El irracionalismo. El poderoso sistema filosófico hegeliano no fue la única forma con que la humanidad se midió con las luces y las sombras de la herencia ilustrada, entre las voces que se le opusieron ocupa un lugar particular el «irracionalismo» de mediados del siglo XIX.
El adjetivo «irracional» no debe entenderse aquí en sentido peyorativo, sino como índice de la contraposición a la racionalidad histórica, hecha de contradicciones y de superación de estas contradicciones y de superación de estas contradicciones, expresada en la filosofía dialéctica de Hegel y de Marx. Hegelianos e irracionalistas comparten a menudo la idea de que el curso de la historia se ha perturbado y que el dolor y la injusticia son intolerables para una filosofía digna de este nombre; la diferencia se encuentra en el planteamiento de respuesta a esta amarga constatación. Todo depende de cómo se conciba la relación entre historia y verdad; si imaginamos que no podemos intervenir, como hicieron los filósofos irracionalistas, entonces el mal que reina en el mundo es una verdad inmutable, con la que el hombre tiene que vérselas, aceptar el destino y buscar en alguna forma de rechazo una solución personal al problema. Exactamente lo contrario de la perspectiva hegeliana, donde verdad e historia están estrechamente entrelazadas: la verdad de la injusticia, por ejemplo, no radica sólo en constatar que existe sino también en decir y obrar de modo que deje de existir.
Arthur Schopenhauer y la Voluntad
El primer y más célebre adversario de los hegelianos, y de Hegel mismo, fue el gran representante de los pesimistas, el alemán Arthur Shopenhauer (1788-1860). Su principal obra, El mundo como voluntad y como representación (1818), es un intenso himno contra la vida, sin que la contradicción asuste a su autor. La existencia no es, según Schopenhauer, el fruto del Espíritu que plantea la batalla para dominar el curso de los acontecimientos. Esta convicción es sólo una ilusión, una representación engañosa que oculta la verdadera esencia. Es otro el principio del que proceden todos los acontecimientos: la Voluntad. Es la Voluntad la que crea el horror de un mundo en que el odio y el dolor superan ampliamente el escaso bien que se obtiene. ¿Qué es la vida, se pregunta el filósofo, sino un péndulo que oscila continuamente entre el deseo más intenso y, un instante después, el aburrimiento más mortal incluso ante lo que un momento antes nos había seducido?, ¿por qué ese derroche de energías? Porque la Voluntad que reina no es la voluntad de este o aquel hombre; es Voluntad en sí, ciego instinto de vivir, irresistible impulso a querer y querer cada vez más. Ente metafísico, la Voluntad es la única y verdadera cosa en sí, repite Schopenhauer citando a Kant, una fuerza ciega que lleva a los hombres a dañarse recíprocamente por un beneficio que sólo dura un instante. La mayoría se ilusiona creyendo seguir sus propios intereses, cuando en realidad los hombres no son más que marionetas de este único, ciego e irracional querer, que los utiliza para poderse dividir en un sujeto del querer y en un objeto querido; división errada, engaño supremo, velo que cubre la esencia sin piedad del mundo: existir en cuanto querer. Para los individuos particulares sólo hay una posibilidad: romper la ilusión y dejar de querer, de anhelar cosas y poderes. El primer grado de esta liberación coincide con el arte como expresión de esta verdad: sólo hay alegría cuando por un momento se suspenden las pasiones del alma en la contemplación de la belleza. Siguen el arte, la justicia y la compasión. Ya que ambas consisten en una renuncia a los intereses personales para obedecer la ley, en ellas se expresa el grado principal de separación del instinto ciego del querer al que el hombre puede llegar cuando se percata de que en el mundo no se produce una colisión entre libres voluntades individuales sino sólo el teatro de la única Voluntad que sólo se quiere a sí misma. El último grado de liberación está representado por la renuncia voluntaria a la vida, por el reconocimiento en el principio de determinación (aquello por lo que una cosa es ella misma y no otra) del engaño de la Voluntad, dedicándose a partir de aquí a la negación de este «truco» de la Voluntad, en una palabra: dejando de querer algo.
Schopenhauer y el «ascetismo»
Muy influido por las filosofías orientales, Schopenhauer dio el nombre de «ascetismo» a este estadio supremo; pero no es difícil ver que el rechazo de la Voluntad se realiza en un aristocrático distanciamiento de las causas terrenas, muy prácticas y poco metafísicas, de la injusticia del mundo. Si es difícil no participar en la descripción artística que Schopenhauer escenifica de los males del mundo, es fácil, por el contrario, advertir que el análisis y las soluciones propuestas quedan a un nivel más bien insuficiente.
Sören Kierkegaard: filósofo antihegeliano e individualista
En cierto sentido un discurso parecido puede aplicarse también al otro gran filósofo antihegeliano e individualista del siglo XIX, Sören Kierkegaard (1813-1855). El filósofo danés del cristianismo llega a considerar el universo víctima de una enfermedad incurable: una enfermedad mortal. Todo lo creado vive la tensión entre la intervención absoluta de Dios para su salvación (Cristo en la cruz) y las esperanzas de la razón, simbolizadas por la filosofía. Pero toda cosa vive, y ésta es la base de la tensión, la existencia es el lugar en el cual se decide sobre la vida y la muerte, material y espiritual. Se puede existir según tres modos absolutamente distintos entre sí. Se una existencia estética en la que el hombre, cautivo de las propias sensaciones, vive totalmente preso del instante, sin pensar en la salvación del alma, sin plantearse nada que no esté relacionado con el placer y la distracción. En el estadio siguiente, el estadio ético, la contradicción entre los seres humanos es reconocida y superada en forma de mandamiento moral que prescribe ir más allá de los propios deseos y pasiones inmediatos, para obrar según justicia. Es característico de la religiosidad de Kierkegaard, profundamente marcada por el sentimiento de culpa y pecado, que el estadio ético de la existencia no sea el último, sino que a éste le suceda el estadio religioso, simbolizado por Abraham, que acepta sin explicaciones la orden divina de sacrificar a su hijo. El estadio religioso suspende las normas universales de la moral humana en favor de la fe en la que cada individuo particular se encuentra en relación directa con Dios, y por tanto no puede inclinarse frente a la ley, creación sólo humana. La elección corresponde al individuo, pero no hay explicaciones racionales para decantarse por una u otra. La elección está entre lo Absoluto y la razón, es una elección ab-soluta (es decir, libre suspensión de todo condicionamiento), absoluta libertad. No por casualidad la obra más famosa de Kierkegaard se titula Enter-Eller, o Aut-Aut (O lo Uno o lo Otro, 1843). La elección queda así bajo la total responsabilidad del hombre que, en ello, experimenta su libertad. Pero ni siquiera la libertad lo deja en paz. La posibilidad de elegir entre la fe en Dios y las armas de la razón constituye la garantía de salvación eterna, pero es también un poder que, de algún modo, puede contraponerse a Dios, siendo fuente de angustia. Sólo cuando el hombre logra eliminar toda esperanza y toda confianza en su propia capacidad de salvarse por sí solo el peligro del pecado de soberbia se disuelve. La crítica de Schopenhauer y Kierkegaard muestra, pues, cómo éste es «el peor de los mundos posibles, porque si fuese algo peor ya no podría existir». Su desesperación es sin duda más débil, filosóficamente hablando, que la lucidez del gran crítico de toda certeza, valor y razón: Friedrich Nietzsche (1844-1900). Perteneciente a una generación posterior, Nietzche fue durante largo tiempo el emblema de la reacción política, a menudo a través de una evidente manipulación de sus obras, como el clamoroso caso de La voluntad de poder, falseada por su hermana que se encargó de su edición póstuma. Si es totalmente forzado reducir el pensamiento nietzscheano a una posesión reaccionaria, no deja de ser cierto que hay algo en sus obras que se mueve a menudo en el límite, inestable pero valioso, entre crítica de la falsedad y elogio del puro arbitrio. Además, al ser sus obras estilísticamente muy particulares (muchas compuestas en forma de aforismo como La gaya ciencia, 1882, la mayoría con una acentuado tono «profético», como su obra maestra Así habló Zaratrusta, 1883-1885, y todas con la convicción de que la forma sea una parte del contenido, hasta el punto de poder afirmar que el valor estético de las obras de Nietzsche no es separable de su importancia filosófica), resulta problemático extraer de ellas una teoría clara y unívoca. En un cierto sentido se podría decir que Nietzsche fue un demoledor, el demoledor por excelencia de todas las convenciones morales, civiles y filosóficas, sobre todo cuando éstas, en su opinión, ocultan sus verdaderos motivos e intereses. El conocimiento científico, por ejemplo, es uno de los temas que sufrió el ataque de Nietzche. El filósofo no critica el uso práctico de los distintos descubrimientos; se limita sólo a preguntar: «¿para qué sirve?» Es aquí donde la investigación científica debe interrogarse sobre el sentido de su dominio sobre la naturaleza. Pero dado que estas dudas son de orden moral, la respuesta ya no corresponde a la ciencia, sino a la filosofía. ¿Es acaso la filosofía la que debe dictar leyes? Ni en sueños. La filosofía debe descubrirse a sí misma no menos que la ciencia. Su pretensión de conocer la verdad, la idea misma de que exista una verdad, no encuentra justificación por ninguna parte. Hace falta tener el valor de admitir que no es la verdad, sino la voluntad de vivir la que se encuentra en la base de las especulaciones filosóficas y científicas «Dios -escribe Nietzsche en un célebre aforismo- está muerto y sigue muerte», no pretendiendo con ello discutir sobre la existencia o no del Omnipotente, sino mostrar que el mundo ordenado y estable, donde el bien triunfa y el hombre es dueño de escoger, es una ilusión. En un tiempo una certeza así era garantía de que un Dios hubiese creado el universo, pero ahora ya nadie cree en la creación. El lenguaje nietzscheano es poético y oscuro, en correspondencia con su ideal de una filosofía que más que estudiada fuera vivida. Este sutilísimo filólogo -porque Nietzsche era filólogo- pretende que el hombre mire su propio rostro, sin el temor de ver algo que no le guste. No importa el origen de las cosas; del pero de los materiales puede nacer la mejor de las obras, igual que de un deseo sexual puede brotar la poesía, y viceversa. El juicio de valor, las ideas de bien y de mal son también estados producidos por hombres que los impusieron porque a ellos, desde su perspectiva, esto y aquello les pareció correcto, y esto y eso otro, equivocado. Y correcto o equivocado no se refiere a una ley moral absoluta, no existe nada de este tipo. Fueron individuos particulares quienes inventaron la moral, y crearon las normas que nosotros hoy consideramos eternas; correcto es simplemente lo que ellos juzgaron favorable para su vida, equivocado lo que les dañaba. Los valores son expresión de la voluntad de individuos, nada más. Toas las construcciones religiosas y científicas son para Nietzsche la respuesta que los débiles daban a los fuertes que imponían sus valores. Sin artificios, trucos, para proteger su vida, pero también expresión de un espíritu débil, miedoso, que teme la lucha y la confrontación. Pero la vida es lucha y confrontación, y quien las evita, en cierto modo evita la vida misma. El hombre crea de la nada el bien y el mal, el sentido y el sin sentido, la ciencia, la religión y el arte. Sólo el placer y el dolor son originales. Ellos son la medida absoluta de juicio. Pero Nietzche no es ingenuo; placer y dolor no son sólo físicos, sino también espirituales. Aquel que es lo bastante atrevido como para abandonar las convenciones sociales y obedecer el propio instinto vital, está «más allá del bien y del mal», en el sentido de que ha superado las ilusiones de los débiles inventores de la moral y de la ciencia. Ya no intenta alejar de sí la naturaleza, para dominarla como si sólo fuese un instrumento, sino que la busca dentro de sí y descubre que su impulso para crear y vivir del propio poder espiritual, este valor, es la naturaleza misma.
Nietzsche y el superhombre
La humanidad está ahora dividida en hombres del conocimiento, ineptos para la vida verdadera y profunda y dedicados a construir grandes estructuras teóricas para esconder su temor, y hombres de la duda, de la convicción de que nada merece la pena ser buscado, «adoradores de la nada», nihilistas (del latín nihil, «nada»). Por encima de ambos, si la humanidad no quiere precipitarse dentro de sí misma, es necesario crear un nuevo tipo de ser, el superhombre, que diga finalmente que sí a la vida en todas sus formas. Crueldad y alegría, creación y poesía, sensualidad y dolor, nada es extraño al superhombre, porque él mismo decide qué le pertenece y cómo. Éste es el hombre que conoce el vacío eterno retorno de las mismas situaciones, pero en lugar de temer que la existencia no tenga sentido crea su propio destino.
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