La República

 

La República. El siglo XIX fue testigo de dos momentos dramáticos que marcaron notablemente el desarrollo histórico peruano: la Independencia y la Guerra con Chile. Fueron dos coyunturas trágicas que sembraron caos, destrucción material y división interna. Ambos dejaron muchos odios y tareas por resolver. También es visto como el siglo de las oportunidades perdidas por la gran riqueza guanera que  multiplicó el derroche y la corrupción hasta colocar al país en bancarrota hacia los años de 1870. Si consideramos que la independencia se logró en 1824 con la batalla de Ayacucho y que las tropas chilenas abandonaron el Perú en 1884, deducimos que los primeros 60 años de la historia peruana estuvieron marcados por el fracaso.

Luego de Ayacucho el Perú no pudo escapar al dominio de los caudillos. Estos personajes, en su mayoría militares, manejaron el poder a su antojo, sembraron el caos político y, lo más peligroso: su personalismo retrasó el asentamiento del orden institucional en el país. Luego de la pobreza general dejada por las guerras independentistas, a partir de 1850 la bonanza guanera les permitió gozar de un recurso para asegurar su permanencia en el poder. De esta manera el país experimentó un clima de relativa estabilidad política y pudo ser testigo de algunas inversiones en obras públicas (educación, servicios urbanos y ferrocarriles). Ramón Castilla fue el caudillo más afortunado pues sus gobiernos coincidieron con esta prosperidad falaz, tal como llamó a esta era Jorge Basadre.

Pero en realidad el guano sembró la irresponsabilidad en el manejo del Estado. Mucho se invirtió en burocracia, en gastos militares y en operaciones oscuras. Los gastos superaban a los ingresos y muchas veces, para cubrir el déficit, se recurrió al crédito externo poniendo como garantía las ventas futuras del guano. En algún momento el sistema tenía que colapsar. Esto sucedió en la década de 1870 cuando el Perú se declaró en bancarrota: tenía la deuda externa más grande de Latinoamérica y sus ingresos no podían cubrir sus gastos corrientes y el pago de la deuda. Pero los problemas no quedan allí. La guerra estaba a la vuelta de la esquina: en 1879 el Perú, unido a Bolivia por un “tratado secreto”, tuvo que entrar en un conflicto por el control del salitre frente a Chile.

El país no estaba en condiciones económicas, políticas y militares de salir bien parado de la contienda. El conflicto terminó formalmente en 1883 con el Tratado de Ancón que sancionó una grave pérdida territorial. Las provincias del sur, ricas en salitre, fueron el botín del enemigo. La derrota ponía fin a una etapa. Ahora había que reconstruir el país bajo otros criterios. Los puntos pendientes eran: erradicar el caudillismo en la política, fomentar el desarrollo de las instituciones, diversificar las exportaciones para no depender de un solo recurso y hacer un manejo más técnico de la economía. Los años que vienen son un esfuerzo por hacer del Perú un país más moderno e integrado para afrontar los desafíos del siglo XX.

LA INDEPENDENCIA (1808-1825) – EL PERÚ REPUBLICANO:

La ruptura del Perú con España formó parte del movimiento separatista latinoamericano frente al imperio español, que podríamos ubicar entre 1808 y 1825. Políticamente se precipitó cuando las tropas napoleónicas invadieron la Península poniendo en evidencia la crisis de la monarquía que debió interrumpir las comunicaciones con sus dominios de Ultramar.

Ideológicamente, sin embargo, la independencia fue un lento camino de alejamiento y crítica por parte de los criollos más ilustrados frente a la Metrópoli. Recordemos que los borbones los habían desplazado de muchos puestos claves de gobierno en favor de burócratas peninsulares. Esto dio lugar a un “nacionalismo incipiente” que se reflejaría en peticiones de autonomía política y ciertas libertades económicas que la monarquía española se negaría sistemáticamente a conceder a los americanos. En el Perú muchos de los llamados “precursores”, como José Baquíjano y Carrillo, Toribio Rodríguez de Mendoza o Hipólito Unanue, se inclinaron por esta suerte de reformismo. Pocos fueron los que adoptaron resueltamente el separatismo como Juan Pablo Viscardo y Guzmán o José de la Riva-Agüero.

Desde el punto de vista militar la liberación de Sudamérica se llevó a cabo a partir de la década de 1820 en dos frentes de manera casi simultánea. La Campaña del Sur, dirigida por San Martín, empezó en Buenos Aires y avanzó por los Andes logrando la independencia de Chile; la Campaña del Norte, comandada por Bolívar lograría, no sin muchas dificultades, la independencia de la Gran Colombia (lo que hoy son los territorios de Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador). Ambos movimientos convergieron en el Perú, la plaza más importante del ejército realista. Aquí, en1824, las tropas de Bolívar y Sucre lograrían las victorias de Junín y Ayacucho.

Al otro lado del continente, en México, los patriotas seguirían su propio camino de liberación. Los cierto es que en 1826 España había perdido un enorme imperio del que sólo conservaría, hasta 1898, dos islas en el Caribe: Cuba y Puerto Rico. Unas 15 millones de personas habían dejado de ser súbditos del rey de España. Dentro de este marco la independencia del Perú fue, junto a la de México, la más complicada y larga de todas. La guerra duró entre 1820 y 1826 aproximadamente, causando numerosas muertes y pérdidas materiales.

Esto es comprensible ya que el territorio del antiguo Virreinato peruano ocupaba un enorme territorio que alcanzaba hasta lo que hoy es Bolivia, el famoso Alto Perú. Se trataba de un espacio muy diverso con realidades étnicas, regionales y económicas muy complejas y a veces contradictorias. Un escenario, además, donde una minoría blanca (criollos y peninsulares) convivía con la masa indígena más numerosa del continente, esto sin mencionar la presencia de esclavos negros y de un grupo cada vez más nutrido de mestizos y castas. El temor de una sublevación de las masas era algo que preocupaba a la élite. Por ello aquí la pugna de intereses hizo que no todos sintieran en el mismo momento la necesidad o la conveniencia de separarse de España, ni tampoco la forma en cómo llevar a cabo un proyecto tan delicado. Fue en este ambiente de confusión que actuaron los ejércitos de San Martín y Bolívar cuando llegaron a nuestro país.

LA REPÚBLICA INICIAL (1825-1845) – EL PERÚ REPUBLICANO

Luego de la batalla de Ayacucho el Perú quedó con total libertad de organizarse políticamente. El problema era que los cambios sociales y económicos habían sido pocos. Por ello fue que el orden liberal y republicano que propusieron muchos políticos estaba divorciado de una realidad todavía muy arcaica y, ahora, caótica. Durante los siguientes años la participación política quedó reducida a un pequeño grupo de la población, es decir, a la élite civil y militar sin un proyecto nacional claro. Por ello al interior del país surgieron tendencias regionalistas y por momentos separatistas como en los departamentos de Cuzco y Arequipa. Allí, como en la mayor parte del país, la presencia del estado era muy débil luego del desmantelamiento de la administración virreinal. Surgió así la presencia del gamonal, es decir, el terrateniente que sumó a la propiedad de la tierra el poder político en su localidad o región.

En este clima las instituciones no funcionaban o eran casi inexistentes, y la falta de una clase dirigente  hizo que los intereses de grupo, las lealtades regionales o personales fueran la clave de la vida política. El poder terminó cayendo en manos de los jefes militares vencedores de Ayacucho: los caudillos. Ellos representaron intereses regionales de gamonales y comerciantes a los que concedían cargos públicos y tierras. Eran la cabeza de una complicada pirámide de patrones y clientes. Las figuras de Agustín Gamarra, Felipe Santiago Salaverry, Andrés de Santa Cruz o Manuel Ignacio de Vivanco, claves en la política de estos años, corresponden a esteprimer militarismo, tal como lo definió Basadre.

El caudillismo se convirtió en una empresa cuyo objetivo era la conquista del poder. El estado era el botín a repartirse. Quizá el único proyecto importante surgido del caudillismo fue la idea de volver a unir Perú y Bolivia en 1836: la Confederación Perú-boliviana, ideada por Santa Cruz. Pero el mismo caudillismo, los intereses regionalistas  y la intervención chilena la hicieron fracasar en la batalla de Yungay (1839). De todos estos caudillos faltó un dirigente excepcional, alguien capaz de imponer la autoridad de un gobierno central y subordinar las regiones para evitar la anarquía. Entre 1821 y 1845, es decir en 24 años, se alternaron 53 gobiernos, se reunieron 10 congresos y se redactaron 6 constituciones. Hubo años, como en 1838, que gobernaron 7 presidentes casi al mismo tiempo. Vemos entonces que la autoridad de estos caudillos no fue resultado de un consenso ni tampoco pudo imponerse de forma estable. Cuando conquistaban el poder concentraban su atención en satisfacer las demandas de sus allegados políticos. Eran gobiernos de minorías para minorías. No pudieron integrar a la sociedad retrasando el camino de convertir al Perú en un estado-nación.

LA ERA DEL GUANO (1845-1879) – EL PERÚ REPUBLICANO
A partir de 1845, con la llegada de Ramón Castilla a la presidencia, el Perú inició un período de relativa calma política debido a que ahora los gobiernos gozaron de un ingreso económico inesperado: el guano de las islas. La exportación de este famoso fertilizante se hizo posible a la gran demanda de Norteamérica y Europa  por elevar su producción agrícola debido al crecimiento demográfico.
Hasta el estallido de la Guerra con Chile (1879) el Perú exportó entre 11 y 12 millones de toneladas de guano que generaron una ganancia de 750 millones de dólares. De ellos el estado recibió como propietario del recurso el 60%, es decir, una suma considerable para convertirse a través de inversiones productivas en el principal agente del desarrollo nacional.
Si calculamos la importancia del guano en la economía de la época podríamos decir que, cuando Castilla hizo el primer presupuesto para los años 1846-1847, la venta del fertilizante representaba el 5% de los ingresos totales; años más tarde, entre 1869 y 1875, el guano generaba el 80% del presupuesto nacional. Con esta inusual bonanza, luego de 20 años de anarquía y estancamiento, se podía recuperar el tiempo perdido: atraer la inversión e iniciar una vasta política de obras públicas para modernizar al país.
El resultado final no fue tan alentador. El dinero generado por el guano fue destinado a rubros casi improductivos: crecimiento de la burocracia, campañas militares, abolición del tributo indígena y de la esclavitud, pago de la deuda interna y saneamiento de la deuda externa. Solo la construcción de los ferrocarriles y algunas inversiones en la agricultura costeña (caña de azúcar y algodón para la exportación) escaparon a este desperdicio financiero.

Hacia 1870 las reservas del guano se habían prácticamente agotado y el Perú no estaba preparado para este colapso, cargado como estaba con la deuda externa más grande de América Latina (37 millones de libras esterlinas). Fue entonces que el país pasó, como tantas veces en su historia, de millonario a mendigo, sin nada que exhibir en términos de un progreso económico. El Perú no había podido convertirse en un país moderno con instituciones civiles sólidas.

La razón de este fracaso ha sido explicada por la falta de una clase dirigente. Tanto los militares como los civiles surgidos bajo esta bonanza no pudieron elaborar un proyecto nacional coherente. Dirigieron su mirada hacia el extranjero, apostaron por el libre comercio y compraron todo lo que venía de Europa arruinando la escasa producción o “industria” local. Con muy pocas excepciones se convirtieron en un grupo rentista sin vocación por la industria.
En especial los civiles no habrían podido convertirse en una “burguesía” decidida, progresista o dirigente. Aunque, como ya hemos mencionado, hubo al interior de esta élite gente que, como Manuel Pardo, imaginaron un desarrollo alternativo para el país. Pardo fundó el Partido Civil y en 1872 se convirtió en el primer presidente que no vestía uniforme militar. Su programa insistía en la necesidad de institucionalizar el país, fomentar la educación y construir obras públicas. Ya en el poder poco es lo que pudo hacer: el país se encontraba ahogado en su crisis debido al derroche de los años anteriores.
Lima y la costa se beneficiaron de la bonanza guanera. El resto del país, esto es, los grupos populares y las provincias del interior, vivieron al margen de esta “prosperidad falaz” continuando en un mundo arcaico, especialmente la población andina. En 1879, quebrado y dividido, el Perú tenía pocas posibilidades de salir airoso en la Guerra del Pacífico.

EL ROSTRO DEL PERÚ –  PERÚ REPUBLICANO

La población, en 1828, fue calculada en 1’279,726 habitantes. El Perú seguía siendo un país rural. La mayoría eran indios que formaban comunidades campesinas. Lima era la ciudad más populosa con 54 mil habitantes. Cerca de la mitad del país estaba compuesto por un territorio desconocido: la amazonía. Las fronteras políticas estuvieron poco definidas y fueron causas de conflictos con Bolivia (1828) la Gran Colombia (1829) y Ecuador (1859).

No hubo esta época un centralismo sino más bien una desarticulación por el poco efecto concentrador de Lima y, se podrían distinguir, hasta cuatro circuitos comerciales casi autosuficientes: Lima y la costa central; la costa norte y Cajamarca; la sierra central; y la sierra sur.

Las comunicaciones eran difíciles puesto que a pesar de contar con cinco puertos mayores (Paita, Huanchaco, Callao, Islay y Arica), las antiguas rutas que habían comunicado a Lima con Arequipa, Cuzco y el Alto Perú sufrían un penoso abandono. Todo esto añadido a la difícil geografía y a la numerosa presencia de bandidos, viajar se convirtió en una empresa arriesgada. La circulación monetaria disminuyó y en muchos lugares el comercio sólo pudo efectuarse mediante el trueque.

Esta situación empezó a cambiar durante la época del guano. A nivel social surgió una clase “rentista”, es decir, un reducido círculo de familias muy ricas, amantes del lujo, pero sin vocación empresarial. Su fortuna, proveniente de los negocios guaneros, se formó sin esfuerzo tecnológico o creativo alguno. No solo importaron de fuera artículos de lujo, sino también una buena dosis de ideología liberal y un nuevo estilo de vida a imagen y semejanza de las burguesías europeas. Ellas se modernizaron pero no les interesó difundir los nuevos valores contribuyendo a acentuar su distancia respecto a la mayoría que siguió viviendo en un mundo arcaico.

Pocas épocas en el Perú dieron lugar a tanto lujo y ostentación. Luego del empobrecimiento sufrido tras la independencia, la élite tuvo dinero suficiente para gastar. El culto a los artículos importados hizo rico a más de un comerciante que estableció su tienda en las calles del centro de Lima. Sumas enormes de dinero fueron derrochadas en una desmedida importación de artículos de lujo. En Chorrillos, el balneario de moda, los nuevos ricos se dedicaban al juego y llevaban un estilo de vida opulento.

Hacia 1870, año en que se derrumbaron sus murallas, Lima contaba con poco más de 100 mil habitantes. Comenzaba por el norte con el Convento de los Descalzos y terminaba por el sur en la Portada de Guadalupe, muy cerca de la actual Plaza Grau. En el lugar que ocupaban las murallas se trazaron, a la manera francesa,  avenidas en forma de boulevards que rodearon a la ciudad  formando un cinturón de calles amplias y arboladas.

Además, se diseñaron parques decorativos con quioscos afrancesados como el Parque de la Exposición inaugurado por el presidente Balta en 1872. Pero la influencia francesa no sólo se hacía sentir en el diseño urbano. La moda de París entusiasmaba a las mujeres y desplazaba a las tapadas.  La gente de entonces también utilizaba su tiempo libre para hacer deporte al fundarse, por ejemplo, el «Club Regatas Lima». Asimismo, apareció el tranvía remolcado por caballos y se construyó el teatro Politeama con capacidad para 2 mil personas.

Por último, a partir de 1850, llegaron trabajadores chinos para reemplazar a los esclavos negros en las haciendas de la costa. Los beneficios del trabajo de losculíes lo percibieron de inmediato los terratenientes. Con el conocimiento ancestral que tenían del trabajo agrícola y con su esfuerzo físico permitieron el notable incremento en la producción de caña y algodón. Los chinos también fueron empleados en la extracción del guano de las islas y en el servicio doméstico. La llegada de los coolíes fue continua y creciente: entre 1849 y 1874 arribaron casi 90 mil. Lo censurable fue que su trabajo se realizó en condiciones de semi-esclavitud. Los malos tratos se iniciaban en el viaje desde la colonia portuguesa de Macao hasta su llegada al Callao. La penuria continuaba en el Perú. El trato de los hacendados fue muy duro. El uso de cadenas, látigos y la exigencia del cumplimiento del horario fue algo cotidiano.

LA GUERRA DEL PACÍFICO (1879-1883) – EL PERÚ REPUBLICANO

El 5 de abril de 1879 Chile declaró la guerra al Perú e inmediatamente bloqueó el puerto salitrero de Iquique. Así empezaba la llamada Guerra del Pacífico, una contienda larga, sangrienta y agobiante. En 1873 se había preparado en descenlace definitivo cuando el Perú firmó un tratado secreto de alianza con Bolivia, documento que fue el pretexto para que el Perú ingresara al lado de este país, en el conflicto contra Chile.

Quizás la guerra estaba perdida desde que el Perú quedó en franca desventaja militar frente a Chile cuando en 1874 el presidente Manuel Pardo, por medidas de austeridad debido a la crisis económica,  autorizó la reducción de los efectivos del ejército y la marina, y no llevó adelante la construcción de un par de buques blindados contratados por su antecesor José Balta.

Pero la derrota no sólo se debió a la débil condición militar sino también, como lo escribió alguna vez Jorge Basadre, al desorden político, a la falta de integración social y al despilfarro económico del siglo XIX que convirtieron tan vulnerable a un país con grandes posibilidades de desarrollo .

Las causas del conflicto armado entre Perú, Bolivia y Chile fueron básicamente económicas: el control del salitre. Se trataba de un nitrato que se exportaba como fertilizante y como insumo para explosivos. De un lado estuvo Chile intentando apoderarse del rico territorio salitrero en el desierto de Atacama que en el derecho internacional no le pertenecía; y del otro, Perú y Bolivia, intentando, dramáticamente, de defenderlo.

Pero esta situación no fue circunstancial. El control territorial del Atacama estuvo, desde los inicios de la explotación salitrera, en manos de empresarios chilenos y capitales británicos. La distancia geográfica, la anarquía política y la endémica crisis económica hicieron que el control peruano y boliviano sobre su riqueza salitrera fuese poco efectiva o incluso inexistente en el caso de Bolivia.

Iniciado formalmente el conflicto el Perú tuvo su primer revés en el mar. En los combates de Iquique y Angamos se perdieron a los dos únicos acorazados que teníamos para defender 4.800 kilómetros de litoral: la fragata Independencia y el monitor Huáscar. También perdimos a Miguel Grau, el máximo héroe nacional. Una vez controladas las rutas marinas las fuerzas chilenas se apoderaron de las provincias del sur, incluyendo Tarapacá, muy rica en salitre.

A pesar de estar política y militarmente arruinado el Perú se negó a capitular. Por ello un potente ejército de 3 mil hombres al mando de Patricio Lynch fue enviado a invadir la costa norte para “castigar” y someter a la población saqueando las plantaciones de caña de azúcar privando al Perú del único recurso económico que le quedaba para continuar la guerra. Aún así los peruanos continuaron el combate y luego de las batallas de San Juan y Miraflores 25 mil chilenos ocuparon Lima pero la encontraron sin gobierno alguno con el que negociar la rendición.

Nicolás de Piérola, quien había asumido poderes dictatoriales tras el polémico viaje de Mariano I. Prado a Europa, se retiró a la sierra (Ayacucho) para continuar su gobierno y resistir al invasor.  El país no lo apoyó y, en Lima, una asamblea de notables eligió presidente al civil Francisco García Calderón. Éste se negó a firmar la paz con Chile con entrega de territorios. García Calderón, como muchos otros líderes políticos, terminó cautivo en Chile. En la sierra central Andrés A. Cáceres inició una feroz resistencia comandando tropas campesinas en la célebre Campaña de la Breña. Tras algunas victorias terminó derrotado en Huamachuco. Por su lado Miguel Iglesias, luego de su triunfo en San Pablo, pidió al país desde Montán (Cajamarca) firmar la paz con Chile bajo cualquier condición. Ya proclamado presidente, Iglesias firma con el enemigo en Tratado de Ancón (1883) donde se cedía definitivamente Tarapacá y se entregaba, por espacio de 10 años, las provincias de Tacna y Arica. Un plebiscito, que nunca se realizó, debía decidir el futuro de ambas. Las tropas chilenas recién dejarían nuestro territorio en 1884.

LA RECONSTRUCCIÓN NACIONAL (1883-1895) –  PERÚ REPUBLICANO

La guerra terminó completando la destrucción que se había iniciado con la crisis económica de la década de 1870. En 1879 el sistema bancario peruano estaba quebrado y la agricultura, la minería y el comercio apenas sobrevivían. Las tropas chilenas arruinaron la economía, pusieron en evidencia la fragilidad del sistema político peruano, reverdecieron los antiguos conflictos internos y privaron al país de la vital riqueza salitrera. Luego de firmada la paz había que reconstruir el Perú desde los escombros.

Siguiendo a Basadre, este período se inicia con el segundo militarismo pues los militares vuelven a ocupar dominar la política, ahora en un momento dramático. Estos caudillos son los vencidos, pero son los únicos que tienen la fuerza suficiente para tomar el poder ante la situación tan vulnerable en que quedó el resto de la población por el desastre ante Chile.

El país seguía dividido. Los «hombres de Montán», secundaban a Iglesias, y «los de kepí rojo» al héroe de la Breña, el general Cáceres. Ambos bandos eran irreconciliables. El problema había surgido por la condiciones estipuladas en el Tratado de Ancón.

Este militarismo comprende los gobiernos de Iglesias (1883-86), Cáceres (1886-90) y Remigio Morales Bermúdez (1890-94). Llega a su fin en 1895 cuando los civiles, ya reorganizados y cansados del militarismo, expulsan del poder a Cáceres que lo ocupaba ilegalmente por segunda vez. Ese año, tras una sangrienta guerra civil que culminó en las calles del centro de Lima, Nicolás de Piérola asume la presidencia.

En este difícil período el Perú tenía que recuperarse de la terrible derrota moral y material. Si antes de 1879 el país estaba ya quebrado imaginemos ahora la situación. Había que empezar de la nada. Los años dorados y “felices” del guano habían pasado, era necesario replantear el modelo económico y llevar un manejo del poco dinero disponible con criterios más austeros.

Pero un nuevo modelo no podía iniciarse sin resolver el espinoso problema de la deuda externa que ascendía, con los intereses acumulados, a 51 millones de libras esterlinas. Cáceres tuvo que hacerle frente y lo “solucionó” al firmar con los acreedores el polémico Contrato Grace, en 1889. Recién desde ese momento se pudo dar el marco adecuado para fomentar la inversión, tanto nativa como extranjera.

Afortunadamente a partir de la década de 1890 el mercado mundial estuvo del lado peruano. Los precios de algunos de nuestros principales recursos naturales de exportación subieron: azúcar, algodón, cobre y caucho. Con su venta se inició la recuperación nacional, especialmente de los empresarios privados y de la clase política. De esta manera el militarismo llegaba a su fin y Piérola inauguraba una época de gran expectativa nacional: el gobierno de las instituciones y no el de los caudillos.

La explotación del caucho significó el auge de Iquitos. La demanda de las industrias de automóviles europea y norteamericana impulsó la extracción de este recurso natural que trajo importantes beneficios al tesoro público entre 1882 y 1912. Para los aborígenes selváticos representó la quiebra de su mundo material y mental. La explotación también representó un paso en la ocupación, bajo criterios nacionales, del espacio amazónico. En este sentido, se exploró la Amazonía iniciándose importantes estudios geográficos. Pero como toda industria extractiva no consideraba útil la conservación de la ecología ni la del árbol productor del jebe, pues se pensaba que el recurso era inagotable (como antes parecía serlo el guano).

En 1884 se exportaron 540,529 kilos mientras que, entre 1900 y 1905, salieron por el puerto de Iquitos más de 2 millones de kilos de caucho por año. A partir de ese momento, le salieron competidores de otras partes del mundo. Exploradores británicos habían exportado árboles caucheros de la India, y en Ceylán se desarrollaron extensas plantaciones. El boom del caucho llegaba a su fin

Por último, la intensa actividad privada empezó a transformar el país. La agricultura de la costa se modernizó, en Lima surgieron las primeras fábricas y se recuperó el sistema bancario. El Banco Italiano (hoy Banco de Crédito), el Banco del Perú y Londres y el Banco Popular son fundados por estos años. Aparecen los primeros obreros y se forma una pequeña clase media. El Perú mostraba entrar con paso seguro al nuevo siglo.

EL PERÚ CONTEMPORÁNEO: EL SIGLO XX

Luego del serio revés producido por la Guerra del Pacífico, el país inició el siglo XX con el apogeo del proyecto oligárquico orientado a la exportación de materias primas.  El modelo entró en crisis a fines de los años veinte cuando se empezó a ensayar una política económica orientada al mercado interno promoviéndose la industrialización. Las actividades económicas se diversificaron y se consolidaron nuevos grupos sociales (clase media, proletariado urbano y campesino, estudiantes universitarios) que desafiaron el orden de la antigua clase dirigente. Surgieron nuevas doctrinas y partidos políticos que volvieron a plantearse preguntas y problemas sobre la esencia del Perú y el tipo de nación que queríamos ser: centralista o federal, mestiza o multicultural, proteccionista o abierta libremente al mundo.

De esta manera el Estado fue asumiendo nuevos papeles para fomentar el desarrollo económico y la integración social. Crece la burocracia y la inversión pública; aparecen nuevos ministerios y la banca de fomento. Este proceso tuvo su clímax en régimen militar de 1968 a 1975 y el gobierno aprista de 1985 a 1990. Apartir de los años 90 la tendencia cambió al devolverse estos procesos a la iniciativa privada y al mercado mundial. Pero todos estos vaivenes acentuaron el centralismo limeño que se ha convertido en uno de los obstáculos más serios para el desarrollo integral y democrático del país.

Un cambio espectacular fue el crecimiento demográfico. La población se triplicó entre 1940 y 1993: pasó de 7 a más de 22 millones de habitantes; al año 2000 llegó a 25,7 millones. Otros factores que cambiaron el rostro del país fue el crecimiento de la cobertura educativa en todos sus niveles y la expansión de los medios de comunicación (carreteras, radio, periódicos y televisión). Esto integró más al país y empujó a millones de campesinos a buscar nuevas oportunidades en las ciudades. La masiva migración del campo a la ciudad, especialmente a partir de los años cincuenta, fue un fenómeno inédito. Lima fue la principal víctima: en 1904 tenía 140 mil habitantes, 540 mil en 1940, 3 millones en 1972 y más de 7 en el 2000. Este fenómeno convirtió al Perú en un país mestizo, urbano y costeño. En 1940 el 70% de la población vivía en el campo, hoy en día ocurre todo lo contrario: ese mismo porcentaje vive en las urbes.

El Perú se vio afectado, además, por dos fenómenos dramáticos. En primer lugar, a partir de los años ochenta estallaron movimientos subversivos situados ideológicamente a la izquierda del Apra y los demás partidos “socialistas”; su intensidad entre 1980 y 1992 estuvo a punto de hacer colapsar al Estado. Por su lado, el narcotráfico demostró su poder económico y político en amplias regiones del territorio nacional. El Estado terminó controlando el primero y, con la ayuda internacional, debe erradicar el segundo.

Durante el siglo XX el Perú experimentó casi todos los modelos de desarrollo existentes. El resultado, sin embargo, no ha sido tan alentador. Un solo dato podría resumir el fracaso: casi el 60% de su población vive en condiciones de pobreza o miseria extrema. Faltan profundizar los valores democráticos, el orden institucional y una economía de mercado más competitiva y redistributiva. Hoy el país, además, está inmerso en las consecuencias que trajo para el planeta el fin de la “guerra fría” y el acelerado proceso de integración llamado “globalización”. Conceptos como soberanía o dependencia están siendo redefinidos. Lo cierto es que con el fax, el internet, la televisión por cable y el abaratamiento del transporte de mercancías y personas el Perú viene acomodándose a los nuevos desafíos que impone el siglo XXI.

LA REPÚBLICA ARISTOCRÁTICA  (1895-1919)

Con el gobierno de Piérola (1895-1899) la presencia de los civiles en el poder le dio un perfil distinto al país: tolerancia a las nuevas ideas y el propósito de garantizar  el orden interno para impulsar el progreso. La oligarquía, un grupo de familias que controlaba la agricultura, la minería y el sistema financiero fue la que esbozó un proyecto de desarrollo acorde a sus intereses. Esa fue la tarea del Partido Civil que monopolizó el poder.

Se pensó que el Estado debía ser pequeño barato y pasivo, es decir, modesto en recursos y ajeno al intervencionismo. Se diseñó una reforma electoral y tributaria, y se dio eficacia a la administración pública. El gasto público debía ser muy reducido y la acción del Estado no debía interferir con la actividad privada. Por ello los servicios ofrecidos por el Estado eran pocos y se reducían a los relativos al orden (ejército, policía y justicia); la educación o la vivienda eran cubiertas por la iniciativa privada.

Los impuestos debían ser lo más bajos posibles para no afectar a los grupos que generaban riqueza. Se impulsaron los impuestos indirectos que grababan a los artículos de consumo masivo (sal, fósforos, licor, tabaco). Si se quería realizar una obra en alguna provincia se aumentaban los impuestos sobre el consumo en la zona interesada. El Perú fue una suerte de “paraíso fiscal”, un escenario atractivo para los intereses de los civilistas vinculados a múltiples actividades empresariales.

Los civilistas siguieron impulsando el modelo exportador. La agricultura asumió el papel dinámico que el guano había ejercido antes. De este modo los hacendados se transformaron en la élite dominante hasta 1919. La industria azucarera se modernizó, especialmente en el valle de Chicama. La producción del algodón le siguió en importancia en los valles de Ica y Piura. Fermín Tangüis halló una planta resistente a las plagas que luego se hizo famosa en el mundo por su gran calidad: el “algodón Tangüis” permitió a los agricultores obtener excelentes beneficios colocando al Perú como exportador del mejor algodón en el mundo. Por último, desde la sierra sur se exportaban las lanas de ovinos y camélidos: más del 70% de las exportaciones que salió por Mollendo correspondía a la lana.

A la minería se le dio un marco para fomentar su expansión. Fue exonerada por 25 años de todo impuesto. Además, en 1893, el Ferrocarril Central llegó a La Oroya y, poco después, hasta Cerro de Pasco, Huancayo y Huancavelica. La sierra central fue la zona minera que más se desarrolló. Allí la Cerro de Pasco Mining Corporation, con un 70% de capital norteamericano, inició la explotación del cobre y otros minerales

También se produjo un notable desarrollo en la economía urbana pues buena parte de las ganancias de los exportadores se invirtió en el país. Es la época que en Lima la industria, los servicios públicos (agua, luz, teléfono) y la banca experimentaron gran crecimiento. Lima era la única capital latinoamericana cuyos servicios básicos pertenecían en su integridad al capital nacional.

La industria textil fue la que alcanzó mayor desarrollo, especialmente la que manufacturaba tejidos de algodón. En Lima se encontraban las principales fábricas como Santa Catalina y San Jacinto. La industria alimentaria le siguió en importancia: los inmigrantes italianos fundaron los helados D’Onofrio y, para elaborar harina,Nicolini Hermanos. En Lima había 7 fábricas de fideos y 12 en provincias. La producción de galletas estuvo monopolizada por Arturo Field. La industria cervecera estaba representada por Backus y Johnson (Lima) y Fábrica Nacional (Callao). Las fábricas de bebidas gaseosas también se multiplicaron.

Hacia 1918 este modelo fue cuestionado por la clase media, los obreros y los estudiantes universitarios quienes demandaron la necesidad de transformar el Estado y apoyarlo en criterios más democráticos. Las repercusiones de la Primera Guerra Mundial ocasionaron un malestar general por el derrumbe de las exportaciones (inflación de precios y escasez de alimentos de primera necesidad). Esos años estuvieron marcados por la violencia política y uno de los hechos más visibles fue la presión de los obreros apoyados por los estudiantes universitarios. El civilismo, con José Pardo a la cabeza, se tambaleaba en el poder.

EL ONCENIO DE LEGUÍA (1919-1930

La hora final de la República Aristocrática no tardó en llegar. Augusto B. Leguía encabezó un golpe de estado argumentando que Pardo y el civilismo trataban de desconocer su victoria en las elecciones de 1919. Era Leguía un hombre esencialmente práctico, no un doctrinario, con mentalidad empresarial para hacer política, con tendencia al autoritarismo y que supo aprovechar el desgaste de los viejos partidos políticos. Su preocupación central era irrigar la costa, construir caminos y urbanizar, en ese orden. Ya en el poder ese proyecto se llamaría la Patria Nueva.

Leguía se presentó ante el país como el gran enviado capaz de resolver todos sus problemas. Orientó su acción hacia la clase media y, ante la crisis del marco institucional, aprovechó el momento para justificar su poder por medio del éxito material (construcción de grandes obras públicas). Este ímpetu desarrollista, alentado por una población en crecimiento con otras necesidades y apetencias, dio origen a nuevas dependencias estatales. Empezó a esbozarse la idea del estado benefactor y ello se tradujo en el crecimiento de la administración pública. Así se inauguraba, para bien o para mal, el rostro del Perú contemporáneo.

A lo largo de estos once años Leguía se perpetuó en el sillón presidencial por medio de la reelección. Sin embargo, pueden distinguirse dos etapas en su autoritarismo: antes y después de 1923. Al inicio, Leguía mantuvo una posición de fuerza y persecución frente al civilismo y adoptó un paquete de medidas que pretendían modernizar el estado y convertirlo en una institución más democrática. Tarea imposible ya que al interior el país, por ejemplo, se mantuvo casi intacto el poder de los terratenientes. Luego, mediante un control más costoso de los mecanismos de poder y recurriendo al personalismo, desarrolla la otra fase de se gobierno para profundizar su proyecto: endeuda peligrosamente al país para financiar sus obras públicas.

Ellas fueron la esencia de la Patria Nueva. El capital norteamericano y la iniciativa privada le delinearon un perfil nuevo al país. Ningún gobierno hasta entonces había emprendido una política tan vasta de obras públicas. La industria del cemento tuvo un rápido crecimiento: en 1925 produjo casi 12 mil toneladas y 50 mil en 1927.

Lima gozó de una de sus mayores transformaciones. Al margen de las donaciones por las celebraciones del Centenario de la Independencia (Museo Italiano o monumento a Manco Cápac), se inauguró la Plaza San Martín, se abrieron avenidas como Leguía (hoy Arequipa), Progreso (hoy Venezuela), La Unión (hoy Argentina), Nicolás de Piérola y Brasil; se construyeron el Ministerio de Fomento, el Palacio Arzobispal y se rediseñó el Palacio de Gobierno; se iniciaron los edificios del Congreso y del Palacio de Justicia. Se fundaron barrios como el de Santa Beatriz, San Isidro y San Miguel. Se construyó la Atarjea para brindar de agua potable a Lima y en otras ciudades se instalaron sistemas de alcantarillado: un total de 992 mil metros de tuberías de agua y desagüe.

Se construyeron 18 mil kilómetros de carreteras gracias a la injusta Ley de Conscripción Vial que estipuló la obligatoriedad de 10 días de trabajo estas obras. Esta fiebre por la construcción de carreteras hizo que el trazo de muchas de ellas no tuvieran ningún sentido. Fue el caso de un camino que se inició en Huancayo sin que se supiera dónde debía llegar. También se inició el Terminal Marítimo del Callao, se abrió la Escuela de Aviación de Las Palmas, se compraron los primeros submarinos y se profesionalizó a la policía. Finalmente, se inició el proyecto de irrigación de Olmos y otros se dejaron listos en Cañete y Piura.

El declive del autoritarismo apareció en 1928 con la caída de las exportaciones (cobre, lanas, algodón y azúcar) y, con la crisis económica mundial de 1929, descendió aún más el favor de la opinión pública. Por su lado, el malestar del ejército aumentó debido a los polémicos arreglos fronterizos con Colombia (entrega del Trapecio Amazónico) y Chile (pérdida de Arica). La corrupción al interior del régimen abonaba el descontento. Ante las elecciones de 1929 Leguía se presentaba sin oposición organizada. Finalmente, el repudio al “tirano” va a ser interpretado en la revolución desatada en Arequipa (1930) por el comandante Luis M. Sánchez Cerro.

LOS NUEVOS PARTIDOS POLÍTICOS Y LAS ELECCIONES DE 1931

Durante los años veinte nacieron dos movimientos políticos de masas, el aprismo y el comunismo, que marcarían buena parte del desarrollo político peruano a partir de 1930. El APRA, fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre en México (1924) se presentó como un movimiento internacionalista, de clara influencia marxista en sus primeros años de vida e introduciendo la violencia revolucionaria en el léxico de la política peruana. Si bien estas ideas se moderaron en la campaña electoral de 1931, el aprismo fue acusado muchas veces de subversivo por los sectores más conservadores. Su líder ofrecía un capitalismo de Estado a cargo de un frente único de trabajadores manuales e intelectuales reclutados entre las clases medias y el pueblo trabajador.

El comunismo, por su lado, tuvo en José Carlos Mariátegui a uno de los pensadores marxistas más originales de América Latina. Autor de un impresionante número de artículos de divulgación del marxismo, de crítica literaria y de análisis político, Mariátegui fundó el Partido Socialista, la revista Amauta y escribió los 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, acaso el libro más leído en el Perú durante el siglo XX. La heterodoxia del pensamiento de Mariátegui, sin embargo, fue rechazada por el primer congreso de partidos comunistas pro-soviéticos reunido en Montevideo en 1929.

Luego de la muerte de Mariátegui (1930) el Partido Socialista varió en Partido Comunista, ahora dirigido por Eudocio Ravines y respaldado por la Internacional Socialista. Esta afiliación pro-soviética repercutiría negativamente en el desarrollo del marxismo en el Perú. Los seguidores del «mariateguismo» ya no tendrían la misma originalidad ni frescura intelectual del autor de los 7 ensayos. Políticamente su influencia fue mínima, por lo menos hasta la década de 1950.

Tras la caída de Leguía, y luego de varios cambios políticos, se convocaron elecciones generales en 1931, una de las más polémicas de nuestra historia republicana. Las candidaturas más importantes fueron las de Sánchez Cerro y Haya de la Torre. El país se polarizó.

Sánchez Cerro había fundado la Unión Revolucionaria, de enorme arraigo popular. El origen mestizo y provinciano de su líder, que fue capaz de pulverizar el edificio leguiísta, ejercía enorme fascinación entre los obreros y los grupos medios urbanos. Su lema era el Perú sobre todo, lo que demostraba su clara vocación nacionalista como respuesta a las influencias «foráneas» representadas por el aprismo y el comunismo. Defendía la exaltación de ciertos valores (patria, religión, propiedad), que sin duda tendían a la creación de una mística, propia de los fascismos europeos de entonces.

Haya basó su discurso en un análisis de los principales problemas del país. Moderó sus anteriores llamados a la revolución y a la construcción del socialismo. Anunció la creación del «estado antiimperialista», para aceptar correctamente las innovaciones traídas por el capital extranjero. La fascinación que ejercía Haya era su llamado a jóvenes o adultos, obreros, empleados o desocupados, a la tarea de formar una empresa colectiva y ser protagonistas de la vida política. La idea era sacarlos del anonimato. Al menos esa fue la idea de quienes votaron por Haya en 1931.

Pero el discurso de Haya resultaba demasiado radical para la mentalidad política del país. Si bien sus repetidos ataques a las clases altas eran sólo retóricos, asustaron tremendamente a los grupos conservadores y por qué no a muchos artesanos y gente de clase media temerosos de perder sus pequeñas propiedades. De este modo la Iglesia, el Ejército y la oligarquía no escatimaron esfuerzos para denunciar al APRA como un movimiento subversivo internacional que pretendía destruir la integridad nacional.

De acuerdo a la información oficial, votó el 80% de los inscritos en el Registro Electoral. Los resultados fueron los siguientes: Sánchez Cerro 152 mil votos; Haya de la Torre 106 mil; los otros dos candidatos tuvieron una votación muy modesta.

La victoria de Sánchez Cerro era contundente, sin embargo, mientras los otros candidatos reconocían su derrota, los apristas denunciaron fraude electoral y llegaron a decir que Haya era el «Presidente moral del Perú». Esta derrota era un golpe amargo pues daban por descontado el triunfo de Haya. Su frustración era inmensa. A partir de allí el Apra inició una cerrada oposición desde el Congreso y las calles.

DE SÁNCHEZ CERRO A ODRÍA

Los años 30 marcaron un punto culminante en la presión por democratizar el Estado con el ingreso de la clase media y los grupos populares a la política. El antiguo sector exportador, que ahora formaría un germen de burguesía empresarial, pareció estar mejor dispuesto a la apertura política, pero no vaciló en reprimir cualquier intento que pudiera poner en peligro su dominio. Por ello se apoyó en el poder a militares como Sánchez Cerro (1931-1933) o Benavides (1933-1939) para seguir controlando el país. A lo largo de estos años se recortaron las libertades públicas y sindicales y se persiguió a los partidos de izquierda. Esa fue la esencia de este tercer militarismo.

Las limitaciones del modelo exportador se hicieron evidentes con la crisis mundial. Entre 1929 y 1932, el precio del cobre se redujo en 69%, lanas en 50%, algodón en 42% y azúcar en 22%. Ahora se dejó sentir el endeudamiento dejado por Leguía. El país tuvo que reducir notoriamente sus gastos y la cobertura social. El presupuesto, que era de 50 millones de dólares en 1929, descendió a 16 millones en 1932. La libra peruana desapareció y se creó el sol de oro como nueva moneda en 1930. Hubo una continua devaluación monetaria y el costo de vida aumentó. Muchas empresas cerraron y el desempleo se extendió. Para los grupos medios y populares estos años significaron reducción de salarios, desocupación y auge de huelgas.

La crisis obligó a desarrollarse con autonomía respecto al mercado mundial e impulsar la industrialización. Ante la ausencia de créditos externos, el país debió autofinanciar su recuperación. En 1939 más del 40% de los ingresos públicos estaban cubiertos por impuestos directos. Este esfuerzo permitió construir una serie de carreteras: en 1934 había 19.867 kilómetros y en 1944 la cifra se elevó a 33.468.

El Estado tuvo que seguir creciendo para atender las demandas sociales. Aparecen los ministerios de Educación, Salud y Agricultura. La reforma del Banco de Reserva y la ampliación de la Banca de Fomento le dieron a los gobiernos mayor injerencia en la economía. La burocracia aumenta en un 100% entre 1938 y 1945.  Por último, este crecimiento estatal estuvo acompañado de un peligroso centralismo. Las decisiones se tomaron cada vez más en Lima, pues nunca funcionaron los Congresos Departamentales contemplados en la Constitución de 1933. Tampoco hubo autonomía municipal.

Luego del tercer militarismo fue elegido por primera vez Manuel Prado (1939-1945); su victoria se debió también al tácito apoyo de los movimientos de izquierda pues veían en Prado al representante de una burguesía progresista interesada por democratizar el país. Se equivocaron. Prado reprimió la actividad sindical e implantó una política liberal para favorecer las exportaciones. En 1945 triunfó Bustamante y Rivero apoyado por el Frente Democrático Nacional. Su breve mandato (1945-1948) fue el primer esfuerzo por ofrecer una alternativa reformista distinta al Apra, aunque para llegar al poder requirió del apoyo de Haya de la Torre. Por ello el sector exportador conspiró con los militares para llevar a cabo un golpe de estado y restaurar una dictadura modernizadora con el general Manuel A. Odría (1948-1956). El régimen se benefició por un auge exportador, implementó una colosal política de obras públicas y le otorgó el voto a la mujer.

Los años 50 configuraron el rostro del Perú contemporáneo. La urbanización adquirió un fuerte papel y se hizo patente por la concentración de grandes contingentes de migrantes en las barriadas de Lima y otras ciudades de la costa. Surge así un nuevo grupo de propietarios, empresarios, obreros y subempleados. La cultura andina comienza a invadir las ciudades transformándolas de manera inexorable. De otro lado el crecimiento de las comunicaciones (radio y carreteras), la aceleración del movimiento comercial e industrial de Lima y el desarrollo de otros sectores de exportación (pesca en Chimbote), terminaron colocando a la agricultura en un segundo plano. En la sierra, la crisis del agro debilita a los terratenientes y empuja a más campesinos a las ciudades para buscar trabajo y alcanzar la cultura occidental. También hay un crecimiento explosivo de la educación popular con la multiplicación de colegios y universidades. El país entra en efervescencia y surgen nuevos partidos reformistas: Acción Popular y la Democracia Cristiana.

LOS AÑOS SESENTA Y EL PRIMER BELAUNDISMO

El descenso de los ingresos por las importaciones tras el término de la guerra de Corea puso fin al odriísmo. Reaparecieron el desempleo, las huelgas y la inflación El dictador tuvo que convocar a elecciones y retornó al poder Manuel Prado (1956-1962) quien trajo un período de estabilización política permitiendo la libre actuación del Apra y la izquierda. Al frente de la economía puso al liberal Pedro Beltrán para impulsar las exportaciones y la inversión externa. Se anunció un programa de “techo y tierra” en favor de los campesinos que tuvo poco éxito.

Las elecciones de 1962 parecían estar preparadas para el triunfo del Apra. Haya obtuvo el 33%, pero su escasa mayoría obligaba al Congreso elegir presidente. Siempre oportunista, Haya parecía llegar a un acuerdo con su antiguo rival: Odría. Pero las Fuerzas Armadas, enemigas históricas del Apra, se negaron a aceptar un escenario con un presidente aprista. Provocaron un golpe de estado y anunciaron nuevas elecciones. Estas se realizaron en 1963. Fernando Belaunde, líder de Acción Popular, resultó con el 39% e inició su primer mandato (1963-1968).

Belaunde se presentaba como un político atrayente. Con la habilidad de un estadista propuso construir una carretera transamazónica (Marginal de la Selva) para abrir al desarrollo a esa región del país. Invocó el recuerdo de los incas y alentó a la población aspirar nuevamente a la grandeza. Recorrió el territorio y habló con todos los sectores sociales para generar el consenso nacional. También reconoció la necesidad de modificar el Estado para ampliar sus servicios. Por último, quiso dar incentivos a la industria y realizar la tan ansiada reforma agraria.

Sus proyectos terminaron fracasando. Políticamente tuvo un Congreso opositor. El Apra se había aliado al odriísmo para formar mayoría parlamentaria. De esta manera bloqueaba cualquier intento de cambio. Desvirtuó, por ejemplo, un proyecto de reforma agraria que venía del Ejecutivo. Aprobó otro que ponía énfasis en la mejora técnica, y no en la redistribución de la tierra, con la esperanza de mejorar la producción para favorecer a los hacendados. Esto irritó a los campesinos quienes comenzaron a invadir haciendas. En la sierra sur aparecieron movimientos guerrilleros de inspiración cubana. Al gobierno no le quedó otro remedio que aplastarlos con la máxima dureza. Hubo 8 mil muertos y la experiencia fue traumática para los más de 300 mil campesinos alzados y para los soldados que tuvieron que reprimirlos.

En las ciudades, especialmente en Lima, la población migrante desarrollaba luchas paralelas. Proliferaban las invasiones dando lugar al crecimiento desmesurado de barriadas y asociaciones vecinales. Sus pobladores reclamaban viviendas, títulos de propiedad y servicios básicos. Los obreros, por su parte, buscaban otra dirección pues veían que los antiguos partidos se alejaban de fomentar un verdadero cambio. Al gobierno le faltó fuerza e imaginación para canalizar las demandas de estos sectores.

Otra frustración se anunciaba: la antigua disputa con la International PetroleumCompany. Tras muchas negociaciones, en las que los Estados Unidos demostró una hostilidad continua ante una posible nacionalización, se llegó a un acuerdo. La IPCrenunciaba a los ya agotados yacimientos de la Brea y Pariñas y el Perú aceptaba no reclamar los impuestos atrasados. La IPC, además, lograba el acceso a nuevos yacimientos en la selva y el gobierno aceptó venderle el crudo a un precio fijo para que la empresa lo refinara en su planta de Talara. El acuerdo tuvo apoyo multipartidario pero, antes que se empezara a aplicarse, se denunció la desaparición de la última página del contrato donde se habrían consignado las cifras de una elevada indemnización que el gobierno pagaría a la IPC. Esta patraña motivó un gran escándalo y favoreció la caída del belaundismo.

La economía abonó también la crisis. En 1967 el gobierno devaluó la moneda, controló la importación y bajó los impuestos a la exportación. La balanza de pagos mejoró, descendió la inflación pero también el crecimiento. El sueño de un Perú próspero y unido se hacía polvo para Belaunde. Los militares alistaban sus tanques contra Palacio de Gobierno, pero esta vez no para  instalar un gobierno provisional. El golpe se dio el 3 de octubre de 1968. Belaunde fue exiliado y se suprimieron todas las garantías constitucionales. La dictadura volvía al Perú.

EL GOBIERNO REVOLUCIONARIO DE LAS FUERZAS ARMADAS

El golpe preparó el camino para uno de los gobiernos militares más ambiciosos de América Latina. La Junta Militar, presidida por Velasco (1968-1975), declaró de inmediato su intención de efectuar cambios de largo alcance en las bases de la sociedad y la economía. Este nuevo orden, “ni capitalista ni comunista”, intentaba crear un sistema que aboliera las desigualdades y creara las condiciones necesarias para la armonía, la justicia y la dignidad. Toda una incoherencia, pues se intentaba realizar aquello desde el autoritarismo y, muchas veces, fomentando el odio entre el pueblo y los “privilegiados”.

Una de las claves del proyecto fue la reforma agraria en 1969. Todos los grandes latifundios, sin tener en cuenta su productividad, fueron expropiados. La medida se sintió primero en las plantaciones de la costa norte y central, muy mecanizadas, que se colocaron bajo la administración de cooperativas de trabajadores. En la sierra la idea era crear granjas pequeñas o medianas, pero pronto el gobierno cedió a las demandas campesinas por organizar allí también cooperativas. Hacia 1975, las ¾ partes de la tierra productiva del país se encontraba gestionada por estas asociaciones.

En 1971 se creó el Sistema de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS) para vincular al régimen con las organizaciones campesinas y obreras. En realidad fue un método para manipular a las masas en beneficio de la dictadura. Una de sus tareas fue afrontar el problema de las barriadas que se extendían alrededor de Lima y otras ciudades. Sólo en la capital vivían 750 mil migrantes. La situación era explosiva y se decidió crear los pueblos jóvenes. Parte de la “solución” fue repartir títulos de propiedad a los recién llegados.

Este modelo de organización y movilización desde arriba pretendía establecer las bases de la industrialización y el desarrollo económico reduciendo el conflicto social. Una suerte de estado corporativo. Este principio se vio en el sector fabril al crearse la “comunidad industrial”. La idea era convertir progresivamente a los trabajadores en copropietarios con los empresarios. En 1974 había 3.500 comunidades industriales con 200 mil obreros que controlaban el 13% de las acciones de sus empresas.

De otro lado se emprendió una serie de medidas para reducir el papel del capital extranjero que controlaba, en 1968, el 44% de la producción industrial. Esto era inaceptable para los militares. La primera medida fue la nacionalización de la IPCcreándose Petroperú. Otras compañías, en su mayoría de capital norteamericano, también fueron expropiadas siendo reemplazadas por empresas estatales. En 1974 el régimen aceptó, ante la presión de Washington, pagar 150 millones de dólares a las empresas afectadas. Ahora Estados Unidos dejaría de oponerse a la concesión de créditos al Perú.

A pesar de su populismo, la dictadura velasquista encontró resistencia interna. Los gremios de trabajadores sintieron que las reformas no satisfacían sus demandas y empezaron a presionar. Los grupos despojados, a su vez, no ocultaron su horror ante las medidas. La respuesta de los militares fue controlar los medios de comunicación. Poco a poco se confiscaron los periódicos, la radio y la televisión. Sin libertad de prensa los adversarios del régimen fueron intimidados, encarcelados o exiliados.

La situación económica terminó derrumbando a Velasco. Cayeron las exportaciones (cobre, azúcar y harina de pescado) y no se descubrieron nuevos yacimientos de petróleo. Aumentaron el déficit presupuestal y la deuda externa. Al asomarse la inflación el descontento popular se manifestó: en 1975 hubo 779 huelgas, incluyendo el famoso saqueo en el centro de Lima el 5 de febrero favorecido por una huelga policial.

Un golpe al interior de las Fuerzas Armadas puso en la presidencia al general Francisco Morales Bermúdez (1975-1980). Su gobierno buscó corregir el experimento velasquista. SINAMOS casi desapareció y se negoció con el Fondo Monetario Internacional un programa de ajuste económico. Se promulgó el Plan Túpac Amaru que anunciaba el retorno a la democracia, el fomento a la inversión externa y la trasferencia de la prensa a sus legítimos dueños. Todo debía hacerse progresivamente. En 1978 se convocó a elecciones para instalar una Asamblea Constituyente. Presididos por Haya de la Torre, los constituyentes promulgaron en 1979 una nueva Constitución que debía entrar en vigencia a partir de 1980. Una de sus novedades fue otorgar el voto a los analfabetos.

LOS AÑOS OCHENTA Y EL REGRESO DE LA DEMOCRACIA

En las elecciones de 1980 Acción Popular, con Fernando Belaunde, obtuvo una mayoría del 42%. El Apra, luego de la muerte de Haya de la Torre, logró el 28%, sin duda un revés político muy serio. El PPC alcanzó un magro 11% y todos los grupos de izquierda sumaron el 16%. Era evidente que Belaunde había recibido votos de ambos. La escena política tenía algo de familiar. Belaunde era otra vez presidente pero sin la obstrucción del Apra en el Parlamento. Su reelección era también una suerte de reivindicación: los militares lo habían depuesto en 1968 y ahora le garantizaban su vuelta a la presidencia.

Belaunde se comportó como un político de la vieja escuela. Prometía el progreso mediante nuevas obras públicas: complejos habitacionales y la Carretera Marginal.También proponía reducir el papel del estado en la economía, fortalecer la empresa privada y garantizar la inversión externa, especialmente en el tema petrolero. Sus ideas en favor del libre mercado le permitieron refinanciar la deuda y su gobierno parecía bien encaminado al fomentar la diversificación de las exportaciones.

Todo sin embargo era un espejismo. En 1981 el crecimiento del PBI fue de 3,1% pero en 1982 cayó a menos del 1% y en 1983 se desplomó un 12%. El descalabro se debió a razones externas y a los efectos devastadores del Fenómeno del Niño que provocaron inundaciones en la costa norte y sequías en la sierra sur. El manejo económico ahora se hizo con criterios de emergencia. Se tuvo que volver a negociar la deuda externa y el régimen entró en un escenario de ingobernabilidad.

La situación se agravó, además, por el surgimiento del terrorismo. Sendero Luminoso, movimiento maoísta surgido en los años 70, inició su guerra contra el estado desde la sierra de Ayacucho proponiendo una utopía igualitaria. Asaltaba pueblos, asesinaba autoridades y mantenía un absoluto secreto acerca de su estructura interna. Tras lamentables titubeos, Belaunde ordenó una ofensiva militar que dejó una peligrosa huella de represión brutal. Sendero, por el contrario, no se amilanó y se extendió por otras provincias hasta Lima.

A pesar que en 1984 hubo un repunte en el crecimiento económico la inflación se reavivó. En 1985 llegó a un 130%. Belaunde, siempre respetuoso del orden constitucional, nuevamente demostraba poco éxito en gestión gubernamental. Con el terrorismo y la crisis económica a cuestas, y sin haber corregido los vicios legados por el gobierno militar, el camino estaba allanado al Apra. Alan García, un líder joven con grandes habilidades retóricas, se presentaba como el gran salvador de la nación. En 1985 obtuvo el 46% de los votos y la izquierda, unida por vez primera, alcanzó el 22%. El Apra se hizo con el control del Parlamento lo que le permitió a García tener un amplia base política. En castigo, Acción Popular casi desapareció del mapa electoral.

García terminó defraudando todas las expectativas. En un inicio su populismo lo empujó a elevar los salarios, recortar algunos impuestos y los tipos de interés, congelar los precios, ofrecer crédito agrícola y devaluar la moneda. Al aumentar la demanda su equipo económico esperaba reactivar la industria. Esto no sucedió. García no se dio cuenta que se enfrentaba a una economía mundial demasiado hostil. Para colmo desafió a los acreedores extranjeros al incumplir con los pagos de la deuda. El Fondo Monetario Internacional expulsó al país del mundo financiero. Internamente el déficit comercial, acentuado por el auge del consumo, agotó las escasas divisas.

Hacia 1987 el país se iba en picada. García intentó nacionalizar la banca y multiplicó su descrédito. Sendero seguía en auge y la represión del gobierno también. Las matanzas en la sierra y los apagones en Lima demostraban la fuerza creciente del terrorismo, ahora alimentado por la acción de otro movimiento subversivo, el MRTA. La población estaba agotada: más de 20 mil muertos y pérdidas materiales difíciles de calcular. Como si esto fuera poco el PBI se desplomó, la hiperinflación alcanzaba el 3.000% y los escándalos de corrupción saltaban a la luz. El país se encontraba en bancarrota, la más grave del continente. La pobreza y la frustración colectiva eran elocuentes. Nunca la población había asistido a tanta irresponsabilidad desde la gestión pública.

LOS AÑOS NOVENTA: EL COLAPSO DE LA DEMOCRACIA       

En 1990 un nuevo salvador estaba dispuesto a rescatar al país. El famoso escritor Mario Vargas Llosa prometía reformas económicas neoliberales para reducir el Estado y promover la empresa privada. Pero su discurso fue desvirtuado por el Apra y la izquierda quienes, careciendo de cualquier posibilidad de triunfo, apoyaron la candidatura de un desconocido ingeniero agrónomo descendiente de inmigrantes japoneses, Alberto Fujimori.

Ya en el poder, Fujimori sorprendió a todos al imponer un plan radical de reestructuración de la economía: reducción de aranceles, fomento a la inversión externa y liberalización del mercado laboral. Anunció también la venta de empresas públicas para reducir el aparato estatal y generar nuevos ingresos. Se pudo controlar la hiperinflación y el país reasumió sus compromisos con la deuda externa. Pero este primer éxito económico pronto se ensombreció con el retroceso político. En abril de 1992, Fujimori disolvió el Congreso y anunció una reforma en el poder judicial. Se trataba de un autogolpe respaldado por un oscuro plan militar. La frágil democracia se derrumbaba bajo el pretexto del terrorismo, la injusticia social, la corrupción y el descrédito de los partidos políticos. Para el desconcierto de la opinión internacional, el golpe gozó de amplio apoyo popular.

Sendero vio que el golpe y el autoritarismo del régimen aceleraría su revolución. Sucedió todo lo contrario: Abimael Guzmán, fundador y líder del movimiento, fue capturado y exhibido teatralmente. Misteriosamente, Guzmán cooperó luego con el gobierno exhortando a sus seguidores que se rindieran. Hubo más arrestos de subversivos y el senderismo empezó a desintegrarse. Al dejarse el caso en manos del Ejército se empezó a producir todo un récord en violaciones en derechos humanos. No importaba: el gobierno exhibía el éxito de haber “derrotado” al terrorismo.

Presionado por los organismo internacionales, Fujimori tuvo que convocar a un Congreso Constituyente y dar una fachada más “democrática”. La constitución de 1993 se diseñó a su medida y se convocaron elecciones. Controlados el terrorismo, la inflación y el aparato estatal, Fujimori pudo ganar cómodamente con un 64% su primera reelección en 1995 ante el embajador Pérez de Cuéllar.

De esta manera el régimen profundizó su autoritarismo y la corrupción a su interior. En esta etapa (1995-2000) las crisis financieras mundiales y la falta de respuesta del equipo económico hicieron que el país entrara en una recesión profunda desde 1997. El desempleo y el colapso de muchas empresas solo fueron matizados por el éxito en la venta de algunas empresas públicas. Un hecho positivo fue el arreglo fronterizo con Ecuador y Chile. Sin embargo el régimen demostraba cada vez más su voluntad de perpetuarse en el poder al aniquilar el estado de derecho (control del Poder Judicial, Tribunal Constitucional, Sistema Electoral y la mayor parte de la prensa). En este contexto cualquier fiscalización no prosperaba. La cúpula militar, por su lado, era fiel cómplice del autoritarismo y la corrupción.

El objetivo era la ilegal segunda reelección de Fujimori. Se fraguó un proceso electoral donde el candidato-presidente contó con todos los recursos del Estado para no dejar el sillón presidencial. Nadie, ni dentro ni fuera del país, pudo ocultar el atropello cometido. El 28 de julio de 2000 Fujimori inauguraba un nuevo mandato que estaba condenado al fracaso.  A la falta de credibilidad se sumó, en menos de 40 días de la juramentación, el escándalo de corrupción al difundirse un vídeo donde el principal asesor presidencial “compraba” a un congresista electo para asegurarle mayoría parlamentaria al régimen. Luego vendría un cúmulo de destapes sobre la corrupción organizada por el nefasto personaje desde el Servicio de Inteligencia Nacional en la que Fujimori resultaba seriamente comprometido, al menos políticamente. No pudo más y, aprovechando una invitación para asistir a una cita internacional de mandatarios, huyó al Japón para enviar su renuncia por fax.

Su lamentable deserción obligó al Parlamento declararlo moralmente incapaz y suspenderlo de cualquier responsabilidad pública por 10 años. El vacío político fue cubierto con la elección del Presidente del Congeso, Valentín Paniagua, como jefe de estado. En noviembre de 2000 Paniagua asumió un gobierno de transición cuyos objetivos fundamentales fueron convocar elecciones libres y corregir los vicios dejados por el fujimorismo. Tras dos rondas electorales, el economista Alejandro Toledo resultó elegido para el periodo 2001-2006.

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