Los Albores de una ciencia. Afortunadamente, hoy ya no es necesario insistir en el inter´es que ofrece el estudio histórico de la ciencia, ni tampoco es necesario (luego de las magistrales obras de Duhem, Meyerson, Cassirer y Brunschvig) insistir en los ricos conocimientos que aporta este estudio desde el punto de vista filosófico. En efecto, el análisis de las evoluciones (y de las revoluciones) de las ideas científicas (única historia que junto con la de la técnica da un sentido al concepto de progreso) nos pone de manifiesto las contiendas libradas por la mente humana con la realidad; nos revela sus derrotas, sus victorias; muestra qué esfuerzo sobrehumano ha costado cada paso en el camino de la comprensión de lo real; esfuerzo que ha conducido, en ocasiones a una verdadera mutación del intelecto humano, al punto de que algunas nociones laboriosamente inventadas ya son f´aciles y evidentes para los estudiantes. Una de estas mutaciones fue la revoluci´on científica del siglo XVII, profunda transformación intelectual de la que la física clásica fue a la vez expresión y fruto. En ocasiones se ha querido caracterizar y explicar esta transformación como resultado de una especie de inversión de toda la actitud espiritual; la vida contemplativa cede lugar a la vida activa; el hombre moderno busca el dominio de la naturaleza, el antiguo sólo la contemplaba. Sin embargo, no toma en cuenta el esfuerzo y logros tecnológicos de la Edad Media y de la alquimia. También se ha hablado del papel de la experiencia; sin duda, el carácter experimental de la ciencia clásica es uno de sus rasgos más característicos. Pero, en realidad, es un equívoco: la experiencia, en el sentido de observación del sentido común, no ha desempeñado ningún papel que no haya sido dificultar el surgimiento de la ciencia clásica. La experimentación, interrogación metódica de la naturaleza, presupone tanto un lenguaje para sus preguntas como el vocabulario que permite interpretar las respuestas. Si es un lenguaje matem´atico, o geométrico, no podía ser dictado por la experiencia que iba a condicionar. Se ha intentado, por otra parte, caracterizar a la física clásica por algunos de sus rasgos m´as notables: las nociones de velocidad y fuerza, de inercia. . . pero es afirmar hechos, no explicarlos. Habría que explicar porqué se pudo adoptar el principio de inercia que para griegos y pensadores de la Edad Media era una absurdo evidente. Por ello pensamos que la actitud intelectual de la ciencia clásica podría caracterizarse por dos factores: la geometrización del espacio y la disolución del Cosmos, esto es, la desaparici´on en el razonamiento científico de las verdades de “sentido común”. Ello explica por qué costó grandes esfuerzos cambiar la actitud intelectual. No se trataba de combatir una teorías erróneas o insuficientes, sino de transformar el marco de una inteligencia “natural” por otra que no lo era en absoluto. La historia del pensamiento científico presenta, grosso modo tres etapas que corresponden a tres tipos de pensamiento. Primero la física aristotélica, a continuación la del ímpetu, iniciada por los griegos y desarrollada en el s.XIV por Buridan y Oresme; finalmente, la física matemática galileana.
Está irremediablemente superada; sin embargo, no es una prolongación simple del sentido común, sino una teoría que parte de los datos sensoriales y los somete a una elaboración sistemática. A todos nos parece “natural” que un cuerpo pesado caiga a tierra. Y, al igual que Aristóteles o Tomás de Aquino nos sorprendería ver una piedra o un buey elevarse por el aire. Nos parecería poco “natural” y buscaríamos la explicación del fenómeno en algún mecanismo oculto. También encontramos “natural” que la llama apunte hacia “arriba”; por algo ponemos las cacerolas sobre el fuego. Quedaríamos sorprendidos, buscaríamos una explicación, si viéramos la llama dirigirse hacia abajo. La ciencia sólo comienza cuando se busca la explicación de lo que parece natural. La física aristotélica distingue los movimientos naturales y violentos, se enmarca en una concepción de “naturalezas bien determinadas” y de un Orden, un Cosmos, donde los seres forman un todo naturalmente, sobra decirlo, bien ordenado. Estos conceptos implican que el estar aquí o allá de un objeto no les es indiferente, cada uno posee un lugar propio y conforme a su naturaleza. La noción de “lugar natural” traduce una concepción del orden puramente estática; sólo la violencia podrá sacarlas de allí y tratarían de regresar a su lugar. Todo movimiento implica un desorden cósmico, una ruptura del equilibrio causada por una fuerza exterior y violenta, o bien, por el esfuerzo del ser por regresar a su lugar natural. Este retorno es un movimiento natural; si el movimiento violento que crea desorden se prolongara indefinidamente habría que abandonar la idea misma de Cosmos. Por ello el aristotelismo propone una f´ormula tranquilizadora nada de lo que es contra la Naturaleza puede ser perpetuo. Si se trata del movimiento “natural”, su causa es la naturaleza misma del cuerpo. Por el contrario, un movimiento no natural exige la acci´on continua de un motor exterior sobre el móvil. Si se separan el motor y el móvil cesa el movimiento. Aristóteles, obviamente, no admitía la acción a distancia: toda trasmisión de movimiento implica un contacto del que sólo hay dos formas: presión y tracción. La física aristotélica es admirablemente coherente; su único defecto, además de ser falsa, es el ser contradicha por la práctica diaria del lanzamiento. Pero un teórico digno no se detiene ante una objeción de sentido común; lo niega o lo explica. Y es en la explicación de este hecho que Aristóteles muestra su genio: el movimiento de una flecha, aparentemente sin motor, es provocado por el medio en que se desplaza. . . lo que lleva a negar el vac´ıo. El vacío no sólo no favorece al movimiento, lo vuelve imposible; en el vacío no hay lugares naturales, no trasmite ni mantiene el movimiento.
Las discusiones medievales: Bonamico Los adversarios de la física aristotélica opusieron los ejemplos de la rueda, la piedra lanzada, la flecha, etc. como prueba de la persistencia de un móvil separado del motor. Francesco Bonamico (1565–1603), maestro de Galileo, opinaba: “la causa que lanza la piedra sería suficiente para llevarla hasta el cielo. En efecto, si el aire la sucede en su lugar y empuja la piedra de manera que esta sucesión es continua, se concluye que la propulsión de la piedra continuará tan lejos como se extienda el aire. Una paja podría ser lanzada más fácilmente que una piedra, porque la paja es más ligera y tiende hacia arriba más que la piedra. Del mismo modo, si hubiera un hilo atado a la piedra debería ir delante de ella; sin embargo, vemos cómo se extiende hacia atrás, más bien arrastrado que propulsado por el aire.
“Filopón y, después de él, Alberto, Santo Tomás y muchos otros pensaron que la fuerza era impresa por el mismo motor no al aire sino al móvil, a la piedra. Y que según sea más grande o más pequeña la fuerza impresa al móvil, éste será llevado más lejos y más rápidamente. . ” El problema del lanzamiento no fue la única objeción a la física de Aristóteles. El de la caída acelerada de los cuerpos era otra más fuerte. ¿Cómo es que una causa constante, el peso, actuando de una manera natural, produce un efecto variable? ¿de d´onde proviene la aceleración? Refiramos a Bonamico una vez más:
“En los intérpretes latinos leemos que algunos pensaron que el aire se calienta por el movimiento, que al calentarse se rarifica y que por lo mismo cede más fácilmente a las cosas que se mueven a través de él; de donde se deduce que cuando más tiempo se mueve una cosa, más calienta el medio y más lo rarifica y lo hace, además, más apto para la rarificación, por cuyo motivo el movimiento se puede realizar cada vez más fácilmente y por consiguiente más rápidamente. De este modo, la flecha se moverá con mucha mayor rapidez al avanzar, sobre todo si se calienta por el movimiento. Ahora bien, según el testimonio de Aristóteles, se calienta de tal forma que si fuera de plomo se fundiría; y sin embargo se mueve disminuyendo su velocidad continuamente. “Todo eso me parece pervertir el orden de la naturaleza pues el movimiento es anterior al calentamiento del medio, y los que mantienen la opinión enunciada consideran la rarefacción anterior al movimiento, y así establecen un efecto que por naturaleza precede a la causa; nada hay, sin duda, más necio.” La física del “impetus”: Benedetti Giovanni Battista Benedetti (1530–1590) es un resuelto partidario de la física parisiense del ímpetu. Como sus predecesores, estima que la teoría aristotélica del lanzamiento no tiene valor alguno. Así, nos dice:
“Aristóteles estima que el cuerpo movido por la fuerza y separado del primer motor se mueve o es movido durante algún tiempo por el aire, o por el agua, que le sigue. Lo que no es posible, pues el aire que, huyendo del vacío, penetra en el lugar abandonado por el cuerpo, no sólo no empuja al cuerpo sino que más bien lo retiene; en efecto [cuando se produce tal movimiento], el aire es rechazado por la fuerza por el cuerpo y separado por él de su parte delantera; por eso se resiste a él; además, cuando más condensado está el aire en la parte anterior, más se rarifica en la parte posterior. De modo que al rarificarse violentamente no permite avanzar al cuerpo con la misma velocidad con la que se lanzó, pues todo agente padece al actuar. Esta es la razón de que, cuando el aire es arrastrado por el cuerpo, el propio cuerpo sea retenido por el aire. Porque esta rarificación del aire no es natural, sino violenta; y por esta razón se resiste a él, y atrae al móvil hacia sí, pues la naturaleza no soporta que haya vacío entre uno y otro (es decir, entre el móvil y el aire); por eso est´an siempre contiguos, y como el m´ovil no puede separarse del aire, su velocidad resulta entorpecida. “El impetus, causa del movimiento inmanente al móvil, es difícil de definir. Es una especie de cualidad, potencia o virtud que se imprime al móvil, o mejor dicho, que lo impregna, a consecuencia de su asociación con el motor (que la posee) y debido a su participación en el movimiento y a consecuencia de ella. He aquí la verdadera razón por la cual un cuerpo grave es lanzado más lejos por la honda que por la mano: cuando da vueltas en la honda, el movimiento produce en el cuerpo grave una mayor impresión del impetus.” En la física aristotélica el medio desempeña un doble papel; es a la vez resistencia y motor: la física del impetus niega la acción motriz del medio. Benedetti añade que incluso su acción retardadora fue mal evaluada por Aristóteles porque no comprendió el papel de las matemáticas en la ciencia física. Añade Benedetti:
“. . . el movimiento natural de un cuerpo grave en diferentes medios es proporcional al peso de este cuerpo en los mismos medios. Así, si el peso total de cierto cuerpo grave estuviera representado por ai, y este cuerpo fuera colocado en un medio cualquiera, menos denso que él mismo (pues si fuerza colocado en un medio más denso no sería grave sino leve, como lo ha mostrado Arquímedes), ese medio le restaría la parte, de tal forma que sólo actuaría la parte ae del peso; y si dicho cuerpo fuera colocado en algún otro medio más denso, pero, no obstante, menos denso que el cuerpo mismo, ese medio le restaría la parte de dicho peso, y dejaría libre la parte aqui.” Benedetti tiene toda la razón: si las velocidades son proporcionales a las fuerzas motrices, y si una parte de la fuerza motriz (del peso) es neutralizada por la acción del medio, no sino la parte restante la que cuenta y, en medios cada vez más densos, la velocidad del grave disminuirá siguiendo una progresión aritmética y no geométrica, como pensaba Aristóteles.
En Pisa Galileo se esforzó por desarrollar de manera coherente y comleta la teoría del impetus y realizar la matematización de la física. La virtud motriz se conserva en la piedra privada del contacto con el motor, igual que se conserva el calor en el hierro que se ha retirado del fuego. Esta virtud se debilita progresivamente en el objeto lo mismo que el calor se debilita en el hierro cuanto éste es alejado del fuego. Como se ve, Galileo, fiel a la inspiración de sus predecesores, desarrolla la física de la “fuerza impresa”. Galileo ofrece otro ejemplo, el de la campana que, animada por un golpe, adquiere una cualidad sonora; la acción de un golpe instantáneo lleva a la campana a emitir un sonido de cierta duración. La analogía va mucho más lejos de lo que quisieran algunos historiadores de la ciencia. La virtud o cualidad motriz no es más natural a la piedra que la emisión del sonido a la campana. La virtud motri es “impresa” al objeto que se agota al producir su efecto. La física del impetus es incompatible con el principio de inercia. Sin duda casi todo el mundo admit´ıa que el movimiento violento disminuye progresivamente de velocidad, que el impetus se agota poco a poco. Curiosamente, los artilleros del Renacimiento cre´ıan firmemente que la bala lanzada por el cañón comienza aumentando de velocidad, y alcanza su m´aximo de acción a cierta distancia de la boca. Es obligado reconocer, como lo hace Galileo, que el movimiento producido en el cuerpo por una “fuerza impresa” no puede, por sí mismo, sino debilitarse. Las consecuencias te´oricas del impetus llevaron a un callejón sin salida. La rapidez o lentitud de la caída depende de el peso del cuerpo; la velocidad no es algo que, desde fuera, determine el movimiento, por ello la velocidad de la ca´ıda de un cuerpo es:
Según Galileo, si dispusiéramos de una torre lo suficientemente alta, veríamos claramente como el movimiento acelerado termina como movimiento uniforme. ¿Por que hay aceleración al principio? La respuesta es muy sencilla, la velocidad está en función del peso, pero no del de los cuerpos, sino de su peso específico. Un pedazo de plomo caerá más deprisa que uno de madera. Pero dos pedazos de plomo, de diferente peso, caerán con igual velocidad. De acuerdo a la teoría del impetus desarrollada por Galileo los cuerpos deberían caer a velocidades constantes y proporcionales a sus pesos relativos. Deberían. . . pero, de hecho, caen a velocidades aceleradas; y esas velocidades no son proporcionales a sus pesos, ni siquiera a los pesos espec´ıficos. Por el contrario, son los cuerpos ligeros los que, al comienzo de la caída, caen con mayor rapidez. Sólo más tarde los cuerpos pesados consiguen alcanzarlos y adelantarlos. De lo que, según Galileo, es fácil convencerse por medio de la experiencia. Esta divergencia entre teoría y práctica se explica por el hecho de que la teoría está establecida en abstracto, vale para el caso puro, el de los cuerpos sometidos únicamente a la pesantez, caso que no encontramos en la realidad. En efecto, en la realidad la pesantez no actúa jamás sola, siempre se combina con la levedad. . . por lo que hay que estudiar la acción modificadora de esta última.
Tomemos, por ejemplo, el caso de un cuerpo pesado lanzado verticalmente al aire. Si se eleva es porque le hemos impreso una levedad que, justamente, lo lleva hacia arriba. Pero además de esa levedad impresa, el móvil conserva su pesantez natural, que lo empuja hacia abajo. La levedad debe pues, primeramente, compensar la acción natural del peso: en general, el cuerpo sólo se elevará si la levedad impresa al cuerpo es mayor que su pesantez. En un momento todo el exceso de levedad se habr´a gastado y el cuerpo cesará de subir. El momento en el que comienza el descenso es aquél en que levedad y pesantez se equilibran exactamente. Pero queda cierta cantidad de levedad que no detiene al cuerpo en su descenso pero sí lo retarda. A medida que disminuye la levedad aumenta igualmente la velocidad de la caída. Cuando se ha agotado por entero la levedad, el cuerpo bajo la única acción de la pesantes se mueve en lo sucesivo a velocidad uniforme.
En otras palabras, la velocidad acelerada de la caída es, en realidad, una velocidad progresivamente menos retardada. La teoría expuesta, de la cual Galileo se mostraba muy orgulloso, era, a decir verdad, menos original de lo que él pensaba: ya había sido expuesta por Hiparco de Rodas (180–125 a.n.e.) y desembocaba en contradicciones flagrantes. La levedad hace que un cuerpo se eleve, a primera vista, esto no parece ser otra cosa que la clásica definición de la levedad, causa del ascenso de los cuerpos. Pero, en realidad, es todo lo contrario. La levedad y la pesantez ya no se comprenden como causantes de efectos determinados sino que, al contrario, son definidas a partir de sus efectos. La levedad es lo que hace que el cuerpo suba, la pesantez es lo que hace que descienda. Pero un cuerpo “pesado” colocado sobre el platillo de una balanza se eleva cuando el otro platillo baja. Asímismo, un trozo de madera, que en el aire cae, colocado en el fondo del agua se eleva. Contrariamente a la doctrina de los antiguos, pesado y leve no son cualidades absolutas, sino propiedades relativas o, mejor aún, simples relaciones. Un cuerpo es leve o peado seg´un el medio donde se encuentre.
Si es más pesado que éste, desciende, y si es menos pesado, sube. Y la fuerza, pos consiguiente, la velocidad, con la cual desciende o subre está en proporcioan a la diferencia entre el peso (específico) del objeto y el peso (específico) del medio. No hay, en rigor, cuerpos “pesados” o “leves”, Aristóteles se ha equivocado una vez más. Evidentemente, el razonamiento de Galileo, que por otra parte es de Benedetti, es una transposición del pensamiento de Arquímedes. La levedad no es una cualidad, es una resultante. El peso absoluto, ya admitido por Benedetti, sólo se conoce en el vacío, y sólo en el vacío caen a una velocidad que ese, efectivamente, su velocidad propia. Esta conclusión, totalmente opuesta a los dogmas más fundamentales de la física aristotélica. El movimiento ya no es lo que era para Aristoteles: el proceso de ir de un lugar a otro, es el efecto de una fuerza. Pero al estar esta fuerza enteramente inmersa en el m´ovil, su movimiento no implica, en principio, nada fuera de él, por lo que es posible imaginar un movimiento aislado del resto del universo; también se le puede situar en el vacío. El movimiento se libera, el cosmos se disloca, el espacio se geometriza. Estamos en el camino que lleva al principio de inercia, pero todavía no hemos llegado, habremos de abandonar la noci´on de movimiento–efecto y la distinción entre movimientos “naturales” y “violentos”, incluso la noción de “lugar”. Camino muy largo y difícil, tanto que el mismo Galileo no llegó a recorrerlo completo.
Todavía existe para él, “un lugar natural”, uno solo: el centro del mundo; hay un movimiento natural: el que va hacia ese centro. Hay, además, un orden cósmico: los cuerpos pesados se sitúan efectivamente cerca del centro del mundo; los cuerpo más ligeros, en capas concentricas alrededor de aquéllos. Curiosa concepci´on que muestra lo difícil que le resulta a Galileo librarse de los marcos tradicionales de la representación del mundo: se mantiene el orden concéntrico de los elementos, pero se explica por consideraciones geométricas: los cuerpos más pesados, más densos, se sitúan naturalmente allí donde hay menos lugar para admitir la materia, es decir en el centro del Universo. Sin embargo ¡qué vago e impreciso resulta ese globo del Universo! En efecto, a pesar de su crítica al “movimiento natural” de Aristóteles, Galileo admite el carácter natural del movimiento hacia abajo. El centro del Universo continúa pero la esfera se ampía y deviene indefinida, pierde, por así decirlo, su circunferencia. Sería suficiente que deviniera infinita para que en el espacio, entonces homogéneo, desapareciera un lugar privilegiado. Pero Galileo no dio ese paso; sólo Giordano Bruno, que no era astrónomo ni físico, pudo darlo.
Cuando Galileo estudia, por ejemplo, el movimiento de un cuerpo en un plano inclinado, cuando nos muestra que, en un plano horizontal, una fuerza, por pequeña que sea, es suficiente para poner en movimiento una esfera por grande que sea, o cuando en su crítica a la física de Aristóteles y para apoyar su propia teoría de la caída de los cuerpos en el vacío, nos muestra que el incremento de la velocidad del móvil, debido a la disminución de la resistencia, no supera jamás cierta magnitud finita y que, por consiguiente, la desaparición de la resistencia en el vacío no hace que esta velocidad sea infinita, cuando, en general, estudia el movimiento en el vacío, etc., Galileo conscientemente se sitúa fuera de la realidad.
Un plano absolutamente liso, una esfera absolutamente esférica, ambos absolutamente indeformables, son cosas que no se encuentran en la realidad física. No son conceptos extraídos de la experiencia, por eso no hay que sorprenderse al ver que la “realidad de la experiencia” no concuerda del todo con la deducción. Pero es ésta la que nos permite comprender y explicar la naturaleza, hacerle preguntas, interpretar sus respuestas. Frente al empirismo Galileo reivindica al matematismo. Galileo trata de fundar una física arquimediana, una física matemática, deductiva y abstracta. Física de la hipótesis matemática, donde las leyes del movimiento, la ley de la caída de los graves, etc. son deducidas abstractamente, sin hacer uso de la noción de fuerza, sin recurrir a la experiencia de los cuerpos reales. Los “experimentos” a los que apela Galileo, incluso los que realmente ejecuta, no son otra cosa que experimentos mentales.
En lo irreal del espacio geom´etrico no hay cabida para los cuerpos reales. Esto lo había visto claramente Aristóteles, pero no había comprendido que se pudieran suponer cuerpos abstractos como propuso Platón y como los utilizó Arquímedes. La física galileana sólo es válida para estos cuerpos abstractos situados en un espacio geométrico, únicamente a ellos se aplica el principio de inercia. Y sólo cuando el Cosmos es sustituido por el vacío del espacio geométrico, cuando los cuerpos del sentido común sean sustituidos por “cuerpos abstractos” podrían permanecer indiferentes al estado –reposo o movimiento– en que se encuentren. El movimiento, convertido en un estado con el mismo status que el reposo, podrá conservarse indefinidamente por sí mismo, sin que tengamos necesidad de una causa que nos lo explique.
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