
Señor, voy a echarlo a pique.
¡No hará usted eso!
Lo haré respondió fríamente el capitán Nemo. Abs-téngase de juzgarme, señor. La
fatalidad va a mostrarle lo que no debería haber visto. Me han atacado y la respuesta será
terrible. ¡Baje usted!
¿Qué barco es ése?
¿No lo sabe? Pues bien, tanto mejor. Su nacionalidad, al menos, será un secreto para
usted. ¡Baje!
El canadiense, Conseil y yo no podíamos hacer otra cosa que obedecer. Una quincena de
marineros del Nautilus ro-deaban al capitán y miraban con un implacable sentimiento de
odio al navío que avanzaba hacia ellos. Se sentía que el mis-mo espíritu de venganza
animaba a todos aquellos hombres.
Descendí en el momento mismo en que un nuevo proyec-til rozaba otra vez el casco del
Nautilus, y oí gritar al capitán:
¡Tira, barco insensato! Prodiga tus inútiles obuses. No escaparás al espolón del Nautílus.
Pero no es aquí donde de-bes perecer, no quiero que tus ruinas vayan a confundirse con las
del Vengeur.
Volví a mi camarote. El capitán y su segundo se habían quedado en la plataforma. La hélice
se puso en movimiento y el Nautilus se alejó velozmente, poniéndose fuera del al-cance de
los obuses del navío. Pero la persecución prosiguió y el capitán Nemo se limitó a mantener
la distancia.
Hacia las cuatro de la tarde, incapaz de contener la impa-ciencia y la inquietud que me
devoraban, volví a la escalera central. La escotilla estaba abierta y me arriesgué sobre la
plataforma. El capitán se paseaba por ella agitadamente y miraba al buque, situado a unas
cinco o seis millas a sota-vento. El capitán Nemo se dejaba perseguir atrayendo al bu-que
hacia el Este. No le atacaba, sin embargo. ¿Dudaba tal vez?
Quise intervenir por última vez. Pero apenas interpelé al capitán Nemo, me impuso el
silencio.
-Yo soy el derecho, yo soy la justicia me dijo. Yo soy el oprimido y ése es el opresor.
Es por él por lo que ha perecido todo lo que he amado y venerado: patria, esposa, hijos,
pa-dre y madre. Todo lo que yo odio está ahí. ¡Cállese!
Dirigí una última mirada al buque de guerra que forzaba sus calderas. Luego me reuní con
Ned y Conseil.
¡Huiremos! -les dije.
Bien repuso Ned. ¿Qué barco es ése?
Lo ignoro. Pero sea quien sea, será hundido antes de que llegue la noche. En todo caso,
más vale perecer con él que hacerse cómplices de represalias cuya equidad no puede
medirse.
Ésa es mi opinión dijo fríamente Ned Land. Espere-mos a la noche.
Y llegó la noche. Un profundo silencio reinaba a bordo. La brújula indicaba que el Nautilus
no había modificado su dirección. Oía el zumbido de su hélice, que batía el agua con una
rápida regularidad. Se mantenía en la superficie, y un ligero balanceo le sacudía de babor a
estribor y vice-versa.
Mis compañeros y yo habíamos resuelto fugarnos en el momento en que el buque estuviera
bastante cerca y sus tri-pulantes pudieran oírnos o vernos a la luz de la luna, a la que
faltaban tres días para alcanzar su plenilunio. Una vez a bor-do de ese barco, si no
pudiéramos evitar el golpe que le ame-nazaba, haríamos, al menos, todo lo que las
circunstancias nos permitieran intentar.
Varias veces creí que el Nautilus se disponía para el ata-que. Pero seguía limitándose a
dejar acercarse al adversario para luego reemprender la huida.
Transcurrió una buena parte de la noche sin incidente al-guno. Acechábamos la ocasión de
pasar a la acción y hablá-bamos poco, dominados por la emoción. Ned Land quería
precipitarse al mar. Yo le forcé a esperar. Pensaba yo que el Nautilus debía atacar al
dospuentes en la superficie y enton-ces sería no sólo posible sino fácil evadirse.
A las tres de la mañana, inquieto, subí a la plataforma. El capitán Nemo no la había
abandonado. Estaba en pie, a proa, cerca de su pabellón, al que la ligera brisa desplegaba
por encima de su cabeza. No perdía de vista al navío. Su mi-rada, de una extraordinaria
intensidad, parecía atraerlo, fas-cinarlo, tirar de él más seguramente que si lo hubiera
remol-cado. La luna pasaba por el meridiano. júpiter se elevaba hacia el Este. El cielo y el
océano rivalizaban en tranquilidad, y la mar ofrecía al astro nocturno el más bello espejo
que nunca hubiese reflejado su imagen.
Al pensar en esa calma de los elementos y compararla con la cólera que incubaba el
Nautilus sentí estremecerse todo mi ser.
El buque se mantenía a dos millas de nosotros. Se había acercado, marchando hacia ese
brillo fosforescente que señalaba la presencia del Nautilus. Vi sus luces de posición, verde
y roja, y su fanal blanco suspendido del estay de mesa-na. Una vaga reverberación
iluminaba su aparejo e indicaba que sus calderas habían sido llevadas al máximo de
presión. Haces de chispas y escorias de carbones encendidas se esca-paban de sus
chimeneas e iluminaban la noche.
Permanecí así hasta las seis de la mañana, sin que el capi-tán Nemo pareciera darse cuenta
de mi presencia. El buque se había acercado a milla y media y con las primeras luces del
alba recomenzó su cañoneo. No podía faltar ya mucho tiempo para que el Nautilus se
decidiera a atacar y nosotros a dejar para siempre a aquel hombre al que yo no osaba juzgar.
Me disponía ya a bajar, a fin de prevenir a mis compane-ros, cuando el segundo subió a la
plataforma, acompañado de varios marinos. El capitán Nemo no les vio o no quiso verlos.
Se tomaron las disposiciones que podrían llamarse de «zafarrancho de combate». Eran muy
sencillas; consis-tían únicamente en bajar la barandilla de la plataforma, el receptáculo del
fanal y la cabina del timonel para que la su-perficie del largo cigarro de acero no ofreciera
un solo sa-liente que pudiese dificultar sus movimientos.
Regresé al salón. El Nautilus continuaba navegando en su-perficie. Las primeras luces del
día se infiltraban en el agua. De vez en cuando, con las ondulaciones de las olas se
anima-ban los cristales del salón con los tonos encendidos del sol levante. Amanecía aquel
terrible 2 de junio.
A las cinco, la corredera me indicó que el Nautilus reducía su velocidad. Quería eso decir
que dejaba acercarse al buque de guerra, cuyos cañonazos se oían cada vez con más
inten-sidad. Los obuses surcaban el agua circundante y se hun-dían en ella con un silbido
singular.
-Amigos míos dije, ha llegado el momento. Un apretón de manos y que Dios nos
guarde.
Ned Land estaba decidido, Conseil, tranquilo, yo, nervio-so, sin poder contenerme apenas.
Pasamos a la biblioteca.
Pero en el momento en que yo empujaba la puerta que co-municaba con la escalera central,
oí el ruido de la escotilla al cerrarse bruscamente. El canadiense se lanzó hacia los
pel-daños, pero conseguí retenerle. Un silbido bien conocido in-dicaba que el agua
penetraba en los depósitos. En efecto, en unos instantes el Nautilus se sumergió a algunos
metros de la superficie.
Era ya demasiado tarde para actuar.
Comprendí la maniobra. El Nautilus no iba a golpear al buque en su impenetrable coraza,
sino por debajo de su lí-nea de flotación, donde el casco no está blindado.
De nuevo estábamos aprisionados, como obligados testi-gos del siniestro drama que se
fraguaba. Apenas tuvimos tiempo para reflexionar. Refugiados en mi camarote, nos
mirábamos sin pronunciar una sola palabra. Me sentía do-minado por un profundo estupor,
incapaz de pensar. Me ha-llaba en ese penoso estado que precede a la espera de una
es-pantosa detonación. Esperaba, escuchaba, con todo mi ser concentrado en el oído.
La velocidad del Nautilus aumentó sensiblemente hasta hacer vibrar toda su armazón. Era
el indicio de que estaba tomando impulso.
El choque me arrancó un grito. Fue un choque relativa-mente débil, pero que me hizo sentir
la fuerza penetrante del espolón de acero, al oír los estridentes chasquidos. Lanzado por su
potencia de propulsión, el Nautilus atravesaba la masa del buque como la aguja pasa a
través de la tela.
No pude soportarlo. Enloquecido, fuera de mí, salí de mi camarote y me precipité al salón.
Allí estaba el capitán Nemo. Mudo, sombrío, implacable, miraba por el tragaluz de babor.
Una masa enorme zozobraba bajo el agua. Para no per-derse el espectáculo de su agonía, el
Nautilus descendía con ella al abismo. A unos diez metros de mí vi el casco entre-abierto
por el que se introducía el agua fragorosamente, y la doble línea de los cañones y los
empalletados. El puente es-taba lleno de sombras oscuras que se agitaban. El agua subía y
los desgraciados se lanzaban a los obenques, se agarraban a los mástiles, se retorcían en el
agua. Era un hormiguero humano sorprendido por la invasión de la mar.
Paralizado, atenazado por la angustia, los cabellos eriza-dos, los ojos desmesuradamente
abiertos, la respiración contenida, sin aliento y sin voz, yo miraba también aquello, pegado
al cristal por una irresistible atracción.
El enorme buque se hundía lentamente, mientras el Nau-tilus le seguía espiando su caída.
De repente se produjo una explosión. El aire comprimido hizo volar los puentes del barco
como si el fuego se hubiera declarado en las bodegas. El empuje del agua fue tal que desvió
al Nautilus. Entonces el desafortunado navío se hundió con mayor rapidez, y apare-cieron
ante nuestros ojos sus cofas, cargadas de víctimas, luego sus barras también con racimos de
hombres y, por úl-timo, la punta del palo mayor. Luego, la oscura masa desapa-reció, y con
ella su tripulación de cadáveres en medio de un formidable remolino.
Me volví hacia el capitán Nemo. Aquel terrible justiciero, verdadero arcángel del odio,
continuaba mirando. Cuando todo hubo terminado, el capitán Nemo se dirigió a la puerta de
su camarote, la abrió y entró, seguido por mi mirada. En la pared del fondo, debajo de los
retratos de sus héroes, vi el de una mujer joven y los de dos niños pequeños. El capitán
Nemo los miró durante algunos instantes, les tendió los bra-zos, y, arrodillándose,
prorrumpió en sollozos.
22. Las últimas palabras del capitán Nemo
Los paneles que cubrían los cristales se habían cerrado so-bre esa visión espantosa, pero sin
que por ello se hubiera ilu-minado el salón. En el interior del Nautilus todo era tinieblas y
silencio, mientras abandonaba con una rapidez prodigio-sa, a cien pies bajo la superficie,
aquel lugar de desolación. ¿Adónde iba? ¿Al Norte o al Sur? ¿Adónde huía ese hombre tras
su horrible represalia?
Regresé a mi camarote, donde Ned y Conseil permane-cían todavía en silencio. Sentía un
horror invencible hacia el capitán Nemo. Por mucho que le hubieran hecho sufrir los
hombres no tenía el derecho de castigar así. Me había hecho si no cómplice, sí, al menos,
testigo de su venganza. Eso era ya demasiado.
La luz eléctrica reapareció a las once y volví al salón, que estaba vacío. La consulta de los
diversos instrumentos me informó de que el Nautilus huía al Norte a una velocidad de
veinticinco millas por hora, alternativamente en superficie o a treinta pies de profundidad.
Consultada la carta, vi que pa-sábamos por el canal de la Mancha y que nuestro rumbo nos
llevaba hacia los mares boreales con una extraordinaria ve-locidad.
Apenas pude ver al paso unos escualos de larga nariz, los escualosmartillo; las lijas, que
frecuentan esas aguas; las grandes águilas de mar; nubes de hipocampos, que se pare-cen a
los caballos del juego de ajedrez; anguilas agitándose como las culebrillas de un fuego de
artificio; ejércitos de cangrejos, que huían oblicuamente cruzando sus pinzas so-bre sus
caparazones, y manadas de marsopas que compe-tían en rapidez con el Nautilus. Pero no
estaban las cosas como para ponerse a observar, estudiar y clasificar.
Por la tarde, habíamos recorrido ya doscientas leguas del Atlántico. Llegó la noche y las
tinieblas se apoderaron del mar hasta la salida de la luna. Me acosté, pero no pude dor-mir,
asaltado por las pesadillas que hacía nacer en mí la ho-rrible escena de destrucción.
Desde aquel día, ¿quién podría decir hasta dónde nos llevó el Nautilus por las aguas del
Atlántico septentrional? Siem-pre a una velocidad extraordinaria y siempre entre las
bru-mas hiperbóreas. ¿Costeó las puntas de las Spitzberg y los cantiles de la Nueva
Zembla? ¿Recorrió esos mares ignora-dos, el mar Blanco, el de Kara, el golfo del Obi, el
archipiéla-go de Liarrow y las orillas desconocidas de la costa asiática? No sabría yo
afirmarlo como tampoco calcular el tiempo transcurrido. El tiempo se había parado en los
relojes de a bordo. Como en las comarcas polares, parecía que el día y la noche no seguían
ya su curso regular. Me sentía llevado a ese dominio de lo fantasmagórico en el que con
tanta facilidad se movía la imaginación sobreexcitada de Edgar Poe. A cada instante,
esperaba verme, como el fabuloso Gordon Pym, ante «esa figura humana velada, de
proporciones mucho más grandes que las de ningún habitante de la tierra, situa-da tras esa
catarata que defiende las inmediaciones del Polo».
Estimo aunque tal vez me equivoque que la aventurera carrera del Nautilus se prolongó
durante quince o veinte días, y no sé lo que hubiera durado de no haberse producido la
catástrofe con la que terminó este viaje. Del capitán Nemo no se tenía ni noticia. De su
segundo, tampoco. Ni un hom-bre de la tripulación se hizo visible un solo instante. El
Nau-tilus navegaba casi continuamente en inmersión, y cuando subía a la superficie a
renovar el aire, las escotillas se abrían y cerraban automáticamente. Como no se fijaba ya la
posición en el planisferio, no sabía dónde estábamos.
Diré también que el canadiense, al cabo de sus fuerzas y de su paciencia, tampoco aparecía.
Conseil no podía sa-car de él una sola palabra, y temía que se suicidase, en un ac-ceso de
delirio bajo el imperio de su tremenda nostalgia. Le vigilaba a cada instante con una
abnegación sin límites.
En tales condiciones, la situación era ya insostenible.
Una mañana imposible me sería precisar la fecha, al despertarme de un
amodorramiento penoso y enfermizo, vi a Ned Land inclinado sobre mí y decirme en voz
baja:
Vamos a evadirnos.
Me incorporé.
¿Cuándo?
Esta misma noche. Toda vigilancia parece haber desapa-recido del Nautilus. Se diría que
el estupor reina a bordo. ¿Estará usted dispuesto, señor?
Sí. ¿Dónde estamos?
A la vista de tierras que he advertido esta mañana entre la bruma, a unas veinte millas al
Este.
¿Qué tierras son ésas?
Lo ignoro, pero sean las que fueren nos refugiaremos en ellas.
-Sí, Ned. Nos fugaremos esta noche, aunque nos trague el mar.
La mar está movida, el viento es fuerte, pero no me asus-ta atravesar esas veinte millas en
el bote del Nautilus. He po-dido dejar en él algunos víveres y varias botellas de agua, sin
que se dé cuenta la tripulación.
-Le seguiré.
Si me sorprenden, me defenderé y me haré matar.
Moriremos juntos, amigo Ned.
Yo estaba decidido a todo. El canadiense me abandonó. Subí a la plataforma, sobre la que
apenas podía mantenerme bajo el embate de las olas. El cielo estaba amenazador, pero
puesto que la tierra estaba allí tras las espesas brumas, había que huir, sin pérdida de
tiempo.
Volví al salón. Temía y deseaba a la vez encontrar al capi-tán Nemo. Quería y no quería
verlo. ¿Qué podría decirle? ¿Podía yo ocultarle el involuntario horror que me inspiraba?
No. Más valía no hallarse cara a cara con él. Más valía olvi-darle. Y sin embargo…
¡Cuán larga fue aquella jornada, la última que debía pasar a bordo del Nautilus! Permanecí
solo. Ned Land y Conseil evitaban hablarme por temor a traicionarse.
Cené a las seis, sin apetito, pero me forcé a comer, ven-ciendo la repugnancia, para no
encontrarme débil. A las seis y media entró Ned Land en mi camarote, y me dijo:
No nos veremos ya hasta el momento de partir. A las diez, todavía no habrá salido la
luna. Aprovecharemos la os-curidad. Venga usted al bote, donde le esperaremos Conseil y
yo.
El canadiense salió sin darme tiempo a responderle.
Quise verificar el rumbo del Nautílus y me dirigí al salón. Llevábamos rumbo
NorteNordeste, a una tremenda veloci-dad y a cincuenta metros de profundidad.
Lancé una última mirada a todas las maravillas de la na-turaleza y del arte acumuladas en
aquel museo, a la colec-ción sin rival destinada a perecer un día en el fondo del mar con
quien la había formado. Quise fijarla en mi memoria, en una impresión suprema. Permanecí
así una hora, pasando revista, bajo los efluvios del techo luminoso, a los tesoros
resplandecientes en sus vitrinas. Luego volví a mi camarote, y me revestí con el traje
marino. Reuní mis notas y guardé cuidadosamente los preciosos papeles. Me latía con
fuerza el corazón, sin que me fuera posible contener sus pulsaciones. Ciertamente, mi
agitación, mi perturbación me hubieran traicionado a los ojos del capitán Nemo. ¿Qué
estaría ha-ciendo él en ese momento? Escuché a la puerta de su cama-rote y oí sus pasos.
Estaba allí. No se había acostado. A cada movimiento, me parecía que iba a surgir ante mí y
pregun-tarme por qué quería huir. Sentía un temor incesante refor-zado por mi imaginación
a cada momento. Esta impresión se hizo tan compulsiva que llegué a preguntarme si no
sería mejor entrar en el camarote del capitán, verlo cara a cara y desafiarle con el gesto y la
mirada.
Era una idea de loco que, afortunadamente, pude conte-ner. Me tendí sobre el lecho para
tratar de contener la agita-ción que me recorría el cuerpo. Mis nervios se calmaron un poco,
pero mi cerebro seguía superexcitado. Mentalmente pasé revista a toda mi existencia a
bordo del Nautilus, a to-dos los incidentes, felices o ingratos, que la habían atravesa-do
desde mi desaparición del Abraham Lincoln… La caza submarina, el estrecho de Torres, los
salvajes de la Papuasia, el encallamiento, el cementerio de coral, el paso de Suez, la isla de
Santorin, el buzo cretense, la bahía de Vigo, la Atlán-tida, la banca de hielo, el Polo Sur, el
aprisionamiento en los hielos, el combate con los pulpos, la tempestad del Gulf Stream, el
Vengeur y la horrible escena del buque echado a pique con su tripulación… Todos estos
acontecimientos pa-saron ante mis ojos como esos decorados de fondo que se ven en el
teatro. El capitán Nemo se engrandecía desmesura-damente en ese medio extraño. Su figura
se agigantaba hasta tomar proporciones sobrehumanas. Dejaba de ser mi seme-jante para
convertirse en el hombre de las aguas, en el genio de los mares.
Eran ya las nueve y media. Me sujetaba la cabeza entre las manos para impedirle estallar.
Cerré los ojos. No quería pensar. ¡Media hora aún de espera! ¡Media hora más de
pe-sadilla, de una pesadilla que iba a volverme loco!
En aquel momento, oí los vagos acordes del órgano, una armonía triste bajo un canto
indefinible, la queja de un alma que quiere romper sus lazos terrestres. Escuché con todos
mis sentidos a la vez, respirando apenas, sumergido como e capitán Nemo en uno de esos
éxtasis musicales que le lleva-ban fuera de los límites de este mundo.
Me aterró la súbita idea de que el capitán Nemo saliera de su camarote y de que estuviera
en el salón que yo debía atra-vesar para huir. Le encontraría allí por última vez y él me
ve-ría, ¡me hablaría tal vez! Un solo gesto suyo podía aniquilar-me, una sola palabra suya
podía encadenarme a su Nautilus
Iban a dar las diez. Había llegado el momento de abando-nar mi camarote y de ir a
reunirme con mis compañeros. No debía vacilar, aunque el capitán Nemo se irguiera ante
mí.
Abrí la puerta con cuidado, y, sin embargo, me pareció que al girar sobre sus goznes hacía
un ruido terrible. Tal vez el ruido resonara únicamente en mi imaginación. Avancé
lentamente por los corredores oscuros del Nautilus, dete-niéndome a cada paso para
contener los latidos de mi cora-zón. Llegué a la puerta angular del salón y la abrí con suma
precaución. El salón estaba sumido en una profunda oscuri-dad. Los acordes del órgano
resonaban débilmente. El capi-tán Nemo estaba allí. No podía verme. Creo incluso que aun
en plena luz no me hubiese visto, absorto como estaba en su éxtasis.
Me deslicé sobre la alfombra, tratando de evitar el menor tropiezo que pudiese traicionar mi
presencia. Necesité cin-co minutos para llegar a la puerta del fondo que daba a la
bi-blioteca. Me disponía a abrirla, cuando un suspiro del capi-tán Nemo me clavó al suelo.
Comprendí que iba a levantarse, e incluso lo entreví al filtrarse hasta el salón la luz de la
bi-blioteca. Vino hacia mí, los brazos cruzados, silencioso, des-lizándose más que andando,
como un espectro. Su pecho oprimido se hinchaba de sollozos. Y lo oí murmurar estas
palabras, las últimas que guardo de él:
¡Dios Todopoderoso! ¡Basta! ¡Basta!
¿Era la confesión del remordimiento lo que escapaba de la conciencia de ese hombre?
Aterrorizado, me precipité a la biblioteca, llegué a la esca-lera central, la subí y luego,
siguiendo el corredor superior, fui hasta el bote en el que penetré por la abertura que había
dejado paso a mis dos compañeros.
¡Partamos! ¡Partamos! grité.
Al instante respondió el canadiense.
Se cerró y atornilló el orificio practicado en la plancha del Nautilus, mediante una llave
inglesa de la que se había pro-visto Ned Land. Se cerró igualmente la abertura del bote, y el
canadiense comenzó a desatornillar las tuercas que nos re-tenían aún al barco submarino.
Súbitamente nos llegó un ruido del interior. Se oían gri-tos, voces que se respondían con
vivacidad. ¿ Qué ocurría? ¿Se habían dado cuenta de nuestra fuga? Sentí que Ned Land me
deslizaba un puñal en la mano.
Sí murmuré, sabremos morir.
El canadiense se había detenido en su trabajo. De repen-te, una palabra, veinte veces
repetida, una palabra terrible, me reveló la causa de la agitación que se propagaba a bordo
del Nautilus. No era de nosotros de lo que se preocupaba la tripulación.
¡El Maelström! ¡El Maelström! gritaban una y otra vez.
¡El Maelström! ¿Podía resonar en nuestros oídos una pa-labra más espantosa en tan terrible
situación? ¿Nos hallába-mos, pues, en esos peligrosos parajes de la costa noruega? ¿Iba a
precipitarse el Nautilus en ese abismo, en el momento en que nuestro bote iba a
desprenderse de él?
Sabido es que en el momento del flujo las aguas situadas entre las islas Feroë y Lofoden se
precipitan con una irresis-tible violencia, formando un torbellino del que jamás ha po-dido
salir un navío. Olas monstruosas corren desde todos los puntos del horizonte y forman ese
abismo tan justamente denominado «el ombligo del océano», cuyo poder de atrac-ción se
extiende hasta quince kilómetros de distancia. Allí, no solamente los barcos se ven
aspirados, sino también las ballenas y hasta los osos blancos de las regiones boreales.
Allí es donde el Nautilus involuntaria o voluntariamen-te, tal vez había sido llevado por
su capitán. Describía una espiral cuyo radio disminuía cada vez más. Con él, el bote, aún
aferrado a su flanco, giraba a una velocidad vertiginosa. Sentía yo los vértigos que suceden
a un movimiento girato-rio demasiado prolongado. Estábamos espantados, vivien-do en el
horror llevado a sus últimos límites, con la circu-lación sanguínea en suspenso y los nervios
aniquilados, empapados en un sudor frío como el de la agonía. ¡Y qué fra-gor en torno de
nuestro frágil bote! ¡Qué mugidos que el eco repetía a una distancia de varias millas! ¡Qué
estrépito el de las olas al destrozarse en las agudas rocas del fondo, allí don-de los cuerpos
más duros se rompen, allí donde hasta los troncos de los árboles se convierten en «una
piel», según la expresión noruega!
¡Qué situación la nuestra, espantosamente sacudidos! El Nautilus se defendía como un ser
humano. Sus músculos de acero crujían. A veces, se levantaba, y nosotros con él.
Hay que resistir gritó Ned Landy atornillar las tuer-cas. Si nos sujetamos al Nautilus,
tal vez podamos salvarnos todavía.
No había acabado de hablar cuando se produjo un fuerte chasquido. Desprendidas las
tuercas, el bote, arrancado de su alvéolo, salió lanzado como la piedra de una honda hacia
el torbellino.
Me di un golpe en la cabeza con una cuaderna de hierro y, bajo este violento choque, perdí
el conocimiento.
23. Conclusión
Así concluyó este viaje bajo los mares. Imposible me es decir lo que ocurrió aquella noche,
cómo el bote pudo esca-par al formidable torbellino del Maelström, cómo Ned Land,
Conseil y yo salimos del abismo. Cuando volví en mí, me hallé acostado en la cabaña de un
pescador de las islas Lofoden. Mis dos compañeros, sanos y salvos, estaban junto a mí y me
estrechaban las manos. Efusivamente, nos abrazamos.
En estos momentos no podemos todavía regresar a Fran-cia. Son raros los medios de
comunicación entre el norte y el sur de Noruega. Me veo, pues, forzado a esperar el paso
del vapor que asegura el servicio bimensual del cabo Norte.
Es, pues, aquí, en medio de estas buenas gentes que nos han recogido, donde reviso el
relato de estas aventuras. Es exacto. Ni un solo hecho ha sido omitido, ni un detalle ha sido
exagerado. Es la fiel narración de esta inverosímil expe-dición bajo un elemento inaccesible
al hombre, y cuyas rutas hará libres algún día el progreso.
¿Se me creerá? No lo sé. Poco importa, después de todo. Lo que yo puedo afirmar ahora es
mi derecho a hablar de es-tos mares bajo los que, en menos de diez meses, he recorri-do
veinte mil leguas; de esta vuelta al mundo submarino que me ha revelado tantas maravillas
a través del Pacífico, del índico, del mar Rojo, del Mediterráneo, del Atlántico y de los
mares australes y boreales.
¿Qué habrá sido del Nautilus? ¿Resistió al abrazo del Maelström? ¿Vivirá todavía el
capitán Nemo? ¿Proseguirá bajo el océano sus terribles represalias o les puso fin con esa
última hecatombe? ¿Nos restituirán las olas algún día ese manuscrito que encierra la
historia de su vida? ¿Conoceré, al fin, el nombre de este hombre? ¿Nos dirá el buque
desapare-cido, por su nacionalidad, cuál es la nacionalidad del capitán Nemo?
Yo lo espero. Espero también que su potente aparato haya vencido al mar en su más terrible
abismo, que el Nautilus haya sobrevivido allí donde tantos navíos han perecido. Si así es, si
el capitán Nemo habita todavía el océano, su patria adoptiva, ¡ojalá pueda el odio
apaciguarse en su feroz cora-zón! ¡Que la contemplación de tantas maravillas apague en él
el espíritu de venganza! ¡Que el justiciero se borre en él y que el sabio continúe la pacifica
exploración de los mares! Si su destino es extraño, es también sublime. ¿No lo he
com-prendido yo mismo? ¿No he vivido yo diez meses esa exis-tencia extranatural? Por
ello, a la pregunta formulada hace seis mil años por el Eclesiastés: «¿Quién ha podido
jamás sondear las profundidades del abismo?», dos hombres entre todos los hombres tienen
el derecho de responder ahora. El capitán Nemo y yo.
FIN
Guardar
Guardar
Expresión Genética. La expresión génica es el proceso por el cual la información codificada por…
La Tierra. Nuestro hogar, el planeta Tierra, es un planeta terrestre y rocoso. Tiene una…
La Biología Celular. La biología celular es la rama de la biología que estudia todos…
La Ciencia Bioquímica La bioquímica es la química de la vida, es decir, la rama…
La biología moderna. La teoría de Darwin es el evento más importante en la historia…
Revolución científica. La Revolución Científica transformó para siempre las formas de entender la naturaleza y…