Toma de Cajamarca
Toma de Cajamarca. Atahualpa hizo su ingreso a la Plaza rectangular de Cajamarca el día sábado 16 de noviembre de 1532 acompañado de un numeroso cortejo de 8 a 10 mil hombres precedido por músicos y bailarines ejecutando lo que parecía ser una “batalla ritual”. Al notar la ausencia de los Sungasapa o Barbudos inquirió sobre ellos, más sus capitanes le dijeron que estaban escondidos de miedo en los galpones de la plaza. Atahualpa estaba furioso, quiso dar una orden, pero en ese momentos se apareció el padre dominico Fray Vicente de Valverde acompañado de Hernando de Aldana y el intérprete tallan, “Martinillo”. Valver de a lo que se descubre comenzó a llamarse y a recitar «el requerimiento» abreviado. Habló de un Dios desconocido, del Papa y de cierto emperador que Atahualpa no conocía… Rompiendo su mutismo el Inka preguntó entonces de dónde sacaba tales nombres y el dominicano quien estaba recitando el requerimiento de memoria, se conformó con señalarle el libro que traía en la mano. El Inka lo tomó en las suyas y no pareciéndome nada interesante lo arrojó por los aires, haciéndole caer al suelo. El fraile se apresuró a recogerlo y ofendido quiso pedir explicaciones al monarca, pero el Inka encolerizado le recriminó el robo de esteras, ropas y alimentos desde Puerto Viejo (Ecuador). Valverde quiso disculpar a sus compañeros, más Atahualpa no quiso olvidar la rapiña y poniéndose de pie en su litera gritó amenazadoramente al fraile: «No partiré de aquí hasta que toda me la traigan».
Lleno de miedo el dominico echó a correr hacia el lugar donde estaba Pizarro, gritándole que atacara porque Atahualpa estaba hecho un Lucifer y listo a masacrar a todos. Pizarro vio que había llegado la hora. Agitó una bandera blanca, hizo una señal al escopeteros y poniéndose al frente de los suyos, se lanzó a la plaza al grito de «¡Santiago y a ellos!» el cual fue respondido por el grito de combate de todos y cada uno de los españoles que se hallaban en la ciudad, saliendo impetuosamente de los grandes salones en que estaban ocultos e invadiendo la plaza. Caballería e infantería en columna cerrada se arrojaron en medio de la muchedumbre de indios. Así empezó la masacre de Cajamarca… Xerez, el secretario de Pizarro dice que murieron dos mil indios, otros como Cristóbal de Mena asegura que pudieron ser de 6 000 a 7 000, Titu Cusi Yupanqui, uno de los incas de Vilcabamba en la relación que escribió dice que «no se escaparon más de mil doscientos». Entre los muertos se encontraba el “señor de Chincha”, uno de los cuatro señores que acompañaron al Inca en su ingreso a la plaza. En el lado español todos concuerdan en que no hubo ningún muerto, salvo algunos heridos entre ellos el propio Francisco Pizarro, herido por un español, en su mano derecha, probablemente Alonso de Mesa, cuando trató de evitar la descarga de una cuchillada sobre el Inka y su hermano Hernando caído al suelo por haber dado su caballo un traspiés.
Capturado el Inka y sin su Mascapaicha, quitada por Miguel de Estete, fue recluido en el Amaruhuasi o «Casa de la Serpiente», pues “tenia dentro una sierpe de piedra” (cronista Fernando de Montesinos).
Francisco Pizarro, al mando de un puñado de españoles, tómo la ciudad incaica de Cajamarca y, en horas de la tarde de ese día, logró la captura de Atahualpa, último inca del Cuzco; así se iniciaba el colapso del Tawantinsuyo. A propósito de esta fecha, intentaremos esbozar algunos rasgos de la personalidad de los conquistadores “peruleros” del siglo XVI.
La invasión del Perú, auspiciada oficialmente por la Corona en la Capitulación de Toledo, fue, en esencia, una iniciativa privada, financiada y dirigida por Francisco Pizarro y sus socios. Los primeros soldados para realizar la empresa fueron reclutados en Panamá y en Trujillo de Extremadura, tierra de la familia Pizarro. Castellanos, extremeños y andaluces, en su mayoría, estos aventureros no eran ni aristócratas ni gente ilustrada, sino jóvenes guerreros, algunos de ellos pequeños hidalgos, que no tenían medios económicos y que habían pasado al Nuevo Mundo con la ilusión de encontrar grandes riquezas y vivir nuevas aventuras. Cuando llegaron al Tawantinsuyo, tierra que de alguna forma reflejaba la que pintaban las fabulosas novelas de caballería y que algunos cronistas llegaron a comparar con el Imperio Romano, estos soldados de beneficiaron de increíbles botines de oro y plata, especialmente los recaudados en Cajamarca, Pachacamac y Cuzco. Además, en vista de haber colaborado en los decisivos episodios de la conquista, pudieron contar con sus encomiendas de indios, que, gracias a la mano de obra gratuita de los nativos, les permitió aprovechar los recursos naturales de la nueva tierra y construir sólidas fortunas.
Así nació la formación espiritual y social de los conquistadores, quienes llegaron a disfrutar en el Perú de un nivel de vida similar al de los grandes nobles o aristócratas de España. En otras palabras, luego de una etapa “emprendedora”, donde hasta expusieron sus vidas para alcanzar el botín y la gloria, nació una mentalidad “rentista” gracias a los beneficios de las encomiendas. Los encomenderos, que vivían en las ciudades, reprodujeron una vida señorial, con sus concubinas indias y sus esposas españolas, pensando heredar su patrimonio a su nueva prole. Pero el auge de estos primeros “dueños del Perú” duró poco. Su crisis se inició cuando la Corona planeó limitar sus privilegios a través de las Leyes Nuevas, dictadas por Carlos V en 1542. En ellas se prohibía el servicio personal y la condición hereditaria de las encomiendas. La rebelión no tardó en estallar. Ya antes se había desatado la violencia cuando las huestes pizarristas y almagristas se disputaron la posesión del Cuzco, donde estaban las más ricas encomiendas