Los casacas rojas británicos

Las tropas británicas que lucharon contra los ejércitos napoleónicos en la península Ibérica en 1808-1814, y en Waterloo en 1815, procedían en su mayoría de los estratos sociales más bajos. Pese a la célebre frase del duque de Wellington (“Tenemos a la escoria de la Tierra como tropa común”) la infantería británica demostró estar formada por combatientes duros y decididos, ya se tratara de asaltar la brecha de una fortaleza o de pasar la prueba de la potencia de fuego y el frío acero franceses en campo abierto.

La gran mayoría de los hombres que militaron en las filas del ejército británico durante las guerras napoleónicas fueron voluntarios, alistados de por vida (por 25 años, en la práctica) o bien por periodos más breves, permitidos en tiempos de guerra. Wellington describía los motivos de sus soldados para alistarse en los términos más despectivos: “Algunos de nuestros hombres se alistan por haber engendrado bastardos, otros por faltas menores, y muchos más por borrachos”. Algunos escogían el ejército para escapar de la cárcel o de dificultades personales. Los que tenían juicios pendientes por delitos menores como la caza furtiva podían evitarlos alistándose, y también los deudores refugiarse de sus acreedores. La pobreza llevó a muchos a las armas, en especial irlandeses hambrientos tentados por las perspectivas de comidas regulares.

                                                  -Arthur Wellesley, Duque de Wellington. 

Durante las guerras napoleónicas, el ejército creció tan deprisa (obligando a crear batallones nuevos) que se produjo una gran escasez de reclutas y hubo que ofrecer considerables incentivos para atraerlos, llegando en 1805 a las 12 guineas (una guinea equivalía a 21 chelines). Cuando ni así se completaron los grupos, se recurrió a reclutar a un gran número de soldados de la milicia, en un proceso que se aproximaba mucho a la leva forzosa sin renunciar al principio de voluntariedad. La milicia era una fuerza civil de defensa nacional compuesta por hombres elegidos por sorteo y para los cuales la transferencia al ejército era muy deseable, pues en la primera se sufrían todos los inconvenientes de la vida militar sin nada de la aventura que prometían en el segundo. Por dichos medios, Gran Bretaña logró reunir para 1813 un ejército de unos 300.000 hombres, frente a los 50.000 de los tiempos de paz. El prolongado periodo de guerra generó también una gran demanda de oficiales, que salieron en su mayoría de la pequeña aristocracia y la burguesía: los hijos de clérigos suponían el 10% del total de oficiales. Aunque fuesen personas de alguna relevancia social, los oficiales no eran necesariamente gente adinerada, pero quien carecía de fortuna y de contactos tenía pocas probabilidades de hacer una carrera brillante. El ascenso se solía conseguir por combinación de compra, patrocinio o antigüedad. La carrera típica de un oficial podía empezar por la compra paterna de un puesto de alférez, el de menor rango entre la oficialidad, por unas 500 libras. A medida que se iban creando vacantes en el regimiento, podía ir comprando nuevos ascensos. La antigüedad por sí sola prevalecía de forma ocasional, ofreciendo una vía lenta de ascenso para los oficiales sin medios de fortuna. Éstos podían progresar más rápidamente por medio de actos extraordinarios de valor, o de amigos influyentes y bien situados en el lugar preciso. No era frecuente que salieran oficiales de la tropa, pero se daba el caso: uno de cada veinte oficiales había sido antes suboficial.

Se contaba con que los oficiales mostraran su valor en el combate, y con que la experiencia adquirida en la lucha contra los franceses, un número creciente de ellos adquirió competencia para ejercer el mando. Como en la mayoría de los ejércitos, algunos oficiales eran respetados y admirados por los hombres por sus órdenes, y otros, despreciados por ignorantes e ineptos. En cualquier caso, los oficiales dependían de manera crucial de la habilidad de sus sargentos y brigadas, a menudo los miembros más experimentados y profesionales de cada compañía. El brigada solía comenzar como soldado raso y ascendía por méritos, y su capacidad militar debía completarse con la de saber leer y escribir y con dotes administrativas, dada la carga de papeleo incluida entre sus deberes.

En el ejército británico de las guerras napoleónicas, la instrucción rigurosa y los castigos draconianos se seguían considerando la clave de una infantería eficaz, como lo habían sido a lo largo del s.XVIII. El empleo del impreciso mosquete de chispa, el Brown Bess, como arma principal de la infantería hacía imprescindible el fuego coordinado disciplinado, y no había lugar para la iniciativa individual del soldado raso. Los conceptos imperantes en una sociedad decididamente desigual dictaban el trato dispensado a los hombres. Se daba por supuesto que, a falta de castigos corporales, la tropa procedente del pueblo no tardaría en degenerar y convertirse en una turba desorganizada y cobarde. Los azotes eran la respuesta habitual a la desobediencia a la autoridad o faltas como embriaguez, a la que los soldados eran desde luego muy dados. El sistema pretendía crear soldados que obedecieran las órdenes sin rechistar, maniobraban de modo coherente en combate y usaran mosquetes causando el mínimo daño a sus camaradas y a ellos mismos, y el máximo al enemigo.

Sin embargo, a la altura de 1800 la vieja escuela contaba ya con críticos importantes, y se introdujeron reforma. En la infantería ligera (light bobs) y los regimientos de fusileros, la iniciativa individual no se reprimía  del todo, y hubo tímidos esfuerzos por motivar a los hombres con el respeto mutuo en lugar del temor al castigo. De todos modos, para la mayoría de los soldados existían razones más que complejas para querer hacer un buen papel, entre ellas la presión de sus iguales y la lealtad a los amigos y camaradas presente en todos los grupos de combatientes, la defensa de sus colores o la lealtad a su rey y patria eran los motivos simbólicos que incentivaban la lealtad entre los soldados.

El ejército dirigido por Wellington que intervino en la guerra de la Independencia española era una entidad compleja y, en algunos aspectos, poco manejable. Se trataba de una fuerza multinacional que incluía no sólo escoceses e irlandeses, sino también numerosas tropas del fuera del Reino Unido, por ejemplo, la Legión Alemana del Rey. Los regimientos de infantería combatían junto a la caballería y la artillería, pero no estaban integrados en ellas. Dentro de la infantería había tropas de distinto tipo, cada una con uniforme y modos de combatir propios.

Las marchas y contramarchas por Portugal y España en las complejas campañas que se sucedían año tras año eran una verdadera prueba de resistencia, sobre todo con el calor estival. El soldado raso cargaba con unos 25 Kg, y se esperaba de él que marchara unos 25 Km al día. En ocasiones se marchaba durante 30 días consecutivos desde el amanecer hasta la puesta de sol. Hasta 1813 no se emplearon tiendas de campaña, y los soldados construían sus refugios con lo que podían, o dormían al raso. A lo largo de la guerra en España, los británicos registraron una tasa de mortalidad terrible a causa de las fiebres y el agotamiento.

El temple de los casacas rojas quedaron claramente de relieve en la guerra de asedio que fue tan importante en las campañas en España. Las plazas de Ciudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián fueron tomadas por asalto tras largos preparativos. En opinión de un teniente, ningún deber del soldado era “tan mortificante y desagradable como un asedio”. Tras el asedio los soldados buscaban la manera de poder asaltar la plaza, la brecha era el modo de invadir la fortificación, las reglas de la guerra dictaban que si una población fortificada se negaba a rendirse una vez abierta la brecha, los atacantes tenían derecho a saquearla: las tropas de Wellington lo ejercieron sin piedad en Ciudad Rodrigo, Badajoz y San Sebastián, donde los civiles fueron víctimas de asesinatos, violaciones y robos como revancha por las penalidades de la campaña.

Al enfrentarse a los franceses en campo abierto, la infantería británica distaba de comportarse como la horda de borrachos que saqueo Badajoz. Su rasgo más destacado era la firmeza, cualidad especialmente admirada por quienes conocían por experiencia el horror de las batallas de la época. Sin protección, mantenía la formación frente al fuego de cañones y mosquetes, y a bayonetas, lanzas y sables. Las najas eran inevitablemente elevadas. Al resistir el ataque francés en La Albuera en 1811, muerieron o cayeron heridos unos dos tercios de los soldados de infantería. Uno de ellos escribió con orgullo que “los hombres caían como bolos, pero no dieron ni un paso atrás”. Durante las campañas en la península Ibérica, Wellington comenzó por explotar la capacidad de sus tropas para mantenerse en posiciones defensivas, en particular al ocupar las líneas de Torres Vedras, cerca de Lisboa, en 1810-1811. Más adelante, su ejército, junto con sus aliados portugueses y españoles, mostró un carácter ofensivo, sobre todo en la batalla de Arapiles (Salamanca), en 1812. En este célebre encuentro, la infantería británica avanzó en columnas y se desplegó en línea para atacar a unas fuerzas francesas escasas de hombres a causa de la campaña rusa. La caballería británica se distinguió por una vez por su valor y agresividad. La derrota del ejército francés resultó abrumadora, con 7.000 bajas e igual número de prisioneros.

Pese a la sangría de hombres y recursos que supusieron aquellas campañas para Francia, la península Ibérica no pasó de ser un escenario secundario. El choque con Napoleón en Waterloo en 1815 puso a prueba al límite la capacidad de los casacas rojas y resultó ser su momento de gloria.

-Batalla de Waterloo, 18 de junio de 1815 (Bélgica).

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